viernes, diciembre 17, 2021

Carlos (27): El largo camino hacia el altar

  El rey de crianza borgoñona

Borgoña, esa Historia que a menudo no se estudia
Un proyecto acabado
El rey de España
Un imperio por 850.000 florines
La coalición que paró el Espíritu Santo
El rey francés como problema
El éxtasis boloñés
El avispero milanés
El largo camino hacia Crépy-en-Lannois
La movida trentina
El avispero alemán
Las condiciones del obispo Stadion En busca de un acuerdo La oportunidad ratisbonense Si esto no se apaña, caña, caña, caña Mühlberg Horas bajas El Turco Turcos y franceses, franceses y turcos Los franceses, como siempre, macroneando Las vicisitudes de una alianza contra natura La sucesión imperial El divorcio del rey inglés El rey quiere un heredero, el Papa es gilipollas y el emperador, a lo suyo De cómo los ingleses demostraron, por primera vez, que con un grano de arena levantan una pirámide El largo camino hacia el altar
Papá, yo no me quiero casar Yuste    



Por una vez, y sin que sirva de precedente, los horóscopos tenían razón: el rey Eduardo, al contrario de lo que suele ser el patrón entre los monarcas ingleses, no iba a vivir mucho. Enfermizo y esas cosas, el chavalote comenzó a dar muestras de estar pidiendo pista; y esto hizo saltar todas las alarmas en la cabeza del emperador Carlos. Visto cómo estaba evolucionando la política inglesa y siendo tan consciente como lo era el Habsburgo de que los protestantes tenían (tienen) un punto talibán de la hostia morena, Carlos dio en pensar que, con Eduardo al borde del gua, María estaba en real peligro de palmarla de alguna forma más o menos elegante. Así las cosas, envió a Londres a un pequeño ejército de embajadores a parlamentar con John Dudley, duque de Northumberland, para asegurarle, entre otras cosas, que no pensaba en nada que no fuera un casorio de María con un inglés.

Carlos tenía que saber lo que estaba haciendo; en una sociedad tan rígidamente estatuida, y en ocasiones estabulada, como la inglesa, decir lo dicho en el párrafo anterior venía a equivaler a ofrecerle a Nonthumberland el poder de decidir quién sería el rey consorte de Inglaterra, pues la lista de posibles candidatos era corta y toda ella estaba más o menos controlada a través de la agenda del smartphone del duque.

A pesar de ser portadores de nuevas, si no tan buenas, sí por lo menos bastante flexibles para lo que se solía gastar Carlos de Habsburgo, los embajadores jamás llegaron a echarse al coleto al duque. Dos miembros entonces menores del Consejo Real, llamados Petre y Cecil (aunque los Cecil, como sabemos bien, acabarían ascendiendo mucho) fueron los desganados encargados de informarles, el 10 de julio, de que Eduardo, finalmente, la había roscado; pero no se avinieron a discutir ni media letra sobre el tema sucesorio. En realidad, los embajadores ya lo sabían; lo sabían desde el día 7 (24 horas después del deceso), cuando habían conseguido llegar por medios clandestinos a María, y ella les había informado de la muerte del rey. Los imperiales le habían rogado en siete idiomas a María que no fuese lerda y no se proclamase unilateralmente reina; pero, la verdad, ¿cuándo en la Historia un gobernante inglés, teniendo a disposición una ocasión de hacerse un Cameron y cagarla, la ha rechazado?

El 12 de julio, a los embajadores les vibraron los smartphones: nueva convocatoria del Consejo Privado, esta vez en la persona de Lord Cobham y Sir John Mason. El señor del Jamón de Cob y Juanito Albañil les informaron de que Eduardo, antes de espicharla, había designado a Jane Grey para que lo sucediese; pero que María, como el vasco del chiste, no era partidaria. Así pues, explicaron cortantes los eel pie, la misión de vuecencias ha terminado en Inglaterra, y mejor harían en no andar dando por culo y tratando de contactar con La Pilas.

Los embajadores eran tres: Simon Rénard, Jean de Montmorency (señor de Courrières) y un tal señor de Thoulouse, que menudo hortera porque para mí que ser señor de Thoulouse es como ser señor de Zoledo. Rénard era o el más echado para adelante o el más listo; sea como sea, se encabronó enseguida y le dijo a sus compis que todo aquello era una movida intermedia, urdida con los franceses, para colocar Inglaterra en manos de la que conocemos como María, reina de los escoceses, y su marido el Delfín de Francia.

