La declaración de Salamanca
El tablero ibérico
Castilla cambia de rey, y el Papado de papas
Via cessionis, via iustitiae y sustracción de obediencia
La embajada de los tres reyes
Todo en esta vida
tiene pros y contras. Desde 1399 hasta el año 1403, cuatro años por
lo tanto, Pedro de Luna fue un preso de lujo en su palacio de Aviñón
y gran parte de la cristiandad se quedó sin Papa. Esto tuvo sus
cosas buenas, pero también las tuvo malas. La principal consecuencia
de la sustracción de obediencia fue un regalismo descarado y, cuando
menos en mi opinión, preparado.
Es, en
efecto, mi opinión que Enrique de Castilla sabía muy, pero que muy
bien lo que estaba haciendo cuando apoyó la sustracción de
obediencia, y ésta, de hecho, bien pudo ser la principal razón por
la que Martín el Humano tenía muchas dudas al respecto. La
ordenanza general de sustracción, esto es el decreto que se publicó
en el ámbito castellano comunicando que el Papa ya no molaba, es un
documento muy cuidadosamente redactado por un rey muy político como
era Enrique. Como es lógico, el principal objetivo de la ordenanza
era aclarar cómo se ejercerían ahora los poderes papales, y por
quién. Por eso, se dejó en manos de los monjes en votación las
designaciones abaciales y, en general, los obispos serían quienes
decidirían sobre beneficios, excomuniones y pleitos en sus sedes.
Sin embargo, la ordenanza no decía nada sobre
quién debería proveer las sedes obispales caso de quedar vacantes.
Y esa falta, que como digo yo no considero en modo alguno
consecuencia de la torpeza, colocaba este poder en manos del propio
rey, quien con ello se convirtió en cabeza de la Iglesia castellana.
De hecho, en 1401 Enrique nombró obispo de Sevilla a Juan Serrano,
un presbítero que había sido estrechísimo colaborador de su padre;
y lo justificó, cínicamente, afirmando que el Papa a
quien yo obedeciere non querra proveer desa dignidad a otro alguno,
sino aquel por quien le yo suplicase.
No fue la única
consecuencia en esta dirección. Pronto, siguiendo el ejemplo
castellano y ante el hecho palmario de que el Papa de Aviñón seguía
encerrado en su palacio como un ilustre prisionero, el clero en
diversos lugares comenzó a decir que pasaba totalmente de sus
obispos. Ocurrió, por ejemplo, en Bretaña, zona en la que los
párrocos, con toda la razón, comenzaron a decir que si los obispos
no obedecían al Papa, por qué cojones tenían ellos que hacer lo
que les dijesen los obispos. Y esto, no se olvide, tenía poco de
discusión teológica; la Iglesia del momento era una potencia
económica, y los obispos eran su Ibex 35. Este tipo de rebeliones
tenía como consecuencia más frecuente que pígnicos sebosos que
vivían en palacios a cuerpo de rey de repente se encontrasen sin
pasta para ir al Carreful.
En buena medida,
todas estas consecuencias habían sido previstas por De Luna, quien
como hemos dicho era un fino canonista, además de conocedor hasta
del menor detalle de la compleja madeja vaticana (ergo aviñonesa).
El avispado aragonés ya le había avisado a los reyes francés y
castellano que la sustracción de obediencia funcionaría como esos
juegos de piezas en los que se construye una torre y luego se van
quitando piezas tratando de evitar que colapse: llega un momento en
que hay que quitar la clave de torre, y todo se viene abajo.
Consideraba De Luna, y en buena medida no se equivocaba, que, después
de siete siglos de papado totalmente consolidado en las estructuras
de la Iglesia, a la institución ya le sería imposible vivir sin un
comandante en jefe (aunque fuesen dos). En ese sentido, por cierto,
anunció las conclusiones del concilio de Trento, ya descrito en este blog con cierta puntillosidad, adonde todavía acudieron obispos que
consideraban que la verdadera misión cristiana legada por Cristo lo
había sido a ellos y no al Papa; y se comieron una mierda.
