miércoles, diciembre 15, 2021

Carlos (26): De cómo los ingleses demostraron, por primera vez, que con un grano de arena levantan una pirámide

  El rey de crianza borgoñona

Borgoña, esa Historia que a menudo no se estudia
Un proyecto acabado
El rey de España
Un imperio por 850.000 florines
La coalición que paró el Espíritu Santo
El rey francés como problema
El éxtasis boloñés
El avispero milanés
El largo camino hacia Crépy-en-Lannois
La movida trentina
El avispero alemán
Las condiciones del obispo Stadion En busca de un acuerdo La oportunidad ratisbonense Si esto no se apaña, caña, caña, caña Mühlberg Horas bajas El Turco Turcos y franceses, franceses y turcos Los franceses, como siempre, macroneando Las vicisitudes de una alianza contra natura La sucesión imperial El divorcio del rey inglés El rey quiere un heredero, el Papa es gilipollas y el emperador, a lo suyo De cómo los ingleses demostraron, por primera vez, que con un grano de arena levantan una pirámide El largo camino hacia el altar
Papá, yo no me quiero casar  Yuste   

Al contrario de lo que mucha gente piensa, Enrique VIII nunca fue protestante. Siendo rey de Inglaterra había elaborado y firmado una especie de manifiesto contra Lutero, un escrito que había hecho que León X lo saludase como defensor de la fe católica; y no hay indicios de que, a su muerte, el rey se hubiese bajado siquiera de una de las comas del escrito. El anglicanismo, de hecho, mantuvo la esencialidad de la creencia católica y, sobre todo, de su liturgia; algo que se hace bastante evidente cuando vemos en la tele una boda o un funeral real, en la que el obispo de Canterbury aparece vestido exactamente igual que un sacerdote en una misa mayor en Tapa de Casariego. Ciertamente, el enriquismo, en mayor medida que el anglicanismo, practicó una violencia contra los monasterios católicos; pero eso, en todo caso, no respondió a otra cosa que al hecho de que Enrique necesitaba pasta, pues se le habían terminado los recursos heredados de Enrique VII; así pues, le encargó a Thomas Cronwell un proyecto para incrementar sustancialmente sus recursos, y Cronwell se fue, como los políticos liberales decimonónicos españoles, a por donde estaba la riqueza.

Fracasos producidos en Inglaterra como el de los lolardos o los propios protestantes calvinistas (cuando menos en su inicio) indican claramente que la ideología reformada no fue nada popular en Inglaterra. En realidad, los ingleses, lo único que discutieron fue la cuestión de la supremacía dentro de una Iglesia en la que creían. Y ésta, como espero haberos demostrado a aquéllos que hayáis leído mis notas sobre el Cisma, por ejemplo, estaba lejos de ser una polémica nueva, porque eso de que el PasPas tenía que ser, sí o sí, el consejero delegado, ni está claro en la teología católica, ni es algo en lo que siempre hayan creído los padres de la Iglesia.

En la Corte de Enrique, a pesar de su fe católica, siempre ocupó un importante lugar doctrinal el libro fundamental del protestante William Tyndale, The obedience of a Christian man. Tyndale no era exactamente un campeón de la preeminencia real, sin embargo sí que podía ser interpretado en ese sentido. Cronwell, por su parte, promovió la publicación de un libro: Defensor Pacis. Este libro se centraba en la polémica entre Luis de Baviera, entonces rey de Romanos, y el Papa Juan XXII. El libro fue escrito por Marsiglio de Mainardini, un médico paduano; y Juan de Jandún, oriundo de la Champaña y canonista de Senlis. Este libro venía a sostener la idea de que el Papa había usurpado poderes que no son suyos, y que el clero debía estar sometido al poder civil; es mucho más un canto a favor del poder colectivo de los pueblos sobre la Iglesia que una defensa de la divinidad real.

