jueves, diciembre 09, 2021

Carlos (23): La sucesión imperial

 El rey de crianza borgoñona

Borgoña, esa Historia que a menudo no se estudia
Un proyecto acabado
El rey de España
Un imperio por 850.000 florines
La coalición que paró el Espíritu Santo
El rey francés como problema
El éxtasis boloñés
El avispero milanés
El largo camino hacia Crépy-en-Lannois
La movida trentina
El avispero alemán
Las condiciones del obispo Stadion En busca de un acuerdo La oportunidad ratisbonense Si esto no se apaña, caña, caña, caña Mühlberg Horas bajas El Turco Turcos y franceses, franceses y turcos Los franceses, como siempre, macroneando Las vicisitudes de una alianza contra natura La sucesión imperial El divorcio del rey inglés El rey quiere un heredero, el Papa es gilipollas y el emperador, a lo suyo De cómo los ingleses demostraron, por primera vez, que con un grano de arena levantan una pirámide El largo camino hacia el altar
Papá, yo no me quiero casar Yuste  


Con cincuenta años, que para la época era una edad provecta pero no necesariamente preocupante en el caso de un monarca, Carlos de Habsburgo era un anciano acabado. En enero de 1548, Carlos comenzó a redactar su célebre testamento político; un documento que está presidido por la que en ese momento era su gran preocupación, ahora que se sentía en sus últimas horas: alcanzar un acuerdo entre su hijo español, por así decirlo, Felipe; y los hijos imperiales de su hermano Fernando.

Las cosas habían cambiado mucho desde el lejano día de 1517 en el que Carlos y Fernando se habían encontrado por primera vez. En aquel momento, Fernando tenía 14 años, y era un infante nacido y criado en España que no tenía más perspectiva racional que permanecer en su país. Resulta difícil de imaginar cómo pudieron entenderse, dado que Carlos apenas chapurreaba el español, y Fernando era el único idioma que hablaba.

Hoy se da por prácticamente seguro que el deseo de Fernando el Católico, abuelo de los dos hermanos, era que Fernando se quedase con los reinos españoles o, cuando menos, con Castilla. Fernando no quería a Carlos al frente de las monarquías españolas porque barruntaba que acabaría haciendo lo que de hecho hizo, que fue vincular los esfuerzos de la nación a objetivos que en realidad eran de interés mucho más allá de nuestras fronteras. La de Fernando, sin embargo, era una influencia acabada, y no por casualidad Carlos se presentó en España rodeado de una corte de asesores borgoñones que lo mangonearon absolutamente todo.

Mientras Carlos permaneció en Castilla, probablemente porque así lo quisieron esos asesores para no levantar más polvareda que la estrictamente necesaria, Fernando permaneció a la vera de su hermano. Sin embargo, en marzo de 1518 salió de Valladolid en dirección a Zaragoza, pero en Aranda de Duero viró hacia el norte, llegó a Santander, y se embarcó hacia Flandes, para no volver jamás a España. En Flandes, se encontró con su hermana María. Carlos llegó a Flandes, tras terminar su primera visita española, en el verano de 1520. Para entonces, los dos hermanos habían mejorado simultáneamente sus habilidades idiomáticas como para poder sostener largos coloquios. En los doce meses que siguieron, Carlos le otorgó a su hermano territorios del Imperio para su administración y, de hecho, lo nombró teniente imperial. A partir del momento en que Fernando fue proclamado rey de Romanos, los hermanos volvieron a separarse durante dos años, a la que siguió otra más larga, de casi diez años, que finalizó en 1541. Para entonces, los dos hermanos se habían, por así decirlo, entrecruzado. Fernando, nacido español por los cuatro costados, era un austriaco de pura cepa; y Carlos, centroeuropeo en la cuna, se moría por vivir sus últimos tiempos en una esquina extremeña de la península ibérica.

En la quinta década del siglo, los esfuerzos de Carlos de Habsburgo, cada vez más presionado por el peligro musulmán, se centraron en conseguir una paz religiosa en el ámbito del Imperio. Los dos hermanos se convirtieron en asistentes habituales a todas las dietas, y buscaron de diversas maneras la forma de reducir la conflictividad del avispero alemán. Aprovechando que 1546 y 1547 fueron dos años positivos desde el punto de vista militar para el emperador, los Habsburgo llegaron a la conclusión de que había llegado el momento de abrir el melón sucesorio.