El caso es que el
Papa De Luna, desde su encierro en Aviñón, utilizó sus terminales
para joder la marrana. Su principal apoyo, en ese momento, fueron los
franciscanos. La grey del de Asís fue, efectivamente, la que con
mayor gusto y motivación tomó la bandera contra la sustracción de
obediencia. Uno de sus miembros, fray Gillén Palmer, incluso llegó
a predicar, en una iglesia de Aviñón, que todos los que habían
apoyado la sustracción de obediencia deberían acabar excomulgados.
La cosa es que nadie se atrevió a castigarlo, lo cual fue todo un
síntoma para los partidarios del partido papal.
Benedicto, además,
contaba con la ventaja de la biología, puesto que era más joven que
algunos de sus peores enemigos. Los beneficios de esto se vieron bien
claros el 18 de mayo de 1399, cuando falleció Pedro Tenorio, el
principal enemigo del Papa cismático en la Corte castellana. De
hecho, la cúpula de poder castellana se dividió prontamente (algo
muy español) en dos bandos irreconciliables. Por un lado, el obispo
de Osma, y cardenal, Pedro de Frías, se convirtió en el principal
defensor de la doctrina de la sustracción; mientras que Pablo de
Santa María, un judío converso que había obtenido gran influencia
en la Corte, dirigía el partido contrario. Santa María, un hombre
mucho más político que Frías, acabó por prevalecer, por lo que
Castilla, ya desde el año 1400, comienza a cambiar de forma más que
aparente en su postura.
Francia tuvo
puntual información de este cambio de dirección. A finales de 1399,
París envió una embajada a Castilla formada por Jean Fillet, obispo
de Apt; René de Foleville; y Hugo de Leuvosie, deán de Rouen. Los
embajadores le dijeron al rey castellano que Carlos VI se ratificaba
en el acuerdo original y que, de hecho, no tenía deseos de escuchar
nada en sentido contrario. Los franceses estaban preocupados por la
revolución lancasteriana a que había tenido lugar en Inglaterra,
algo que introducía notables dosis de inestabilidad a la triple
embajada; y querían atar la fidelidad castellana a sus postulados.
Solicitaban, además, que los hispanos les ayudasen a traer a Aragón
al mismo camino que ellos estaban recorriendo.
El 5 de marzo del
1400, desde Oropesa, Enrique III respondió al rey francés en tonos
muy cordiales y con un texto aparentemente de su cuerda, puesto que
autorizaba a la embajada española situada en París a predicar la
sustracción en los templos. Sin embargo, en lo tocante al punto más
problemático de la oferta francesa: la formación de dos embajadas
convergentes, francesa y castellana, que fuesen a presionar al rey
aragonés, el propio Enrique le venía a decir a Carlos, con muy
buenas palabras, que se lo quitase de la cabeza. Que él había
hablado ya varias veces por Skype con Martín el Humano, y que tenía
muy claro que el aragonés (nos ha jodido) no daría su brazo a
torcer. Sin embargo, eso es lo que dice la carta, pero no
necesariamente lo que pensaba Enrique, porque sabemos que
inmediatamente después de enviarla impulsó por su cuenta un
acercamiento a los aragoneses, tal vez intentando una negociación
por su cuenta, liberada de la auditoría de los galos, siempre incómoda.
Contra lo que
querían en París que pasase, de hecho, el acercamiento de Castilla
a Aragón no tuvo por objeto que la primera presionase a la segunda
para que se afiliase a la sustracción de obediencia, sino para que
la segunda ayudase a la primera a restituir dicha obediencia. El rey
Enrique estaba muy presionado. En los dos o tres años anteriores se
había pasado de frenada sustituyendo al Papa en los asuntos de la
Iglesia castellana, y ahora se enfrentaba a las consecuencias.
