Un proyecto acabado
El rey de España
Un imperio por 850.000 florines
La coalición que paró el Espíritu Santo
El rey francés como problema
El éxtasis boloñés
El avispero milanés
El largo camino hacia Crépy-en-Lannois
La movida trentina
El avispero alemán
Las condiciones del obispo Stadion En busca de un acuerdo La oportunidad ratisbonense Si esto no se apaña, caña, caña, caña Mühlberg Horas bajas El Turco Turcos y franceses, franceses y turcos Los franceses, como siempre, macroneando Las vicisitudes de una alianza contra natura La sucesión imperial El divorcio del rey inglés El rey quiere un heredero, el Papa es gilipollas y el emperador, a lo suyo De cómo los ingleses demostraron, por primera vez, que con un grano de arena levantan una pirámide El largo camino hacia el altar
Con cincuenta años, que para la época era una edad provecta pero no necesariamente preocupante en el caso de un monarca, Carlos de Habsburgo era un anciano acabado. En enero de 1548, Carlos comenzó a redactar su célebre testamento político; un documento que está presidido por la que en ese momento era su gran preocupación, ahora que se sentía en sus últimas horas: alcanzar un acuerdo entre su hijo español, por así decirlo, Felipe; y los hijos imperiales de su hermano Fernando.
Las cosas habían cambiado mucho desde el lejano día de 1517
en el que Carlos y Fernando se habían encontrado por primera vez. En aquel
momento, Fernando tenía 14 años, y era un infante nacido y criado en España que
no tenía más perspectiva racional que permanecer en su país. Resulta difícil de
imaginar cómo pudieron entenderse, dado que Carlos apenas chapurreaba el
español, y Fernando era el único idioma que hablaba.
Hoy se da por prácticamente seguro que el deseo de Fernando
el Católico, abuelo de los dos hermanos, era que Fernando se quedase con los
reinos españoles o, cuando menos, con Castilla. Fernando no quería a Carlos al
frente de las monarquías españolas porque barruntaba que acabaría haciendo lo
que de hecho hizo, que fue vincular los esfuerzos de la nación a objetivos que
en realidad eran de interés mucho más allá de nuestras fronteras. La de
Fernando, sin embargo, era una influencia acabada, y no por casualidad Carlos
se presentó en España rodeado de una corte de asesores borgoñones que lo
mangonearon absolutamente todo.
Mientras Carlos permaneció en Castilla, probablemente porque
así lo quisieron esos asesores para no levantar más polvareda que la
estrictamente necesaria, Fernando permaneció a la vera de su hermano. Sin
embargo, en marzo de 1518 salió de Valladolid en dirección a Zaragoza, pero en
Aranda de Duero viró hacia el norte, llegó a Santander, y se embarcó hacia
Flandes, para no volver jamás a España. En Flandes, se encontró con su hermana
María. Carlos llegó a Flandes, tras terminar su primera visita española, en el verano
de 1520. Para entonces, los dos hermanos habían mejorado simultáneamente sus
habilidades idiomáticas como para poder sostener largos coloquios. En los doce
meses que siguieron, Carlos le otorgó a su hermano territorios del Imperio para
su administración y, de hecho, lo nombró teniente imperial. A partir del
momento en que Fernando fue proclamado rey de Romanos, los hermanos volvieron a
separarse durante dos años, a la que siguió otra más larga, de casi diez años,
que finalizó en 1541. Para entonces, los dos hermanos se habían, por así
decirlo, entrecruzado. Fernando, nacido español por los cuatro costados, era un
austriaco de pura cepa; y Carlos, centroeuropeo en la cuna, se moría por vivir
sus últimos tiempos en una esquina extremeña de la península ibérica.
En la quinta década del siglo, los esfuerzos de Carlos de
Habsburgo, cada vez más presionado por el peligro musulmán, se centraron en
conseguir una paz religiosa en el ámbito del Imperio. Los dos hermanos se
convirtieron en asistentes habituales a todas las dietas, y buscaron de
diversas maneras la forma de reducir la conflictividad del avispero alemán.
Aprovechando que 1546 y 1547 fueron dos años positivos desde el punto de vista
militar para el emperador, los Habsburgo llegaron a la conclusión de que había
llegado el momento de abrir el melón sucesorio.
