Un proyecto acabado
El rey de España
Un imperio por 850.000 florines
La coalición que paró el Espíritu Santo
El rey francés como problema
El éxtasis boloñés
El avispero milanés
El largo camino hacia Crépy-en-Lannois
La movida trentina
El avispero alemán
Las condiciones del obispo Stadion En busca de un acuerdo La oportunidad ratisbonense Si esto no se apaña, caña, caña, caña Mühlberg Horas bajas El Turco Turcos y franceses, franceses y turcos Los franceses, como siempre, macroneando Las vicisitudes de una alianza contra natura La sucesión imperial El divorcio del rey inglés El rey quiere un heredero, el Papa es gilipollas y el emperador, a lo suyo De cómo los ingleses demostraron, por primera vez, que con un grano de arena levantan una pirámide El largo camino hacia el altar Papá, yo no me quiero casar Yuste
La no victoria de Metz tuvo el efecto casi inmediato de que un rey y emperador Carlos crecientemente acosado por la enfermedad y por los sinsabores creados por los suyos, pues tanto los príncipes alemanes como el Papa lo eran, terminase por declamar un ominoso ¡a mama'la a Pa'la! De forma automática, Fernando de Habsburgo se convirtió en el único responsable de los asuntos imperiales; de repente, estos temas, al titular del momio le aburrían y ponían de muy mala hostia. En 1555, Carlos ni siquiera tuvo el gesto de presentarse en la Dieta de Ausburgo, hasta ese punto concebía los problemas de los putos alemanes como de otro. Para él, además, habría sido una terrible humillación personal tener que haber asistido personalmente a la reunión constitucional que dio carta de naturaleza a los acuerdos de Passau que, como sabemos, hasta habían sido cerrados entre dos interlocutores a los que él no concedía vitola de tales.
Carlos estaba de retirada, como
sabemos bien. Si no abdicó de su dignidad imperial, fue porque su hermano así
se lo pidió en todos los idiomas que ambos dominaban. Fernando, un tipo más
pusilánime de lo que quiere creer la moderna historiografía, siempre proclive a desenterrar contrafiguras
que le hagan sombra a las que han sido tradicionalmente admiradas y
consideradas como prevalentes, no se sentía fuerte como para
desarrollar las negociaciones que tenía pendientes si no disponía de una figura
de fuerza en la que apoyarse; y consideraba que él mismo no sería capaz de
representar esa figura de fuerza.
Sotto voce, sin embargo,
Carlos, su hermano mayor, el emperador, le había prohibido que le consultase
sobre los temas alemanes. El emperador y rey había llegado a la conclusión de
que el debate entre católicos y protestantes en sus tierras imperiales era,
contrariamente a lo que él había creído, un debate en el que ninguna de
las partes quería llegar a un acuerdo; y lo amargaba especialmente la actitud
cerril de los suyos, representados por el cura Ariel de Roma que, encarnado
en los diferentes humanos designados por la Paloma Muda, había demostrado ser
renuente a cualquier propuesta, por racional que ésta fuere. En estas circunstancias,
Carlos preparó y signó un documento en el que, a efectos prácticos, le
transmitía el negocio imperial a su hermano; pero no sería hasta febrero de
1558 que los electores alemanes aceptasen formalmente que dejase de ser el
presidente de la comunidad de vecinos. Para entonces, de mucho antes a Carlos
de Habsburgo los asuntos de los kartofen le importaban una mierda.
El levantamiento del asedio de
Metz, si hubiera podido ser seguido por médicos contemporáneos, habría supuesto
el diagnóstico inequívoco de una depresión grave en la persona del emperador.
Hay quien dice que lo suyo es que, en ese momento, la hubiese palmado. Sin embargo,
hubo un hecho que le ayudó a superar aquella dificultad, siguiera parcialmente:
la ascensión al trono inglés de su prima María La Pilas. La llegada al trono londinense de
una católica abría las puertas a que siempre fue el principal objetivo de
Carlos: salvar la heredad borgoñona, discutida y discutible; y si ya, de paso,
atraía a los herejes anglosajones a la verdadera fe, mejor que mejor.
