Papá, no quiero ser campesino
Un esclavo, un amigo, un servidor
“¡Es precioso, precioso!”
Jefe militar
La caída de Zhu De
Sólo las mujeres son capaces de amar en el odio
El ensayo pre maoísta de Jiangxi
Japón trae el Estado comunista chino
Ese cabronazo de Chou En Lai
Huida de Ruijin
Los verdaderos motivos de la Larga Marcha
Tucheng y Maotai (dos batallas de las que casi nadie te hablará)
Las mentiras del puente Dadu
La huida mentirosa
El Joven Mariscal
El peor enemigo del mundo
Entente comunista-nacionalista
El general Tres Zetas
Los peores momentos son, en el fondo, los mejores
Peng De Huai, ese cabrón
Xiang Ying, un problema menos
Que ataque tu puta madre, camarada
Tres muertos de mierda
Wang Ming
Poderoso y rico
Guerra civil
El amigo americano
La victoria de los topos
En el poder
Desperately seeking Stalin
De Viet Nam a Corea
El laberinto coreano
La guerra de la sopa de agujas de pino
Quiero La Bomba
A mamar marxismo, Gao Gang
El marxismo es así de duro
A mí la muerte me importa un cojón
La Campaña de los Cien Ñordos
El Gran Salto De Los Huevos
38 millones
La caída de Peng
¿Por qué no llevas la momia de Stalin, si tanto te gusta?
La argucia de Liu Shao Chi
Ni Khruschev, ni Mao
El fracaso internacional
El momento de Lin Biao
La revolución anticultural
El final de Liu Shao, y de Guang Mei
Consolidando un nuevo poder
Enemigos para siempre means you’ll always be my foe
La hora de la debilidad
El líder mundial olvidado
El año que negociamos peligrosamente
O lo paras, o lo paro
A modo de epílogo
Los asistentes a la misa-romería leninista de 1957 eran comunistas de variado pelaje. Algunos eran estalinistas, otros ya no. Algunos tenían entonces tenues líneas de colaboración con occidente, otros no. Algunos estaban casi frontalmente enfrentados con Moscú, otros no. Pero todos ellos compartían un sentimiento: el temor a que la situación pudiese provocar una guerra con el mundo capitalista, por las gravísimas consecuencias que ello tendría para todos. No eran, en puridad, hombres pacifistas (porque mujeres había pocas); eran hombres de la Guerra Fría, más bien. Hombres que tenían claro que la palabra clave de la definición era “Fría”, no “Guerra”. Pero, junto a este sentimiento general, estaba el chino: Mao Tse Tung, que destacaba por ser un comunista que, lejos de temer una guerra, la esperaba y la deseaba. La diferencia fundamental entre aquel comunista y el resto de comunistas es que a Mao, como dejó bien claro en sus discursos, los muertos de la guerra, incluso los suyos, le importaban tres cojones. De hecho, ya se lo importaban en vida, puesto que una de sus perlas en aquel congreso fue esta confesión de acendrado marxismo: “La gente dice que la pobreza es mala, pero en realidad es buena. Cuanto más pobre es alguien, más revolucionario se hace”. En esas condiciones, no ha de sorprender el dato de que Mao, que llegó a Moscú convencido de que iba a ser la gran estrella del encuentro, en realidad pasó sin pena ni gloria, sin ser citado por otros ni agasajado en las fotos oficiales. Mao apestaba.
La lectura que sacó Mao de su fracaso fue exactamente la
contraria de la cierta. Mao había quedado como la rana en la reunión mundial de
comunistas porque se había querido mostrar como demasiado poderoso; como
alguien que podía matar a la mitad de la Humanidad antes del desayuno. Él, sin
embargo, interpretó que lo que pasaba es que China era todavía poco poderosa.
