miércoles, noviembre 10, 2021

Carlos (11): La movida trentina

  El rey de crianza borgoñona

Borgoña, esa Historia que a menudo no se estudia
Un proyecto acabado
El rey de España
Un imperio por 850.000 florines
La coalición que paró el Espíritu Santo
El rey francés como problema
El éxtasis boloñés
El avispero milanés
El largo camino hacia Crépy-en-Lannois
La movida trentina
El avispero alemán
Las condiciones del obispo Stadion
En busca de un acuerdo
La oportunidad ratisbonense
Si esto no se apaña, caña, caña, caña
Mühlberg
Horas bajas
El turco
Turcos y franceses, franceses y turcos
Los franceses, como siempre, macroneando
Las vicisitudes de una alianza contra natura
La sucesión imperial
El divorcio del rey inglés
El rey quiere un heredero, el Papa es gilipollas y el emperador, a lo suyo
De cómo los ingleses demostraron, por primera vez, que con un grano de arena levantan una pirámide
El largo camino hacia el altar
Papá, yo no me quiero casar Yuste 


Lejos de lo que suelen pensar algunos análisis apresurados, según los cuales la pasión de Carlos de Habsburgo fue acumular cuantos más territorios, mejor, para cuando el emperador firmó la paz de Crépy sus reflexiones iban ya por el derrotero exactamente contrario. A Carlos, en ese momento en el que su hijo era un adolescente que, además, según todas las trazas iba a carecer de la válvula de escape de que él mismo había disfrutado en la persona de su hermano Fernando; a Carlos, digo, le preocupaba las consecuencias de dejar a su hijo un orbe demasiado amplio que gestionar; España, Flandes, Milán. Es así cómo hay que leer Crépy: como el intento de descargar de la mochila del Imperio creado, cuando menos, la piedra milanesa.

En el mes de febrero de 1545, Carlos toma la decisión de optar por la segunda cláusula del tratado de Crépy, y decide que el duque de Orléans se case con la archiduquesa Ana, y de esta manera ceder el Milanesado a este matrimonio. Esta decisión provocó un cabreo de mil demonios del Delfín de Francia, futuro Enrique II; pero, de todas formas, la Parca habría de equilibrar las cosas de nuevo con la muerte, en septiembre de aquel mismo año, del duque de Orléans. Aquel julio, Carlos recibió la noticia de que María de Portugal, la mujer de su hijo Felipe, le había dado un nieto, el malhadado y tolili Carlos, momento en el que la había roscado ella misma.

Con la muerte del duque de Orléans, en todo caso, el tratado de Crépy se había convertido en un instrumento válido, básicamente, para empaquetar el pescado. Así las cosas, el tema con Francia quedó en stand by, con ambos contendientes con cero intención, por el momento, de lanzar hostilidad alguna (Francisco I de Francia moriría el 31 de marzo de 1547, en paz con quien había sido su gran adversario durante la mayoría de los 32 años de su reinado). Para Carlos, además, el teatro jodido en ese momento era Alemania.

Acabamos de decir que el 31 de marzo de 1547 Francisco había subido al Cielo de los Franceses (pues resulta teológicamente inconcebible que los franceses estén mezclados con otros durante la vida eterna). Pero hay que tener en cuenta que dos meses antes, el 28 de enero, también había muerto el rey inglés, Enrique VIII. Carlos era pues, literalmente, last man standing en el gran tablero europeo de la primera mitad del siglo XVI; aunque, la verdad, estaba hecho una braga él mismo. Desde 1528 venía sufriendo ataques de gota. Un segundo ataque de gran importancias se le presentó al año siguiente, cuando estaba parlamentando con el Papa en Bolonia. El tercero, a inicios de 1532, vino a coincidir con la formación de la Liga de Schmalkalda de los príncipes protestantes. El cuarto, en 1584, lo pilló diseñando la expedición a Túnez. Y luego siguieron 1537 y 1538 hasta llegar a 1541, el año de Argel, que fue más fuerte que ninguno, puesto que lo dejó prácticamente sin el uso de todos sus miembros. A partir de octubre de 1544, después de Crépy, que tuvo un ataque especialmente fuerte, dejó de contarlos, puesto que ya se situó en un entorno de sufrimiento más o menos constante.