Hasta ahora, al contar la vida de
Carlos de Habsburgo nos hemos centrado en dos grandes temas: su ascensión y
permanencia en el poder, y la forma que adoptó de gestionar el avispero alemán,
cuya rabia se incrementó con la llegada de la Reforma. Sin embargo, hay un
tercer elemento de gran importancia que apenas ha aparecido aquí y allá un
poquito, pero que tiene una importancia elevada per se: la lucha contra el turco.
En 1521, la casa de Austria y la
casa de Hungría habían llegado a un enlace estrecho entre ambas, mediante los
casamientos de Fernando y Ana de Hungría, por un lado, y de Luis II de Hungría
y María de Austria por otro. Por lo demás, la línea adoptada por Carlos, siguiendo
los consejos de Mercurino Gattinara, en el sentido de implicarse seriamente en el
tema italiano, hicieron que Carlos de Habsburgo se encontrase claramente en el
centro de las estrategias europeas cristianas de defensa contra los infieles,
quienes, cada vez, eran más temerarios a la hora de penetrar en territorio
continental. En el siglo anterior, Mohamed II había ya atacado Belgrado y había
realizado incursiones en la Transilvania. En 1480, sus barcos habían debelado
las defensas de Otranto e, incluso, se había intentado tomar Rodas (la de no
Jodas). El sucesor de este sultán, Bayaceto II, de nuevo atacó Belgrado y
también Friul, lo cual quiere decir que situaba sus alfanjes a tiro de lapo de
Venecia. Ya en el siglo de Carlos V, la cosa se tranquilizó puesto que Selim I
tenía otros temas de los que ocuparse, notablemente las luchas en Persia, en
Egipto y en Arabia. En 1518, aprovechando aquella relativa tranquilidad, Carlos
envió a un embajador suyo, Garcijofre de Loaysa, a Constantinopla, para
informar a los infieles de su ascensión a los tronos españoles. Sin embargo, al
mismo tiempo que Carlos era coronado en Aix-la-Chapelle, en la Sublime Puerta
lo era Solimán II, un sultán que venía con ideas mucho más occidentales, esto
es, que tenía los ojos puestos en Europa.
Solimán tenía una posición muy
sólida, después de haber sofocado una rebelión en Siria. Además, es un hecho
que contaba con informaciones cada vez más precisas de lo que pasaba en la
Europa cristiana. Y, por eso, en 1521, fue probablemente uno de los estadistas no
implicados en la movida que supo antes que la guerra había estallado entre el
Imperio y Francia. Aquella guerra significaba, desde el punto de vista
musulmán, que si ellos lanzaban sus tropas a través de los Dardanelos y
siguiendo el curso del Danubio, no habría posibilidad de que se organizase una
cruzada contra ellos, puesto que los cruzados andaban a leches entre ellos.
Así las cosas, en agosto de 1521,
el turco pudo tomar, por fin, la perla balcánica de Belgrado; y allí encontró
las llaves de la planicie húngara; además, envía una fuerza potente contra la
fortaleza de los caballeros de San Juan de Acre, en No Jodas. En Roma, además,
Adrián IV, el Papa viejo amigo de Carlos, tenía muy poco interés por las
movidas de la esquina sureste del continente (como buen holandés, sólo le
interesaban aquellos temas que ocurrían a menos de kilómetro y medio de sus
testículos). Cuando los caballeros de Acre, que con seguridad se consideraban
acreedores (hay un chiste eufónico muy tonto aquí) de ayuda tras siglos de luchas en favor de la Cristiandad, le
pidieron a Adriano que les echase una mano, el PasPas les dijo aquello del chiste
del catalán y la Cruz Roja: ¡quite, quite, que yo ya he dado! A finales de
1522, ante la total indiferencia del Espíritu Santo, Rodas cayó en manos
preferentemente suníes. Pero es que no era el tema de la ciudad de Rodas, que
ya que tal. Es que, si Belgrado le abría a los turcos el camino hacia la meseta
magiar, Rodas los hacía dueños de medio Mediterráneo.
