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Las cosas, sin embargo, no salieron como en el folleto se pensaba que ocurrirían. Las potencias europeas seguían distanciándose de la idea del congreso, especialmente Inglaterra; mientras que la oposición ultracatólica en francesa no hacía sino incrementarse. En medio de este ambiente, Luis Napoleón, tratando de resolver el problema rápidamente, le envía una carta a Pío Nono invitando a hacer el sacrificio de sus “provincias revueltas” y entregárselas al Piamonte.
Todos los sucesos que han ocurrido en los últimos meses han colocado en el disparadero a una persona: el ministro Walewski. Este probo asesor imperial nunca creyó en los planes italianos de su jefe. Los había apoyado y negociado como buen tecnócrata que era; pero, al fin y al cabo, es probablemente imposible pasarte una vida entera sosteniendo ideas en las que no crees. Esto era incómodo para él y también lo era para Napoleón III, por lo que, finalmente, decidió sustituirlo. El elegido fue el embajador francés ante la Sublime Puerta, Édouard Antoine de Thouvenel. Billaut regresó al Ministerio del Interior.
Twit IX, en todo caso, no se iba a quedar quieto. El Papa juzgó la carta de Napoleón como lo que era, es decir, la carta de un francés (y, por lo tanto, la carta de un hipócrita), y tomó la decisión, relativamente poco común en un Francisquito, sobre todo en aquella época, de reaccionar en público. Dijo bien claro que no creía en la palabra del emperador de Francia. Campanudamente, anunció: “yo iré a refugiarme junto a la tumba de los apóstoles, y el emperador tendrá que ir allí a prenderme en mis vestidos pontificales”. Y continuó: “para él, el momento de la justicia ha llegado. La espada de Dios está a punto de herirle por la mano de los hombres”. Carlomagno, dijo, se ha convertido en Nabucodonosor. Coño, la verdad, le alabo el gusto histórico.
El 19 de enero de 1860, Pío lanza una encíclica en la que anima a los obispos para que asimismo instruyan a sus fieles en apoyo de la permanencia del poder temporal del Papa. El periódico católico francés L'Universe tuvo los huevos de enfrentar sanciones y consecuencias, y la publicó. Thouvenel protestó vivamente contra la encíclica. Algunos arzobispos, tales como los de Rouen, París y Cambrai, tratan de erigirse en mediadores; pero sus insinuaciones son sólo epidérmicamente atendidas en las Tullerías. El tema se emputece cuando miembros de la alta burguesía laica francesa también se unen a las quejas episcopales: Falloux, Thiers, el duque de Broglie, Guizot, Marc Girardin, conocido como Saint-Marc Girardin, Abel-François Villemain... Incluso la Academia Francesa pone su granito de arena para tocar los cojones al elegir en febrero a un monje, Jean-Baptiste-Henri Lacordaire, conocido como religioso como Henri-Dominique Lacordaire, el primer religioso admitido en la institución. Por cierto que, según la normativa existente, Falloux, el director de la Academia, debía visitar al emperador para solicitarle la autorización para un nombramiento así. Se lo encontró desanimado y casi deprimido. Inmediatamente, comenzó a perorar sobre los ataques de la clerigalla sobre su persona, afirmando que “no se hacen idea de las presiones a que estoy sometido”, además de decir “yo siempre he apoyado a la causa italiana, y no puedo volver ahora mis cañones contra ella”. Bueno, eso podías haberlo pensado antes de montar todo el pollo, ¿no?
El Imperio 1.0 se había diseñado para apoyarse en las fuerzas más reaccionarias y conservadoras del país. Pero, visto que la cuestión italiana estaba extrañando a todos esos portavoces, Napoleón tuvo que optar por el Imperio 2.0 y, cual si de partido bisagra de centro-derecha se tratare, de ésos que mutan en una noche de socialdemócrata a liberal, pasó de ser ultramontano a acercarse a los elementos liberales de su régimen. En las redacciones de los periódicos republicanos o laicos se recibió la instrucción a media voz de que podían insultar al Papa todo lo que les viniera en gana.
El 20 de enero, es decir el día en el que toda Italia se despertaba con la encíclica del Papa en las tertulias, Víctor Manuel decidió tragarse un sapo y llamar a Cavour. Seis meses hacía desde el día en que lo había echado, y en todo ese tiempo el conde no había sino crecido en el seno del movimiento patriota italiano. Por mucho que el rey confiaba a ciegas en La Marmora, en seis meses había aprendido que la copia no es igual al original, y se había tenido que hacer a la idea de que necesitaba al hombre al que había despedido porque le llamó nenaza. Pero si el hombre que había salido del gobierno era un radical, el que regresaba era radical y medio. Ya no tenía más bandera que la libertad de Italia y la anexión al Piamonte.