Por esta razón, en su closing speech, Mao anunció que, si Khruschev
consideraba que en 15 años podría sobrepasar a los EEUU, China se planteaba el
objetivo de superar, en 15 años, al Reino Unido. Esta confesión formó parte de
toda una estrategia frente al líder soviético, consistente en tratarlo como si
fuese un alumno prometedor. De hecho, Mao respetó tan poco a Khruschev que
llegó a citar en público el golpe de Estado de que había sido objeto; y dijo
cosas como que la línea ideológica del secretario general del PCUS era
“relativamente correcta”. En general, se quiso presentar como un pensador de
gran altura, convirtiéndose en ese chino de caricatura que, cada media frase,
suelta un refrán presuntamente sabio, del tipo de: “no dejes que la grulla
vuele sobre los sueños de una ardilla”, y esas mierdas.
Mientras hacía todas estas cosas, Mao seguía tratando de
chupar todo lo posible de la URSS. En enero de 1958, Chou le escribió a
Khruschev afirmando la voluntad china de poseer submarinos con capacidad
nuclear.
El mandatario soviético, sin embargo, estaba hasta los
huevos del puto chino. Por lo tanto, contra ofertó con un proyecto por el cual
chinos y vietnamitas serían co-comandantes de barcos de guerra soviéticos que,
a cambio, podrían usar toda la línea costera china. Lo que buscaba, obviamente,
era multiplicar exponencialmente el acceso de la URSS al Pacífico.
El 21 de julio, el embajador Yudin le transmitió a Mao la
oferta del Kremlin. Mao se cogió un globo de la hostia. Quería construir y
poseer sus propios barcos. Al día siguiente, en una tensísima audiencia, acusó
a la URSS de querer controlar China; y recalcó que quería tener, en el corto
plazo entre 200 y 300 submarinos nucleares.
Aquel tono puso a Khruschev de los nervios. El ucraniano
viajó en secreto a Pekín el 31 de julio. Mao lo recibió con frialdad. El
soviético se bajó los pantalones; primero dijo nada de co-comandancia; y,
luego, que levantaría una factoría de submarinos en China. Nada más marcharse
Khruschev, y para construir la necesidad de lo que pedía, Mao provocó una nueva
situación bélica, de nuevo con Taiwan. Hablamos de la Segunda Crisis del
Estrecho de Taiwan.
Esta segunda crisis se pareció mucho a la primera. El 23 de
agosto, la artillería pesada continental comenzó a bombardear la sufrida isla
de Quemoy. Todo el mundo en occidente, incluida la Casa Blanca, estaba
convencido de que era la invasión final. Pero no lo era. El objetivo de aquella
acción era que Washington amenazase con una agresión nuclear.
Lo que hizo Estados Unidos fue desplazar una nutrida flota
al mar de China. El 4 de septiembre, el secretario de Estado, John Foster
Dulles, anunció el compromiso de los Estados Unidos de defender Taiwan y
Quemoy, y amenazó con bombardear tierras continentales. Aquella declaración
puso de los nervios al Kremlin, que quería cualquier cosa menos una guerra con
Estados Unidos. Por ello, el ministro de Asuntos Exteriores, el sneaky Andrei
Gromiko, fue enviado a Pekín cagando hostias. Gromiko traía el borrador de una
carta de Khruschev al presidente Eisenhower, en la que le decía que “una
agresión sobre China la consideraremos como una agresión sobre la URSS”; pero,
al tiempo, exigía que, a cambio de esa ayuda, Mao diese garantías de que no iba
a ir a la guerra. Mao le dijo que, efectivamente, no tenía ninguna intención de
ir a por Taiwan. Pero, vino a añadir: eso es de momento. Y también le dijo a
Gromiko que sería bueno que Mao y Khruschev se reuniesen para discutir la
coordinación entre ambas potencias en caso de guerra. En otras palabras: el
chino dejó muy claro que, como ya había sugerido durante la reunión comunista
mundial, no sólo no le hacía ascos a una guerra total nuclear, sino que la
deseaba. Ante un preocupado Gromiko, matizó que China aspiraba a ser una
superpotencia militar ella misma; que no tenía intención de implicar a la URSS
en la guerra. Un consuelo con el que demostraba hasta qué punto aquel tipo, que
dominaba una de las principales naciones del mundo, tenía una visión naïf
de las cosas, más propia de un contertulio de La Sexta que de un álfil del
tablero geopolítico mundial. Porque una guerra de China contra Estados Unidos
de la que la URSS permaneciese ajena y limpia de polvo y paja era, simplemente,
imposible. Y eso era algo que, como digo, en ese momento, salvo Mao y los
intelectuales de La Ceja mundial, lo sabía todo el mundo.