Era muy difícil dejar de considerar que la consideración oficial de la bastardía de María Duracell (pues no otra cosa significaba que la dejasen fuera de la Corona) era una jugada profrancesa; y es que lo era. Era ilegal, sucia y vergonzosa; pero a los franceses y a los ingleses jamás les han parado apelativos tales ante la posibilidad de alcanzar a good deal.

El tema, en todo caso, no estaba del todo claro en la alta política inglesa. De hecho, cuando Rénard le contestó a Cobham y a Johnny Rozas que, puesto que consideraban su misión acabada, se cogería el Eurotúnel aquella misma noche, los baked beans recularon y le dijeron, a ver, a ver, nosotros no hemos dicho eso exactamente (aunque eso era exactamente lo que habían dicho); porque no estaría mal que el colega Rénard depusiese todas esas cosas que opina sobre que Inglaterra va a acabar en manos del pérfido gabacho en una sesión del Consejo. Al día siguiente, 13 de julio, efectivamente Rénard se explayó a gusto ante el Consejo; aunque no ante su principal elemento, Northumberland, que no acudió.

Rénard, en todo caso, dejó claro que el emperador no aceptaría así como así la bastardía de María Tudor. Eso eran palabras mayores. Los ingleses se lo pensaron un poco mejor y el 19 de julio, el conde de Shrewsbury y el eterno John Mason le dijeron a Rénard que, nada, que había sido todo coña; que, en realidad, estaban pensando en proclamar reina a la Mari. Cosa que hicieron apenas dos horas más tarde. Las crónicas nos dicen que la ciudad de Londres estalló en alharacas; lo cual nos da la pista de que, tal vez, no era sólo la agresión exterior lo que temía el Consejo Privado inglés en el caso de darle la patada a La Pilas.

Norhumberland se resistió, pero a finales de aquel mismo mes de julio estaba enjaretado. El duque y dos de sus más talibanescos partidarios (Sir John Gates y un tal Palmer) fueron ejecutados. El 30 de julio, apenas un día después de recibir la noticia de la derrota de Northumberland, Carlos escribió una carta a Valladolid en la que le ordenaba a su hijo que, en caso de que se empilochasen sus negociaciones para casar con portuguesa, debería casarse con María. El 22 de agosto, el hijo le responde al padre que señor, sí, señor.

Los ingleses, a decir verdad, creían que Felipe estaba ya seriamente comprometido con la infanta portuguesa; así pues, dieron muy buenas palabras a Rénard sobre el proyecto, creyendo que nunca se haría.

La reina tenía otros pretendientes. El mejor situado, sin duda, era Eduardo Courtenay. La abuela paterna de Eddie era Catalina, hija de Eduardo IV. Su padre, Enrique, conde de Devon, había sido enchironado en la torre de Londres por haberse carteado con el cardenal Reginald Pole; de hecho, en 1538 había sido decapitado. El propio Eduardo había estado muchos años encerrado en la Torre. María, una vez reina, lo liberó y lo hizo conde de Devonshire. El nuevo Lord Canciller era Stephen Gardiner, el obispo de Winchester, que había caído en desgracia en los últimos años del rey Enrique; había terminado en la Torre él también y ambos nobles se habían conocido y apreciado. Otro posible candidato era el archiduque Fernando, sobrino de Carlos, cuya candidatura había ido Martín de Guzmán a defender a Londres; el emperador hubiera preferido graparse un testículo a ver ese matrimonio verificado. Así las cosas, Carlos le envió mensajes repetidos a María instándola a que se centrase. Lo que la Tudor, increíblemente, deseaba, no era casarse con el hijo, sino casarse con el padre. Ella quería un matrimonio con el emperador, pero éste se quitó de en medio argumentando que estaba ya muy viejo para frotamientos (lo cual es falso, puesto que en Yuste parece ser que limpió el sable bastantes veces). Cabe recordar, en este sentido, que Carlos y María habían estado comprometidos desde 1522 hasta 1525 cuando él, agobiado por las deudas, se casó con Isabel de Portugal.

El 8 de septiembre, en Richmond, María y Rénard se encerraron en un largo wokshop en el que repasaron todos los candidatos posibles. Al parecer, María (38) argumentó repetidamente que Felipe de España le parecía un yogurín (27). Rénard trató de acorralarla diciéndole que si eso pensaba, entonces no encontraba ningún candidato que proponerle. María, entonces, sacó la convicción inglesa de que Felipe ya se había casado con su prometida portuguesa; y Rénard retrucó diciendo que creía que eso no era verdad (pero ni siquiera él estaba seguro). María, además, argumentó que un rey de tantas naciones como el español nunca querría vivir en Inglaterra (cierto; alguien con poder para poder vivir en cualquier punto de España o de Portugal, tendría que ser tonto del culo para querer vivir en Inglaterra. Que la propia María Tudor lo tuviese claro la honra).