Del concilio de Trento hemos hablado largo y tendido en este blog; pero, sin embargo, es un tema del que nunca hablaremos lo suficiente. Añadámosle, pues, a este pretérito relato un capítulo más: el relativo a las gestiones del emperador frente al mismo.

Carlos de Habsburgo vivía presionado por sus confesores, que le habían dejado bien claro, desde el inicio de su mandato imperial, que la diseminación de la ponzoña luterana en Alemania era un castigo de Dios por los males de la Iglesia y que él, como Emperador, estaba obligado a corregir eso. Por eso Carlos apoyó claramente la idea de una reforma eclesial en el curso de su primera Dieta, lo que le permitió enviar mensajes muy claros en ese sentido al Francisquito de turno, León X, quien ni siquiera se molestó en contestarle. Moriría pronto, a finales de 1521.

El sucesor de León, Adriano VI, venía, como sabemos bien, del entourage imperial y no estaba, probablemente, en condiciones de hacerle una higa a su boss; por la dicha razón, la mayor parte de la historiografía ha venido a admitir que tenía la intención de llevar a cabo algún plan conciliar en la línea propugnada por el Imperio. Envió a un nuncio, Francesco Chieregati, a la Dieta de Nürmberg, que presidió Fernando, con vigorosas promesas de que iba a hacer algo. Sin embargo, como sabemos el papado romano pronto comenzó a abrazar la idea de que lo mejor que se podía hacer con la herejía reformada era reprimirla con la mayor de las violencias, algo que enseguida preocupó en grado sumo a Carlos, quien consideraba, con buen criterio, que empezar a repartir leches era la mejor forma de consolidar la rebelión teológica en Alemania.

En ese momento, sin embargo, la discusión sobre un posible concilio no dejaba de ser una conversación de salón, una polémica de jornada académica, puesto que la guerra entre Francia y el Imperio impedía su celebración. Esta situación dio la vuelta con la paz de Madrid, el 14 de enero de 1526. El mes de julio de aquel año, desde España, Carlos le escribía a su hermano Fernando, instándole a debelar las resistencias del quisquilloso Clemente VII. En la Dieta de Spira, que tuvo lugar entre junio y agosto de aquel mismo año de 1526, los príncipes alemanes recibieron la autorización jurídica para gestionar el tema de la Reforma en sus ámbitos de mando de la forma que considerasen más conveniente, a la espera de un concilio. Sin embargo, antes de que se pudiera producir la convocatoria de dicho concilio, Francia y Roma se coligaron contra el Imperio. Esta actitud puso los temas en ebullición y provocó el saco de Roma (mayo de 1527) y a principios de 1528 estalló la guerra.

Esta situación volvió a aplazar la posibilidad de un concilio hasta el tratado de Barcelona, en julio de 1529, firmado entre el emperador y el Papa. Sin embargo, Carlos no estaba en condiciones de presionar en exceso a Clemente, puesto que en ese momento se encontraba en Roma el expediente de la petición del rey inglés y su divorcio respecto de Catalina de Aragón. Roma sabía, y los hechos lo demuestran, que en la solución de ese conflicto matrimonial era mucho lo que se jugaba, así pues no se juzgaba un momento propicio para abordar otras cuestiones de mayor calado.

Cuando Carlos y Clemente se encontraron en Bolonia, en los últimos meses de aquel 1529, la intención del emperador era alcanzar un acuerdo secreto con el Francisquito para monear la convocatoria de un concilio. Es más que posible que Carlos saliese de esas entrevistas convencido de que le había arrancado al Vaticano la convocatoria de la asamblea ecuménica; pero, claro, en ese momento apenas tenía treinta años, y no se podía hacer una idea del tipo de mercaderes con quienes se estaba jugando los cuartos.

En julio de 1530, desde Ausburgo donde presidía la Dieta, un extrañado Carlos le escribe cartas a Clemente en las que le viene a decir oye, tron, me lo prometiste, ¿sí o qué? El Papa le contesta con una de las suyas, que puede que sí pero también puede que no; en octubre, el emperador vuelve a la carga, con parecido resultado.