Enrique VIII tuvo la gran suerte de que, en el momento en el que necesitaba el apoyo cerrado de la mayoría, o por lo menos una mayoría cualificada, de los obispos de su país, el titular de la sede de Canterbury, sin la cual no había nada que hacer, la roscó. Con la sede vacante, Thomas Cromwell le llamó la atención al rey sobre la figura de Thomas Cranmer. Cranmer, hasta ese momento, había sido poco menos que un don Nadie: profesor de Teología en el Jesus College de Cambridge, había perdido la cátedra por casarse, pero la recuperó tras enviudar e incluso se ordenó sacerdote.

En 1530, Cromwell organizó un viaje de Cranmer a Bolonia, donde estaba en ese momento la Corte carlina; desde allí, le siguió hasta Alemania. Durante esa visita, al parecer, Cranmer opinó de forma muy crítica acerca del divorcio de su rey; pero, al mismo tiempo, se dedicó a buscar taimadamente opiniones favorables al mismo entre los prelados alemanes. De hecho, se casó de nuevo en secreto, con la sobrina de un teólogo protestante. A finales de 1532, fue llamado de vuelta a Inglaterra, donde se le ofreció la sede de Canterbury.

En ese momento, la ruptura definitiva entre Londres y Roma no se había llevado a cabo; por esta razón, Cranmer fue presentado como primado de la sede inglesa, con la lógica obligación añadida de jurar obediencia perruna al PasPas; esto lo hizo a pesar de que ya había firmado un documento secreto afirmando su total sumisión a la autoridad de su rey. Así pues, mediando un juramento falso, Cranmer fue nombrado obispo de Canterbury, mientras que otro personaje cada vez más alejado de la autoridad papal, Stephen Gardiner, recibía la de Winchester.

La extensión de la autoridad real hubo de construir un mártir de la religión católica en John Fisher, titular de la sede de Rochester. Lo mismo le habría pasado, muy probablemente, a Warham, pero murió a tiempo. Poco a poco, además, las importantes sedes religiosas de Inglaterra, a la muerte de sus ocupantes, recibían el mando de los teólogos de Cambridge conocidos por sus reuniones en un albergue llamado El Caballo Blanco, al cual todo el mundo en el pueblo conocía como El Alemán. Estos teólogos que se ofrecieron a apoyar las pretensiones de supremacía de su rey fueron los que eran verdaderamente protestantes.

De esta manera, lo que se instaló en Inglaterra fue una especie de modo de vida pactado entre el rey y su alto clero; ambas partes decidieron apoyar a la otra, aun siendo conscientes de que defendían cosas, si no enfrentadas, cuando menos distintas. Los obispos seguían diciendo misas bajo una liturgia católica que consideraban una chorrada, y el rey, mientras tanto, se comprometía, por así decirlo, a reprimir tan sólo de vez en cuando a algún que otro protestante pringao sin importancia. Eso sí, cedió en una cosa que era fundamental para los protestantes, como fue la prescripción de la Biblia en inglés (cuyo primer traductor fue Tyndale), así como la predicación en el idioma que entendía el personal. Los llamados Diez Artículos de 1536 contenían muy serios acercamientos a la práctica reformada; pero a menudo se olvida que los Seis artículos (1539) supusieron un regreso sin paliativos a la ortodoxia católica, y que permanecieron vigentes durante mucho tiempo.

Cranmer había discutido hasta la saciedad estos Seis Artículos, que consideraba eran un regreso a ninguna parte; pero hay pocas dudas de que éstos eran la doctrina que Enrique VIII quería ver impuesta en su país durante los últimos años de su vida. Sin embargo, las personas que habían crecido como hombres de poder, temporal y espiritual, a los pechos de aquel rey, tenían otras ideas. Muchos de esos hombres con otros conceptos fueron los que formaron el entourage del heredero Eduardo VI.

