Un niño en el que nadie creyó
El ascenso de Godoy
La guerra en el mar
Trafalgar
A hostias con Godoy
El niño asustado y envidioso de Carlota
Escoiquiz el muñidor
La conspiración de El Escorial
Comienza el proceso
El juicio se cierra en falso y el problema francés se agudiza
Napoleón aprieta
Aranjuez
Los porqués de una revolución
C'est moi le patron
Francia apremia
La celada
El día que un vasco lloró por España delante de un rey putomierda
Bayona
Napoleón ya no se esconde
Padre e hijo, frente a frente
La carta del rey padre
La (presunta) carta de Fernando
La última etapa en la hoja de ruta de Napoleón
El 2 de mayo se cocina
Los madrileños no necesitamos que nos guarden las espaldas
De héroes, y de rocapollas
Murat se hace con todo, todo y todo
La chispa prende
Sevilla y Zaragoza
Violentos y guerrilleros
La Corte de Bayona
Las residencias del rey padre
Bailén
La "prisión" de Valençay
Dos cartas que dan bastante asco
Un ciruelo tras otro
El Tratado de Valençay
¡Vente p'a España, tío!
El rey, en España
El golpe de Estado
Recap: por qué este tío nos ha jodido
La tarde
de aquel día 20 de abril, que como vemos bien se puede conceptuar
como la fecha del golpe de Estado francés en España, ante el
gobernador interino se presenta un impresor, Eusebio Álvarez de la
Torre, quien le explica que se habían presentado en su casa unos
franceses, que querían ver impresa una proclama por la que el trono
de España se retrotraía a los reyes padres. Álvarez, considerando
aquello un ultraje, tuvo sin embargo la inteligencia de aceptarlo,
para así poder controlarlo y dar parte. Dos horas después, los
españoles sorprendieron en la imprenta a dos franceses. Los gabachos
dijeron estar al mando del general Emmanuel de Grouchy y tenían las
pruebas de la proclama. Los españoles los arrestaron en una
habitación de la propia imprenta, aunque posteriormente el infante
don Antonio resolvió devolvérselos a su jefe.
Por pragmática sanción
se ha mandado publicar
el que al vaso de cabrón
se llame Napoleón.
Y por la misma razón
en una ley se decreta
que se ponga en la Gazeta
en un capítulo aparte
que se llame Buona-parte
la parte de la secreta.
En la
noche del 26 de abril, en un episodio bastante oscuro, Manuel Nidal,
que era comerciante y tenía su tienda en la calle del Carmen,
caminaba de regreso a casa por la calle del Candil cuando fue
abordado por un grupo de oficiales franceses, entre los cuales iba el
príncipe de Salm-Salm. Iban todos borrachos como cubas; yo nunca he
logrado averiguar si discutieron con Nidal o, simplemente, les cayó
mal. El caso es que le dieron una paliza y lo dejaron gravemente
herido en el suelo. Un vecino que lo vio todo avisó al alcalde, que
se presentó allí con varias personas que se llevaron al herido al
hospital de Buen Suceso, en la misma Puerta del Sol; allí Nidal
falleció sin siquiera esperar al cura que le pretendía dar la
extremaunción. Perfectamente identificados los agresores, el hecho
fue denunciado a Murat, quien se limitó a decretar la censura sobre
el mismo a la Junta de Gobierno, para así evitar un levantamiento
popular.
Ese día
todos en Madrid, incluido Murat que, en cuestiones de España, era
tonto del culo, sabían ya que el motín era sólo cuestión de
horas.
El 1 de
mayo a Manuel Esquivel, oficial de la Real Armada, se le había
señalado hacer guardia en la Puerta del Sol. Tenía al mando unos
batallones de Marina. Alcalá Galiano, que lo visitó allí, lo
encontró acojonado y esperando un rompimiento de un momento a otro.