Carlos, entonces, se convenció de que, tal vez, a Clemente no le habían quedado claras las cosas la primera vez (se equivocaba: en realidad, era a él a quien no le habían quedado claras). Ésta es la razón de que tuviese el largo encuentro en Bolonia que abarca desde diciembre de 1532 a casi marzo del año siguiente.

En aquellas conferencias, Francisquito se mostró ampliamente partidario de la asamblea eclesial y, de hecho, Carlos hizo enviar representantes a Francia y a los Estados alemanes para preparar toda la movida. El obstáculo, sin embargo, fue el rey francés. Una vez que fue consultado, Francisco, que tenía detrás de sí al prestigiosísimo foro de la Sorbona, dijo que no tenía sentido convocar un concilio si todos los príncipes cristianos no estaban de acuerdo. Esto, en el momento en que se estaba dirimiendo el divorcio del rey inglés, era plantear prácticamente un imposible. Poco tiempo después, como ya hemos contado, Clemente VII se fue a Marsella para asistir a la boda de su sobrina con el futuro rey de Francia. A partir de ahí y hasta su muerte, 25 de septiembre de 1534, Clemente volvería por las andadas profrancesas, lo que suponía, entre otras cosas, ponerle la proa al proyecto conciliar. La idea era clara: dejar solo a Carlos con su puto problema, ya que entonces la infestación reformada era cosa, fundamentalmente, de Alemania y Suiza. La cosa era tan escandalosa que incluso Erasmo llegó a aconsejarle a Carlos que se hiciese un Constantino el Grande, esto es, que convocase un concilio por sí mismo.

A Clemente VII lo siguió Pablo III, esto es, Alejandro Farnesio. Éste fue el que nombró una comisión para el estudio de la reforma de la Iglesia, comisión que se tomó muy en serio. El Papa, sin embargo, tenía una debilidad: lo habían colocado a la cabeza de la Iglesia con 66 años. En aquel entonces, el papado no sólo se concedía a una persona, sino también a una familia (los Borgia, los Farnesio, los Medicis) y, por lo tanto, ser Francisquito se convertía en una oportunidad de oro (nunca mejor dicho) para acrecentar el patrimonio (la pasta, siempre la pasta). El Papa Pablo, como le suele pasar a muchos futbolistas de éxito, arrastraba toda una familia consigo, una familia en la que no faltaban los vagos y hasta los maleantes; y tenía prisa por enriquecerla, pues sabía que las posibilidades de que el cónclave celebrado tras su muerte eligiese a otro Farnesio iban en contra de la práctica habitual de la Paloma Muda.

Estas necesidades eran un portillo por el que fácilmente podían entrar los poderosos y, entre ellos, el hombre más poderoso del siglo, que no era otro que Carlos de Habsburgo. Por eso, en 1537, Carlos casa a su hija Margarita, que a los 15 años era ya viuda de Alejandro de Medicis, con Octavio Farnesio, nieto del propio PasPas.

El primer día de junio de 1536, un agradecido Santo Padre, tras recibir la oportuna pasta a través del braguetazo de Paquirritín Farnesio, convoca un concilio, el denominado y nonato de Mantua, donde los obispos se debían reunir con Rigoletto el 23 de mayo de 1537. El duque de Mantua, que ni de coña quería recibir en sus Estados a tamaño avispero dialectal, por no mencionar que tendría que pagar los coffee breaks (y a los hombres de Iglesia, de toda la vida de Dios, no los has contentado con cuatro pastitas del Carreful), puso tantos palos en las ruedas que en mayo de 1538 la sede fue movida a Vicenza. Pero a aquel concilio no asistió ni Peter.

