La declaración de Salamanca
El tablero ibérico
Castilla cambia de rey, y el Papado de papas
Via cessionis, via iustitiae y sustracción de obediencia
La embajada de los tres reyes
La vuelta al redil
A Italia
El rey de Castilla pierde la paciencia
La vía conciliar se abre camino
Los preparativos de Constanza
Pedro de Luna pierde pie
El rey de Castilla pierde la paciencia
La vía conciliar se abre camino
Los preparativos de Constanza
Pedro de Luna pierde pie
Se suponía que la elección de un nuevo Papa, en la persona de
Martín V (11 de noviembre de 1417) iba a resolverlo todo. Eso, al
menos, era lo que decía el guión de Constanza. Pero, en realidad,
nada de eso ocurrió, salvo la elección, claro. Martín recibía la
misión de reinar sobre una cristiandad que estaba lejos de estar
unida, y muy especialmente en Castilla, donde los partidarios
aviñoneses se contaban por legión; especialmente en algunas zonas,
como Burgos, donde para encontrar un cura de obediencia romana había
que fabricar un holograma. Un dato venturoso para Martín, sin
embargo, es que por lo menos había conseguido que Castilla,
formalmente, se colocase de su lado, ya que la Corte castellana había
abandonado a Pedro de Luna. Pero eso no era lo que ocurría en
Aragón, donde el rey Alfonso V seguía protegiendo al ex-Papa,
encerrado en su castillo de Peñíscola, consciente de que todavía
podía ser un activo para él. Desde allí, por ejemplo, el 22 de
agosto de 1418 emitirá una bula en la que declaraba cismáticos a
todos los que apoyaren las decisiones de Constanza, y jactándose de
que tenía el control del clero aragonés y gran parte del
castellano.
Roma envió a Castilla a Pedro de Fonseca, cardenal de Sant'Angelo,
para poner orden en la grey sacerdotal. Da la impresión de que los
curas de obediencia cismática castellanos se hicieron un collar con
sus cataplines, pues son muy pocas las señas de que su misión
tuviera éxitos.
Hay un suceso que conocemos medianamente bien que nos puede servir
para explicar cómo estaba la movida. Diego de Anaya había sido el
principal miembro de la delegación castellana en Constanza, y como
tal no hay ni un solo dato para desmentir la probabilidad de que
tuviese un papel importante en la elección de Martín, el Pescador
(de almas). Y ya digo que debió de ser así, porque nada más
terminar el embroque, el ya Papa lo sacó de la diócesis de Cuenca,
donde ya tenía unas sustanciosas rentas (además de unas morcillas
de puta madre), para nombrarlo a la cabeza de la de Sevilla, mucho
más rica y principal; todo ello sin mencionar que, con el cambio,
Anaya pasó de obispo a arzobispo, que era la mejor forma de ponerse
en el culo un petardo que lo impulsaría, un día u otro, al
cardenalato.
Anaya, sin embargo, pudo salirle rana a Martín. Ya he dicho que en
aquella Castilla te salía a saludar un cura cismático en cada
esquina, y, o bien Anaya se ganó enemigos que decidieron intoxicar
sobre él; o bien realmente el señor arzobispo fue dándose cuenta,
poco a poco, de que se había equivocado; o bien la presión ambiente
fue tal que decidió cambiar de bando para no perder el machito. Sea
cual sea la causa, el caso es que se empezó a decir por allí y por
allá que si el arzobispo de Sevilla no estaba nada convencido de la
legitimidad de Martín. El Papa romano, con seguridad, creyó
aquellos relatos (y conocía bien a Anaya, así pues la cosa tiene
sus visos de realidad), por lo que envió a Sancho de Rojas,
arzobispo de Toledo, para que se presentase en Sevilla y depusiese al
relapso. Juan II intervino inmediatamente, enviando a Roma a Juan de
Mella, deán de Coria, quien le transmitió al Papa una serie de
explicaciones tras las cuales Martín hizo como que se convencía. La
cosa quedó en agua de borrajas o, si se prefiere, se cerró en paso.
Un síntoma más de que las cosas en Castilla no estaban como para
llegar y decir aquí estoy yo, soy el Papa y me debéis sumisión.
El tema de los cargos, las prebendas y esas mierdas, sin embargo, no
era el principal. El tema principal era el mismo de siempre: la
pasta. Lo que a Martín le urgía de verdad era recuperar las rentas
de las diócesis castellanas para poder seguir forrando al Vaticano
mientras cada domingo sale el de blanco a la plaza a contarles a
los demás lo generoso que deben de ser ellos con los pobres.
De hecho, cuando Martín fue elegido, casi lo primero que hizo, antes
de tomar las medidas de la casulla o probarse una tiara adecuada a su
perímetro capital, fue nombrar al arcediano de Lorca, Juan de
Bodraville, para que, con poderes de nunciatura, se ocupase de la
reparación de la cañería de pasta que, hasta el cisma, había
fluido en dirección a la ciudad eterna.
