lunes, abril 08, 2019

El cisma (7: a Italia)

Sermones ya pasados

La declaración de Salamanca
El tablero ibérico
Castilla cambia de rey, y el Papado de papas
Via cessionis, via iustitiae y sustracción de obediencia
La embajada de los tres reyes
La vuelta al redil


La sustracción de obediencia, sin embargo, no había ocurrido en balde. Había sido un periodo muy intenso en el que los reyes temporales, y muy particularmente el de Castilla, habían experimentado un poder más que interesante; y eso, de alguna manera, los había marcado y predispuesto hacia el conflicto con el Papa, especialmente si éste se empeñaba en actuar como si el mentado episodio nunca hubiese ocurrido. En este caldo fue en el que se fueron fraguando los conflictos entre Enrique III y Benedicto, que por ello no tardarían ni un año en estallar.

El final de la sustracción había dejado dos temas especialmente espinosos sobre la mesa. Por un lado, estaba la confirmación de los beneficios eclesiásticos concedidos por el rey castellano cuando no obedecía a Aviñón. Ciertamente, con el regreso a la obediencia, Pedro de Luna había confirmado dichos beneficios en general; pero eso no quiere decir que no tuviera que confirmarlos uno a uno. Por otro lado, estaba el tema de la provisión de la sede toledana, que la muerte de Tenorio había dejado vacante. El primado de Castilla, ahí es nada. Fernando, el infante hermano del rey, tenía la ambición de quedarse con el puesto, sus diezmos y gabelas, para su casa, por eso le propuso al rey Enrique el nombramiento de Sancho, su propio hijo, que, acojónate María Manuela, tenía seis años. Enrique accedió, probablemente porque el acuerdo además le procuraba un control casi total sobre la sede toledana (simple como quitarle el caramelo a un niño), y se apresuró a enviar a dos Pedros, Fernández y Yáñez, a Marsella a negociar con el Papa.

La cosa es que Pedro de Luna no se quedó quieto ni mucho menos. De hecho, antes de que los Pedros pudieran llegar a Marsella el Papa, que estaba muy preocupado y ocupado en petar la Iglesia castellana de fieles aviñoneses, había hecho ya dos nombramientos por su cuenta. En primer lugar, había nombrado a Alfonso Egea como arzobispo de Sevilla, mediando pues en un asunto muy feo que nunca ha quedado, que yo sepa, completamente esclarecido. Enrique había nombrado, durante la sustracción, al obispo de Sigüenza, Juan Serrano, al frente de la sede sevillana. Sin embargo, Serrano murió en circunstancias extañísimas, tan extrañas que en 1402 el propio rey ordenó una investigación, ante las fuertes sospechas de que Gutierre de Toledo, el gran rival de Serrano, lo hubiese asesinado, probablemente envenenándolo. Se llegó a comprobar, de hecho, que Toledo había sobornado a uno de los sirvientes del obispo, pero finalmente se echó tierra sobre el asunto.

O sea: o fue Gutierre, o fue el Espíritu Santo, AKA La Paloma Muda, con uno de sus habituales cambios de idea.

Ahora bien, lo verdaderamente importante era el segundo nombramiento. Porque el caso es que el Papa Benedicto había nombrado a su propio sobrino, que además se llamaba Pedro de Luna como él, como arzobispo de Toledo.

En diciembre de 1403, los Pedros llegaron a Tarascón, ciudad en la que estaba previsto que se reuniesen el Papa y el duque de Orleáns, para estudiar la viabilidad de la via iustitiae. Los castellanos, de hecho, encontraron apoyo en el conde francés, que ahora era un baluarte importante para el Papa; y eso a pesar de que quien esperaban que estuviera en Tarascón era el duque de Berri, por lo que a Orleáns le presentaron unas cartas en las que el nombre de Berri estaba borrado para poner el suyo encima (una especie de Typex medieval). De Luna, sin embargo, si bien se mostró partidario de aceptar todos los beneficios concedidos por el rey uno a uno, se encastilló en el asunto de la sede toledana. El encuentro físico entre los embajadores y el Papa tuvo lugar el 26 de diciembre en presencia de Orleáns, el obispo de San Ponce, el abad de Sahagún y otros decididos cismáticos; se produjo un diálogo que, a decir de los testigos, fue tumultuoso y no dejó lugar a dudas, porque los embajadores salieron de él totalmente planchados. Le escribieron al rey: señor, sospechamos que tan poco fara lo uno como lo otro ca, señor, segunt nos es dicho, tantas cartas e esfuerços le han venido de alla que tenga firme que con su entençion salira, que piensa que en todas maneras vos avedes de mudar de proposito. Dicho de otra forma, el Papa les dijo que tenía en Castilla partidarios suficientes como para hacer su voluntad, incluso cuando era contraria a la del rey.