Vicente Ferrer, que entonces todavía no se había sacado las
oposiciones a santo pero ya era un predicador muy escuchado, un
influencer diríamos hoy, clamaba desde los púlpitos contra
lo que consideraba injerencia del rey en asuntos de Dios. Además,
contaba con todo un ejército de partidarios, extraordinariamente
influyentes, que eran los conversos judíos. Ya se sabe que la fe del
converso es algo muy intenso e incluso talibán, y eso fue lo que
pasó en la Castilla finisecular de aquella décimo cuarta centena de
la era. Los formerly judíos, en efecto, abrazaron su religión
estrenada con una pasión brutal y, como consecuencia, atacaron todo
lo que consideraron que era utilización torticera del poder temporal
en las cosas del espíritu (cosas del espíritu que, sin embargo,
bien que recaudaban muy terrenales impuestos; pero, bueno, no nos
vamos a poner estupendos). El rey, cada vez que sentaba Corte en una
ciudad nueva, se solía encontrar con una embajada de ceñudos tipos
tonsurados, que hasta hace dos telediarios estaban celebrando el
hanuka, que le tocaban mucho los cojones con que el Papa por
aquí, el Papa por allá.
En Aviñón,
mientras tanto, el duque de Orleáns, quien como ya hemos dicho había
sido ganado para la causa cismática; y los embajadores aragoneses,
decididos partidarios de su paisano, conspiraban para liberar a Pedro
por la fuerza. No pudieron, pero aun así operaron por la vía de los
gestos: en agosto de 1401, tanto Orleáns en nombre de sus estados,
como Luis de Anjou por la Provenza, prestaron solemne juramento de
fidelidad al Papa de Aviñón.
Enrique, como hemos
visto presionado y él mismo dubitativo de todo y de todos, convocó
una nueva asamblea del clero castellano. Asamblea que, con la misma
elegancia que había votado la sustracción de obediencia, votó la
restitución; y es que nunca se ha visto a un sacerdote pasar ni
media vergüenza por tener que sostener el martes por la tarde la
opinión contraria a la que expresó el lunes por nonas.
Inmediatamente dos embajadores: Alfonso Rodríguez de Salamanca y
fray Alonso de Argüello, fueron despachados a Francia para
comunicarle al Papa la decisión castellana. Llegaron allí el 12 de
septiembre de 1402 y, con toda probabilidad, hicieron enviar desde
allí cartas a París para que la Corte de Carlos estuviese
informada. Enrique, de hecho, todavía pensaba que podía sacarle a
Pedro de Luna alguna prerrogativa real que hiciese que la situación
no fuese exactamente igual que la que se había visto antes de la
sustracción; pero el Papa cismático, considerándose totalmente
ganador de la partida, lo mandó a la mierda.
En aquel año de
1402, pues, con Castilla, Aviñón y, parcialmente, París embarcados
en negociaciones, la perspectiva de liberar a De Luna se hizo más
factible. Tres agentes aragoneses: Juan de Valterra, Francés de
Blanes y Vidal de Blanes, fueron los conspiradores en este sentido.
Consiguieron la complicidad castellana, aprovechando que Francia,
verdadero garante de la prisión papal, estaba mirando para otro
lado.
