viernes, octubre 25, 2024

Mao (38): La Campaña de los Cien Ñordos

Papá, no quiero ser campesino
Un esclavo, un amigo, un servidor
“¡Es precioso, precioso!”
Jefe militar
La caída de Zhu De
Sólo las mujeres son capaces de amar en el odio
El ensayo pre maoísta de Jiangxi
Japón trae el Estado comunista chino
Ese cabronazo de Chou En Lai
Huida de Ruijin
Los verdaderos motivos de la Larga Marcha
Tucheng y Maotai (dos batallas de las que casi nadie te hablará)
Las mentiras del puente Dadu
La huida mentirosa
El Joven Mariscal
El peor enemigo del mundo
Entente comunista-nacionalista
El general Tres Zetas
Los peores momentos son, en el fondo, los mejores
Peng De Huai, ese cabrón
Xiang Ying, un problema menos
Que ataque tu puta madre, camarada
Tres muertos de mierda
Wang Ming
Poderoso y rico
Guerra civil
El amigo americano
La victoria de los topos
En el poder
Desperately seeking Stalin
De Viet Nam a Corea
El laberinto coreano
La guerra de la sopa de agujas de pino
Quiero La Bomba
A mamar marxismo, Gao Gang
El marxismo es así de duro
A mí la muerte me importa un cojón
La Campaña de los Cien Ñordos
El Gran Salto De Los Huevos
38 millones
La caída de Peng
¿Por qué no llevas la momia de Stalin, si tanto te gusta?
La argucia de Liu Shao Chi
Ni Khruschev, ni Mao
El fracaso internacional
El momento de Lin Biao
La revolución anticultural
El final de Liu Shao, y de Guang Mei
Consolidando un nuevo poder
Enemigos para siempre means you’ll always be my foe
La hora de la debilidad
El líder mundial olvidado
El año que negociamos peligrosamente
O lo paras, o lo paro
A modo de epílogo  

 


Los asistentes a la misa-romería leninista de 1957 eran comunistas de variado pelaje. Algunos eran estalinistas, otros ya no. Algunos tenían entonces tenues líneas de colaboración con occidente, otros no. Algunos estaban casi frontalmente enfrentados con Moscú, otros no. Pero todos ellos compartían un sentimiento: el temor a que la situación pudiese provocar una guerra con el mundo capitalista, por las gravísimas consecuencias que ello tendría para todos. No eran, en puridad, hombres pacifistas (porque mujeres había pocas); eran hombres de la Guerra Fría, más bien. Hombres que tenían claro que la palabra clave de la definición era “Fría”, no “Guerra”. Pero, junto a este sentimiento general, estaba el chino: Mao Tse Tung, que destacaba por ser un comunista que, lejos de temer una guerra, la esperaba y la deseaba. La diferencia fundamental entre aquel comunista y el resto de comunistas es que a Mao, como dejó bien claro en sus discursos, los muertos de la guerra, incluso los suyos, le importaban tres cojones. De hecho, ya se lo importaban en vida, puesto que una de sus perlas en aquel congreso fue esta confesión de acendrado marxismo: “La gente dice que la pobreza es mala, pero en realidad es buena. Cuanto más pobre es alguien, más revolucionario se hace”.  En esas condiciones, no ha de sorprender el dato de que Mao, que llegó a Moscú convencido de que iba a ser la gran estrella del encuentro, en realidad pasó sin pena ni gloria, sin ser citado por otros ni agasajado en las fotos oficiales. Mao apestaba.

La lectura que sacó Mao de su fracaso fue exactamente la contraria de la cierta. Mao había quedado como la rana en la reunión mundial de comunistas porque se había querido mostrar como demasiado poderoso; como alguien que podía matar a la mitad de la Humanidad antes del desayuno. Él, sin embargo, interpretó que lo que pasaba es que China era todavía poco poderosa. Por esta razón, en su closing speech, Mao anunció que, si Khruschev consideraba que en 15 años podría sobrepasar a los EEUU, China se planteaba el objetivo de superar, en 15 años, al Reino Unido. Esta confesión formó parte de toda una estrategia frente al líder soviético, consistente en tratarlo como si fuese un alumno prometedor. De hecho, Mao respetó tan poco a Khruschev que llegó a citar en público el golpe de Estado de que había sido objeto; y dijo cosas como que la línea ideológica del secretario general del PCUS era “relativamente correcta”. En general, se quiso presentar como un pensador de gran altura, convirtiéndose en ese chino de caricatura que, cada media frase, suelta un refrán presuntamente sabio, del tipo de: “no dejes que la grulla vuele sobre los sueños de una ardilla”, y esas mierdas.

