viernes, noviembre 12, 2021

Carlos (12): El avispero alemán

  El rey de crianza borgoñona

Borgoña, esa Historia que a menudo no se estudia
Un proyecto acabado
El rey de España
Un imperio por 850.000 florines
La coalición que paró el Espíritu Santo
El rey francés como problema
El éxtasis boloñés
El avispero milanés
El largo camino hacia Crépy-en-Lannois
La movida trentina
El avispero alemán
Las condiciones del obispo Stadion
En busca de un acuerdo
La oportunidad ratisbonense
Si esto no se apaña, caña, caña, caña
Mühlberg
Horas bajas
El turco
Turcos y franceses, franceses y turcos
Los franceses, como siempre, macroneando
Las vicisitudes de una alianza contra natura
La sucesión imperial
El divorcio del rey inglés
El rey quiere un heredero, el Papa es gilipollas y el emperador, a lo suyo
De cómo los ingleses demostraron, por primera vez, que con un grano de arena levantan una pirámide
El largo camino hacia el altar
Papá, yo no me quiero casar Yuste

Tras la muerte del Papa, el cónclave eligió a Giovanmaria Ciocchi del Monte como nuevo cura Ariel. Julio III, tal era el nombre que eligió, era un viejo conocido de la alta política vaticana y europea y también de vosotros mismos, si es que habéis leído ya las notas sobre el concilio de Trento. El nombramiento de Del Monte fue recibido, en Trento, por la oposición española con una carta en la que se venía a decir, un tanto retóricamente, que no se podía haber escogido a un candidato más partidario del concilio y de la reforma de la Iglesia. Sin embargo, aquella declaración trataba más bien de ser un toque de atención; porque el Papa, en realidad, lo que quería era cargarse Trento, sobre todo, mediante su traslado a alguna sede no imperial que pudiese controlar.

Las terminales de espionaje de Carlos en Francia detectaron, en efecto, movimientos en aquel país, fundamentalmente liderados por el duque de Ferrara, en los que se buscaba labrar una nueva alianza entre el Papa, Francia y Venecia. Aún así, la posición de Julio era menos sólida de lo que le habría gustado. Lo cierto es que la celebración de Trento había disparado diversas ideas e ilusiones y en Francia, un país fuertemente católico en ese momento, era realmente difícil sustraerse a la influencia de la corriente en pro de la reforma de la Iglesia. Enrique II, día sí, día también, recibía presiones diferentes de hombres de Iglesia que le instaban a que Francia tuviese un papel fundamental y protagonista en la cita trentina, y que la defendiese. Carente de apoyos, el Papa Julio se vio obligado a tener que refrenarse de algunas cosas que hubiera querido hacer, como otorgar Parma a Octavio Farnesio.

Carlos, sin embargo, no necesitaba menos al inquilino del Vaticano. Como durante la práctica totalidad de su tiempo de reinado, el emperador y rey estaba en una situación financiera muy comprometida que, en la práctica, sólo podía aliviar si el Papa le concedía la redacción de una bula de cruzada, documento que debería llevar aparejada la autorización de vender algunos activos eclesiales y de incrementar la porción temporal de cobro sobre los diezmos; en corto, Carlos necesitaba que la Iglesia colaborase más en las cargas de sus experiencias bélicas. Como sabemos, en enero de 1551 se convoca el concilio para mayo siguiente; en abril el PasPas le propone a Carlos que se puedan incluso entrevistar en Trento.

En ese momento, tanto Papa como emperador hacían muestras de la mayor de las concordias; pero no era fiesta todo el ruido que se escuchaba. En primer lugar, estaba el problema de Parma. Carlos quería que si Octavio Farnesio recibía el territorio fuese porque se lo otorgase él, no el Papa; y el Farne se negaba como gato panza arriba. Sin embargo, para el emperador colocar a un Farnesio al frente de la ciudad y sus Estados resultaba de gran importancia, puesto que, sin un gobernador fuerte, su temor era que el territorio cayese en manos francesas, venecianas o de ambos.

Octavio Farnesio, en todo caso, no era un cualquiera. Era una persona íntima y totalmente decidida a ser una pieza fundamental del sudoku italiano, y por eso, nada más llegar a Parma cuando los problemas formales fueron resueltos, mostró una tendencia clara a extender sus posesiones. Octavio Farnesio quería, claramente, crear una Farnesioland dentro de Italia, una republiqueta de cierta importancia. Consideraba que debía dominar territorios que, ciertamente, once upon a time habían sido propiedad a su padre; y, lo que es más importante, y peligroso, para el equilibrio italiano y para los intereses de Carlos, estaba dispuesto a apoyarse en quien le ofreciese ayuda para ello. Si era el Imperio, Francia o la China comunista, se la sudaba.

