martes, mayo 31, 2011

Franco y el poder (1: Sin «pole», y por la zona sucia)

Todas las tomas de esta serie:

Algunos personajes oscuros, ignotos, podrían tener las claves de esta historia. Por ejemplo, las personas que estaban en Zaragoza a principios de los treinta, en los tiempos en que Francisco Franco dirigió la Academia Militar. Muy especialmente, un zaragozano llamado Cecilio Gasca: el librero de Franco. Estando Franco en Zaragoza y siendo Gasca su proveedor se produce al parecer, casi bruscamente, un cambio en los gustos del ferrolano. Dejó de encargar libros de táctica militar para encargar otros de política y economía. Desde entonces, el interés de Franco por los grandes asuntos de gestión política no decayó.

El propio Franco, cuando en los años sesenta tuvo un accidente de caza que le obligó a hacer rehabilitación, le confesaría a su médico que, más o menos por aquellos años, le tocó administrar unos dineros que su mujer, Carmen Polo, había aportado al himeneo, y que del contacto con un ignoto director de agencia del Banco de Bilbao le había nacido el interés por los temas económicos.
Hay, pues, un momento impreciso en la vida de Franco, previo a las convulsiones de la II República y por supuesto a la guerra civil; un momento en el que Francisco Franco Bahamonde, un joven y exitoso militar africano, pensó que, tal vez, su destino no era solamente marcar el paso. Todo es «quizá» y especulación pues Franco, aparte unas notas bastante insulsas sobre su adolescencia cadete y el guión de una película más bien ñoña, no dejó trazo ninguno que se conozca sobre su vida y, sobre todo, sobre el asunto que centra esta serie de posts: su carrera hacia el poder. Así las cosas, nunca sabremos, con exactitud, cuál fue la primera noche en la vida de este militar en que, estando en la cama justo antes de dormirse, miró al techo y se dijo: yo puedo hacer algo grande.

El brillo militar de Franco está fuera de toda duda. Perteneciente a la casta de los Africanos, es decir los militares fogueados y ascendidos en Marruecos, tenía un indudable carisma militar que, sin embargo, a mi modo de ver no permite aseverar que, en 1936, fuese un candidato claro para dirigir el golpe de Estado contra la República que ya casi todo el mundo esperaba. En mi anterior serie he esgrimido un argumento para esto, y es que Casares Quiroga, presidente del Gobierno, no se preocupó demasiado de Franco durante las semanas anteriores al golpe, lo cual es un signo de que no lo temía en exceso. Otro síntoma de lo que digo es que, en esas mismas semanas, hubo un político, Indalecio Prieto, que tuvo la clarividencia de avizorar, en el curso de un mitin en Cuenca, la posibilidad de que Franco quisiera alzarse con el poder. Pero el hecho de que Prieto dijese eso y que esas palabras fuesen ya en su día destacadas por la rareza u originalidad del diagnóstico revelan que no era aquélla una convicción ampliamente extendida.

Franco, pues, no era ni mucho menos un militar oscuro; era, de hecho, un militar más conocido que la media; pero tampoco era el militar más destacado. Mientras vivió Sanjurjo, esa calidad le estuvo reservada, aunque sólo fuese porque Sanjurjo había ya intentado el golpe de Estado. Aguas adentro de la Unión Militar Española y los conspiradores militares, obviamente , el general Mola tenía mucha más importancia. En realidad, es probable que el ferrolano estuviese donde quería estar.