Mientras hacía todas estas cosas, Mao seguía tratando de chupar todo lo posible de la URSS. En enero de 1958, Chou le escribió a Khruschev afirmando la voluntad china de poseer submarinos con capacidad nuclear.

El mandatario soviético, sin embargo, estaba hasta los huevos del puto chino. Por lo tanto, contra ofertó con un proyecto por el cual chinos y vietnamitas serían co-comandantes de barcos de guerra soviéticos que, a cambio, podrían usar toda la línea costera china. Lo que buscaba, obviamente, era multiplicar exponencialmente el acceso de la URSS al Pacífico.

El 21 de julio, el embajador Yudin le transmitió a Mao la oferta del Kremlin. Mao se cogió un globo de la hostia. Quería construir y poseer sus propios barcos. Al día siguiente, en una tensísima audiencia, acusó a la URSS de querer controlar China; y recalcó que quería tener, en el corto plazo entre 200 y 300 submarinos nucleares.

Aquel tono puso a Khruschev de los nervios. El ucraniano viajó en secreto a Pekín el 31 de julio. Mao lo recibió con frialdad. El soviético se bajó los pantalones; primero dijo nada de co-comandancia; y, luego, que levantaría una factoría de submarinos en China. Nada más marcharse Khruschev, y para construir la necesidad de lo que pedía, Mao provocó una nueva situación bélica, de nuevo con Taiwan. Hablamos de la Segunda Crisis del Estrecho de Taiwan.

Esta segunda crisis se pareció mucho a la primera. El 23 de agosto, la artillería pesada continental comenzó a bombardear la sufrida isla de Quemoy. Todo el mundo en occidente, incluida la Casa Blanca, estaba convencido de que era la invasión final. Pero no lo era. El objetivo de aquella acción era que Washington amenazase con una agresión nuclear.

Lo que hizo Estados Unidos fue desplazar una nutrida flota al mar de China. El 4 de septiembre, el secretario de Estado, John Foster Dulles, anunció el compromiso de los Estados Unidos de defender Taiwan y Quemoy, y amenazó con bombardear tierras continentales. Aquella declaración puso de los nervios al Kremlin, que quería cualquier cosa menos una guerra con Estados Unidos. Por ello, el ministro de Asuntos Exteriores, el sneaky Andrei Gromiko, fue enviado a Pekín cagando hostias. Gromiko traía el borrador de una carta de Khruschev al presidente Eisenhower, en la que le decía que “una agresión sobre China la consideraremos como una agresión sobre la URSS”; pero, al tiempo, exigía que, a cambio de esa ayuda, Mao diese garantías de que no iba a ir a la guerra. Mao le dijo que, efectivamente, no tenía ninguna intención de ir a por Taiwan. Pero, vino a añadir: eso es de momento. Y también le dijo a Gromiko que sería bueno que Mao y Khruschev se reuniesen para discutir la coordinación entre ambas potencias en caso de guerra. En otras palabras: el chino dejó muy claro que, como ya había sugerido durante la reunión comunista mundial, no sólo no le hacía ascos a una guerra total nuclear, sino que la deseaba. Ante un preocupado Gromiko, matizó que China aspiraba a ser una superpotencia militar ella misma; que no tenía intención de implicar a la URSS en la guerra. Un consuelo con el que demostraba hasta qué punto aquel tipo, que dominaba una de las principales naciones del mundo, tenía una visión naïf de las cosas, más propia de un contertulio de La Sexta que de un álfil del tablero geopolítico mundial. Porque una guerra de China contra Estados Unidos de la que la URSS permaneciese ajena y limpia de polvo y paja era, simplemente, imposible. Y eso era algo que, como digo, en ese momento, salvo Mao y los intelectuales de La Ceja mundial, lo sabía todo el mundo.

