miércoles, abril 15, 2020

Fernando (25: los madrileños no necesitamos que nos guarden las espaldas)

Aquí están todos los capítulos presentes y futuros de esta serie. Los enlaces irán apareciendo conforme se publiquen.

Un niño en el que nadie creyó
El ascenso de Godoy
La guerra en el mar
Trafalgar
A hostias con Godoy
El niño asustado y envidioso de Carlota
Escoiquiz el muñidor
La conspiración de El Escorial
Comienza el proceso
El juicio se cierra en falso y el problema francés se agudiza
Napoleón aprieta
Aranjuez
Los porqués de una revolución
C'est moi le patron
Francia apremia
La celada
El día que un vasco lloró por España delante de un rey putomierda
Bayona
Napoleón ya no se esconde
Padre e hijo, frente a frente
La carta del rey padre
La (presunta) carta de Fernando
La última etapa en la hoja de ruta de Napoleón
El 2 de mayo se cocina
Los madrileños no necesitamos que nos guarden las espaldas
De héroes, y de rocapollas
Murat se hace con todo, todo y todo
La chispa prende
Sevilla y Zaragoza
Violentos y guerrilleros
La Corte de Bayona
Las residencias del rey padre
Bailén
La "prisión" de Valençay
Dos cartas que dan bastante asco
Un ciruelo tras otro
El Tratado de Valençay
¡Vente p'a España, tío!
El rey, en España
El golpe de Estado
Recap: por qué este tío nos ha jodido

La tarde de aquel día 20 de abril, que como vemos bien se puede conceptuar como la fecha del golpe de Estado francés en España, ante el gobernador interino se presenta un impresor, Eusebio Álvarez de la Torre, quien le explica que se habían presentado en su casa unos franceses, que querían ver impresa una proclama por la que el trono de España se retrotraía a los reyes padres. Álvarez, considerando aquello un ultraje, tuvo sin embargo la inteligencia de aceptarlo, para así poder controlarlo y dar parte. Dos horas después, los españoles sorprendieron en la imprenta a dos franceses. Los gabachos dijeron estar al mando del general Emmanuel de Grouchy y tenían las pruebas de la proclama. Los españoles los arrestaron en una habitación de la propia imprenta, aunque posteriormente el infante don Antonio resolvió devolvérselos a su jefe.
En las horas siguientes, la Junta española iniciaría una tendencia hacia la obediencia de todas las órdenes que le llegaban de los franceses; con la consiguiente desobediencia civil creciente en las calles y plazas. Por ejemplo, el día 23 se prohibió en toda la ciudad la fijación de pasquines. Sin embargo, ese mismo día un hombre, sin esconderse de los alguaciles, colgó uno en la mismísima Puerta del Sol que decía:

Por pragmática sanción
se ha mandado publicar
el que al vaso de cabrón
se llame Napoleón.
Y por la misma razón
en una ley se decreta
que se ponga en la Gazeta
en un capítulo aparte
que se llame Buona-parte
la parte de la secreta.

En la noche del 26 de abril, en un episodio bastante oscuro, Manuel Nidal, que era comerciante y tenía su tienda en la calle del Carmen, caminaba de regreso a casa por la calle del Candil cuando fue abordado por un grupo de oficiales franceses, entre los cuales iba el príncipe de Salm-Salm. Iban todos borrachos como cubas; yo nunca he logrado averiguar si discutieron con Nidal o, simplemente, les cayó mal. El caso es que le dieron una paliza y lo dejaron gravemente herido en el suelo. Un vecino que lo vio todo avisó al alcalde, que se presentó allí con varias personas que se llevaron al herido al hospital de Buen Suceso, en la misma Puerta del Sol; allí Nidal falleció sin siquiera esperar al cura que le pretendía dar la extremaunción. Perfectamente identificados los agresores, el hecho fue denunciado a Murat, quien se limitó a decretar la censura sobre el mismo a la Junta de Gobierno, para así evitar un levantamiento popular.