Carlos no estaba nada convencido de que unir los destinos de España y sus dominios en Flandes fuera buena idea. En 1544, negociando el tratado de Crépy, por mucho que sus conclusiones le favoreciesen, el emperador había aprendido que aquél era un asunto en el que Francia nunca dejaría de plantear problemas, y nunca dejaría de ambicionar la recuperación de los Estados que consideraba suyos. Tras la muerte del duque de Orléans en 1545, y puesto que María de Hungría decía estar cansada y quería retirarse, Carlos pensó en cederle la Regencia a Maximiliano, el hijo de Fernando, quien ya estaba casi prometido con su prima María, hija del propio Carlos. Este movimiento iba en la dirección contraria de españolizar los Estados holandeses, so to speak, puesto que a lo que tendía era a hacerlos imperiales o seudoimperiales. En 1548, sin embargo, sabemos que Carlos había abandonado esa idea. Para entonces, habiendo avanzado en la construcción de un solo Estado flamenco, el emperador había considerado que la heredad debería permanecer en su línea consanguínea y que, por lo tanto, Flandes debería ser para Felipe; una decisión que, como sabemos, acabaría causando un larguísimo conflicto bélico con el tiempo.

Ese mismo año, en su testamento político, Carlos le recomienda a su hijo que tome una esposa francesa, preferentemente de la Familia Real, para así mejorar los lazos con el único país que, en su visión, podía ponerle problemas en los Países Bajos (porque Carlos no estaba, por así decirlo, en condiciones de imaginar que serían los propios Países Bajos los que se rebelarían por sí mismos; y tampoco podía imaginar que encontrarían en Inglaterra un completo aliado). En cuanto al Imperio, el testamento no indica nada concreto sobre la forma de proceder tras la muerte de Fernando, cuyo papel como sucesor de su hermano estaba ya bien claro.

Que no se reglase este tema viene a dejar bien claro lo complicada que era la decisión. Para los Habsburgo, dejar el tema imperial bien atado era fundamental, dado el peligro que existía, nada desdeñable, de que, si la cuerda no se tensaba lo suficiente, los electores alemanes acabasen por elegir a un herético. Por eso, si algo tenía claro Carlos es que las elecciones posteriores al día en que faltare su hermano debían circunscribirse a la Casa de Austria.

Pero eso llevaba la polémica a su punto crucial: ¿Maximiliano o Felipe? Al parecer, lo que Carlos reputaba verdaderamente importante en esa polémica era que ambos dirigentes de la Casa de Austria permaneciesen coordinados. Inicialmente, todo parecía estar a favor del primero de ellos. Maximiliano hablaba alemán perfectamente, mientras que Felipe nunca habló salvo español. El hijo de Fernando, asimismo, conocía bien a los príncipes alemanes, lo cual lo convertía en un experto en las muchas sutilezas de la Bundesliga. Felipe presentaba problemas de impopularidad en Alemania, aunque sus posesiones eran muy grandes, y no hay que olvidar que, como se preocupaba mucho el emperador de recordar en sus papeles, el Imperio, por sí mismo, no poseía nada; así pues, su destino era ser reinado por alguien con recursos suficientes como para poder aguantar sobre sus espaldas las dos grandes tareas imperiales: regular el statu quo italiano, y parar los pies del francés.

Por lo tanto, no había que descartar la posibilidad de que Felipe, por así decirlo, no tuviese más remedio que ser un candidato imperial; a pesar de que tanto en su educación como en su introducción a las sutilezas del poder, siempre se lo mantuvo centrado en sus Estados. Y, en todo caso, era imperativo que tuviese unas buenas relaciones con su tío Fernando y con sus primos.

En 1548, el año del testamento, Fernando le sugirió a su hermano que se pudiera llegar a algún tipo de acuerdo que pudiera ser objeto de publicación urbi et orbe, de manera que el bulle-bulle, que en Alemania ya iba por teorías verdaderamente peripatéticas, acabase de una vez. El 13 de septiembre de aquel año, Maximiliano partió hacia España para sus esponsales. El bando español, por su parte, de repente no lo tenía claro. Felipe, centrado en nuevos problemas surgidos en Italia, consideraba que no era el momento de abrir aquel melón; y en su prudencia arrastró a su padre.

El tema, probablemente, se fue muñendo entre la primavera de 1549, cuando Felipe llegó a sus posesiones flamencas, y el verano del año siguiente, cuando Carlos, Felipe y Fernando se reunieron en Ausburgo; ahí fue cuando el emperador ya tenía un diseño preparado para su sucesión. Fernando sería emperador mediando el acuerdo de que apoyaría a Felipe en su elección como rey de Romanos. A cambio, Felipe apoyaría la elección de Maximiliano como emperador después de él; se buscaba, por lo tanto, que las dos ramas de la dinastía carlina reinasen en el Imperio de forma alternativa.