No era el único. La Junta de Gobierno era tan consciente de la
posibilidad de un enfrentamiento que, para entonces, había dejado
sin munición a las guarniciones españolas, para así evitar que se
pudieran convertir en la vanguardia de un movimiento popular
antifrancés.
Alcalá
vio aparecer a Murat con su comitiva, y pudo comprobar de primera
mano que los españoles les recibían entre abucheos y silbidos.
Fue poco
después de la aparición de Murat que se pudo ver el coche en el que
iba el infante don Antonio. Los españoles en general, y los
madrileños en particular, nunca habían sentido un gran cariño por
aquel tipo, por lo general desabrido y frío y, por qué no decirlo,
bastante gilipollas; era un Borbón de la rama limitadita. Sin embargo, en ese momento Antonio era mucho
más que él mismo: era la representación de la presencia de la
familia real en Madrid, algo así como el portavoz del querido rey
Fernando. Por eso cruzó la ciudad en loor de multitud.
La Junta
de Gobierno estaba muy presionada, especialmente desde la llegada a
Madrid, en apoyo de Murat, del conde de La Forest. El 17 de abril,
fecha en la que debo recordar Fernando todavía estaba en Madrid,
había comunicado oficialmente a la Junta su exigencia de
proclamación de Carlos IV como rey de España; una intención que la
Junta comunicó a Fernando en la madrugada de ese mismo día al
siguiente. Azanza y O'Farril, los dos miembros de la Junta
encomendados de las negociaciones, o lo que fuesen, con Murat,
tuvieron escaso o nulo espacio de negociación pues, para entonces,
el duque de Berg ya disponía de una carta de Carlos de Borbón a su
hermano Antonio en la que declaraba nulo su acto de abdicación;
confirmaba a la Junta en su puesto; pero, finalmente, informaba de
que en el momento de firmar la carta (el 17) saldría al encuentro
del emperador (como hizo) tras lo cual “transmitiré mis últimas
órdenes a la Junta”. Carlos, por lo tanto, estaba ya muy
cierto a mediados de abril de que le entregaría la corona de España
a Napoleón, si bien probablemente no podía imaginar que lo hacía
para que éste levantase en el país una dinastía Bonaparte.
Tanto
los comisionados como la propia Junta y, por supuesto, Fernando, sin
embargo, resolvieron resistir. Argumentaron que no tenían la
constancia de que esa toma de posición por parte del rey padre no
hubiese sido tomada con la presión de la fuerza (argumento éste que
suena, la verdad, a chacota viniendo de los ganadores del motín de
Aranjuez... ¿acaso la abdicación de entonces no estuvo dictada por
la fuerza?); en consecuencia, la Junta se amorcilló en tablas y
declaró que para ella no había más soberano que Fernando; una
posición que, en un lugar tan pequeño como era entonces aquel
Madrid para las dimensiones en las que hoy vivimos, lógicamente se
supo inmediatamente y galvanizó al pueblo.
Murat,
por una vez contemporizador y en un ataque de inteligencia que no
hemos de descartar se deba, en realidad, a la superior mano izquierda
de La Forest, decidió llegar al mismo sitio que siempre había
pretendido, sólo que desviándose por la comarcal. Así, accedió a
que Carlos comunicase a la Junta su posición (recuérdese que hasta
el momento todo lo que tenía era una carta al infante), comunicación
que la Junta, asimismo, transmitiría a Fernando sin hacerla pública.
Como consecuencia de esto, Carlos partiría de El Escorial sin
realizar actos como soberano (que es lo que hizo) en dirección a
Francia y sin pasar por Madrid.
Ya el
día 18, en una comunicación más profunda que la hecha en la
madrugada anterior, la Junta le expresa a su rey Fernando que “si
hasta ahora la nación, a fuerza de las diligencias del Gobierno, ha
podido reprimir los ímpetus de la lealtad y amor a su Real persona y
del deseo de conservar su independencia de toda autoridad extranjera,
no se sabe si esto podrá continuar por mucho tiempo”.
