jueves, octubre 24, 2024

Mao (37): A mí la muerte me importa un cojón

Papá, no quiero ser campesino
Un esclavo, un amigo, un servidor
“¡Es precioso, precioso!”
Jefe militar
La caída de Zhu De
Sólo las mujeres son capaces de amar en el odio
El ensayo pre maoísta de Jiangxi
Japón trae el Estado comunista chino
Ese cabronazo de Chou En Lai
Huida de Ruijin
Los verdaderos motivos de la Larga Marcha
Tucheng y Maotai (dos batallas de las que casi nadie te hablará)
Las mentiras del puente Dadu
La huida mentirosa
El Joven Mariscal
El peor enemigo del mundo
Entente comunista-nacionalista
El general Tres Zetas
Los peores momentos son, en el fondo, los mejores
Peng De Huai, ese cabrón
Xiang Ying, un problema menos
Que ataque tu puta madre, camarada
Tres muertos de mierda
Wang Ming
Poderoso y rico
Guerra civil
El amigo americano
La victoria de los topos
En el poder
Desperately seeking Stalin
De Viet Nam a Corea
El laberinto coreano
La guerra de la sopa de agujas de pino
Quiero La Bomba
A mamar marxismo, Gao Gang
El marxismo es así de duro
A mí la muerte me importa un cojón
La Campaña de los Cien Ñordos
El Gran Salto De Los Huevos
38 millones
La caída de Peng
¿Por qué no llevas la momia de Stalin, si tanto te gusta?
La argucia de Liu Shao Chi
Ni Khruschev, ni Mao
El fracaso internacional
El momento de Lin Biao
La revolución anticultural
El final de Liu Shao, y de Guang Mei
Consolidando un nuevo poder
Enemigos para siempre means you’ll always be my foe
La hora de la debilidad
El líder mundial olvidado
El año que negociamos peligrosamente
O lo paras, o lo paro
A modo de epílogo  

 


Después de Wuhan, Mao voló a Cantón. Mientras tanto, recibía noticias de Pekín, donde tanto Chou como Liu seguían apoyando la idea de que había que tascar el freno, por el bien del chino corriente. A finales de mayo, Mao volvió a Wuhan para nadar en el Yangtze. Hizo tres inmersiones públicas, literalmente rodeado de guardias de seguridad que no dejaban que se acercase ni el krill; pero en medio de los vivas y el cariño espontáneo de su pueblo. Porque de eso se trataba: de lanzar el mensaje de que China estaba con él, igual que España estaba con Franco y que todos los clientes de las librerías donde entra Pedro Sánchez lo adoran.

Los miembros del Politburo, sin embargo, permanecieron impasible el chino. El 3 de junio, una reunión del alto órgano comunista decidió nuevos recortes en proyectos industriales. Aquella tarde, Mao regresó a la capital. El día 12, Liu le envió a Mao el borrador de un editorial que había escrito para El Periódico del Pueblo. El texto criticaba a las personas que “planean acciones que van más allá de sus medios, y tratan de conseguir cosas que están muy por encima de sus posibilidades”. O sea, Mao era invitado a aprobar un texto en el que lo apelaban de Gordo Cabrón. Furioso, el presidente escribió al margen: “No lo leeré”. El editorial se publicó.

¿Qué es lo que había detrás de todo esto? Sucintamente, lo que había detrás de todo esto es que, aunque conforme avancemos en estas notas comenzarán a pasar cosas que os moverán a sentir simpatía por Liu Shao Chi, no debéis olvidar que Liu, a su manera, también era un hijo de puta con borlas. Exactamente igual que uno no llega a concertino de una orquesta sinfónica usando el violín para jugar a las palas en la playa, uno no llega a número dos de un Partido Comunista siendo un tipo empático y generoso que está movido por sinceros sentimientos de generosidad y paz mundial y esas mierdas. Liu, en general, era un hombre poco ambicioso, y por eso Mao lo valoraba; si lo había encumbrado era porque Liu parecía dejar claro que no tenía ningún deseo de sustituir a Mao al frente del poder; cosa que Chou sí deseaba, lo que pasa es que le podía el miedo que le tenía a su jefe. A pesar de lo escrito, sin embargo, la muerte de Stalin, la defección de Malenkov y de Beria, la consolidación de Khruschev y sobre todo la denuncia del estalinismo en la URSS, habían cambiado las cosas. Ahora, la sensación general era que los que estaban en peligro eran los jefes comunistas excesivamente personalistas. Khruschev ya se había cargado al húngaro Rakosi. ¿Por qué habría de conservar a Mao Tse Tung; un tipo con el que carecía de empatía y que, además, estaba poniendo enormes palos en las ruedas de su política de entendimiento crítico con los Estados Unidos con su puta manía de construir una bomba atómica, y usarla?