Este plan, sin embargo, era el que le convenía a Carlos; pero no a su hermano. Y Fernando no tardó en dejarlo claro. Las cosas se pusieron tan jodidas que el equipo negociador hubo de convocar a la de siempre en las situaciones comprometidas: María de Hungría. Pero ni siquiera ella pudo hacer uno de sus milagros rubalcabianos. En septiembre, al parecer, los hermanos habían terminado una conversación con el rompimiento; Fernando, además, se negaba a seguir discutiendo aquello sin la presencia de su hijo, algo que en lo que María lo apoyó, por lo que Maximiliano fue convocado con urgencia. Cuando el hijo de Fernando llegó a Ausburgo, estancia durante la cual evitó ostensiblemente siquiera cruzarse con Felipe, para todas las partes en la negociación quedó claro que no habría acuerdo. María, que se había regresado a Bruselas, fue llamada de nuevo, y el 1 de enero de 1551 estaba de nuevo en Ausburgo.

Las partes se embarcaron entonces en una larga negociación que no terminó hasta el 9 de marzo, cuando los Habsburgo, por fin, lograron un acuerdo: Fernando, que sería emperador, abogaría entre los electores para que su sobrino Felipe fuese rey de Romanos. Felipe se casaría con una de las hijas de Fernando, lo que habría de suponer que España, con toda su potencia económica y militar, daría un apoyo sin fisuras al Imperio y a las posesiones centroeuropeas de los Habsburgo. Fernando nombraría a Felipe vicario imperial en Italia. Fernando también trataría de convencer a los electores de que Maximiliano fuese votado rey de Romanos una vez que Felipe fuese emperador.

En el fondo de este acuerdo, y de las duras y largas negociaciones, se coloca un elemento fundamental: las simpatías protestantes de Maximiliano. Da la impresión de que una de las cosas que Carlos le exigió a su hermano durante las negociaciones fue la garantía de que ningún acuerdo devendría en colocar el Imperio en manos reformadas. Y lo cierto es que aquel río, algún caudal llevaba. Maximiliano, para entonces, se servía del consejo espiritual de un predicador luterano; y el propio Fernando, siendo ya emperador, habría de amenazarlo con desposeerlo de sus derechos dinásticos en favor de su hermano Fernando. Maximiliano, pues, optó por una vida formalmente católica; pero sus convicciones debieron de ser muy fuertes pues, en el lecho de muerte, habría de rechazar los sacramentos católicos.

El pacto de familia de 1551 nació muerto; ni Fernando ni su hijo tenían la más mínima intención de cumplirlo y, de hecho, sus esfuerzos frente a los electores en favor de la candidatura filipina para ser rey de Romanos fueron entre uno y ninguno. Hay quien piensa que, de no haber revitalizado las hostilidades los franco-turcos en septiembre de aquel año, bien hubiera sido posible que las dos ramas Habsburgo hubieran terminado guerreando entre ellas.

En 1552, cuando el elector Mauricio de Sajonia cambió de bando y, lo que es más importante, las tropas allegadas por Carlos se estrellaron contra las murallas de Metz, el emperador se convenció de que Felipe nunca sería rey de Romanos. El sueño imperial para Felipe de Habsburgo estaba muerto, tan muerto como la amistad entre los dos hermanos, Carlos y Fernando; después de aquel año, no volverían a encontrarse. A despecho de lo que he visto alguna vez en alguna bienintencionada serie televisiva, Carlos y Fernando nunca se fiaron el uno del otro; nunca se profesaron una verdadera confianza. Fernando siempre hubo de hacer lo que su hermano le mandaba, y mi sensación es que en el momento que, por la fuerza de los hechos, pasó a tener un poder propio en el Imperio, comenzó a cobrarse facturas; la personalidad de su hijo Maximiliano, nulamente identificado con las ilusiones y proyectos de su dinastía original, no hizo sino alimentar un fuego que, ciertamente, Carlos no hizo nada por apagar. La gran debilidad de Carlos siempre fue que su hijo español nunca mostró tendencia ni deseos por conocer o dominar la política imperial; en ese punto, los hechos, por así decirlo, no tenían sino que desarrollarse como finalmente lo hicieron.

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