La
comunicación de 18 de abril, sin embargo, ya le llegó a Fernando
cuando estaba en Bayona. Con fecha 22 del mismo mes, Cevallos la
contesta desde la ciudad francesa, ya con una composición de lugar
mucho más completa y pesimista. Le dice el ministro fernandino al
gobierno de Madrid que las proposiciones que le ha hecho el emperador
al rey (el día 21) “son de una naturaleza infinitamente peor y
cual no era posible imaginarse”. Como creo haber argumentado ya
varias veces en estas notas, pensar que Cevallos escribió siempre la
verdad es muy, muy difícil; pero, asumiendo que esta frase sí lo
sea, nos confirma que el ánimo de Fernando de Borbón, cuando dejó
España para entrevistarse con Napoleón en su terreno, no era
resistirse al francés sino, simple y llanamente, prevalecer frente a
su padre en la batalla por la corona de España. Y si eso le costaba
vender la independencia de España en la almoneda, bienvenido fuera.
Una forma de pensar muy coherente con el hecho de que, finalmente,
aceptase conservar su integridad personal y una vida muelle de
exiliado de lujo.
Cevallos,
en todo caso, usa la respuesta del 22 para decirle a la Junta que,
por dios de todos los dioses, se prevenga cualquier tipo de algarada.
Esta
comunicación no llegó a Madrid hasta la noche del 1 de mayo, cuando
la Junta se hallaba reunida de urgencia para tratar la última jugada
de Murat, quien en las horas anteriores había exigido que, al día
siguiente, la infanta María Luisa (ex reina de Etruria) y el infante
Francisco de Paula Antonio, saliesen de Madrid. En ese momento, se
presentó ante el gobierno interior Justo María de Ibar Navarro,
miembro que era del Consejo de Navarra, a quien Fernando había
enviado secretamente, sin usar el rápido correo napoleónico para no
ser censurado ni interceptado, razón por la cual la carta había
tardado tanto en llegar.
La
posición para la Junta era clara; o sea, claramente oscura: el poder
real en España lo ostentaba Murat, quien ahora estaba apoyado desde
la legitimidad, por así decirlo, por la resolución del rey padre de
exigir su corona de vuelta. El pueblo español no quería a otro rey
que Fernando, y estaba desarrollando una inquina asesina contra el
francés. Pero si todo eso estallaba, no se podía olvidar que el rey
estaba prisionero de los franceses en Bayona, y que los franceses ya
se habían llevado por delante a un rey sin pestañear.
A los
pobres pringaos que quedaron en Madrid encomendados de mantener el
orden y la administración del reino se los ha vapuleado muy
comúnmente en la historiografía española; vapuleo que se basa,
normalmente, en el contraste existente entre su cobardía y mesura y
la decisión de las masas populares, a las que les faltó tiempo para
salir a la calle a defender a su rey y sus leyes viejas. Yo,
personalmente, no me adhiero a estas críticas. Pienso, de hecho,
que, de todos los elementos de la, digamos, alta administración de
España que pusieron su honor y su reputación históricos en juego
durante aquellas jornadas, la Junta residente en Madrid es la menos
culpable. Hizo, básicamente, todo lo que pudo hacer. Tuvo que
lidiar, en primer lugar, con la decisión de su rey de marcharse de
Madrid, agravada por el hecho de que, una vez en Vitoria, todavía en
territorio español y amparado y protegido por los suyos, decidiera
irse a Bayona, a territorio extranjero, a la boca del lobo. La Junta
tuvo que lidiar, pues, con un francés, Murat, que, sencillamente,
desde el momento en que Fernando abandonó Madrid, o más
concretamente desde el momento en que cruzó la raya de Francia,
tenía todos los triunfos en la mano: el rey estaba preso, el rey
padre había asumido todas las tesis de Napoleón, y la única baza
real, que era la rebelión, podía provocar la extinción de los
Borbones, todos ellos en manos de Napoleón.