Ese día todos en Madrid, incluido Murat que, en cuestiones de España, era tonto del culo, sabían ya que el motín era sólo cuestión de horas.

El 1 de mayo a Manuel Esquivel, oficial de la Real Armada, se le había señalado hacer guardia en la Puerta del Sol. Tenía al mando unos batallones de Marina. Alcalá Galiano, que lo visitó allí, lo encontró acojonado y esperando un rompimiento de un momento a otro. No era el único. La Junta de Gobierno era tan consciente de la posibilidad de un enfrentamiento que, para entonces, había dejado sin munición a las guarniciones españolas, para así evitar que se pudieran convertir en la vanguardia de un movimiento popular antifrancés.

Alcalá vio aparecer a Murat con su comitiva, y pudo comprobar de primera mano que los españoles les recibían entre abucheos y silbidos.

Fue poco después de la aparición de Murat que se pudo ver el coche en el que iba el infante don Antonio. Los españoles en general, y los madrileños en particular, nunca habían sentido un gran cariño por aquel tipo, por lo general desabrido y frío y, por qué no decirlo, bastante gilipollas; era un Borbón de la rama limitadita. Sin embargo, en ese momento Antonio era mucho más que él mismo: era la representación de la presencia de la familia real en Madrid, algo así como el portavoz del querido rey Fernando. Por eso cruzó la ciudad en loor de multitud.

La Junta de Gobierno estaba muy presionada, especialmente desde la llegada a Madrid, en apoyo de Murat, del conde de La Forest. El 17 de abril, fecha en la que debo recordar Fernando todavía estaba en Madrid, había comunicado oficialmente a la Junta su exigencia de proclamación de Carlos IV como rey de España; una intención que la Junta comunicó a Fernando en la madrugada de ese mismo día al siguiente. Azanza y O'Farril, los dos miembros de la Junta encomendados de las negociaciones, o lo que fuesen, con Murat, tuvieron escaso o nulo espacio de negociación pues, para entonces, el duque de Berg ya disponía de una carta de Carlos de Borbón a su hermano Antonio en la que declaraba nulo su acto de abdicación; confirmaba a la Junta en su puesto; pero, finalmente, informaba de que en el momento de firmar la carta (el 17) saldría al encuentro del emperador (como hizo) tras lo cual “transmitiré mis últimas órdenes a la Junta”. Carlos, por lo tanto, estaba ya muy cierto a mediados de abril de que le entregaría la corona de España a Napoleón, si bien probablemente no podía imaginar que lo hacía para que éste levantase en el país una dinastía Bonaparte.

Tanto los comisionados como la propia Junta y, por supuesto, Fernando, sin embargo, resolvieron resistir. Argumentaron que no tenían la constancia de que esa toma de posición por parte del rey padre no hubiese sido tomada con la presión de la fuerza (argumento éste que suena, la verdad, a chacota viniendo de los ganadores del motín de Aranjuez... ¿acaso la abdicación de entonces no estuvo dictada por la fuerza?); en consecuencia, la Junta se amorcilló en tablas y declaró que para ella no había más soberano que Fernando; una posición que, en un lugar tan pequeño como era entonces aquel Madrid para las dimensiones en las que hoy vivimos, lógicamente se supo inmediatamente y galvanizó al pueblo.

Murat, por una vez contemporizador y en un ataque de inteligencia que no hemos de descartar se deba, en realidad, a la superior mano izquierda de La Forest, decidió llegar al mismo sitio que siempre había pretendido, sólo que desviándose por la comarcal. Así, accedió a que Carlos comunicase a la Junta su posición (recuérdese que hasta el momento todo lo que tenía era una carta al infante), comunicación que la Junta, asimismo, transmitiría a Fernando sin hacerla pública. Como consecuencia de esto, Carlos partiría de El Escorial sin realizar actos como soberano (que es lo que hizo) en dirección a Francia y sin pasar por Madrid.