Mi impresión particular es que, con este gesto y sobre todo cómo lo
planteó, Martín pecó de ambicioso. Pero, claro: ¿qué Papa no lo
es, por mucho que todos prediquen la humildad mientras ponen cara de
ratones tristes? No fue del todo consciente Martín de que enfrente
tenía a Juan II, un rey castellano que se había pelado el escroto
peleando por la solución conciliar, pelea que no había sido fácil
y seguía sin serlo; y al que no se le podía venir ahora con que
sería recompensado por el Espíritu Santo y un Duende de Caramelo en
la afterlife. Juan había hecho lo que había hecho por la
pasta, como absolutamente todos los actores de este sainete salvo
un par de curitas convencidos de sus lecturas; y, por lo tanto, ahora
quería pasta a cambio de sus desvelos. Y, a su entender, era Dios
quien se la debía.
Por ello, todavía en el concilio, la delegación castellana había
suplicado (nótense las itálicas) una suma de 150.000
florines, que la Santa Rata rebajó a poco más de la mitad (80.000
del ala), eso sí, con una orden de pronto pago. El 17 de abril de
1418, por carta, insta a los tres arzobispos con el riñón mejor
cubierto tal vez de toda Europa (Santiago, Toledo y Sevilla) para que
junten los duros; todas las diócesis deberán participar, salvo las
órdenes mendicantes y, ojo, aquellas rentas que lo sean a favor
de cardenales. Y luego van por ahí diciendo chorradas como que
hay que tomar pastillas de misericordina...
En todo caso, el seguimiento de aquella orden lo dice todo sobre la
capacidad ejecutiva del papado de Roma. En 1421, tres años después,
los 80.000 florines de los cojones seguían sin haberse recaudado. La
sede sevillana (Anaya, pues) se había puesto de canto, hasta tal
punto que Martín tuvo que sustituir en la comisión al arzobispo por
el titular de la sede zamorana.
Pero, bueno, dejemos lo fundamental (la pasta) para seguir con lo
importante, que era el dizque problema teológico cismático.
Constanza había cerrado malamente las heridas, y eso había dado
alas a los reformistas de la Iglesia, es decir, aquéllos que
consideraban que los concilios ecuménicos debían estar por encima
de la autoridad del propio Papa. Éstos presionaron ya en 1417 para
que se estableciese la costumbre de que la Iglesia celebrase un
concilio cada siete años, de forma fija. Ni qué decir tiene que
Martín, el Papa, prefería que le apretasen un testículo con un
cascanueces antes de convocar esos concilios. Y, aunque pueda
parecerle increíble a algún paciente lector de estas notas, la
verdad es que tengo que escribir que, cuando menos en parte, el Papa
tenía razón. Hay una cosa que los reformistas no eran capaces de
ver; bueno, en realidad, nunca son capaces de verlo. Cuando alguien
quiere un cambio se centra en la idea de ese cambio y, además, por
medio de un proceso de auto-mesmerización en el cual son elementos
fundamentales las lecturas de la cuerda cuidadosamente
elegidas y la práctica constante de relaciones en grupos humanos
formados por personas del mismo perfil que uno mismo; por medio de
ese proceso, digo, acaba convenciendo y convenciéndose de que el
cambio propugnado descubrirá un Sangri-La exento de cualquier
problema, un mundo perfecto en el que todos los errores de hoy en día
se convertirán en virtuosos aciertos. El efecto es bastante evidente
con sólo tomarse un café con un sacerdote o con un estudiante de
Políticas.
Martín tenía razón porque sabía que Constanza había abierto la
herida de la Iglesia sin cerrarla y, consecuentemente, revisitarla
cada siete años podía convertirse en un ejercicio de masoquismo con
escasos réditos. Con el cisma, los poderes temporales habían
probado las mieles de dominar a la Iglesia en lugar de lo contrario.
En consecuencia, se habían presentado en Constanza con un campeón,
Segismundo y, lo que es más, organizados en naciones (lo cual
desmentía el espíritu eclesial, pues la Iglesia es una), a defender
sus predios, sus ingresos, su poder regulatorio, todo.