Khruschev, en todo caso, le tomó la palabra. El 27 de
septiembre, le escribió a Mao agradeciéndole el detalle de dejar a la URSS
fuera de aquel merdé; y días después dejó claro que para él tema de Taiwan era
un asunto interno chino. Al día siguiente, Mao ordenó la suspensión de los
bombardeos sobre Quemoy; aunque tiempo después ordenó el inicio de las
operaciones, pero sólo en días alternos. El Estado Mayor le dijo a Mao que
gastar toneladas de pasta en bombardear aquella isla Perejil era una gilipollez;
el líder contestó con arrestos de generales. De hecho, los bombardeos sobre
Quemoy continuaron, intermitentes, durante veinte años, hasta el 1 de enero de
1979, tiempo después de la muerte de Mao y coincidiendo con el establecimiento
de relaciones diplomáticas entre la RPC y los EEUU.
La cierta, relativa, estabilización de la situación
internacional; una estabilización en la que China iba consiguiendo básicamente
lo que esperaba de la URSS, le permitió a Mao centrarse más en asuntos
internos. El comunismo chino, como todos los comunismos que existían y
gobernaban en el mundo en las primeras semanas de 1956, acusó muy seriamente el
golpe del discurso de Nikita Khruschev ante el congreso del PCUS. Aunque dicho
discurso se conoció malamente en occidente, entre comunistas sí que circuló, cuando
menos como referencia; y tuvo una influencia capital. Mao, de hecho, ya a
principios de 1956 estaba instruyendo a sus mandos policiales para que
revisasen la política de arrestos y terror. Sin embargo, el sofocamiento de la
rebelión húngara le abrió al chino la puerta para seguir siendo el cabrón que
siempre había querido ser. Era consciente, sin embargo, de que los tiempos del
estalinismo, tiempos en los que una campaña de detenciones y represión masiva
se podía construir desde la nada, habían pasado. Necesitaba disculpas. Y eso
fue lo que se buscó en el invierno que abrochó los años 1956 y 1957.
El 27 de febrero de 1957, Mao Tse Tung se presentó ante el
Consejo Supremo de su país para dar un discurso histórico de cuatro horas de
duración. Un discurso en el que anunció que iba a permitir las críticas
internas dentro del Partido Comunista Chino. El Partido, dijo, tenía que ser
una institución sometida a crítica y auditoría en sus decisiones y acciones. Y
quintaesenció su proyecto usando uno de esos refranitos chinorris a los que era
tan aficionado. Por eso dijo la frase: “Dejemos que cien flores florezcan”. De
ahí el nombre que recibe esta etapa del comunismo chino como la etapa de las
cien flores (aunque en realidad, como veremos, lo fue de Los Cien Ñordos).
En el haber de Mao hay que anotar el mérito de que nadie se
coscó de cuál era la movida real. Lo cual también tiene sus huevos porque, la
verdad, como bien nos enseña la fábula del escorpión y la rana, quien es un
bicho rastrero y traidor, no puede ser otra cosa. Pero lo cierto es que nadie
pareció darse cuenta de que la etapa de las cien flores no era sino una trampa.
Lo que Mao quería era que la gente hablase y dijese lo que pensaba; pero no
para hacerles caso, sino para tener con qué castigarlos después. Obviamente, el
plan iba especialmente dirigido hacia los intelectuales y profesionales, que
eran las personas que Mao consideraba serían más proclives a abrir la puta
boca.
La campaña de las cien flores fue conducida por un
estrechísimo círculo de colaboradores de Mao, del que formaba parte sobre todo
Ke Qing Shi, el jefe del Partido en Shanghai. El Politburo permaneció ajeno a
toda maquinación.