Para colmo, el PCC tenía agendado su propio congreso para septiembre; el primero desde que habían tomado el poder. Y, dentro de esa política de gestos que siempre han sido los regímenes comunistas, había que prestar atención al dato de que el representante designado en el Kremlin para asistir a dicho congreso era Anastas Mikoyan. Otrosí: el verdugo de Rakosi.

Ante el congreso, Mao se decidió por una política de palo y zanahoria. Al mismo tiempo que se ocupaba de recordarle a sus colegas en la cúpula del comunismo chino que habían sido muchas las  veces en el pasado en las que él parecía haber estado contra las cuerdas, y siempre había prevalecido, también se abrió a reconocer pasados errores; entre ellos, la campaña de terror de los años treinta, y las dos grandes cagadas de la Larga Marcha, Tucheng y Maotai. Pero, en el fondo, lo que estaba diciendo era que, si habiéndola cagado así, aún había sobrevivido, nada podría con él.

Y es que, verdaderamente, seguía meciendo la cuna. Por ejemplo, una de las obsesiones de Liu Shao Chi cara al congreso era que se aprobase una cierta normalización jurídica del Estado chino. Quería prometerle al pueblo que se acabarían la violencia gratuita y la falta de derechos; algo que pasaba por el diseño de un Código Penal garantista. Mao no sólo le dejó hablar, sino que le dejó hacer: dicho código penal se redactó. Pero, eso sí, jamás fue aprobado.

En todo caso, la principal zanahoria ofrecida por el presidente fue la impresión de que había entendido el mensaje sobre el desarrollo de China. Así, en su informe al congreso, el conocido plazo de quince años para construir la súper potencia fue sustituido por una referencia temporal indefinida. Mao apoyó las propuestas que reducían las requisas de alimento y aceptó un recorte del 21% en la inversión en la industria de armamento para 1957.

Pero sólo estaba cogiendo impulso.

En junio de 1956, la descompresión del estalinismo siguió sentándole muy mal al comunismo. En Poznan, Polonia, se lio parda en la factoría Stalin, con medio centenar de obreros muertos. Vladislav Gomulka, un comunista a quien Stalin había metido en la cárcel, salió del maco para convertirse en el nuevo jefe de gobierno; un jefe de gobierno que instaló un estilo de gobernanza seudonacionalista, alejado de Moscú. Los soviéticos le confesaron a los chinos que estaban muy moscas con el crecimiento del sentimiento antisoviético en Polonia.

En ese punto, Mao tenía que tomar partido; y lo tomó valorando, sobre todo, que, en su opinión, Khruschev era un líder bastante débil. Por lo tanto, decidió ser algo así como el líder del movimiento de los polacos, decididamente contrario a una intervención militar en el país europeo. El 20 de octubre reunió al Politburo; quería discutir el tema colectivamente, teniendo en cuenta que la dirección tomada podía llevarle a un enfrentamiento frontal con Khruschev. El resto de la cúpula comunista estuvo con él. Inmediatamente después, Mao convocó al embajador Pavel Yudin, y le informó de que, si la URSS intervenía en Polonia, el régimen chino condenaría la acción públicamente.

En realidad, para cuando el mensaje de Yudin llegó a Moscú, Khruschev ya se había convencido de no meter los tanques en Polonia. El 21, envió un mensaje al PCC y a otros cuatro partidos comunistas gobernantes para acudir a Moscú y poder discutir la situación. Mao envió a Liu Shao Chi, con la instrucción de ser muy crítico con los soviéticos. Liu, de hecho, propuso en Moscú que la dirección soviética realizase ejercicios de autocrítica pública.

En ese ambiente fue cuando se produjo la revolución húngara. Aquí, los temas se escalaron, porque los húngaros no querían, como los polacos, mayor independencia respecto de Moscú; lo que querían era mandar a Moscú, y al comunismo, a tomar por culo. El 29 de octubre, los soviéticos retiraron sus tropas de Hungría, movimiento del que informaron, muy ufanos, a los chinos, en plan “mira cómo molo”. Sin embargo, conforme la rebelión húngara cogió momento, Mao se dio cuenta de algo que todo el resto del mundo sabía, menos los comunistas: que todo lo que sostenía a los países satélites junto a la URSS era el pequeño detalle de que estaban invadidos en la práctica por sus tanques. Así que el presidente chino, que había sido en las semanas anteriores un gran defensor del concepto de que los soviéticos debían retirar sus tropas de los países satélite, con el mismo desparpajo comenzó a recomendarle a Khruschev que hiciese volver los tanques. El 1 de noviembre, los soviéticos decidieron quedarse en Hungría, y comenzó la sangría.