Al fin, el 12 de
marzo de 1403, Benedicto XIII huyó de su palacio por un agujero en
una pared que hicieron los aragoneses (alguien les diría que no
podían hacerlo). Iba la cabeza de la Iglesia aviñonesa vestido de
campesino, y así atravesó la distancia hasta Camporreinaldo, donde
lo esperaban tropas del duque de Orleáns, que le prestaron asilo. No
sería la única victoria que obtendría el bando benedictino en
aquellas semanas, pues el 29 de abril de aquel año, en la colegiata
de Santa María la Mayor de Valladolid, Castilla proclamó
oficialmente su regreso a la obediencia. Finalmente, al parecer, las
negociaciones entre rey y Papa habían llegado a un acuerdo. Acuerdo
que, cuando menos en mi opinión, se inclinaba más del lado de
Benedicto que de Enrique. El Papa, cierto es, confirmaba todos los
nombramientos hechos por el rey durante el tiempo de la sustracción,
cosa que no tenía por qué hacer; pero, al mismo tiempo, le concedía
al mismo rey dos novenas partes de las décimas impuestas al clero;
lo cual es menos de lo que era habitual (un tercio, esto es, tres
novenas). Además, el Papa aviñonés se apresuró a colocar a sus
dos principales agentes en Castilla: Francés de Climent y el ex
judío Pablo de Santa María, en puestos importantes en la Iglesia
hispana, para que así tuviesen poder e influencia; al primero lo
hizo obispo de Lérida y al segundo, de Cartagena. Inmediatamente, de
Valladolid salió una circular a todas las diócesis castellanas
comunicando la obediencia. En mayo de 1403, temiendo quedarse solo,
el rey francés también afirmó su regreso a la obediencia papal.
Benedicto, ganador sin ambages de aquel juego de balón prisionero,
ya no regresó a Aviñón. Se estableció en Marsella, en un gesto
que no pasó inadvertido: cada vez estaba más cerca de Roma.
La sustracción de
obediencia, pues, había fracasado. Y lo había hecho por varias
razones. La primera y más importante, cuando menos en mi opinión,
es la personalidad de Martín el Humano. Mi opinión es que la triple
embajada, que sus promotores tenían que saber era un proyecto con un
99% de posibilidades de fracasar, o bien en Aviñón, o bien en Roma,
o bien, como finalmente ocurrió, en ambos lugares, tenía como
objetivo aislar a Aragón en el ámbito internacional y forzarlo a
juntarse a la pandi para no perder bola. Aragón, sin embargo, tenía
demasiados intereses en Italia, y Martín era, ejem, lo
suficientemente terco como para no tragar. El segundo factor que hizo
fracasar aquel montaje fue Inglaterra. Casi inmediatamente a
comenzarse a montar la campaña internacional de la sustracción, el
país comenzó a caer en una guerra civil, a veces encubierta, a
veces no tanto. El 3 de febrero de 1399, el imponente Juan de Gante
había fallecido, y con él había colapsado el último dique que
prevenía el deslizamiento del rey Ricardo II, un tontopollas con
balcones a la calle, trienios de antigüedad y fondue en el
armario, hacia la pura y simple tiranía. El hecho de que, entre
otras cosas, Ricardo le quitase a su primo, Enrique de Lancaster,
todos sus derechos dinásticos, hizo que éste, refugiado en Francia,
desembarcase en las islas, le hiciese la guerra y, tras vencerlo en
Conway, le obligase a renunciar al trono. Inglaterra, pues, nada más
apoyar la sustracción de obediencia, tuvo que ocuparse de otros
temitas.
En tercer lugar,
pero no por ello menos importante, la sustracción fracasó por la
torpeza del rey castellano. Enrique, una vez que se vio sin Papa,
consideró que había llegado el tiempo de que el poder temporal
dominase al espiritual; algo para lo que todavía quedaba medio
milenio. Se pasó notablemente al ejercer sus perrogativas como
dizque sustituto del Papa en su poder, lo cual le malquistó
con buena parte del clero, porque, en el fondo, todo ello suponía
una pérdida de poder específico; y ya se sabe que quien accede a un
poder luego nunca quiere soltarlo, como se puede comprobar en la
persona de todo político liberal que, en la hora de las promesas,
dice que va a adelgazar el Estado pero luego, cuando está bajo su
mando, lo engorda.
En medio de todo
esto, no hay que olvidar la figura de Pedro de Luna. Un hombre,
probablemente, mucho más inteligente, y desde luego más ducho en
las cuestiones eclesiales, que todos los que se le opusieron en esa
batalla.
Es lo que tiene
haber estudiado.
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