Carlos, una vez recibida la respuesta de Felipe asumiendo disciplinadamente el casorio, le dijo a Rénard que rematase. El embajador trató el tema con William Paget, quien se quedó pijarriba. Los ingleses, le dijo, y con muy bien criterio, no gustan de los extranjeros (el sentimiento es mutuo).

En octubre nos encontramos a María muy negativamente sugestionada en contra de Felipe. Le dice a Rénard que le han contado que es un tío con un carácter de la puta mierda, esas cosas. La reina, a pesar de haber recibido una carta del emperador en la que éste la compele a casarse con su puto niño, duda. Llegadas las noticias al continente, Granvela le manda una carta a Rénard en la que le viene a decir que le diga a María, con buenas palabras eso sí, que el emperador jamás la dejará casarse con Courtenay, si es que es eso en lo que está pensando (algo sabrían en Bruselas en ese sentido, digo yo).

El tema estaba jodido. En el Consejo Privado, Gardiner, Robert Rochester, Sir Edward Waldgrave, Sir Francis Inglefield (o Englefield) y Robert Southwell formaban el partido de Courtenay; Juan Scheyfve, canciller de Brabante, y Courrières, apoyaban las gestiones de Rénard; y diversos corresponsales maniobraban a favor de Don Luis de Portugal, el archiduque Fernando y Emmanuel Filiberto de Saboya. Sin embargo, el que fue ganado para la causa carlina fue Paget, quien se convenció que, si bien desde un punto de vista matrimonial Felipe no presentaba el mejor de los perfiles, como alianza geopolítica era la mejor de las opciones. El 27 de octubre, María le dice a Rénard que se ha decidido por Felipe, y el 31 le escribe a éste para exigirle pruebas sólidas de que no se ha casado con la portuguesa.

Ya sólo quedaba Gardiner. Todas las esperanzas del obispo estaban puestas en una movida que se estaba organizando, mediante la cual el Parlamento crearía una diputación que se iría a ver a la reina para rogarle que no se casara con un extranjero. Si eso ocurría, efectivamente, María lo tendría muy difícil para desairar a sus comunes. Mientras tanto, Gardiner evitaba verse con Rénard; pero finalmente éste, con la ayuda de Paget, logró encontrarlo personalmente al amanecer del 5 de noviembre. Rénard acordó con María que la reina respondería en el Consejo Privado a la carta que el emperador le había enviado el 10 de octubre, instándola a casarse con Felipe. Gardiner trató de petardear la convocatoria, sin embargo.

La escenita con el speaker del Parlamento finalmente se produjo, aunque los comunes no se atrevieron a decir nombre de esposo alguno. A María aquello le sentó a cuerno quemado y, consciente de que era Gardiner quien lo había montado todo, se enfrentó a él, lo que acabó por derribar las defensas del obispo.

Todos los obstáculos se habían vencido, menos uno: la opinión pública inglesa. Una opinión pública que estaba, además, siendo hábilmente manipulada por los contrarios al matrimonio, con el bulo de que la intención de Felipe, una vez casado, era reclamar para sí mismo la corona de Inglaterra, en su condición de descendiente de Juan de Gante (unos derechos que sacarían a pasear, años después, los católicos ingleses cuando quisieran desestabilizar a Isabel). Los jurisconsultos del emperador trabajaron en diseñar un proyecto de matrimonio, que llegó el 3 de diciembre a Londres; habían trabajado tan bien que los ingleses apenas pudieron cambiar dos o tres comas de sitio. Sin embargo, Paget, claramente un tipo listo, estaba preocupado por la posibilidad de que los nuevos esposos jamás tuviesen descendencia. En ese punto, le preocupaba que Isabel, la futura Isabel I, llegase a reina y se volviese contra él y contra todos los avales de aquel matrimonio; motivo por el cual exigió que la prevalencia de Isabel en el caso de no haber descendencia quedase estipulada en el contrato (y así conseguir que ella le debiese una). María se negó todas las veces que se lo propusieron.

El punto fundamental del contrato estatuía que, caso de tener María y Felipe descendencia, el queco heredaría la corona de Inglaterra y Borgoña; mientras que el tonto mierda de Carlos, el hijo del rey Felipe, heredaría España e Italia. Caso de no haber descendencia, con la muerte de María se acabaría toda vinculación de Felipe con Inglaterra. Todo se redactaba para impedir lo que Carlos había hecho durante su primer viaje a Castilla, esto es, que poderes extranjeros se inmiscuyesen en los asuntos de Inglaterra.

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