Por cosas que hemos visto en la anterior serie del 36 podemos estimar que el ferrolano nadó entre dos aguas hasta que la conspiración del 18 de julio estuvo muy adelantada. Franco nunca fue ajeno a dicha conspiración; pero había una diferencia importante entre él y otros militares de la misma, notablemente Sanjurjo. El general Sanjurjo, en 1936, llevaba, entre cárceles y exilios, un montón de meses apartado del mando en una institución, el ejército español, que por mor de la evolución política y de la reforma azañista estaba cambiando muy rápidamente. Por muchos confidentes que lo visitasen en Lisboa, Sanjurjo no podía tener un conocimiento preciso de la situación del ejército en 1936. Franco sí, porque hasta dos días antes del golpe de Estado, como quien dice, había sido JEMAD con Gil Robles y, por lo tanto, su trabajo, diríase que su obligación, era conocer bien las posibilidades de cada esquina de cada cuartel de España. Claramente, Franco trató de jugar la baza de ese expertise cuando trató de arrastrar a Portela Valladares a un cuartelazo de mayor o menor cuantía tras las elecicones de febrero del 36; y seguía tratando de jugar ese papel de experto tecnócrata castrense en su famosa carta a Casares Quiroga (además de confundirle, como es al menos mi teoría, como ya expliqué en el correspondiente post).

La primera gran ventaja de Franco en el entorno de una lucha por el poder entre militares era, pues, su hondo conocimiento de las Fuerzas Armadas, que ha hecho a muchos autores considerar, y yo estoy de acuerdo, que probablemente fue el primer general conspirador que se dio cuenta de que el golpe de Estado había salido mal, que por lo tanto el poder no se podría tomar en horas, y que la guerra sería larga e, incluso, en sus primeras semanas no pintaba nada bien para los alzados; y, lo que es más importante, adaptó sus actos a dicha realidad. Hay que recordar, en este sentido, que las primeras semanas o meses de la guerra se dan episodios como la relativa indisciplina de los italianos, que llegan a España poco menos que a repetir el paseo de Abisinia; y son tiempos en los que, además, ni Franco ni nadie podía prever que los republicanos iban a usar tan mal como la usaron la potente maquinaria de fabricación bélica que conservaron en sus manos, es decir Cataluña.

Ya lo he dicho en otros posts, pero lo repito aquí, porque creo que, antes de comenzar el relato de unos hechos y el despliegue de algunas opiniones sobre los mismos, lo justo es descubrirle al lector la tesis central a la que creo conducen dichas descripciones. Mi opinión es que Franco no fue un buen estadista, un buen político; pero sí fue extremadamente hábil. De una manera innata, innata a los gallegos dirán los que no los conocen bien, y digo innata porque no hay datos que nos permitan adivinar dónde la pudo adquirir, Franco poseía la habilidad de manejar los tiempos. Por eso no se le ve en el curso del golpe de Estado de Sanjurjo. Ni se le ve en primera línea de conspiración durante el 36. En puridad, el único posible error de cálculo que comete Franco (pero del que, como ya hemos visto, sacó su tajada), al menos hasta que la senectud le hizo caer en muchos, es aceptar la jefatura de Estado Mayor del gobierno radical-cedista, a las órdenes de José María Gil-Robles, que no sólo era persona con la que nunca se llevó bien sino que, además, era un político de alguna manera condenado a sufrir los vaivenes del poder, como de hecho le ocurrió. Yo supongo, o creo, que Franco aceptó aquel puesto por disciplina y también por necesidad, ya que las reformas militares de Azaña habían supuesto un serio paso atrás en su carrera (el propio Azaña se hace eco en sus diarios del cabreo de Franco por la nueva normativa de ascensos, que lo relegaba a la segunda división B) y, por lo tanto, alguna pieza tenía que mover para alimentar a su otra gran característica: la ambición. Porque Franco, a mi modo de ver, es la convergencia entre una ambición sin límites y la habilidad de entender los tiempos y de saber adelantar la mano y retraerla justo cuando es necesario.

La futura vida política de Franco recibe un espaldarazo en buena parte inesperado el 16 de febrero de 1936, o más bien en las semanas que le siguen. Escribí la anterior serie de posts porque sin ella es difícil de sustentar la idea que ahora voy a expresar: lo mejor que le pudo pasar a Franco, o mejor dicho lo mejor que le pudo pasar al grupo de conspiradores militares al que Franco no estaba aun formalmente adherido a principios del 36, fue la deriva sectaria y violenta en que se embarcaron los grupos políticos miembros del Frente Popular y de convicciones tan sólo tibiamente democráticas. La primera línea del testamento político de Franco, ése que escribiría algunas semanas antes de fallecer en el 75, la escribieron, al alimón, Prieto, Largo, Díaz, Pasionaria, Nin, Pestaña, Durruti, García Oliver et altera.