El rey del Piamonte envió a París a dos negociadores, Arese y Nigra. El objetivo, conseguido, fue demostrarle al emperador que estaba en una situación muy complicada entre Inglaterra, el Piamonte y Austria, todos ellos con intereses contrapuestos. De hecho, en ese momento sus deseos fundamentales en Italia eran dos: arrancar la Toscana de las manos piamontesas pues, como ya hemos dicho, la quería para el príncipe; y acordarse de alguna manera con el Papa para poder así congraciarse con su propia opinión pública católica; y, además, quedarse con Niza y Saboya. A través de sus enviados, trató de presionar a Cavour, pero fue una jugada estúpida, pues tenía que haber sido consciente de que, en realidad, era el piamontés el que estaba en condiciones de presionar. Había vuelto al gobierno, se había convertido en jefe del nacionalismo italiano incontestado, y no iba a parar; de hecho, contestó amagando con la convocatoria de un referendo cuyo resultado todo el mundo conocía sin necesidad de encuestas. Mucho más realista que la del emperador era la postura de su ministro recién estrenado, Thouvenel, quien era decidido partidario de la ampliación del Piamonte, siempre y cuando comportase beneficios para Francia.
Finalmente, como probablemente no podía ser de otra manera, las dos partes: Francia y el Piamonte, alcanzaron puntos de acuerdo. Cavour logró conservar la Toscana bajo la bandera piamontesa, y Napoleón se quedó Saboya y Niza. Este acuerdo, sin embargo, irritó a los ejecutivos del Foreign Office, quienes le reprocharon amargamente a Francia las muchas veces que había dicho y repetido que carecía de intereses personales en el conflicto italiano. Un cabreo bastante cínico, la verdad, pues los ingleses tenían que conocer muy bien a los franceses; y, caso de no ser así, con conocerse a sí mismos ya les bastaba para entender que ese tipo de posicionamientos son lo normal.
A los ingleses, sin embargo, les inquietaba de forma especial que Francia incrementase su territorio, puesto que la experiencia reciente les decía que un francés empieza por tomar dos metros cuadrados, pero ese mismo día, por la tarde, está ya tratando de invadir Europa. La clara y pública postura de Londres tuvo la consecuencia de extender la inquietud en el vecindario de Francia. Suiza protestó varias veces, y en tonos muy duros. Bélgica adoptó una estrategia de defensa y, de hecho, comenzó allí mismo una estrategia que, con los años, sería norma: el acercamiento a los Países Bajos.
Así las cosas, para Napoleón III se presentaba la necesidad de volver a bienquistarse con Europa. Trató, para empezar, de mejorar las cosas con Londres. Pero en ese momento fue cuando pudo tomar precisa notaría de la idiotez que había hecho cortejando a los rusos durante la conferencia posterior a la guerra de Crimea. Pronto descubrió que había dilapidado todo su crédito político en Londres. Así las cosas, viajó a Prusia para encontrarse con el regente, quien lo recibió educado y obsequioso, pero sólo se mostró convencido por sus argumentos de una forma protocolaria. Austria y Rusia no se acercaron ni un milímetro.
En este ambiente internacional, con una Francia crecientemente aislada por las torpezas de su jefe de Estado que se creía la polla de Montoya y no dejaba de ser un mediocre, el 22 de marzo de 1860, las legaciones diplomáticas de Módena, Parma y la Toscana quedaron oficialmente integradas en la de Piamonte. A finales de abril, los saboyanos y residentes en Niza votaron en un referendo, casi unánimemente, que querían ser franceses.
Sobre el papel, por lo tanto, Francia podía considerarse un beneficiario sin ambages de la cuestión italiana. Pero, como os acabo de describir, el tema no estaba tan claro. Por el camino el emperador de Francia, Napoleón III, había dilapidado todo el prestigio y el respeto internacional que una vez tuvo, cuando empezaba su reinado y éste era visto con simpatía en media Europa, tranquilizada por el hecho de que las aguas francesas, tan revueltas últimamente, se calmasen.