Prácticamente al regreso del entierro del buen rey Enrique comenzaron los cambios. Se modificó parcialmente la vestimenta litúrgica, se cambió el ritual, y los sacerdotes recibieron el permiso explícito de casarse. Eduardo VI dictó su Primera Ley de Uniformidad y, en 1549, habría de alumbrar el Primer Libro de Oración Común, un texto que es, ya, completamente protestante. El Segundo Libro (1552) prácticamente eliminaba todo lo que quedaba de la misa católica en Inglaterra.

Los ingleses, sin embargo, siempre han tenido un punto pragmático. El equipo del White Horse quería una Inglaterra protestante pero, con las mismas, era consciente de que no quería una Inglaterra calvinista. El espíritu liberal que nunca ha faltado entre los ingleses hacía a estos hombres pensar que sería una gilipollez de gran tamaño superar una teocracia, la del Sacerdote Ariel, para caer en otra, puesto que el calvinismo otra cosa no era (como pretendía ser lo que con las décadas acabaría conociéndose como puritanismo). Por esta razón se produjo el extraño meconio de que los verdaderos reformadores ingleses, que no fueron Enrique VIII y sus asesores más estrechos como acabo de deciros, expandieron la práctica protestante por el país pero, sin embargo, mantuvieron la estructura episcopal. Con mucha probabilidad, lo que estaban intentando es que el rey, o la reina, de Inglaterra, contase siempre con una estructura de poder espiritual con la que poder resistir a presiones calvinistas.

Para Carlos de Habsburgo, la evolución que apuntó Enrique VIII en vida, pero que abrazó a lo puto bestia Eduardo VI tras la muerte de su antecesor, era una muy mala noticia. La inclinación protestante de Inglaterra venía a producir una tormenta perfecta en combinación con la tendencia en el mismo sentido por parte de los países escandinavos; y eso sólo significaba una cosa: el objetivo de mantener Flandes bajo el palio papista se convertía en una misión prácticamente imposible.

Ciertamente, Enrique VIII dio un paso importante en su tiempo de descuento: en su testamento, reconocía los derechos dinásticos tanto de María como de Isabel, ambas hijas suyas y ambas, hasta ese momento, clasificadas por la B de Bastardía. De hecho, el testamento, yo creo que bien consciente de la pelea que se podía montar a su muerte si no dejaba las cosas claras, establecía de forma neta el orden sucesorio: Eduardo, María e Isabel. El duque de Richmond había tenido el detalle de no enmerdar mucho al morir con 17 años.

Así las cosas, la política inglesa más aconsejable para Carlos era, claramente, mantener las cosas sin generar nuevos conflictos, y tratar de dejar que el tiempo dictase su sentencia en favor de la católica María. A pesar de que ésta era la teórica, tuvo que poner pies en pared muy rápido, cuando los gobernantes del círculo de Eduardo le impulsaron a obligar a María a realizar profesión de fe protestante y renunciar a la misa católica. Carlos presionó para que su protegida, por así decirlo, obtuviese garantías de que los oficios religiosos que se celebrasen en su propia capilla privada no serían ni vigilados ni controlados por nadie. El poder inglés, sin embargo, no estaba en condiciones de ir tan lejos. Sir William Paget, entonces Premier Lord, viajó en 1549 a Bruselas para tratar de convencer a Carlos de atacar a Francia con la ayuda de Inglaterra a cambio de Boulogne; allí Carlos le exigió las mentadas garantías por escrito, pero Paget se limitó a darle seguridades verbales; y aun habiendo sido tan poco claro, Paget habría de confesarle algunos años después al propio Carlos que aquella especie de concesión había labrado su muerte política en Londres.

El gobierno inglés, en todo caso, estaba decidido a cercar a María; y ésta, a no ceder. A decir verdad, la hija del rey Enrique estaba muy presionada porque sabía que el gobierno inglés sólo tenía que hacer una cosa, que era separarla de su capellán; momento en el cual ella, si quería recibir misa y sacramentos y todo eso, ya no sería libre de escoger de quién. Por eso, María comenzó a pensar seriamente que su salida estratégica era abandonar Inglaterra. Pero eso, claro, disminuía muy significativamente las posibilidades de que, muerto Eduardo, fuese ella quien lo sucediese.