Durante un cierto tiempo, el tema
avanzó lentamente porque los persas se levantaron de nuevo contra Soli Two. Pero,
en 1523, el viejo enemigo del sultán, Sha Ismail, la roscó; y Tahmasp, su
sucesor, apenas tenía pelos en la entrepierna.
En marzo de 1524, Jean Hannert,
representante de Carlos V en la Dieta de Nürnberg, le escribe a su boss que
allí, en la reunión de jerifaltes teutones, todo el mundo se hace lenguas de la inminente invasión turca.
La situación la juzgaba Hannert muy delicada: en Hungría faltaba unidad, pues
la nación estaba rota por querellas políticas, mientras que se habían recibido
noticias de que plenipotenciarios persas habían sido cálidamente recibidos en
Constantinopla. El juicio, pues, era que Solimán veía incrementarse las
posibilidades de tomar cualquier acción precisamente en el momento en que a la
Europa cristiana menos pandán le hacía la movida.
En Europa, inmediatamente, los
curas levantan la idea de una cruzada en socorro de los húngaros (el típico “vete
yendo tú, que a mí me da la risa” de los sacerdotes). Sin embargo, el tío y en
su día tutor del rey Luis de Hungría, Segismundo I de Polonia, inmediatamente
recordó las dos últimas cagadas cruzadas que se habían producido (1396, en
Nicópolis, y 1444 en Varna) y dijo que por los huevos iba a poner en peligro su
momio para intentar proteger a unos sucios hobbits de las iras de Mordor. En
realidad, el principal problema del mandatario polaco era su control sobre Prusia,
que ahora veía en peligro desde que Alberto de Brandenburgo, gran maestre de la
Orden Teutónica, se había hecho luterano y se había proclamado a sí mismo
soberano de aquella tierra (1525). Así pues, el polaco le recomendó al húngaro
que no se sobrase y que tratase de llevarse bien con los turcos.
Así pues, en una muestra más de
que la desunión estratégica era un problema importante entre la grey cristiana,
un problema que llegó incluso antes que la desunión religiosa, el rey de
Polonia decidió enviar a un embajador, Estanislao Sprowa, a Constantinopla,
para explorar la posibilidad de llegar a algún tipo de acuerdo del que pudiera
formar parte Hungría. Este acuerdo, sin embargo, se negociaba sin el consenso
con los húngaros, fuertemente decantados hacia el lado imperial por las fuertes
ligazones que tenían con la casa Habsburgo; y mucho menos el Papa, al cual,
mientras las hostias se las diesen otros, ahora sí que le molaba montar una
cruzadita.
Sprowa consiguió un pacto de tres
años con los turcos. Con él, el rey Segismundo consiguió lo que iba a buscando,
que no era otra cosa que tranquilidad y tiempo para ocuparse de sus asuntos internos
sin temor de que llegasen los turcos a jodérselos; pero, por el camino, y sobre
todo si lo contemplamos en combinación con la guerra, a veces larvada, a veces
real, entre el Imperio y Francia, hizo saltar por los aires la posibilidad de
coser alianzas continentales contra el turco; lo que lo dejó todo sobre los
hombros de Carlos V e, indirectamente, sobre nuestros hombros.
A principios de 1526, Carlos
envió una misión a Polonia y otra a Moscú. Para entonces, uno de los grandes problemas
de política externa de Varsovia era la relación con los rusos (puesto que los
rusos son los franceses del mundo eslavo, siempre convencidos de que son
superiores, siempre dando por culo); Carlos buscaba encontrar alguna manera de
apaciguar a ambos bandeos en algún interés común; pero, claro, lo que iba buscando
era, sobre todo, que Segismundo no pudiera negar su ayuda a los húngaros.
