La declaración de Salamanca
El tablero ibérico
Castilla cambia de rey, y el Papado de papas
Via cessionis, via iustitiae y sustracción de obediencia
La embajada de los tres reyes
La vuelta al redil
A Italia
El rey de Castilla pierde la paciencia
La vía conciliar se abre camino
Los preparativos de Constanza
Pedro de Luna pierde pie
El rey de Castilla pierde la paciencia
La vía conciliar se abre camino
Los preparativos de Constanza
Pedro de Luna pierde pie
El
concilio de Constanza estaba en un impasse,
que sólo podía romper un movimiento táctico de la delegación
castellana. Éste acabó por producirse cuando los prelados españoles
desarrollaron algunos contenidos sobre las condiciones mínimas que,
en su opinión, debería tener la elección del nuevo Papa.
Aceptaron, en este sentido que, de forma totalmente excepcional,
dicha elección debería producirse con el concurso combinado de los
asistentes al concilio y del colegio de cardenales. Si se
garantizaba, pues, que los purpurados participarían de forma muy
principal en la elección, entonces se unirían al concilio.
Nada
más hacer oficial los castellanos su posición, comenzó por parte
de los cardenales la búsqueda de votos. La situación de partida no
era halagüeña para ellos. A mediados de mayo, Segismundo podía
contar con los votos ingleses, alemanes, aragoneses, navarros, y la
mitad de los italianos. Sin embargo, el 29 de mayo de 1417 los
cardenales publicaron su plan electoral, basado fundamentalmente en
propuestas elaboradas por castellanos. Se aceptarían algunas
personas eclesiásticas en el cónclave, de forma excepcional, pero
no en número superior a los cardenales. Cada miembro elegido debería
haber recibido, como mínimo, dos tercios de los votos posibles. Al
día siguiente, Francia se mostró dispuesta a apoyar este plan si
Castilla se incorporaba al concilio, y lo mismo hizo Italia.
De
esta manera, en aquel concilio en el que formalmente Castilla todavía
no había entrado, las cosas se equilibraban entre franceses e
italianos, por una parte; y alemanes e ingleses, por el otro. Esto
hacía que los españoles fuesen el fiel de la balanza; pero los
españoles estaban, asimismo, divididos en castellanos y aragoneses,
con opiniones e intereses muy distintos. Segismundo reaccionó a la
situación tratando de coaccionar, más que de convencer, a los
castellanos. Sin embargo, fueron los cardenales los que movieron
primero, atrayendo para su bando a un conspicuo miembro de la grey
aragonesa, el conde de Cardona, que de hecho presidía la delegación
de su país. Cardona fue contactado por Gonzalo García de Santa
María, miembro de una importante familia de conversos conocida como
los Cartagena; y para que veamos hasta qué punto en todo aquel
follón se estaban ventilando cuestiones morales, el buen noble
aragonés se limitó a pedir 30.000 ducados por su apoyo. Fue un pago
brutal, era un pastón para la época; pero con ese dinero los
cardenales salvaron la organización monárquica de la Iglesia y la
prelación total de los cónclaves, así pues, probablemente, lo
dieron por bien invertido. A ello hay que unir el detalle de que, de
toda la vida, el dinero que manejan los curas ni lo han ganado ni lo
han sudado ellos; así pues, no parece que les importe mucho tener
que soltarlo.
Una
vez que estuvo todo, que diría el general Franco, atado y bien
atado, los embajadores castellanos anunciaron el 15 de junio de 1417
que se incorporaban al concilio que ahora sabían podían mangonear
según sus deseos. Casi su primer acto como diputados conciliares fue
protestar por el privilegio que se le había concedido a Aragón en
el sentido de tener votos específicos por sus posesiones no
ibéricas. En la sesión del 25 de junio, ya con ellos dentro, el
plan electoral de los cardenales fue aprobado.
Un
proceso éste que, claro, tenía un perdedor: Segismundo. Al monarca,
la verdad, le habían robado la merienda. Tuvo el rey de romanos
amarguísimas palabras hacia el conde de Cardona, y tampoco fue mucho
más suave cuando se dirigió a los embajadores castellanos. El 26 de
junio, un día después de perpetrarse la aprobación del plan de
electoral, hizo convocar a representantes de todas las naciones en el
lugar habitual de reunión de los italianos. Bueno, todos no, porque
a los castellanos los echó. En todo caso, la reunión fue írrita.