Carlos y María habían acordado un mensaje secreto. El emperador le había regalado a la inglesa un anillo, y ambos habían acordado que, en el momento en que María le retornase el anillo, eso significaría que le solicitaba alguna ayuda para salir del país. En septiembre de 1549, María retornó el anillo. En ese momento, François van der Delft, el embajador imperial en Londres, estaba convencido de que, por estar pronta la muerte del Lord Protector, Somerset, Edward Seymour, primer duque de Somerset (que no la roscaría hasta 1552), los problemas de María estaban a punto de terminar.

Pronto, sin embargo, se hizo claro que no iba a ser así, así pues el propio Van der Delft muñó un plan para sacar a María de Inglaterra (legalmente) y casarla con Luis de Portugal. Los ingleses, sin embargo, se negaron a financiar la dote, por lo que el embajador planteó dos posibilidades: que o bien Carlos financiara la dote, o que se crease un plan para sacar a María del país clandestinamente.

Aunque Carlos no estaba muy convencido del segundo de los planes, acabó por dar su OK, y le anunció a su embajador que el transporte llegaría el 13 de mayo de 1550. Sin embargo, en la zona de Essex, a donde se dirigían los barcos, se produjo una rebelión de campesinos que provocó que la zona estuviese estrechamente vigilada. Así pues, Van der Delft llegó a Flandes sin su esperada compañía. Entonces, el embajador muñó otro plan: él mismo y su secretario, Jean Dubois, se disfrazarían de mercaderes de granos, remontarían el Blackwater hasta Maldon con un cargamento de grano y, a tres millas de Maldon, recibirían en secreto a María. Sin embargo, Delft enfermó y murió.

Dubois, aun así, arribó a Harwich con las últimas luces del 30 de julio de 1550. Probablemente hubiera podido sacar de allí a María; pero se encontró con la oposición de uno de sus hombres, Sir Robert Rochester, quien consideraba que su señora no estaba en peligro alguno; Rochester, además, había consultado horóscopos y estaba convencido de Eduardo moriría en menos de un año. Rochester, de hecho, activó una especie de falsa alarma, para provocar la huida de Dubois.

Durante el resto del reinado de Eduardo, ya no habría más planes para María. Carlos ya no intentó rescatarla, pero también es cierto que el Consejo Privado del rey no se atrevió a apretar el dogal en el cuello de María. Ella, por lo demás, vivía en Essex, procurando no ser noticia. Es probable que esa estrategia no fuera sólo la suya, sino la que se le recomendó tanto desde la corte imperial como desde la propia Roma. Como ya he dicho, en aquella Europa, que creía mucho en elementos mistabobos como las astrología, existía una especie de convicción en el sentido de que Eduardo estaba condenado a morir joven. Por eso, aunque en teoría la ley del tiempo estaba a favor de Eduardo, eran muchos los que pensaban, y entre ellos el emperador, que el metrónomo estaba a favor de María. El gran error de apreciación por parte de Carlos y de su gente, y por supuesto del PasPas, fue no comprender que la esencia de la reforma de Enrique VIII, esto es, una reforma religiosa meramente cosmética, ya no era la esencia de la evolución religiosa de Inglaterra. En corto, tanto la Corte imperial como la vaticana consideraron que, si Eduardo hacía lo que finalmente hizo y moría joven, sería posible hacer que Inglaterra cayese en la casilla de la Muerte y volviese a la Salida. No entendieron que lo que había comenzado siendo un proceso para darle todo el poder al rey había terminado por ser un proceso en el que todo el poder lo había tomado el Consejo del rey; lo cual, aunque es igual, no es lo mismo.

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