Carlos llegó pronto a la conclusión de que la única forma de contrarrestar a aquel relapso tocahuevos era enviarle una banda de moteros lo suficientemente nutrida y bien armada como para acojonarlo y, si no fuera así, partirle la cara. Por eso, presionó al Papa para que se implicase en el conflicto, ofreciéndole como señuelo el aumento de los derechos eclesiales sobre la zona. Julio, sin embargo, no tragó; todo lo que hizo fue mantenerse en su estricto papel de gobernante espiritual, por lo que condenó a Octavio por buscar el apoyo del rey francés; pero como soberano temporal que era no hizo nada, esto es, se negó a armar milicias que pudieran unirse a las del emperador.

Todo esto hizo estallar lo que Carlos llama en sus cartas “la guerra de Parma”, en realidad una guerra contra los franceses (una especie de pequeño Vietnam renacentista, pues); una guerra que, el emperador lo confiesa en sus cartas, lo arruinó y, además, colocó en una situación muy jodida pues en Alemania, oliendo la sangre, alguno de los principales jefes protestantes, como el elector Mauricio, comenzaron a moverse para traicionarlo y atacarlo.

A principios de 1552, la guerra de Parma se había convertido en un problema de tal calibre que Carlos soñaba con que apareciese un Le Duc Toh por alguna parte para poder negociar una paz razonablemente honrosa, y barata. Aquel mismo año, el PasPas, el Emmental y Parma habrían de allegar una alianza antiimperial.

Como ya sabemos, en paralelo los frutos que estaba dando el concilio de Trento eran bastante magros. Carlos comenzó a recibir presiones eclesiales en favor de un aplazamiento de la cita porque, le decían, de continuarse el concilio podría producirse una alianza táctica entre franceses y protestantes. Y no era el único: el propio embajador imperial presente en Trento le había escrito, a finales de 1551, que estaba más que claro que Francisquito nunca permitiría que se aprobase una reforma que redujese sus ingresos derivados de la comercialización de bulas y breves (la pasta, siempre la pasta), así pues no quedaba otra que darle una patada a seguir al concilio. Carlos respondió que si el Papa no quería reforma, eso es lo que le darían los prelados de sus Estados.

Con el tiempo, las relaciones entre Carlos y el PasPas no hicieron otra cosa que agriarse más. Ya en 1554, por ejemplo, Carlos habría de quedarse pijarriba cuando fue informado de que una flota del turco había sido avituallada en puertos pontificios (tócate los remueldes, María Remigia). Para entonces, sin embargo, Carlos estaba esperando pacientemente que la cascase el Papa, pues le decían que estaba pronto, y no le mentían puesto que habría de morir el 23 de marzo de 1555. Lo que, claro, no se podía imaginar, es que detrás de él vendría quien bueno le haría: Pablo IV.

En fin, ahora que tenemos un Papa cuya intención de convocar de nuevo el concilio era la misma que la de arrancarse un testículo con unos alicates, centrémonos un poco en el avispero alemán.

Cuando se produjo la revolución luterana, Carlos no esperaba otra cosa de sus Estados que la colocación de Martín el agustino fuera de la legalidad. El edicto de Worms (25 de mayo de 1521), de hecho, lo declaró fuera de la ley; sin embargo, el mencionado edicto nació mal, puesto que no fue votado por una mayoría de príncipes germanos; y, lo que es más significativo todavía, el alto canciller, arzobispo de Maguncia, se negó a ratificarlo. Era, pues, una norma que tenía todos los boletos para convertirse en papel mojado; y compró el último de ellos cuando Juan Federico de Sajonia decidió otorgar protección a Lutero, gesto que fue de gran importancia en términos de reputación en Alemania, puesto que el elector de Sajonia era hombre muy respetado en todo el territorio; entre otras cosas, sin Juan Federico, Carlos nunca habría sido emperador.

En la práctica, pues, el edicto dependía de una sola persona, que era el gobernante sajón. Poco tiempo después del edicto de Worms, además, Carlos debió partir hacia España, y no regresó al Imperio hasta entrado el año 1530. Es muy probable que Carlos no tuviese más remedio que llevar a cabo aquella estancia y nuestros tatarabuelos, probablemente, la encontraron lógica como reconocimiento de la importancia de los asuntos de la península. Sin embargo, para el desarrollo de la polémica de la Reforma, fue una mala idea.

Cuando Carlos partió de tierras imperiales, el sentir general entre la mayoría de las personas mejor informadas que la media; electores, mangraves, nobles, arzobispos, etc., era que la polémica luterana era un problema provisional. Que, al fin y a la postre, de alguna manera, se alcanzaría un acuerdo para reunificar la Iglesia. Los alemanes, bastante alejados hacia una institución como el Papado que, en esos momentos, era básicamente un juego de tronos entre las grandes familias italianas, tendían a ver que la solución, que sí o sí tendría que pasar por una dilución homeopática del poder papal y sobre todo de su capacidad disciplinaria; consideraban, como digo, que la solución era posible. Luego estaba el tema de que posible, o no, era recomendable.

Aparte de que todo esto era wishful thinking y que cualquier buen católico les podría haber explicado a todos aquellos optimistas que un Francisquito nunca acepta una sola idea que no haya concebido él mismo y nunca acepta una pérdida objetiva de su poder que no le fuercen las circunstancias, está el tema de siempre con los asuntos religiosos y litúrgicos: es sólo cuestión de tiempo que entren en la ecuación el poder y la pasta.