Khruschev, en todo caso, le tomó la palabra. El 27 de septiembre, le escribió a Mao agradeciéndole el detalle de dejar a la URSS fuera de aquel merdé; y días después dejó claro que para él tema de Taiwan era un asunto interno chino. Al día siguiente, Mao ordenó la suspensión de los bombardeos sobre Quemoy; aunque tiempo después ordenó el inicio de las operaciones, pero sólo en días alternos. El Estado Mayor le dijo a Mao que gastar toneladas de pasta en bombardear aquella isla Perejil era una gilipollez; el líder contestó con arrestos de generales. De hecho, los bombardeos sobre Quemoy continuaron, intermitentes, durante veinte años, hasta el 1 de enero de 1979, tiempo después de la muerte de Mao y coincidiendo con el establecimiento de relaciones diplomáticas entre la RPC y los EEUU.

La cierta, relativa, estabilización de la situación internacional; una estabilización en la que China iba consiguiendo básicamente lo que esperaba de la URSS, le permitió a Mao centrarse más en asuntos internos. El comunismo chino, como todos los comunismos que existían y gobernaban en el mundo en las primeras semanas de 1956, acusó muy seriamente el golpe del discurso de Nikita Khruschev ante el congreso del PCUS. Aunque dicho discurso se conoció malamente en occidente, entre comunistas sí que circuló, cuando menos como referencia; y tuvo una influencia capital. Mao, de hecho, ya a principios de 1956 estaba instruyendo a sus mandos policiales para que revisasen la política de arrestos y terror. Sin embargo, el sofocamiento de la rebelión húngara le abrió al chino la puerta para seguir siendo el cabrón que siempre había querido ser. Era consciente, sin embargo, de que los tiempos del estalinismo, tiempos en los que una campaña de detenciones y represión masiva se podía construir desde la nada, habían pasado. Necesitaba disculpas. Y eso fue lo que se buscó en el invierno que abrochó los años 1956 y 1957.

El 27 de febrero de 1957, Mao Tse Tung se presentó ante el Consejo Supremo de su país para dar un discurso histórico de cuatro horas de duración. Un discurso en el que anunció que iba a permitir las críticas internas dentro del Partido Comunista Chino. El Partido, dijo, tenía que ser una institución sometida a crítica y auditoría en sus decisiones y acciones. Y quintaesenció su proyecto usando uno de esos refranitos chinorris a los que era tan aficionado. Por eso dijo la frase: “Dejemos que cien flores florezcan”. De ahí el nombre que recibe esta etapa del comunismo chino como la etapa de las cien flores (aunque en realidad, como veremos, lo fue de Los Cien Ñordos).

En el haber de Mao hay que anotar el mérito de que nadie se coscó de cuál era la movida real. Lo cual también tiene sus huevos porque, la verdad, como bien nos enseña la fábula del escorpión y la rana, quien es un bicho rastrero y traidor, no puede ser otra cosa. Pero lo cierto es que nadie pareció darse cuenta de que la etapa de las cien flores no era sino una trampa. Lo que Mao quería era que la gente hablase y dijese lo que pensaba; pero no para hacerles caso, sino para tener con qué castigarlos después. Obviamente, el plan iba especialmente dirigido hacia los intelectuales y profesionales, que eran las personas que Mao consideraba serían más proclives a abrir la puta boca.

La campaña de las cien flores fue conducida por un estrechísimo círculo de colaboradores de Mao, del que formaba parte sobre todo Ke Qing Shi, el jefe del Partido en Shanghai. El Politburo permaneció ajeno a toda maquinación.

China comenzó a andar por el sendero de las cien flores. En todas partes, comenzaron a florecer los posters con eslóganes y propuestas (una forma de comunicación revolucionaria que encontraría su ápex en occidente durante Mayo del 68); así como reuniones, llamadas seminarios normalmente, en las que se discutía de todo. Como fruta madura, casi lo primero que cayó del árbol, y comenzó a discutirse en dichas reuniones, fue el monopolio político y social del Partido Comunista.

Mao se las arregló inteligentemente para mantener aquella corriente de posters y seminarios prácticamente desconectada de la Prensa. Esto quiere decir que, en realidad, Juan Chino apenas se enteró de la campaña de las cien flores.