Carlos no estaba nada convencido de que unir los destinos de
España y sus dominios en Flandes fuera buena idea. En 1544, negociando el
tratado de Crépy, por mucho que sus conclusiones le favoreciesen, el emperador
había aprendido que aquél era un asunto en el que Francia nunca dejaría de
plantear problemas, y nunca dejaría de ambicionar la recuperación de los
Estados que consideraba suyos. Tras la muerte del duque de Orléans en 1545, y
puesto que María de Hungría decía estar cansada y quería retirarse, Carlos
pensó en cederle la Regencia a Maximiliano, el hijo de Fernando, quien ya
estaba casi prometido con su prima María, hija del propio Carlos. Este
movimiento iba en la dirección contraria de españolizar los Estados holandeses,
so to speak, puesto que a lo que tendía era a hacerlos imperiales o
seudoimperiales. En 1548, sin embargo, sabemos que Carlos había abandonado esa
idea. Para entonces, habiendo avanzado en la construcción de un solo Estado flamenco,
el emperador había considerado que la heredad debería permanecer en su línea
consanguínea y que, por lo tanto, Flandes debería ser para Felipe; una decisión
que, como sabemos, acabaría causando un larguísimo conflicto bélico con el
tiempo.
Ese mismo año, en su testamento político, Carlos le
recomienda a su hijo que tome una esposa francesa, preferentemente de la
Familia Real, para así mejorar los lazos con el único país que, en su visión,
podía ponerle problemas en los Países Bajos (porque Carlos no estaba, por así
decirlo, en condiciones de imaginar que serían los propios Países Bajos los que
se rebelarían por sí mismos; y tampoco podía imaginar que encontrarían en
Inglaterra un completo aliado). En cuanto al Imperio, el testamento no indica
nada concreto sobre la forma de proceder tras la muerte de Fernando, cuyo papel
como sucesor de su hermano estaba ya bien claro.
Que no se reglase este tema viene a dejar bien claro lo
complicada que era la decisión. Para los Habsburgo, dejar el tema imperial bien
atado era fundamental, dado el peligro que existía, nada desdeñable, de que, si
la cuerda no se tensaba lo suficiente, los electores alemanes acabasen por
elegir a un herético. Por eso, si algo tenía claro Carlos es que las elecciones
posteriores al día en que faltare su hermano debían circunscribirse a la Casa
de Austria.
Pero eso llevaba la polémica a su punto crucial:
¿Maximiliano o Felipe? Al parecer, lo que Carlos reputaba verdaderamente
importante en esa polémica era que ambos dirigentes de la Casa de Austria
permaneciesen coordinados. Inicialmente, todo parecía estar a favor del primero
de ellos. Maximiliano hablaba alemán perfectamente, mientras que Felipe nunca
habló salvo español. El hijo de Fernando, asimismo, conocía bien a los
príncipes alemanes, lo cual lo convertía en un experto en las muchas sutilezas
de la Bundesliga. Felipe presentaba problemas de impopularidad en Alemania,
aunque sus posesiones eran muy grandes, y no hay que olvidar que, como se
preocupaba mucho el emperador de recordar en sus papeles, el Imperio, por sí
mismo, no poseía nada; así pues, su destino era ser reinado por alguien con
recursos suficientes como para poder aguantar sobre sus espaldas las dos
grandes tareas imperiales: regular el statu quo italiano, y parar los pies del
francés.
Por lo tanto, no había que descartar la posibilidad de que
Felipe, por así decirlo, no tuviese más remedio que ser un candidato imperial;
a pesar de que tanto en su educación como en su introducción a las sutilezas
del poder, siempre se lo mantuvo centrado en sus Estados. Y, en todo caso, era
imperativo que tuviese unas buenas relaciones con su tío Fernando y con sus
primos.
En 1548, el año del testamento, Fernando le sugirió a su
hermano que se pudiera llegar a algún tipo de acuerdo que pudiera ser objeto de
publicación urbi et orbe, de manera que el bulle-bulle, que en Alemania
ya iba por teorías verdaderamente peripatéticas, acabase de una vez. El 13 de
septiembre de aquel año, Maximiliano partió hacia España para sus esponsales.
El bando español, por su parte, de repente no lo tenía claro. Felipe, centrado
en nuevos problemas surgidos en Italia, consideraba que no era el momento de
abrir aquel melón; y en su prudencia arrastró a su padre.
El tema, probablemente, se fue muñendo entre la primavera de
1549, cuando Felipe llegó a sus posesiones flamencas, y el verano del año
siguiente, cuando Carlos, Felipe y Fernando se reunieron en Ausburgo; ahí fue
cuando el emperador ya tenía un diseño preparado para su sucesión. Fernando
sería emperador mediando el acuerdo de que apoyaría a Felipe en su elección
como rey de Romanos. A cambio, Felipe apoyaría la elección de Maximiliano como
emperador después de él; se buscaba, por lo tanto, que las dos ramas de la
dinastía carlina reinasen en el Imperio de forma alternativa.