China comenzó a andar por el sendero de las cien flores. En
todas partes, comenzaron a florecer los posters con eslóganes y propuestas (una
forma de comunicación revolucionaria que encontraría su ápex en occidente
durante Mayo del 68); así como reuniones, llamadas seminarios normalmente, en
las que se discutía de todo. Como fruta madura, casi lo primero que cayó del
árbol, y comenzó a discutirse en dichas reuniones, fue el monopolio político y
social del Partido Comunista.
Mao se las arregló inteligentemente para mantener aquella
corriente de posters y seminarios prácticamente desconectada de la Prensa. Esto
quiere decir que, en realidad, Juan Chino apenas se enteró de la campaña de las
cien flores.
En puridad, nunca sabremos a ciencia cierta con qué plazo se
planteaba Mao la pervivencia de la campaña de las cien flores. Lo que sí
sabemos es que el tema le empezó a no gustar a las pocas semanas, ya en el
verano de 1957. La razón de ello era que muchas teorías y discursos en torno a
la necesidad de renovar el Partido venían a presentarse interpretando a Mao
como el presunto líder de un ala liberal dentro del PCC. Mao no quería nada de
eso, porque Mao sabía que iba a matar a su pueblo de hambre y, por eso mismo,
lo que quería no era que lo admirasen, sino que lo temiesen. Así las cosas,
hizo publicar un editorial en El Diario del Pueblo el 7 de junio de
1957, en el que se le comunicaba al amado pueblo que criticar al Partido
quedaba prohibido. Era el pistoletazo de salida para una campaña, que duró un
año, de persecución de los “derechistas” que, durante la primavera de los cien
ñordos, habían dicho o escrito lo que no debían.
El 12 de junio, en una circular dirigida al Partido, Mao
dejaba claro, negro sobre blanco, que toda la campaña de las flores había sido
una trampa. En dicha circular, exigía que entre el 1% y el 10% de los
intelectuales fuese detenido. Estimando unos 5 millones de personas en China
entonces con educación superior, echad cuentas vosotros mismos. Hubo unos
550.000 chinos que fueron etiquetados como derechistas, y tratados accordingly.
La campaña incluyó ejecuciones públicas, a las que hay añadir la legión de suicidios
que provocó. La mayoría se enfrentó a asambleas de chinos vociferantes, donde
fueron denunciados. La pena de telediario alcanzó también a las familias.
Mujeres casadas con hombres universitarios, ellas mismas con un nivel educativo
muy por encima del chino medio, tuvieron que ganarse la vida fregando escaleras
y limpiando letrinas porque estaban casadas con derechistas. Los hijos de estos
matrimonios perdieron todo acceso al sistema educativo (un dato que tiene su
gracia, teniendo en cuenta la cantidad de comunistas indocumentados que van por
la vida diciendo que en los países comunistas la educación era y es universal.
Eso, para empezar, no es cierto; pero es que, además, como demuestran ejemplos
como éste, lo que ha sido de toda la vida la educación comunista, es
profundamente sectaria). Además, no pocos de los condenados durante el proceso
a los “derechistas” fueron finalmente deportados para realizar trabajos
forzados en zonas remotas de China, en una especie de primer ensayo de la
revolución cultural.
Esto que os estoy contando tiene la consecuencia de que,
cuando Mao salió de viaje camino de la reunión comunista de Moscú, donde ya le
hemos visto, estaba ya en plena campaña de represión masiva contra las personas
educadas de su país, a las que había llevado a una ratonera de presunta
libertad, donde ahora los tenía a todos atrapados. Pero, claro, no se iba a
quedar ahí. Las acusaciones de derechismo le estaban saliendo de coña, así pues
ahora decidió ampliarlas. A su vuelta de Moscú, decidió ir a por los
“derechistas” de su propio Partido, que no eran otros que aquéllos que se le
habían opuesto en su intención de convertir a China en una súper potencia a
cualquier coste. Es decir: Liu Shao Chi y Chou En Lai.
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