Por lógica parda, cuanto peor le va a un país, mejor le va al militar que quiere instaurar en el mismo una dictadura castrense. Los golpes de Estado, ahí están los dos del 34 (el revolucionario y el independentista catalán) para demostrarlo, no necesariamente han de ser militares. Lo que pasó en 1936, sin embargo, fue que las cosas transcurrieron de tal manera que, en realidad, ya sólo era planteable que fuese el ejército el que dirigiese la rebelión. El Frente Popular, en su inocencia dialéctica, permitió que la gran aspiración de media España, en el verano del 36, fuera el regreso del orden. Y eso no es algo que se espere de políticos que se sientan en las mismas Cortes que avalan el caos, sino de alguien vestido de caqui.

En términos generales, el programa político de los conspiradores se basaba en la reinstauración del orden, y en la creación de una especie de directorio militar que, al mando de Sanjurjo, organizaría la elección de una especie de asamblea constituyente, a la que las izquierdas obviamente no serían invitadas; quizá pensaban los conspiradores en un órgano representativo blandi blub al estilo del que se inventó Miguel Primo de Rivera. Siendo Sanjurjo, como era, un convencido monárquico; y disponiendo el estamento militar de conspicuos monárquicos como Kindelán, era de esperar que las presiones para el retorno del rey fuesen muchas; pero eso tampoco garantizaba nada, ya que entre los conspiradores también había hombres, como Queipo o Cabanellas, de acendrado republicanismo. El propio Franco parece insinuar todo esto en su primera proclama como alzado, dada en Tetuán el 17 de julio, en la que afirma que «sabremos salvar [del ordenamiento jurídico republicano] cuanto sea compatible con la paz interior de España y su anhelada grandeza».

Debe el lector, pues, retener una información importante: por mucho que todo lo que pasara después le haga pensar lo contrario, el grupo de conspiradores del 36 estaba lejísimos de ser un grupo cohesionado, con escasa desviación típica entre las ideologías de cada uno, y con un objetivo de futuro único para España. Ni modo. Los militares que dieron el golpe de Estado del 36 soñaban, unos con coger el reloj y atrasarlo cinco o seis años; otros con una dictadura militar republicana; otros con un país nacionalcatólico; y los masones, probablemente, con un interregno militar que habría de retrotraer el poder a los políticos (aunque sólo a algunos) en algún momento. Eso, los militares. Porque entre los civiles, se encontraba Falange, que quería construir un Estado nacionalsindicalista; los requetés, con sus demandas tradicionalistas; la CEDA, con su programa derechista de raíz católica; Renovación Española, supporter de una solución monárquica tan sólo estéticamente constitucional; y los agrarios, que por ser tan pocos podían ser considerados eso que en física se denomina un rozamiento despreciable. Esta desunión, o si se quiere diferencia estratégica, es la alimenta en el movimiento conspirador la necesidad del carisma y el culto a la persona; porque cuando hay ideas diferentes, lo que hace falta para acumularlas en un solo proyecto es un líder.
Dos cosas no salen como los alzados esperaban. En primer lugar, el first strike del golpe de Estado se queda en pedete. Mola ya esperaba no mojar en Madrid, pero nunca pensó que perdería Barcelona y Cataluña, y tenía altas aspiraciones para Valencia. Aunque Sevilla, plaza que se daba por perdida, cayó del lado conspirador (lo cual fue de gran importancia para el posterior avance del ejército africano), la verdad es que el golpe, como tal, fue un fracaso. Y, como decíamos, Franco es, probablemente, quien primero se da cuenta de ello.

