lunes, diciembre 13, 2021

Carlos (25): El rey quiere un heredero, el Papa es gilipollas y el emperador, a lo suyo

 El rey de crianza borgoñona

Borgoña, esa Historia que a menudo no se estudia
Un proyecto acabado
El rey de España
Un imperio por 850.000 florines
La coalición que paró el Espíritu Santo
El rey francés como problema
El éxtasis boloñés
El avispero milanés
El largo camino hacia Crépy-en-Lannois
La movida trentina
El avispero alemán
Las condiciones del obispo Stadion En busca de un acuerdo La oportunidad ratisbonense Si esto no se apaña, caña, caña, caña Mühlberg Horas bajas El Turco Turcos y franceses, franceses y turcos Los franceses, como siempre, macroneando Las vicisitudes de una alianza contra natura La sucesión imperial El divorcio del rey inglés El rey quiere un heredero, el Papa es gilipollas y el emperador, a lo suyo De cómo los ingleses demostraron, por primera vez, que con un grano de arena levantan una pirámide El largo camino hacia el altar
Papá, yo no me quiero casar  Yuste   


Cuando el Papa demostró claramente que no le daban ni la fuerza ni las ganas para oponerse a Carlos en el asunto del divorcio del rey de Inglaterra, Enrique tomó la decisión de todo político anglosajón que se precie: rodearse de abogados. Aquel ejército de Rudi Giulianis se lo dejó bien claro: a los ojos del canon e incluso de las diferentes teologías (hasta rabinos contrató), el matrimonio del rey con la infanta española no había sido un verdadero matrimonio.

Esta afirmación categórica hecha por aquellos asesores pagados, pues Enrique no hacía sino descubrir lo que los propios PasPas llevaban haciendo de toda la vida de Dios (literalmente hablando), hacía que, automáticamente, la corona inglesa no tuviese heredero o, por lo menos, no lo fuere quien había sido hasta ese momento. María, la única hija sobreviviente de la pareja, se convertía en ilegítima, como lo era, claramente, el hijo, nacido en 1519, que Enrique había concebido junto con la hija de Sir John Blount, duque de Richmond desde sus tiernos seis añitos. En ese entorno, el gesto de Enrique de casarse de nuevo se convertía en un gesto de Estado, en algo que el rey tenía que hacer, por así decirlo, para cumplir con su papel y sus previsiones constitucionales.

Fue durante el proceso de búsqueda de argumentaciones a favor de esta tesis cuando Enrique se fue dando cuenta, paulatinamente, de que la conclusión lógica de todo el montaje argumental que se estaba haciendo era que él era la cabeza de la Iglesia en Inglaterra; o, más bien, se fue dando cuenta de que, sin defender esa idea, todo el edificio se iba al carajo; sólo así se podía sostener la idea de que los Papas habían, desde hace siglos, usurpado poderes en realidad propiedad del rey de Inglaterra (como la definición de la canonicidad de un divorcio real).

Así pues, lo que Enrique de Inglaterra propugnó no fue, como a menudo se lee, una reforma protestante en Inglaterra de cuño nacional. Esto vino después y fue, efectivamente, consecuencia del proceso que él lanzó; pero el proceso que él lanzó no fue eso. Enrique VIII, un ferviente católico él mismo, lo que defendió en su inicio fue la libertad espiritual de Inglaterra contra lo que consideraba la tiranía papista. Por la misma razón, también es inexacto decir o contar en guiones televisivos que lo que movió a Enrique a hacer lo que hizo fue que estuviese rijosamente colgado de Ana Bolena. No, en este episodio al menos, la cosa no se explica con el famoso adagio de que tiran más dos tetas que dos carretas. Lo que verdaderamente la preocupaba a Enrique VIII era la posibilidad de poder generar un nuevo heredero; el folleteo lo podía tener, y lo tendría, en cualquier caso. El tema no era follar; el tema era que el resultado de los condumios no fuese un bastardeo. Parece lo mismo, pero no lo es. Y no es de extrañar, la verdad, que Enrique asistiese alucinado a la negativa vaticana pues, como ya he escrito, los papas, antes y después de este affaire, habían firmado bulas, breves y dispensas a cascoporro diseñando autorizaciones teológicas al gusto de sus príncipes terrenales, que se casaban con primas, medio hermanas, y se hubieran podido casar con una cabra loca si esto hubiera sido necesario para la estabilidad de sus Estados cristianos, porque con seguridad, en ese caso, el pontífice de turno habría encontrado argumentos en la Biblia para santificar la zoofilia. El papado, creo que es algo que está claro que es mi idea, no es una institución eclesial; es un negocio. Como Alí Babá, sólo que en este caso el nombre es literal. Y los negocios exitosos (y éste lo es, pues ha durado dos mil años abierto), lo que hacen es tratar bien a sus clientes, darles buen servicio. Enrique VIII sólo fue el tipo que se encontró con que había un cliente más poderoso que él que se negaba (por razones geopolíticas; la religión no tiene nada que ver con esto) a que él fuese satisfecho. Y, por eso, tuvo que cambiar de proveedor.