Luis Napoleón, sin embargo, era, en ese momento, un ejemplo de ese principio universal que nos dice que no se puede engañar a todo el mundo todo el tiempo. Había sido campeón de la independencia italiana, pero había terminado por abandonarla; y no sólo eso, sino que tras el abandono había tenido dos pedreas: Saboya y Niza; lo cual hacía pensar a los mal pensados que, tal vez ése había sido su plan desde el principio. Había llegado a la cabeza del II Imperio como sostén de la religión católica en Francia, pero ahora el Papa iba por ahí diciendo cosas tremendas de él.
La sensación general en Europa, en 1860, era que Luis Napoleón no era de fiar. Su figura representaba mejor que nada el choque de dos placas tectónicas históricas; dos formas de ejercer el poder completamente distintas. Las basadas en el Antiguo Régimen no es que fuesen sinceras y directas; pero sí es verdad que, gracias a su propia esencia, no necesitaban usar de más doblez que la que es norma en las relaciones internacionales desde siempre. Luis Napoleón, de alguna manera, y a pesar de que el II Imperio era, incluso para los cánones de la época, un régimen más dictatorial que democrático; Luis Napoleón, digo, era un poco el representante de la nueva política. El hombre maniobrero, pragmático, que usa el poder para la mentira y la mentira para el poder.
Muy particularmente, Napoleón había roto en mil pedazos, y quemado en el altar de sus intereses particulares, el elemento de política internacional más valioso de la primera mitad del siglo, que era la alianza franco-inglesa. Una alianza que le aportaba a Europa esa tranquilidad propia de observar cómo los enemigos de ayer hoy pactaban y acordaban. Esa alianza, que había terminado por ser tan estrecha que ambas naciones incluso habían ido juntas a la guerra, había saltado por los aires. Aquel mismo año de 1860, Luis Napoleón se encontró con Lord Clarendon y le preguntó, inocentemente, por qué había perdido toda su credibilidad con los ingleses. Clarendon le respondió: “porque todas las declaraciones que Vuestra Majestad nos ha hecho han sido repudiadas al día siguiente; porque vuestra política tiene cambios bruscos de orientación que causan problemas generalizados; porque cada mañana, cuando nos levantamos, lo hacemos preguntándonos que nueva sorpresa nos habrá estado preparando durante la noche”. Luis Napoleón se quedó chupetizado con esa respuesta, e insinuó que entonces, lo único que le quedaba, era retirarse y desinteresarse de todo. Pero si pensó que sacar a pasear esa posibilidad iba a ablandar al inglés, se equivocó. Clarendon, fríamente, le retrucó: “No podría usted tomar una decisión más sabia”.
A pesar de tan malos presagios, el emperador francés no era de los que se desanimaba; en eso, la verdad, salía a su tío. No perdió el jerarca galo la ilusión de poder llegar a algún tipo de buen entendimiento con Inglaterra para recuperar, siquiera parcialmente, el estado de cosas del que ahora tenía nostalgia; y pensó que la mejor manera era llegar a través del bolsillo: un nuevo tratado de comercio.
El tema era bastante más revolucionario de lo que podemos pensar ahora. Francia había sido proteccionista desde Colbert; aunque es cierto que el librecambismo había aparecido, cuando menos en los círculos económicos, desde 1848. El emperador había absorbido estas teorías, y ambicionaba un cambio bastante radical en la política comercial francesa, además de apreciar en dicho gesto el beneficio de acercarse de nuevo a Inglaterra. El encargado del dosier en el gobierno francés fue Eugène Rouher, puesto que entonces era ministro de Trabajos Públicos y Comercio (aunque también estuvieron implicados Baroche, integrado en Asuntos Exteriores; Persigny, embajador en Londres; y Fould, ministro de Estado). Ambos, Luis Napoleón y Rouher, recibieron con todo secreto en Saint-Cloud a Richard Cobden, industrial y radical defensor del librecambismo.
En la lista de ministros y altos cargos franceses que estuvieron en las negociaciones tal vez echéis de menos al principal implicado: el ministro de Hacienda. Esto os tiene que servir de prueba de lo implicado que estaba el emperador en que las cosas salieran bien. El titular del ministerio, Pierre Magne, era un proteccionista convencido; el emperador no lo quería en los contactos porque temía que se los cargase. Asimismo, también se mantuvo al Cuerpo Legislativo alejado de las negociaciones, consciente como era Napoleón III de que en su Parlamento eran muchos los grandes industriales que estaban sentados, y que se iban a poner como el Puma de Baracoa en cuanto se enterasen.
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