In extremis, sin embargo, les llegó una oportunidad. Estando esperando para una audiencia de despedida que habían pedido para el 29 de diciembre, les llegó a los castellanos la noticia del fallecimiento del cardenal de Pamplona. Aquello les dio una idea, y por eso fueron a ver al Papa y le ofrecieron la transacción de que hiciese cardenal a su sobrino, dejando así vacante la sede de Toledo, en la que el rey podría actuar según sus deseos. Por medio se cruzaba el rey navarro, que solicitó la sede para un hijo natural suyo que estaba entonces estudiando en Toulouse.

Benedicto, siempre tan atento a las disensiones y problemas políticos y hábil a la hora de manejarlo todo, y teniendo como tenía una tan extensa red de corresponsales políticos de primer nivel puesto que buena parte de la Curia castellana le era afecta, estaba, con seguridad, explotando en su negativa los problemas que tenía que saber existían en la Corte castellana. Porque Enrique, y De Luna, como escribo, bien tenía que saberlo, no pisaba fuerte en un Estado castellano, so to speak, que en su estructura de gobierno, so to speak again, estaba notablemente dividido entre facciones, representadas por su hermano y por Catalina de Lancaster. Aunque las divisiones entre Trastámaras y Alencastres eran muy profundas y de otro origen, lógicamente eran terremotos con réplicas en la cuestión religiosa y cismática, en la que cada uno adoptaba posiciones diferentes; aquéllos, más partidarios del regalismo, éstos con tendencias más papistas. Y De Luna lo sabía.

Enrique, en todo caso, estalló en cólera cuando supo que el Papa lo estaba ninguneando y, como primera provisión, le prohibió al cabildo de Toledo recibir y mucho menos mostrar obediencia a Pedro de Luna (el sobrino, claro). Acto seguido, y golpeando donde sabe que jode, en una carta escrita a la Iglesia toledana desde Tordesillas el 24 de marzo de 1404, le ordena a Juan García de Paredes, tesorero real, que se incaute de las rentas de la diócesis.

En fin, por increíble que pueda parecer, el tema castellano no era el principal en la cabeza del Papa aviñonés. Ya hemos dicho que Pedro de Luna se había desplazado a Tarascón para mantener una serie de entrevistas con el duque de Orleáns, y hemos sugerido que el tema fundamental de aquellos diálogos era la via iustitiae. En efecto, aunque la sustracción de obediencia hubiera fracasado, el problema de fondo del cisma, por así decirlo, seguía ahí, y demandaba de algún tipo de solución.

El fracaso de la sustracción de obediencia hacía bien evidente que la fase DEFCON 3 mamoneada por la Sorbona, esto es la via cessionis, no funcionaría, así pues debía ser aparcada para pasar a DEFCON 2. A Benedicto, además, esta segunda fase le gustaba mucho más y se sentía mucho más seguro de ganar la partida en ella; lo cual explica en buena parte que la impulsara en un momento sicológico como aquél, en el que una victoria sin paliativos sobre las monarquías temporales había henchido su pecho de orgullo, amén de su tesoro de monedas.

Como ya he dicho, la segunda fase diseñada por la Sorbona se denominaba via compromissi, pero un triunfante Papa aviñonés como De Luna rápidamente la adaptó a su propia versión, esto es, lo que él había dado en llamar via iustitiae: ambos Papas se entrevistarían personalmente y, además, designarían una comisión arbitral que decidiría cuál de los dos es el legítimo Santo Padre. En Tarascón, si hemos de creer los informes que los Pedros enviaron a Tordesillas, Benedicto se comprometió a convocar un concilio de padres aviñoneses para estudiar el fin del cisma. Asimismo, le entregó a Orleáns una bula secreta en la que accedía a abandonar su solio si su contrincante romano moría o renunciaba. Los embajadores castellanos, sin embargo, también informaron de que De Luna estaba preparando una expedición militar en Italia.

Sea como sea, en la superficie y a la vista de todos, Pedro de Luna trabajaba sin recato en favor de su entrevista con el Papa romano. A tal efecto, preparó una embajada que habría de llegarse hasta Roma a tal efecto, más otra serie de misiones diplomáticas diversas destinadas a ganar adeptos para su idea dentro de las repúblicas peninsulares italianas.

En junio de 1404, tal vez después de haber desechado la idea, que cuando menos yo tengo por seguro que manejó seriamente durante esa primavera, de resolver el problema del cisma por las armas invadiendo Italia, Benedicto XIII envía finalmente la embajada a Roma. Estuvo esta embajada formada por Pedro Raban, obispo de San Ponce de Tomeras; Francés de Sagarriga, electo de Lérida; Antonio, abad de Sahagún; y el franciscano fray Beltrán Rodolfo. Bocicaut, a quien ya hemos conocido en estas notas, los acompañó hasta la Toscana, expresando con ello el apoyo de Francia a la embajada.