Todo el problema jurídico-teológico del divorcio de Enrique VIII descansaba sobre un elemento fundamental: Arturo y Catalina habían consumado su matrimonio. Catalina siempre dijo que eso no había ocurrido y Enrique, la verdad, nunca se atrevió a presentarse frente a ella, face to face, y decirle que estaba mintiendo. Y, ciertamente, los propios abogados de Enrique fueron deslizándose con el tiempo, desde el categórico “la infanta española está mintiendo” al más ladino “el rey tiene razones para pensar que las seguridades de la infanta no son sólidas”. Todo este proceso se realizó, y esto es algo que a menudo olvidamos, entre otras cosas, porque los guionistas ingleses de series y películas lo han ocultado sistemáticamente, en medio de una elevada popularidad de la reina española. Ludovico Falier, entonces embajador veneciano en Londres, habría de escribirle a sus jefes que Catalina era “la reina más querida de la Historia de Inglaterra”.

La actitud de Clemente VII tampoco se entiende muy bien. Sabiendo como tenía que saber que no era libre de darle la razón a Enrique, pero deseando probablemente hacerlo, se prestó al juego extraño de Campeggi que ya hemos descrito, con aquel breve que le enseñó al rey para luego destruirlo; texto, además, que se basaba en hipótesis que él tenía que saber que nunca se podrían comprobar. Probablemente, estaba tratando de ganar tiempo, a ver si en el ínterin, o bien Catalina solucionaba el problema muriéndose, o bien lo solucionaba Ana Bolena aceptando ser La Otra (con lo que estaría demostrando que no sabía de qué iba la partida, pues Ana Bolena no era la principal incógnita de la ecuación del divorcio).

¿Para qué quería ganar tiempo Clemente? En ese momento, Francia y el Imperio estaban guerreando en Italia, razón por la cual Clemente temía que cualquier movimiento en contra de los deseos de Carlos podía provocar cualquier acción contra él. La probable esperanza del PasPas era que esa guerra alcanzase algún punto en el que los franceses consiguiesen algún avance significativo que le otorgase al inquilino del Vaticano cierta garantía de que Carlos no se podía ir contra él. Pero la cosa no le salió bien. En Landriano, el 21 de junio de 1529, los franceses fueron severamente derrotados por los imperiales; y, oh casualidad, apenas unos días después, 23 de julio, es cuando Campeggi decreta la suspensión de las discusiones en Blackfriars sobre el divorcio de Enrique. Está claro que recibió instrucciones claras: aborta ahora mismo que, si no, el otro me maza a hostias.

Ya en 1530, el prelado inglés más influyente en la Iglesia católica, Reginald Pole, el hombre que, de haber sido finalmente elegido Papa como pudo estar a punto, tal vez habría cambiado la faz de la Contrarreforma, estuvo a punto de convencer a su rey de que abandonase la matraca del divorcio. La llamada Paz de las Damas, a la que ya me he referido, estaba casi recién firmada y, por lo tanto, las perspectivas de un periodo de paz e incluso de amistad entre el Imperio y Francia eran más que sólidas. En esas circunstancias, Enrique empezaba a estar en las mismas circunstancias que el Papa Clemente; si tiraba mucho de la cuerda, siempre podía pasar que Carlos se mosquease y sacase la porra. De hecho, no retomó su demanda hasta la primavera de 1531, cuando ya tenía noticia de que Francisco I estaba de nuevo reclamando el Milanesado para Francia y, por lo tanto, la paz que se tenía por duradera corría peligro de no serlo tanto.