La segunda cosa inesperada que le pasó a la conspiración fue la muerte de Sanjurjo. Sinceramente, no creo que Franco se lo cargase. La muerte de Sanjurjo cabe atribuirla a la casualidad, pero es cierto que, con su desaparición, Franco se quitó de en medio un obstáculo. Luis Bolín, el periodista que alquiló el Dragon Rapide, cuenta en sus memorias que, al salir de África, Franco le dio un papel en el que le autorizaba a comprar armamento en nombre de la España nacional. Al pasar por Lisboa, Bolín le enseñó el papel a Sanjurjo, el cual escribió al pie: «Conforme. General Sanjurjo». Era una forma de afirmar una autoridad que el general creía tener. Una forma de decirle a Franco: aquí mando yo.

Sin embargo, no está claro que fuese cierto. De hecho, es más que probable que para entonces, aún en los primeros lapos de la guerra, Franco ya estuviera pensando en sí mismo como el Generalísimo que el ejército necesitaba. Existen indicios de que hizo movimientos para ser imprescindible. Sorprende, sin ir más lejos, la facilidad con que consiguió entrar en los despachos nazis y fascistas, tan importantes y necesarios en los albores del conflicto.

Al iniciarse la guerra, se produce la primera gestión de Bolín que ya hemos citado. Pero, en paralelo, en Canarias se requisa un avión alemán, en el cual, el 21 de julio, parten hacia Alemania un capitán español, Arranz, acompañado por dos mediadores alemanes llamados Bernhardt y Langenheim. Al día siguiente, Franco por su cuenta telegrafía a un amigo alemán, Genrel Kühlental, pidiéndole aviones. Cuando Bolín aún estaba en Roma, los enviados por Franco estaban ya en los pasillos de la ópera de Berlín, tratando con Hitler el envío de los primeros aviones. Franco, gracias a esta rapidez de contacto, pudo comenzar el traslado aéreo de tropas a la península el 29 de julio; pudo, por lo tanto, convertir el avance del ejército africano en la primera buena noticia para los conspiradores. Metió el primer gol, y metiéndolo dio el primer martillazo en el clavo de su candidatura para ser el Guardiola de los nacionales.

El 25 de julio, un bando alzado sonado por los fracasos y en el que hay militares para todos los gustos, incluso enfrentados, trata de buscar su cohesión formando la llamada Junta de Defensa Nacional, cuya cuna todavía la mece la mano de Mola, presidida por el general Cabanellas (para darle una pátina de republicanismo ortodoxo) y en la que Franco no entrará hasta el mes de agosto, cuando ya sea imposible para todo el mundo admitir su peso en la guerra.

Porque Franco todo lo que hace durante los meses de julio y agosto es incrementar dicho peso. El general sube por la península a toda leche, ampliando su primera cabeza de puente algecireña para llegarse a Granada, a Córdoba, hasta comunicarse con las tropas del norte en las inmediaciones de Arenas de San Pedro. Es un movimiento rapidísimo que, de un plumazo, aisla a la España republicana de la salida portuguesa, procura a los conspiradores de una espalda afecta que les será muy valiosa para aprovisionarse, y permite coordinar los dos ejércitos (Mola y Franco) como una pinza que se cierne sobre el centro de España, es decir Madrid.

Es en este entorno de lucha militar (vencer a la República) al tiempo que política (desplazar a otros generales con estrategias políticas diferentes) en el que hay que situar las muchas dudas expresadas durante décadas por estrategas, entendidos y entendidoides sobre la decisión de Franco de desviar su avance para liberar el Alcázar de Toledo (aquí, las ideas de Tiburcio sobre la materia). Los críticos de la maniobra consideran que todo lo que consiguió fue retrasar el avance sobre Madrid, con lo que se dio tiempo a la República a recibir las Brigadas Internacionales, crear las brigadas mixtas y otra serie de cosas con las cuales se apañó para frenar la toma de Madrid.