En
todo caso, el concilio, ahora que había encontrado una vía
mayoritaria para arreglar los problemas pendientes, de repente tenía
prisa por desarrollar las herramientas de Derecho canónico para
cargarse a Benedicto XIII que era, de todos los papas que habían
estado metidos en el cisma, el único que se negaba a dimitir. El 11
de julio ya tenían redactada una sentencia, lo cual demuestra que
los buenos padres fueron a pelo puta. Sin embargo, en dicha fecha se
produjo una nueva dilación, puesto que fue el momento que eligieron
los castellanos para exigir aquéllo por lo que habían apoyado a los
cardenales, esto es, la eliminación del privilegio aragonés de
voto.
Hubo
de crearse una comisión de prelados para estudiar el asunto. Dicha
comisión propuso que el privilegio aragonés fuese eliminado en
secreto, para así salvar la cara del rey de Aragón. Los
castellanos, aunque no muy convencidos, acabaron aceptando (ellos lo
que querían era precisamente que fuese público que un truquito como
ése no se volvería a aplicar nunca; de haber sabido entonces que
iban a descubrir América, tal vez habrían opinado de otra manera).
El 27 de julio, quedó firmada la sentencia contra Pedro de Luna.
Al
día siguiente de la firma, un decreto del concilio anuló el
privilegio aragonés. Los embajadores de Alfonso V presentaron una
protesta muy viva y se negaron a seguir participando en las
deliberaciones de la nación española (esto es, los coloquios
previos entre castellanos, navarros y ellos mismos). Era un
movimiento bastante poco meditado, pues, a pesar del boicot, la
nación española del concilio seguiría existiendo, sólo que
meramente con los votos castellanos y navarros; esto le daba a los
cardenales, y de consuno a sus aliados en Castilla, todo el poder
sobre estos votos. Rápidamente, los aragoneses tascaron el freno,
volvieron grupas y anunciaron que, si la anulación pública
era
revocada, volverían al redil. Pero los castellanos les contestaron
que Santa Rita, Rita, Rita...
Los
aragoneses, sin embargo, no se habían ido del concilio, sino de las
deliberaciones de la nación española. Por eso mismo, Segismundo vio
la oportunidad de atraerlos hacia el bloque imperial,
fortaleciéndolo. Así, el rey se ganó a la mayoría de los
conciliares aragoneses, e incluso añadió al premio a los
portugueses, ya entonces abiertamente proingleses, que llegaron al
concilio por esas fechas. Segismundo maniobró para conseguir lo que
los castellanos no querían, y lo consiguió: aragoneses y
portugueses quedaron incluidos en la nación española. Las
discusiones en el seno de ésta comenzaron a ser incluso violentas.
El
problema fundamental se produjo cuando se hizo necesario nombrar un
presidente o portavoz para la nación española de cara a las
sesiones que comenzaban en septiembre. Castellanos y navarros
apoyaban al arcediano de Pamplona; mientras que aragoneses y
portugueses apoyaban a un luso, que no era sacerdote (en realidad,
casi todos los portugueses que fueron a Constanza eran laicos). La
situación era tan insostenible entre las dos banderías que se
habían creado que, el 3 de septiembre, en la sesión en la que se
leyó la sentencia de Pedro de Luna, no había ni un solo miembro de
la nación española escuchándola. Aquel mismo día, en el local
donde se reunían los ibéricos, los aragoneses habían introducido
hombres con armas ocultas; un gesto que, tras ser conocido por los
castellanos, provocó que éstos llamasen a sus propias tropas, que
habían rodeado el edificio. Segismundo hizo tomar todas las casas
vecinas de la iglesia donde estaban reunidos por tropas húngaras, y
él mismo estuvo todo el día deambulando por allí.
El
9 de septiembre, en una reunión de todas las naciones en el local de
la nación alemana, toda esta tensión estalló cuando uno de los
embajadores aragoneses, Speraindeo Cardona, protestó públicamente,
y en términos muy duros, contra la pretensión de castellanos y
navarros de actuar en representación de toda la nación española.
Diego de Anaya contestó en nombre de los castellanos, y no
precisamente aplacando los ánimos.
Lo
que siguió fue una escena como ésas que se ven cada cuanto en la
tele, procedentes normalmente de los parlamentos taiwanés o
ucraniano. Los padres conciliares, divididos en dos bandos casi
iguales, se liaron a hostias, y no precisamente consagradas.
Segismundo, allí presente, gritó: “¡Estos italianos y franceses
quieren imponernos un Papa!”, al tiempo que le arreaba una hostia a
un protonotario italiano.
Ese
mismo día por la tarde, aragoneses y portugueses se presentaron en
la iglesia usada por la nación española, protegidos
con una escolta armada provista
por Segismundo, y eligieron su presidente portugués.