Este plan, sin embargo, era el que le convenía a Carlos;
pero no a su hermano. Y Fernando no tardó en dejarlo claro. Las cosas se pusieron
tan jodidas que el equipo negociador hubo de convocar a la de siempre en las
situaciones comprometidas: María de Hungría. Pero ni siquiera ella pudo hacer uno
de sus milagros rubalcabianos. En septiembre, al parecer, los hermanos habían terminado
una conversación con el rompimiento; Fernando, además, se negaba a seguir
discutiendo aquello sin la presencia de su hijo, algo que en lo que María lo
apoyó, por lo que Maximiliano fue convocado con urgencia. Cuando el hijo de
Fernando llegó a Ausburgo, estancia durante la cual evitó ostensiblemente siquiera
cruzarse con Felipe, para todas las partes en la negociación quedó claro que no
habría acuerdo. María, que se había regresado a Bruselas, fue llamada de nuevo,
y el 1 de enero de 1551 estaba de nuevo en Ausburgo.
Las partes se embarcaron entonces en una larga negociación
que no terminó hasta el 9 de marzo, cuando los Habsburgo, por fin, lograron un
acuerdo: Fernando, que sería emperador, abogaría entre los electores para que
su sobrino Felipe fuese rey de Romanos. Felipe se casaría con una de las hijas
de Fernando, lo que habría de suponer que España, con toda su potencia
económica y militar, daría un apoyo sin fisuras al Imperio y a las posesiones
centroeuropeas de los Habsburgo. Fernando nombraría a Felipe vicario imperial
en Italia. Fernando también trataría de convencer a los electores de que
Maximiliano fuese votado rey de Romanos una vez que Felipe fuese emperador.
En el fondo de este acuerdo, y de las duras y largas
negociaciones, se coloca un elemento fundamental: las simpatías protestantes de
Maximiliano. Da la impresión de que una de las cosas que Carlos le exigió a su
hermano durante las negociaciones fue la garantía de que ningún acuerdo
devendría en colocar el Imperio en manos reformadas. Y lo cierto es que aquel
río, algún caudal llevaba. Maximiliano, para entonces, se servía del consejo espiritual
de un predicador luterano; y el propio Fernando, siendo ya emperador, habría de
amenazarlo con desposeerlo de sus derechos dinásticos en favor de su hermano
Fernando. Maximiliano, pues, optó por una vida formalmente católica; pero sus
convicciones debieron de ser muy fuertes pues, en el lecho de muerte, habría de
rechazar los sacramentos católicos.
El pacto de familia de 1551 nació muerto; ni Fernando ni su
hijo tenían la más mínima intención de cumplirlo y, de hecho, sus esfuerzos
frente a los electores en favor de la candidatura filipina para ser rey de
Romanos fueron entre uno y ninguno. Hay quien piensa que, de no haber revitalizado
las hostilidades los franco-turcos en septiembre de aquel año, bien hubiera
sido posible que las dos ramas Habsburgo hubieran terminado guerreando entre
ellas.
En 1552, cuando el elector Mauricio de Sajonia cambió de
bando y, lo que es más importante, las tropas allegadas por Carlos se
estrellaron contra las murallas de Metz, el emperador se convenció de que
Felipe nunca sería rey de Romanos. El sueño imperial para Felipe de Habsburgo
estaba muerto, tan muerto como la amistad entre los dos hermanos, Carlos y
Fernando; después de aquel año, no volverían a encontrarse. A despecho de lo
que he visto alguna vez en alguna bienintencionada serie televisiva, Carlos y
Fernando nunca se fiaron el uno del otro; nunca se profesaron una verdadera
confianza. Fernando siempre hubo de hacer lo que su hermano le mandaba, y mi
sensación es que en el momento que, por la fuerza de los hechos, pasó a tener
un poder propio en el Imperio, comenzó a cobrarse facturas; la personalidad de
su hijo Maximiliano, nulamente identificado con las ilusiones y proyectos de su
dinastía original, no hizo sino alimentar un fuego que, ciertamente, Carlos no
hizo nada por apagar. La gran debilidad de Carlos siempre fue que su hijo
español nunca mostró tendencia ni deseos por conocer o dominar la política
imperial; en ese punto, los hechos, por así decirlo, no tenían sino que
desarrollarse como finalmente lo hicieron.
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