La Junta
hizo lo que pudo, en el marco de una situación en la que era más
consciente que nadie de que al 2 de mayo ya sólo le faltaba ponerle
fecha, por así decirlo. Tan convencida estaba de ello que, un día
antes, el 1 de mayo, y ante la previsión de que su mando sea borrado
por la fuerza por los franceses, nombró una especie de Junta bis,
compuesta por José Manuel de Ezpeleta, conde de Ezpeleta; Gregorio de la Cuesta, Antonio
Escario, Manuel de Lardizábal, Juan Pérez Villamil y Felipe Gil de
Taboada. Ellos sabían que en las horas siguientes era más que
probable que fuesen suspendidos e incluso prendidos. Las culpas de la
Junta, a mi modo de ver, se aprecian más en los momentos posteriores
al estallido de las hostilidades.
El 2 de
mayo, que ya
he relatado en algunos de sus detalles, era lunes. A las ocho y
media de la mañana, la infanta María Luisa, la antigua reina de
Etruria, está ya dispuesta a coger el buga para irse a Francia; un
apunte creo que importante, para situar a cada uno en su sitio, es
que en modo alguno Napoleón la estaba forzando; Luisi quería
irse.
Los Borbones y su desmedida afición por sus destinos
personales.
Los franceses han citado al Uber en la puerta del
Príncipe del Palacio Real y ahí está el coche, puntual como un
alemán hanseático de más de cincuenta años. La excursión es como para pasar desapercibida: entre hijos,
ayas, azafatas, camareras y el mayordomo, parece como si de España
se estuviese marchando Viva la Gente tras un concierto (símil para
valetudinarios). Sale el carruaje por la antigua Huerta de la Priora,
pasa por delante del Teatro de los Caños del Peral y tira por la
calle del Tesoro, referencias todas ellas que desaparecieron bajo la
piqueta de José Bonaparte cuando creó la actual plaza de Oriente.
El coche desapareció sin pena ni gloria.
Ahora
venía la segunda parte. Otro Uber en el mismo sitio. En él pronto
se acomodan las personas de la servidumbre que van a viajar, quienes
ya sólo están a la espera de que aparezca el viajero principal. En
ese momento, por la calle Nueva de Palacio, como se llamaba, aparece
un innominado madrileño que se interesa por toda esa batahola e
inquiere sobre quién se va, y a dónde. Los criados, tranquilamente,
le informan de que el inquilino del carruaje que todavía falta es
Francisco de Paula Antonio. Es entonces cuando este tipo comienza a
clamar traición, y a gritar que se quieren llevar a la familia real
de Madrid. Sin necesidad de Whatsapps ni hostias, en una ciudad tan
pequeña y abigarrada como aquel Madrid, donde las gentes viven
literalmente unas encima de otras, la noticia corre como la pólvora,
y antes de que los caballos del carruaje puedan cagar de nuevo ya se ha congregado una pequeña multitud en la zona; se dan mueras a los
franceses. El grito más común es “¡Que no salga el infante!”
Al
balcón de palacio se asoma alguien, al parecer un grande de España,
quien confirma los temores de la gente y los anima a tomar las armas.
Aproximadamente un centenar de personas, entonces, entran en el
palacio y suben hasta el primer piso, buscando las habitaciones de
don Antonio. Éstas son guardadas por Pedro de Torres, jefe de las
Reales Guardias de Corps. Torres, probablemente empapado de las
instrucciones de la Junta, y de Cevallos (cualquier cosa menos un
tumulto) les conmina a tranquilizarse pues, les dice, “tenemos
quien nos guarde las espaldas”. Los tipos que quieren entrar le
contestan con una de esas frases que, de haberse pronunciado en la
Historia de los Estados Unidos, hoy se estudiarían en las escuelas y
estaríamos hartos de ver en las pelis.
Le
dicen: “los madrileños no necesitamos que nos guarden las
espaldas”.
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