Por el camino, por lo tanto, algo se había perdido: la confianza de Enrique en el papado como institución, y en la particular persona de Clemente como su inquilino presente. Para entonces, la inmensa mayoría de los canonistas católicos había alcanzando un consenso casi total (podemos hacer el símil con las ideas actuales sobre el calentamiento global; es un consenso bastante parecido) en el sentido de que el Papa no podía, aunque quisiera, anular el matrimonio del rey inglés. En toda Europa, el tema se seguía con la pasión de un Sálvame, lo cual hacía imposible buscarle la típica solución por el portillo de atrás sin que se enterase nadie. Y, para colmo, en Inglaterra Catalina era, por zonas, incluso aplastantemente más popular que el rey, lo que levantaba la sospecha de qué podría pasar si el Imperio, con el apoyo de la agraviada España, dictaba algún tipo de cruzada o cruzadita contra Inglaterra.

Había más elementos para empujar a Enrique al rompimiento. El hecho de que el divorcio de Enrique VIII se convirtiese en la comidilla no sólo de las cancillerías europeas sino también de los bares hizo que demasiadas cosas que, tal vez, en otras circunstancias hubieran permanecido más en la oscuridad, se supieran o sospecharan, lo cual terminó por acorralar al Papa a la hora de tomar una decisión. La principal de ellas era la especie, que Enrique siempre negó con cajas destempladas (lo cual, tampoco nos engañemos, no significa nada) de que, igual que con Ana Bolena, el rey había tenido embroques con la madre de ésta, Ana, así como con María, su hermana, casada en 1520 con Sir William Carey, de quien enviudó pronto para volver a casarse con Sir William Stafford en 1534.

De ser cierto que Enrique se había pulido a una hermana antes que a la otra, su demanda de divorcio decaería complemente pues, según las reglas del canon, no podía casarse con una mujer con cuya hermana hubiera cohabitado antes. Un sacerdote, John Serren Brewer, estudió este asunto en su interesante Letters and papiers, foreign and domestic, of the reign of Henry VIII, y prácticamente demostró que, efectivamente, María Bolena había sido desflorada por Enrique, quien la casó con Carey para taparlo todo; aquel libro, en su día, cayó sobre la envarada intelectualidad anglicana victoriana como morcilla de arroz en estómago gastroenterítico. A decir verdad, la obra de Brewer provocó toda una gran polémica historiográfica en la que fueron muchos los civiles colaborantes que intentaron enderezar las cosas de nuevo para regresar a la sociedad inglesa o, cuando menos, a la sociedad culta, a la casilla de salida en la que estaba (y está) acostumbrada a vivir, según la cual Enrique VIII poco menos que no pudo hacer otra cosa que lo que hizo.

El principal ejemplo de lo que he dicho fue una obra en su momento muy leída y comentada en los gentlemen clubs de Inglaterra, esto es, la monografía dedicada al divorcio de Enrique VIII escrita por James Anthony Froude, en su momento el principal historiador de los Tudor. Froude, a mi modo de ver, adopta una posición muy lógicamente pragmática; en primer lugar, demuestra, mucho mejor de lo que lo han hecho otros historiadores después de él, los extremados puntos de desconfianza existentes entre la administración carlina y el papado; algo que fue, al fin y al cabo, la estrecha vía de servicio por la que acabó colándose lo que conocemos como reforma anglicana. Y, en segundo lugar, sobre la historia de María Bolena, tiende a no darle demasiada importancia, al considerar que, puesto que no terminó por ser un hecho fundamental en su tiempo, en realidad aflorarlo con la posterioridad de los siglos no deja de ser un ejercicio intelectual más que otra cosa.

En efecto, sea como sea, otro gran historiador de los Tudor, Albert Frederick Pollard, dejó escrito que la promulgación de la jefatura eclesial por parte del rey de Inglaterra, a pesar de muchos augurios en contra, se produjo sin un ay. Claro que ésta es una afirmación muy inglesa, puesto que los ingleses tienden siempre a ser muy pragmáticos y a fijarse, de consuno, sólo en la práctica de las cosas. A Pollard casi se le olvida en su libro recordar el pequeño detalle de que esa ausencia de reacciones se produce en una sociedad que ya había visto rodar por el piso la cabeza de Tomás Moro o el obispo John Fisher o derramarse la sangre a borbotones durante la peregrinación de Gracia; esto es, tenía bastante claro cuáles eran las consecuencias más probables en el caso de protestar.

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