Ya el día 18, en una comunicación más profunda que la hecha en la madrugada anterior, la Junta le expresa a su rey Fernando que “si hasta ahora la nación, a fuerza de las diligencias del Gobierno, ha podido reprimir los ímpetus de la lealtad y amor a su Real persona y del deseo de conservar su independencia de toda autoridad extranjera, no se sabe si esto podrá continuar por mucho tiempo”.

La comunicación de 18 de abril, sin embargo, ya le llegó a Fernando cuando estaba en Bayona. Con fecha 22 del mismo mes, Cevallos la contesta desde la ciudad francesa, ya con una composición de lugar mucho más completa y pesimista. Le dice el ministro fernandino al gobierno de Madrid que las proposiciones que le ha hecho el emperador al rey (el día 21) “son de una naturaleza infinitamente peor y cual no era posible imaginarse”. Como creo haber argumentado ya varias veces en estas notas, pensar que Cevallos escribió siempre la verdad es muy, muy difícil; pero, asumiendo que esta frase sí lo sea, nos confirma que el ánimo de Fernando de Borbón, cuando dejó España para entrevistarse con Napoleón en su terreno, no era resistirse al francés sino, simple y llanamente, prevalecer frente a su padre en la batalla por la corona de España. Y si eso le costaba vender la independencia de España en la almoneda, bienvenido fuera. Una forma de pensar muy coherente con el hecho de que, finalmente, aceptase conservar su integridad personal y una vida muelle de exiliado de lujo.

Cevallos, en todo caso, usa la respuesta del 22 para decirle a la Junta que, por dios de todos los dioses, se prevenga cualquier tipo de algarada.

Esta comunicación no llegó a Madrid hasta la noche del 1 de mayo, cuando la Junta se hallaba reunida de urgencia para tratar la última jugada de Murat, quien en las horas anteriores había exigido que, al día siguiente, la infanta María Luisa (ex reina de Etruria) y el infante Francisco de Paula Antonio, saliesen de Madrid. En ese momento, se presentó ante el gobierno interior Justo María de Ibar Navarro, miembro que era del Consejo de Navarra, a quien Fernando había enviado secretamente, sin usar el rápido correo napoleónico para no ser censurado ni interceptado, razón por la cual la carta había tardado tanto en llegar.

La posición para la Junta era clara; o sea, claramente oscura: el poder real en España lo ostentaba Murat, quien ahora estaba apoyado desde la legitimidad, por así decirlo, por la resolución del rey padre de exigir su corona de vuelta. El pueblo español no quería a otro rey que Fernando, y estaba desarrollando una inquina asesina contra el francés. Pero si todo eso estallaba, no se podía olvidar que el rey estaba prisionero de los franceses en Bayona, y que los franceses ya se habían llevado por delante a un rey sin pestañear.

A los pobres pringaos que quedaron en Madrid encomendados de mantener el orden y la administración del reino se los ha vapuleado muy comúnmente en la historiografía española; vapuleo que se basa, normalmente, en el contraste existente entre su cobardía y mesura y la decisión de las masas populares, a las que les faltó tiempo para salir a la calle a defender a su rey y sus leyes viejas. Yo, personalmente, no me adhiero a estas críticas. Pienso, de hecho, que, de todos los elementos de la, digamos, alta administración de España que pusieron su honor y su reputación históricos en juego durante aquellas jornadas, la Junta residente en Madrid es la menos culpable. Hizo, básicamente, todo lo que pudo hacer. Tuvo que lidiar, en primer lugar, con la decisión de su rey de marcharse de Madrid, agravada por el hecho de que, una vez en Vitoria, todavía en territorio español y amparado y protegido por los suyos, decidiera irse a Bayona, a territorio extranjero, a la boca del lobo. La Junta tuvo que lidiar, pues, con un francés, Murat, que, sencillamente, desde el momento en que Fernando abandonó Madrid, o más concretamente desde el momento en que cruzó la raya de Francia, tenía todos los triunfos en la mano: el rey estaba preso, el rey padre había asumido todas las tesis de Napoleón, y la única baza real, que era la rebelión, podía provocar la extinción de los Borbones, todos ellos en manos de Napoleón.