En septiembre de 1404, sin embargo, quedaron empantanados en Florencia por carecer de los salvoconductos necesarios, y si salieron de allí fue sólo gracias a las gestiones de la Signoria. Finalmente, el 22 de septiembre, fueron recibidos por el Papa romano Pedro Tomacelli, en presencia de diversos prelados y del propio pueblo de Roma.

Benedicto, siempre atento a los aspectos de la propaganda, había armado a sus embajadores con una propuesta un tanto inesperada: su disposición a celebrar la entrevista incluso dentro de la península italiana, siempre y cuando mediasen las obvias garantías. Era un movimiento, como digo, de opinión pública, destinado a demostrarle a todo el mundo que él no tenía miedo ni a la entrevista ni a sus resultados. Bonifacio IX, probablemente menos seguro de sí mismo y al mismo tiempo tal vez sorprendido por este movimiento, se negó a celebrar la entrevista. Si hemos de creer a los propios embajadores aviñoneses, durante la entrevista se puso como el puma de Baracoa, habló en un estado extremo de nervios y, de hecho, habría perdido el habla a las pocas horas. Lo que sabemos cierto es que Tomacelli fue llamado por la Paloma Muda debajito de su ala apenas 48 horas después de la audiencia, lo cual hace sospechar que la tensión de la misma pudo bien provocarle un ictus mortal o jamacuco de parecido jaez.

La muerte del Papa, segunda que se producía en muy pocos años desde que se había planteado el cisma, alteró notablemente el ánimo de los romanos. La perspectiva de que las cosas se pusieran de cara para que la ciudad eterna perdiese definitivamente la sede papal, puesto que el lenguaje humano de la vida y la muerte parecía haber hablado bien claro, puso de los nervios a los romanos que, la verdad, son unos tipos bastante acostumbrados a vivir de lo que fue su ciudad y no de lo que es. Se produjeron disturbios e inquietudes mil en las calles y los principales perdedores de la movida fueron los embajadores aviñoneses. Bien conscientes de que iban a ir a canearlos, trataron de salir de la ciudad. Sin embargo, los pillaron y encerraron en Sant'Angelo, donde fueron seriamente maltratados y se les exigió un elevado rescate para liberarlos, dato éste que sugiere que la ciudad, incluso las dependencias vaticanas, tal vez estaban ya en manos de las turbas, ésas que según el Catón anarquista son buenas por naturaleza pero que, la verdad, siempre que han protagonizado la Historia han reventado testículos y robado como el que más o, incluso, más que el que más.

Lógicamente, surgieron las peticiones inmediatas para que se convocase un nuevo Cónclave que eligiese a un nuevo Papa romano. Pero los cardenales callaron. Sin embargo, a base de empujar, los romanos consiguieron lo que buscaban, y el 12 de octubre de 1404 era elegido Papa Cosimo de Migliorati o, si lo preferís, Inocencio VII; un nuevo Santo Padre de la Iglesia católica al que, sin embargo, antes de ser nombrado se le había obligado a firmar un documento en el que se comprometía a dedicar todas sus energías a la liquidación del cisma; documento con el que, en realidad, el Papa se apresuró a aliviar su picor hemorroidal, aprovechando que el papel era ligeramente rasposo.

El 11 de abril de 1405, los asustados embajadores de Marsella pudieron, por fin, salir de la ciudad. Pronto, sin embargo, habría de demostrar Migliorati que no tenía ninguna prisa. Los embajadores del Papa aviñonés, en llegando a Florencia, fueron, de hecho, invitados por el cardenal de Aquileia a regresar a Roma para continuar las negociaciones con un Papa que, teóricamente, estaba dedicado a ellas en cuerpo y alma. Sin embargo, Inocencio les negó el salvoconducto para regresar a Roma, pretextando que tenía mucha plancha y que no se podría poner con el temita del cisma por lo menos hasta noviembre (y estábamos en abril...)

Para Benedicto, las tornas habían cambiado. Él, yo lo tengo por seguro, le había entregado la bula secreta al duque de Orleáns porque estaba convencido de que moriría más tarde que el Papa romano y, por lo tanto, dicha muerte le daría la oportunidad de maniobrar. Sin embargo, se encontraba ahora con el fait accompli de que, una vez más, el pueblo romano había entrado en la Historia obligando a unos cardenales renuentes a elegir a un nuevo Papa; lo cual generaba, asimismo, un nuevo sudoku en el que las ventajas del tiempo que el tenía otrora, ahora probablemente jugaban a favor de su contrario. En este entorno, a De Luna no le quedaba otra que reactivar sus planes militares o, en todo caso, de desplazamiento a la propia Italia, aprovechando que ya había reunido una flota en Marsella. El 6 de mayo de 1405, se embarcó en Niza y, en medio de un tiempo de perros, llegó a Génova unos días después, siendo recibido en loor de multitud. Viajaba con Vicente Ferrer, el influencer, que iba de púlpito en púlpito dando por culo a los intereses del Papa romano.

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