Los polacos, sin embargo, nunca
creyeron en la sinceridad de estos planteamientos imperiales. Juan Dantisco, el
embajador polaco en Madrid, un personaje del que no se habla todo lo que se
debería, le dijo a su rey que la intención real de Carlos era indisponer a
rusos y polacos para que fuesen a la guerra. Un año antes de la intentona
carlina, una embajada moscovita había estado en Madrid. Los resultados de esta
embajada no están claros, aunque lo que sí sabemos es que aquellos enviados rusos
fueron el cachondeo padre de todo Madrid. Los tíos, claro, se presentaron en Madrid,
en el mes de mayo, forrados de pieles; con el resultado de que estaban todo el
puto día sudando como pollos. En todo caso, Dantisco estaba convencido de que
la intención secreta de los hermanos Calatrava (Carlos y Fernando) era hacer
que la política en la Europa oriental fuese de una manera que, finalmente, la
dependencia húngara respecto del Imperio alcanzase el modo experto; para ello,
necesitaban una Polonia en guerra.
La victoria de Pavía y el
apresamiento del altivo Paco I de Francia fue una cabronada para Solimán. Los
movimientos de la partida de ajedrez que había imaginado el taimado turco
pasaban por una consolidación gabacha de sus posiciones en el norte de Italia,
lo que habría supuesto que París habría podido acabar de negociar una alianza
con Venecia y el PasPas en contra del emperador. Así pues, pensó, el teatro
europeo me ha dado todo lo que me podía dar, por lo que mejor será que me
mueva. En el verano de 1526, pasó el Sava y el Drava, le arreó una mano de
hostias a los húngaros en Mohacs y hasta se llevó por delante al rey magiar.
Luego tiró para el norte, donde realizó el saco de Buda, que yo creo que los
historiadores no lo llaman así para no confundirlo con la pelliza en que dormía
Siddharta. El rey húngaro Luis II, por su parte, la había roscado sin descendencia,
por lo que Juan Zapolyai, en ese momento voivoda de Transilvania, se colocó
bajo la protección de Solimán, y consiguió del obispo de Nyitra, Esteban
Podmaniczky, en ese momento el decano de los prelados húngaros (o sea, uno de
los que había conseguido sobrevivir) que lo coronase. Sin embargo, Fernando, en
competencia con los duques de Baviera, había conseguido ser proclamado rey de
Bohemia (22 de octubre de 1526) y después de Hungría; Podmaniczky se hizo un
Groucho Marx (estos son mis principios, pero si no le gustan, no se preocupe,
que tengo otros), cambió de idea y, el 17 de diciembre, él mismo posaba la
corona sobre las sienes de Nando. Así pues, Hungría tenía dos reyes, ambos
avalados por la Iglesia (en realidad, avalados por el mismo obispo, que tiene huevos);
uno de ellos con el aval imperial, y otro, del turco. La reacción de los húngaros
a una situación con dos reyes fue… ¡intentar proclamar un tercero! No sería hasta
1538, tras una larga guerra civil sin bandos en la que los ejércitos
simplemente obedecían a quien era capaz de pagar la nómina, Fernando y Zapolyai
llegaron a un acuerdo, basado en que el segundo de ellos no tenía descendencia:
Fernando sería rey tras la muerte de Zapolyai que, de hecho, ocurrió el 21 de
junio de 1540.
Me asalta una duda: ¿El embajador Garcijofre de Loaysa es el mismo que se fue a conquistar las Molucas con Elcano? (Y falleció por el camino igual que el?
ResponderBorrarYa me contesto yo solo. Se me ha ocurrido la brillante idea de buscar en google y en la biografía de la RAH ya dicen que si, que era el mismo.
Borrarhttps://dbe.rah.es/biografias/15864/garcia-jofre-de-loaysa