¿Cierto? En fin, yo pasé casi un año entero de mi vida atendiendo una pequeña barra de cafés en el pasillo de la Escuela Mayor del Ejército, en la Castellana de Madrid. Allí los coroneles que se estaban sacando su diploma de Estado Mayor pasaran el recreo acodados contra la barra, comentando lo aprendido en clase, que no pocas veces eran cuestiones de táctica militar. Pero debo reconocer que no me aprovechó demasiado; si aquellos militares hubieran discutido en chino, no les habría entendido menos. Debo confesar, sin ir más lejos, que, por no entender, ni siquiera entiendo por qué una brigada combate mejor si es de jamón y queso.

No soy, por lo tanto, quien pueda decir que tiene base para poder juzgar esta polémica. Lo único claro, para mí, son elementos extramilitares. Fundamentalmente, el hecho de que el Alcázar era bastante más que un objetivo militar, y eso Franco lo tenía que saber. El mundo entero hablaba del Alcázar porque la gente en todas partes se pirra por las historias de gentes sitiadas y llevadas al extremo de la extenuación y el heroísmo. Cuando Hitler animó, años después, al general Von Paulus a no rendirse en Stalingrado, le dijo en un telegrama que la ciudad debía ser el Alcázar de la Alemania nazi.

Franco liberó Toledo porque sabía que tendría un importante beneficio en forma de peso específico en el bando nacional. También los republicanos valoraban enormemente todo lo que rodeaba a aquella ciudad; sabemos por el diplomático chileno Aurelio Núñez Morgado que, cuando se planteó la posibilidad de que el cuerpo diplomático negociase con Moscardó una rendición, la operación hubo de esperar a que pudiese ir Largo Caballero, que se presentó allí con su prensa afecta para que le hicieran la foto para la posteridad que luego no llegó por la tozudez del jefe de la guarnición toledana.
Retrasase o imposibilitase la toma de Madrid o no, Franco obtuvo con el Alcázar la victoria de imagen que necesitaba. La ofensiva sobre Madrid se empantanó y se hizo más evidente la convicción de que la guerra sería larga y que el ejército nacional necesitaba un Jefe. No se trata sólo de que, tras la no-toma de Madrid, los militares tomasen conciencia de que lo que hasta entonces había sido un golpe de Estado iba a convertirse en la guerra civil (esta convicción, por cierto, la tenían también, para entonces, los asesores soviéticos del ejército republicano, los cuales, en sus cartas a Moscú, se desgañitaban escupiendo sapos y culebras contra la desorganización miliciana y el incoherente antimilitarismo bélico de los anarquistas). Se trata, también, de que, una vez que el éxito no llegó con la facilidad esperada, en la retaguardia los culos comenzaron a moverse. Las desconfianzas mutuas entre falangistas y requetés, muchas y profundas, se reeditaron.

En la carrera por el poder, lo primero que necesita Franco es ser un primus inter pares. Éste, por lo tanto, será su primer paso. De momento, lo que tenemos es un periodo conspirador que hace las veces de Q1, en el que Franco no consigue la pole position; probablemente, tampoco la pretendía. El primer puesto es para Sanjurjo-Vettel, con la mala suerte para él de que conduce tan flipao que, en la primera curva de la carrera, se esnafrará contra la valla. El puesto que le queda a Franco en la carrera por el poder, además, le obliga a salir por la zona sucia del circuito: teóricamente, Sevilla no se iba a ganar, así pues el avance del ejército africano se preveía difícil. A Franco, sin embargo, Queipo de Llano (el hombre que, dicen, se refería al futuro Caudillo en privado llamándolo Paca la Culona) le hace un favor monumental ganando Sevilla tocando a Vivaldi con un pito y un tambor. El general, con su conducción al límite, hace el resto echando mano de sus amistades teutonas. Tras la primera curva en la que se produce el accidente de Sanjurjo, ya se acerca al grupo de los elegidos. En la segunda tomará el Alcázar y ganará aún más puestos.

Ahora nos toca contar, o más bien adivinar, cómo, increíblemente, Franco se las ingenió para convencer a sus contrincantes de que se apartasen y le dejasen adelantar.

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