La Junta hizo lo que pudo, en el marco de una situación en la que era más consciente que nadie de que al 2 de mayo ya sólo le faltaba ponerle fecha, por así decirlo. Tan convencida estaba de ello que, un día antes, el 1 de mayo, y ante la previsión de que su mando sea borrado por la fuerza por los franceses, nombró una especie de Junta bis, compuesta por José Manuel de Ezpeleta, conde de Ezpeleta; Gregorio de la Cuesta, Antonio Escario, Manuel de Lardizábal, Juan Pérez Villamil y Felipe Gil de Taboada. Ellos sabían que en las horas siguientes era más que probable que fuesen suspendidos e incluso prendidos. Las culpas de la Junta, a mi modo de ver, se aprecian más en los momentos posteriores al estallido de las hostilidades.

El 2 de mayo, que ya he relatado en algunos de sus detalles, era lunes. A las ocho y media de la mañana, la infanta María Luisa, la antigua reina de Etruria, está ya dispuesta a coger el buga para irse a Francia; un apunte creo que importante, para situar a cada uno en su sitio, es que en modo alguno Napoleón la estaba forzando; Luisi quería irse

Los Borbones y su desmedida afición por sus destinos personales. 

Los franceses han citado al Uber en la puerta del Príncipe del Palacio Real y ahí está el coche, puntual como un alemán hanseático de más de cincuenta años. La excursión es como para pasar desapercibida: entre hijos, ayas, azafatas, camareras y el mayordomo, parece como si de España se estuviese marchando Viva la Gente tras un concierto (símil para valetudinarios). Sale el carruaje por la antigua Huerta de la Priora, pasa por delante del Teatro de los Caños del Peral y tira por la calle del Tesoro, referencias todas ellas que desaparecieron bajo la piqueta de José Bonaparte cuando creó la actual plaza de Oriente. El coche desapareció sin pena ni gloria.

Ahora venía la segunda parte. Otro Uber en el mismo sitio. En él pronto se acomodan las personas de la servidumbre que van a viajar, quienes ya sólo están a la espera de que aparezca el viajero principal. En ese momento, por la calle Nueva de Palacio, como se llamaba, aparece un innominado madrileño que se interesa por toda esa batahola e inquiere sobre quién se va, y a dónde. Los criados, tranquilamente, le informan de que el inquilino del carruaje que todavía falta es Francisco de Paula Antonio. Es entonces cuando este tipo comienza a clamar traición, y a gritar que se quieren llevar a la familia real de Madrid. Sin necesidad de Whatsapps ni hostias, en una ciudad tan pequeña y abigarrada como aquel Madrid, donde las gentes viven literalmente unas encima de otras, la noticia corre como la pólvora, y antes de que los caballos del carruaje puedan cagar de nuevo ya se ha congregado una pequeña multitud en la zona; se dan mueras a los franceses. El grito más común es “¡Que no salga el infante!”

Al balcón de palacio se asoma alguien, al parecer un grande de España, quien confirma los temores de la gente y los anima a tomar las armas. Aproximadamente un centenar de personas, entonces, entran en el palacio y suben hasta el primer piso, buscando las habitaciones de don Antonio. Éstas son guardadas por Pedro de Torres, jefe de las Reales Guardias de Corps. Torres, probablemente empapado de las instrucciones de la Junta, y de Cevallos (cualquier cosa menos un tumulto) les conmina a tranquilizarse pues, les dice, “tenemos quien nos guarde las espaldas”. Los tipos que quieren entrar le contestan con una de esas frases que, de haberse pronunciado en la Historia de los Estados Unidos, hoy se estudiarían en las escuelas y estaríamos hartos de ver en las pelis.

Le dicen: “los madrileños no necesitamos que nos guarden las espaldas”.

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