En puridad, nunca sabremos a ciencia cierta con qué plazo se planteaba Mao la pervivencia de la campaña de las cien flores. Lo que sí sabemos es que el tema le empezó a no gustar a las pocas semanas, ya en el verano de 1957. La razón de ello era que muchas teorías y discursos en torno a la necesidad de renovar el Partido venían a presentarse interpretando a Mao como el presunto líder de un ala liberal dentro del PCC. Mao no quería nada de eso, porque Mao sabía que iba a matar a su pueblo de hambre y, por eso mismo, lo que quería no era que lo admirasen, sino que lo temiesen. Así las cosas, hizo publicar un editorial en El Diario del Pueblo el 7 de junio de 1957, en el que se le comunicaba al amado pueblo que criticar al Partido quedaba prohibido. Era el pistoletazo de salida para una campaña, que duró un año, de persecución de los “derechistas” que, durante la primavera de los cien ñordos, habían dicho o escrito lo que no debían.

El 12 de junio, en una circular dirigida al Partido, Mao dejaba claro, negro sobre blanco, que toda la campaña de las flores había sido una trampa. En dicha circular, exigía que entre el 1% y el 10% de los intelectuales fuese detenido. Estimando unos 5 millones de personas en China entonces con educación superior, echad cuentas vosotros mismos. Hubo unos 550.000 chinos que fueron etiquetados como derechistas, y tratados accordingly. La campaña incluyó ejecuciones públicas, a las que hay añadir la legión de suicidios que provocó. La mayoría se enfrentó a asambleas de chinos vociferantes, donde fueron denunciados. La pena de telediario alcanzó también a las familias. Mujeres casadas con hombres universitarios, ellas mismas con un nivel educativo muy por encima del chino medio, tuvieron que ganarse la vida fregando escaleras y limpiando letrinas porque estaban casadas con derechistas. Los hijos de estos matrimonios perdieron todo acceso al sistema educativo (un dato que tiene su gracia, teniendo en cuenta la cantidad de comunistas indocumentados que van por la vida diciendo que en los países comunistas la educación era y es universal. Eso, para empezar, no es cierto; pero es que, además, como demuestran ejemplos como éste, lo que ha sido de toda la vida la educación comunista, es profundamente sectaria). Además, no pocos de los condenados durante el proceso a los “derechistas” fueron finalmente deportados para realizar trabajos forzados en zonas remotas de China, en una especie de primer ensayo de la revolución cultural.

Esto que os estoy contando tiene la consecuencia de que, cuando Mao salió de viaje camino de la reunión comunista de Moscú, donde ya le hemos visto, estaba ya en plena campaña de represión masiva contra las personas educadas de su país, a las que había llevado a una ratonera de presunta libertad, donde ahora los tenía a todos atrapados. Pero, claro, no se iba a quedar ahí. Las acusaciones de derechismo le estaban saliendo de coña, así pues ahora decidió ampliarlas. A su vuelta de Moscú, decidió ir a por los “derechistas” de su propio Partido, que no eran otros que aquéllos que se le habían opuesto en su intención de convertir a China en una súper potencia a cualquier coste. Es decir: Liu Shao Chi y Chou En Lai.

Empezó por Chou. En febrero de 1958, el compañero de fatigas de Mao fue cesado como ministro de Asuntos Exteriores; y no sólo eso: es que, además, los miembros del cuerpo diplomático chino fueron aleccionados para criticar con dureza a su ex jefe. Mao, por su parte, describió a su compañero como “alguien que está a sólo 50 metros de ser un derechista”. En mayo de 1958, Mao reunió a diversos dirigentes provinciales del Partido en Pekín, en número de más de 1.500; y le dijo a Chou que lo mejor que podía hacer era presentarse frente a esa asamblea y reconocer sus errores. Chou tardó diez días en escribir su discurso, lo cual es una prueba de que estrujó sus meninges a la búsqueda de la menor prueba de error derechista (esto quiere decir: no haberle dado la razón al jefe). La confesión de Chou provocó una marea brutal entre los propios dirigentes provinciales, que se pusieron a buscar derechistas entre ellos como si no hubiese un mañana.

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