Para Mao, todo aquello era muy mala noticia. Él albergaba la ilusión, y los planes, de ganarse a los países satélite de la URSS para su propia influencia. Pero para ello necesitaba que se tratase de países sinceramente comunistas, cosa que no eran (ni siquiera China lo era, ni lo es; pero sería mucho pedir que viese esto). El hecho de que Moscú mantuviese sus divisiones acorazadas en territorios “amigos” retrasaba, en el mejor de los casos, el proyecto de convertirlos en amigos de los chinos. Una estrategia que, de hecho, sólo le acabaría por salir bien a Mao con los muy prescindibles albaneses. Mao se ofreció a ayudar en el “nuevo rumbo” (en realidad, viejo rumbo) de Hungría. Pero poco más podía hacer.

El líder chino, sin embargo, era inasequible al desaliento. Ahora que, cuando menos provisionalmente, sus planes para la construcción de la súper potencia china se habían visto matizados, necesitaba que su proyecto de convertirse en el nuevo faro del comunismo mundial, puesto que consideraba libre desde la muerte de Stalin, consiguiese avances. Por esto mismo, en enero de 1957 envió a Chou En Lai a Varsovia, a hacerle unas cuantas mamadas a Gomulka, a ver si lo convencía. Pero las conversaciones no fueron muy lejos. Si por algo Stalin había metido a Gomulka en el maco, era porque éste no tenía madera para ser un autócrata. Los planes de Mao no le servían. Mao no dejaba de ser un Stalin de ojos rasgados; y no era por ahí por donde iban los deseos de los polacos.

Fracasada la vía polaca, los chinos lo intentaron con el otro país más heterodoxo dentro del bloque comunista: Yugoslavia. Un enviado amarillo fue enviado a Belgrado donde, en una entrevista súper secreta, sondeó a Josip Broz sobre su proclividad a la idea de patrocinar, junto con Mao, una gran conferencia comunista internacional. Tito no sólo le dijo que no; es que, además, informó fríamente al mensajero que, en el caso de que los chinos convocasen dicha conferencia, los yugoslavos no se molestarían en ir.

Otro enorme punto caliente del mundo en 1956-1957, fue Oriente Medio. En el verano de 1956, el presidente Nasser, en Egipto, había nacionalizado el canal de Suez; y, semanas después, se lio parda. El 20 de octubre, Israel atacó Egipto, en el marco de una invasión secreta en coalición con franceses y británicos.

Todo aquello vino a coincidir con el deseo de Mao de colocar a Nasser bajo su ala y convertir a China en el gran asesor geopolítico de Egipto. El presidente de la República Popular China se trabajaba muy a menudo al embajador egipcio, general Hassan Ragab, a quien daba consejos constantes. El 3 de noviembre, le envió al general Gamal Abdel Nasser un plan de ataque en el que ofrecía nada menos que la actuación de 250.000 “voluntarios” chinos. Nasser le dijo que no; en parte por las consecuencias geopolíticas, quizá la más importante el cabreo que se cogerían en Moscú; en parte por saber, como sabía, que todo era puro fake, puesto que Mao no tenía manera alguna de poner un cuarto de millón de combatientes en Oriente Medio.

Para Nasser, sin embargo, China podía ser extremadamente útil. El egipcio no necesitaba combatientes; tenía su propia carne de cañón. Pero lo que sí necesitaba eran armas. Temía, con razón, que Naciones Unidas acabase por decretar un embargo de armas en el conflicto. En ese punto, le vendría muy bien un país comunista que no fuese miembro de la ONU y que, por lo tanto, pudiera saltarse el bloqueo y canalizarle la ayuda de la URSS. Ese país bien podía ser China. Sabiendo esto, una vez más Mao hizo una de sus ofertas full credit: enviaría armas a Egipto completamente gratis (es decir: a costa del bienestar de su pueblo). Nasser, sin embargo, rechazó educadamente la oferta, dado que China todavía apenas fabricaba armamento pesado.