Estos poderes temporales, encontrando escasísima audiencia en un
Vaticano que, como acabamos de ver, lo más a lo que se avenía era a
darles un euro por cada dos que se creían con derecho a cobrar,
fueron lo que, al fin y a la postre, en centro de Europa, acabaron
por aliarse con las primeras expresiones del reformismo radical de la
Iglesia, los Wycliff y Hus; gentes que, en este primer estadio,
habían permanecido dentro de la disciplina de la Iglesia, pero que
en su versión 2.0 ya le harían una higa a la disciplina papista. En
su corriente verdadera, que no me cansaré de repetiros no
tiene nada que ver ni con el pecado, ni con la justificación, ni con
la interpretación de la Biblia ni con movidas de ésas sino con
la pasta, si la Reforma fue capaz de surgir y crecer fue, en su
inicio, por lo corridos que se marcharon Segismundo y los
segismundistas de Constanza. En aquel concilio, como ocurriría
en Trento, el Papa, simplemente, sobrevaloró su capacidad de
autoridad.
Avanzaban los años agotando el plazo para el siguiente concilio. El
Papa hacía lo posible para poner palos en las ruedas, pero poco
podía hacer. Era presa del síndrome del Vaticano, que otros
sufrieron antes que él y muchos otros han sufrido y sufren después.
Antes de ser Papa, puede incluso que Martín, como otros muchos,
tuviera una idea clara de las reformas que había que llevar a cabo
en la Iglesia, más o menos ambiciosas dependiendo del personaje al
que la Paloma Muda hubiese entregado la tiara. Todos los papas, sin
embargo, y esto es una obviedad pero hay que recordarlo; todos los
papas, cuando llegan a Papa, se vuelven papas. Al ser humano medio le
gusta mandar más que a un tonto dos pistolas y, la verdad, los papas
no suelen ser humanos medios: están muy por encima del average en
términos de ambición, mala leche y capacidad de pisar huevos. Sí,
ya sé que dicen que sólo son humildes servidores de Dios y que de
cuando en cuando le hacen la manicura a unos cuantos pobres; pero,
vaya, también los corruptos se pasan toda la vida afirmando que
ellos no han robado ni un mango. Igual que en la cárcel todo el
mundo es inocente, en las iglesias todo el mundo es muy humilde.
Martín no reformó la Iglesia por la misma razón por la que otros
que lo han pensado tampoco lo hicieron: porque no podía. La Iglesia
católica, apostólica y romana es una red intrincadísima de
influencias que llegan a muchas partes muy diferentes y que mueven
mucha, mucha, mucha, y mucha es mucha, pasta. Esto es algo que
aprende rápidamente todo Papa reformista que llega al machito, y que
bien pronto se contenta con hablar del hambre en el mundo, de la
necesidad de ser humildes, de la inmanencia de los derechos del
hombre, de la grandeza misional, de lo desgraciados que son los inmigrantes y los refugiados, de todas esas cosas que no están ni
medio cerca del núcleo del reactor. No le quedó otra a este Papa
que ir comiéndose las uñas hasta que llegó el mes de abril de
1423, cuando, sin poder evitarlo, se vio compelido a convocar, conforme el calendario,
un nuevo concilio, esta vez en Pavía.
La verdad es que a la llamada acudieron Manolo y el de la guitarra.
En junio, la sede del concilio se trasladó a Siena, formalmente por
causa de la peste, aunque en realidad era el Papa quien quería tener
la asamblea un poquito más cerca del terreno que podía dominar.
Os daré un dato telegráfico para que vayáis filtrando el
maravilloso ambiente de comunión cristiana en que se celebró
aquella reunión: entre la primera reunión del concilio en Siena y
la segunda pasaron nada más que tres meses (21 de julio a 8 de
noviembre). Y, ¿sabéis por qué? Pues porque había dificultades
para garantizar la seguridad personal de los asistentes al
concilio.
La clave de todo era Alfonso el Magnánimo. El rey aragonés, que
claramente estaba jugando una política anticastellana y había
decidido que le era mucho más fácil manipular y dominar a un
seudo-Papa encerrado en Peñíscola que a un concilio, andaba
enmerdando todo lo que podía y, de hecho, trabajaba para que en
Siena se produjese una rebelión conciliar contra Martín.
Así las cosas, Pavía-Siena fue trastabillando semana tras semana,
con todo Dios mirando por encima de sus hombros cada vez que salía a
por tabaco a la calle, hasta que el 7 de marzo de 1424 los legados de
Martín V declararon cerrada la asamblea, si bien antes se votó la
sede de la siguiente reunión, con el resultado de que ganó Basilea.
Castilla no fue a Siena, aunque sí lo hicieron otras naciones, como
Francia, que de hecho fue allí para agitar el fantasma de la
resurrección de la Iglesia nacional francesa y así acojonar a
Martín. En realidad, por parte de Castilla, el único participante
en aquel concilio prácticamente ignorado por todas las diócesis de
Europa fue el arzobispo de Toledo, Juan Martínez de Contreras, quien
de todas formas tuvo un papel bastante importante. Castilla se
encontraba en momentos bastante convulsos en ese momento, que por
otra parte ya hemos contado en esta ventana al relatar la agitada
vida de Álvaro de Luna, y no tenía el chirri para muchos ruidos.
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