Con
ese movimiento, de repente estaba de nuevo cerca la posibilidad de
que la respuesta de Castilla fuese alejarse de todo aquello y
continuar en la obediencia a Benedicto XIII, prolongando con ello el
cisma. El 10 de septiembre, de hecho, los castellanos abandonaron
Constanza. Los cardenales, apremiados por franceses e italianos,
solicitaron de Segismundo una audiencia, pero éste se la negó. Los
purpurados, entonces, convocaron en la catedral de la ciudad una
reunión de las naciones, pero se encontraron con que, a la hora que
habían señalado del día 10, Segismundo había dado orden de que
tanto la catedral como su anejo palacio episcopal permaneciesen
cerrados. Al día siguiente intentaron celebrar la reunión, pero
aragoneses y alemanes se pusieron tan violentos que tuvieron que
aplazarla. Aquel aplazamiento tuvo como consecuencia que los obispos
de Cuenca y Badajoz, últimos representantes castellanos que
permanecían en la ciudad por si se cumplía el arbitraje que habían
solicitado sobre el nombramiento del presidente portugués, dejaron
la ciudad. Allí todo el mundo daba por hecho que el colegio de
cardenales les seguiría pronto.
Hay
que tener claro, sin embargo, que el follón de la presidencia de la
nación española juega en todo esto un papel meramente simbólico.
El verdadero problema que tenían los castellanos, o mejor deberíamos
decir los cardenales, era el proceso de elección del nuevo Papa.
Era, de hecho, el tema en el que Segismundo no estaba dispuesto a
transigir, pues era consciente de que, si dejaba que la nueva cabeza
de la Iglesia fuese elegida por cooptación entre los miembros de una
elite que asimismo lo eran por acción de esos mismos papas a los que
elegían, todas las esperanzas de conseguir una reforma de la Iglesia
serían en vano (cierto: mientras exista el Cónclave, la Iglesia evolucionará a paso de tortuga, y eso si lo hace). Todo esto era algo que el rey de romanos no estaba
dispuesto a permitir, pues él, casi mejor que nadie en toda Europa,
comenzaba a sentir en su nuca el aliento de esa cosa que, con los
años, hemos terminado por conocer con el concepto de Reforma.
Segismundo sabía mejor que nadie que algo se estaba moviendo en
Alemania, en Bohemia, en Hungría. Que ese algo era mucho más
importante de lo que parecía, y que sólo una Iglesia más flexible,
más participativa, más adaptable, sería capaz de fagocitarlo. No,
no podía admitir que el nuevo Papa, destinado a gobernar una nueva
Iglesia, saliese necesariamente de aquella jaula de cacatúas
corruptas hasta la médula. Los cardenales deliberaron por su cuenta
con los castellanos el 13 de septiembre, y éstos contestaron que
sólo regresarían al concilio si se les daba satisfacción en el
tema de la presidencia y si se definía exactamente el proceso de
elección del nuevo Papa. A Segismundo, la primera de las condiciones
le importaba un testículo; habría aceptado el nombramiento de Willy
Toledo sin un parpadeo. Era la segunda condición la que no estaba
dispuesto a admitir.
El
22 de septiembre, una delegación formada por dos cardenales y un
grupo de sacerdotes se desplazó a la cercana residencia de los
castellanos, y logró que físicamente regresasen a Constanza. Los
cardenales sabían que Segismundo no se movería, y ahora trabajaban
para que no terminase todo en la prolongación del cisma. El día 27,
tras arduas negociaciones, consiguieron un acuerdo: el portugués
seguiría de presidente los días que quedaban de septiembre, pero en
octubre lo sería el arcediano de Pamplona.
Aquel
consenso salvó el concilio de Constanza. Poco tiempo después,
gracias sobre todo a la mediación del obispo de Westminster, se
celebró finalmente un cónclave al que asistieron miembros de las
naciones conciliares, el 8 de noviembre. Todo el mundo tenía ganas
de pasar página y, por eso, apenas tres días después se anunció
la elección de Otón Colonna, quien fue Papa con el nombre de Martín
V. Fueron votantes españoles en dicho cónclave: Diego de Anaya,
obispo de Cuenca, por Castilla; Felipe de Malla por Aragón; Blasco
Hernández, por Portugal; el obispo de Dax por Navarra; y, como
representantes de la globalidad ibérica: el obispo de Badajoz,
castellano; y Gonzalo García de Santa María, también castellano
aunque formalmente embajador de Aragón.
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