Durante los años españoles de Carlos, en Alemania los protestantes fueron consolidándose en según qué lugares, y comenzaron a adquirir poder económico. Esto creó el lógico y habitual flujo bipolar entre los poderes temporales que los financiaban a ratos, y a ratos eran financiados por ellos. Se crearon relaciones de poder; conflictos existentes en el territorio, conflictos originalmente definidos desde elementos no relacionados con la religión, comenzaron a basarse en el principio de que tú eres católico y yo protestante.

El responsable de gestionar todo aquello era Fernando, el hermano de Carlos un día preferido por los castellanos para heredar los Estados de Juana, y que había sido rápidamente alienado del teatro hispano por su bro para enviarlo a las tierras imperiales. Fernando era un tipo muy proactivo que nunca o casi nunca se desanimaba; pero, la verdad, de Alemania sabía lo que había visto en la primera temporada de Deutchsland 86, y eso sin doblaje.

Fernando, además, era un tipo que probablemente, no era tan católico como su hermano mayor, por lo que no estaba todo lo dotado que Carlos habría querido para lo que se le vino encima. Cuando la Dieta de 1522 presentó las conocidas como centum gravamina o las cien quejas de los protestantes, el documento fue mayoritariamente reconocido por los católicos, que encontraban aquellas protestas plenamente justificadas. Fernando, por lo demás, mientras su hermano esperaba de él una actitud ofensiva, tuvo que conformarse con la defensiva, pues muy pronto la infestación protestante se merendó Hungría y amenazó con hacer lo propio con Bohemia, donde, por otra parte, el husismo había dejado ya las cosas blanditas. En agosto de 1526, en los tiempos de la batalla de Mohacs, se reunió una Dieta en Spira que discutió el tema de acudir a un concilio y decidió que, en ese caso, cada Estado y ciudad interpretaría el edicto de Worms a su bola; así pues, se venía a establecer que aquellos territorios donde la Reforma había conseguido enraizar tenían, por así decirlo, derecho de hacer que su voz en Trento fuese la de Lutero. Este tema tiene plena lógica pues una de las cabinas de descompresión histórica en las que es necesario meterse cuando se estudia este periodo es la que nos enseña que Trento, aunque en sus resultados fuese eso que llamamos Contrarreforma, esto es la victoria total de las tesis papales y la total alienación de los protestantes de la Iglesia que era su casa común; Trento, digo, lo que era en su principio, era una asamblea convocada para que, después de una discusión abierta y fiel, se llegase a un acuerdo para que todos los católicos permaneciesen en la misma Iglesia. Pero, claro, para conseguir eso haría falta que los protestantes estuviesen en el concilio y pudiesen hablar libremente. Algo que, claro, el PasPas nunca les garantizó.

Al calor de este tipo de decisiones, en Sajonia, donde en 1525 Juan había sucedido a su padre Federico, se labró un Estado protestante con todas de la ley. Juan era mucho menos moderado que su padre en estos temas y dio alas a los luteranos. En Prusia, Alberto de Brandenburgo, gran maestre de la Orden Teutónica, funda un Estado laico (lo cual se habría de demostrar, con el tiempo, que era la opción adecuada). En otros muchos Estados, la situación permanecía sin definirse.

En 1529, en Spira, una mayoría de católicos votó en contra de la interpretación luterana del voto de 1526, esto es, votó que al concilio, en todo caso, iría quien le saliese de los huevos al cura Ariel, mientras advertía, con ese tradicional cinismo que practica siempre aquél que se cree en posesión de la Verdad, que los Estados mayoritariamente protestantes deberían garantizar el mantenimiento de las instituciones y prácticas católicas.

Como respuesta a esta importante muestra de miopía política y sobradismo francisquitil, el elector de Sajonia, el margrave Jorge de Brandenburgo-Ansbach, el príncipe de Anhalt, el duque de Luneburgo y 16 villas alemanas más firmaron una famosa protesta diciéndole a los católicos más o menos que qué habían mamado.

Aquella protesta forzó la creación de una primera alianza de la que formaron parte Sajonia, Hesse, Bandenburgo-Ansbach, Estrasburgo, Ulm y Nuremberg. Para entonces, en todo caso, el protestantismo había sido capaz ya de alumbrar soluciones doctrinales que comenzaron siendo matices pero habían acabado siendo diferencias en ocasiones insalvables (porque los protestantes, la verdad, son un poco como el Frente de Liberación de Judea de Life of Brian). A pesar de todas esas diferencias, sin embargo, los alemanes se reunieron en Schmalkalda para tratar de alcanzar algún acuerdo común. La reunión, sin embargo, terminó como una merienda de arios. En esencia, el luteranismo puro y duro, propio de la Alemania septentrional, con muchos elementos conservadores, vino a enfrentarse a los reformados meridionales, más influidos por Zwinglio y sus ideas de corte más democrático y, se diría, revolucionario. Los alemanes, sin embargo, siempre han sabido ser pragmáticos; tenían diferencias ideológicas. Pero sus objetivos políticos prevalecían.

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