En junio de 1957, Mao cantó línea. Viacheslav Molotov, Malenkov y otros altos comunistas soviéticos otrora fieles a Stalin, realizaron un complot en las alturas del vodka y las putas para cargarse a Khruschev. El ucraniano logró salir del envite vivo y mandando; pero ahora necesitaba la aquiescencia de cuantos más comunismos mundiales, mejor. Por eso mismo, necesitaba a Mao.

En el marco de la corriente internacional comunista de solidaridad con el líder soviético, Mao se hizo de rogar. Khruschev se cansó de esperar el telegrama del chino, y acabó enviando al de siempre (Mikoyan) para ver si desatascaba el fregadero. Cuando Mikoyan llegó a Pekín descubrió, de boca del propio Mao, que el telegrama apoyando a Khruschev llevaba días redactado. Pero, eso sí, el acuerdo de transferencia de tecnología había que renegociarlo. Como diría una prostituta: esto, amigo, es otro precio.

Moscú contestó diciendo que estarían encantados de ayudar a los chinos a aprender a fabricar bombas atómicas, y misiles, y aviones caza de última generación. Faltaría más.

El 7 de noviembre era el XL aniversario de la revolución comunista. Khruschev había convocado un gran congreso de comunistas en Moscú; y necesitaba a Mao de la partida. Mao dijo que por supuesto quería acudir; pero lo haría sólo si previamente los soviéticos firmaban un acuerdo comprometiendo la transferencia de la tecnología necesaria para fabricar una bomba atómica. Los soviéticos lo firmaron el 15 de octubre, tres semanas antes del congreso. Igor Vasilievitch Kurchatov, el padre de la bomba atómica soviética, se negó en redondo a dicha transferencia. Pero Moscú envió a China a Yevgeniy Borobyov, un científico nuclear. Pero ni aún así se quedó tranquilo Mao. El 4 de octubre de 1957, los soviéticos habían lanzado su primer Sputnik; Mao anunció a los suyos que quería un satélite chino en el espacio para 1960.

Ciertamente, la orden de Khruschev fue que los chinos no recibiesen ningún misil con un rango superior a los 2.900 kilómetros. Coged un mapa, y echad cuentas.

Gracias a toda esta cooperación, Mao voló a Moscú el 2 de noviembre, para participar en el aniversario. Pero para Mao las cosas habían cambiado. A aquel congreso acudían 64 países comunistas, de los cuales 12 estaban en el poder. Sin embargo, antes incluso de salir hacia Moscú, el líder chino le sugirió a los soviéticos la idea de que la declaración final fuese firmada únicamente por la URSS y China. Se sentía el co-lider del comunismo mundial. Co-lider, además, con un seboso ucraniano a quien sus propios correligionarios le habían movido la silla, a quien Polonia poco menos que se le había escapado de los dedos, y a quien los húngaros se lo habían puesto sobaco de grillo. Es decir: la co-gobernanza, en realidad, la consideraba un formalismo. Khruschev no le dio lo que quería: la declaración final la firmaron todos. Pero eso no es del todo verdad, puesto que los únicos redactores del documento fueron los soviéticos, y los chinos.

Había un elefante en la habitación del comunismo mundial. Un elefante del que nadie quería hablar. Exceptuando los temas súper, súper elaborados y tecnológicamente muy avanzados, China era un país que doblaba la capacidad de todos los demás países comunistas del mundo juntos. Resultaba poco creíble pensar que iba a aceptar ser uno más. Nada más regresar de Moscú, Mao decretó que en su país se eliminasen todas las políticas de control de la natalidad. Sabía que su poder residía en que hubiese más chinos que nadie. El resto, como todo, le daba igual. En el congreso comunista, ante una atónita audiencia de comunistas que, para entonces, ya tenían claro, en su mayoría, que el comunismo no va de dominar el mundo, sino de conservar el vodka y las putas, Mao dijo: Admitamos el enorme número de personas que habrán de morir si hay guerra. Hay 2.700 millones de habitantes en el mundo. Un tercio se perderá; quizás, incluso, la mitad. Y, bueno, la mitad de la Humanidad habrá muerto; pero el imperialismo capitalista habrá muerto con ellos, y el mundo será finalmente socialista.

Marxismo en estado puro. Si me importa un cojón la miseria, ¿por qué leches me iba a importar la muerte?

1 comentario:

  1. Anónimo2:36 p.m.

    Pedazo de libro se está usted marcando con el Camarada Timonel.
    Sí señor.
    Por poner una pega, mi amigo Javier, el asturianu, dice "...un cojón de pato"

    Saludos desde el Sur del Sur
    Cide Hamete Benengueli
    P.S.: Que no me deja acceder con mi cuenta

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