El karma le estaba enviando a Carlos señales bien claras en el sentido de que dos no concilian si uno (que es, además, quien tiene que convocar) no quiere. Sin embargo, el emperador no era de esas personas que se desanimaban cuando sentía que quería hacer algo o, más bien, que no tenía más remedio, pues el Habsburgo conocía muy bien la situación en los Estados imperiales y el riesgo real que corría la Iglesia católica de convertirse allí en un carnaval friqui bávaro. En el verano de 1541, estando en Italia desde donde iba a partir hacia Argel, se encontró con Pablo III en Lucca, y le arrancó la promesa de una nueva convocatoria. El cardenal doble G Morone (Giovanni Girolamo; hemos hablado de él largo y tendido en la serie trentina) fue quien sugirió que Trento podría ser un lugar apropiado para el embroque; y el Papa acabó por convocarlo allí para el 22 de noviembre de 1542. Como ya sabemos, el hecho de que estallase de nuevo la guerra entre el Imperio y Francia hizo que aquella convocatoria fuese atendida por muy poca peña, y que Francisquito desconvocase el concilio.

Carlos y Pablo III se volvieron a entrevistar en junio de 1543, en Busseto; pero, en realidad, esa reunión se produjo, básicamente, para que ambas partes se diesen cuenta de que las circunstancias para convocar la asamblea ecuménica no se daban. No se dieron, de hecho, hasta que Crépy estuvo firmada, y por ello la convocatoria, cuando se repitió, lo fue para el 15 de noviembre de 1544, para una primera sesión la cuarta dominica de Cuaresma, el 15 de marzo de 1545.

Hecha la convocatoria, sin embargo, y como ya os he contado, el problema se presentó por el lado luterano. Los teólogos y obispos reformados, cuando no parcialmente partidarios de algunas de las doctrinas de Lutero, se mostraron contrarios a asistir a Trento, a pesar de que la propia elección de la sede, villa imperial, se había hecho para mejorar sus garantías; porque, literalmente, no se fiaban del cura Ariel (y hacían bien). Todo esto añadió nuevos retrasos a la convocatoria hasta que, finalmente, la tercera dominica de Adviento, el 13 de diciembre de 1545, el concilio de Trento celebró su primera sesión.

Conforme el concilio de Trento celebraba sus primeras sesiones y se empezaba a encontrar con sus primeras dificultades prácticamente insalvables, las relaciones entre Carlos y el PasPas eran cada vez peores. Pablo había tomado la decisión de llamar a su presencia a un contingente armado que, a las órdenes de Octavio Farnesio, le había prestado a Carlos y a Fernando en su lucha contra los protestantes alemanes. Le envió un legado a Carlos que, el 2 de febrero de 1547, le anunció la retirada de las tropas y le aconsejó que llegase a algún tipo de acuerdo con Francia; anuncio ante el cual, al parecer, Carlos tuvo un acceso de cólera huracanada. Inmediatamente le escribió una carta a su embajador en Roma, Diego de Mendoza, en la que, además de contarle con tonos vívidos la movida, le insinúa el que fue su siguiente movimiento: pues bien, si el Francisquito se aliaba en cada momento con quien la parecía; si el francés cristianísimo pactaba con el turco, él, Carlos de Habsburgo, el campeón de la Catolicidad europea, también sabía jugar a eso. En la circunstancia en la que estaba el tablero, creo yo que pensó Carlos, mi principal problema no es que Roma me ponga la proa, sino que el Imperio alemán se disuelva por la vía de los hechos. A mí lo que me ha de servir es llegar a buenos términos con los protestantes. Eran los tiempos, además, en los que el Papa estaba transfiriendo el concilio de Trento a Bolonia, con la excusa de la peste, para poder controlarlo mejor; mientras que Carlos instruía a sus obispos para que dejasen el culo quieto en la villa imperial. Aquel verano de 1547, el Papa tuvo el cuajo de proponerle a Carlos una liga contra Inglaterra; Carlos, claro, le contestó que no mamase tanto vino de misa.

El 10 de septiembre de aquel 1547, Pierluigi, hijo de Paspas y padre de Octavio, hombre al que se había relacionado con un complot francés en Génova, fue asesinado por unos sicarios pagados por Ferrante Gonzaga; y las trazas son de que Carlos sabía que el atentado iba a producirse. Pablo, en esas circunstancias, permanecería coriáceo ante cualquier sugerencia de aceptar, siquiera parcialmente, el Interim, esto es, el texto de acuerdo entre católicos y protestantes en Alemania, hasta su muerte el 10 de noviembre de 1549.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario