lunes, marzo 25, 2019

El cisma (6: la vuelta al redil)

Sermones ya pasados

La declaración de Salamanca
El tablero ibérico
Castilla cambia de rey, y el Papado de papas
Via cessionis, via iustitiae y sustracción de obediencia
La embajada de los tres reyes

Todo en esta vida tiene pros y contras. Desde 1399 hasta el año 1403, cuatro años por lo tanto, Pedro de Luna fue un preso de lujo en su palacio de Aviñón y gran parte de la cristiandad se quedó sin Papa. Esto tuvo sus cosas buenas, pero también las tuvo malas. La principal consecuencia de la sustracción de obediencia fue un regalismo descarado y, cuando menos en mi opinión, preparado.

Es, en efecto, mi opinión que Enrique de Castilla sabía muy, pero que muy bien lo que estaba haciendo cuando apoyó la sustracción de obediencia, y ésta, de hecho, bien pudo ser la principal razón por la que Martín el Humano tenía muchas dudas al respecto. La ordenanza general de sustracción, esto es el decreto que se publicó en el ámbito castellano comunicando que el Papa ya no molaba, es un documento muy cuidadosamente redactado por un rey muy político como era Enrique. Como es lógico, el principal objetivo de la ordenanza era aclarar cómo se ejercerían ahora los poderes papales, y por quién. Por eso, se dejó en manos de los monjes en votación las designaciones abaciales y, en general, los obispos serían quienes decidirían sobre beneficios, excomuniones y pleitos en sus sedes. Sin embargo, la ordenanza no decía nada sobre quién debería proveer las sedes obispales caso de quedar vacantes. Y esa falta, que como digo yo no considero en modo alguno consecuencia de la torpeza, colocaba este poder en manos del propio rey, quien con ello se convirtió en cabeza de la Iglesia castellana. De hecho, en 1401 Enrique nombró obispo de Sevilla a Juan Serrano, un presbítero que había sido estrechísimo colaborador de su padre; y lo justificó, cínicamente, afirmando que el Papa a quien yo obedeciere non querra proveer desa dignidad a otro alguno, sino aquel por quien le yo suplicase.

No fue la única consecuencia en esta dirección. Pronto, siguiendo el ejemplo castellano y ante el hecho palmario de que el Papa de Aviñón seguía encerrado en su palacio como un ilustre prisionero, el clero en diversos lugares comenzó a decir que pasaba totalmente de sus obispos. Ocurrió, por ejemplo, en Bretaña, zona en la que los párrocos, con toda la razón, comenzaron a decir que si los obispos no obedecían al Papa, por qué cojones tenían ellos que hacer lo que les dijesen los obispos. Y esto, no se olvide, tenía poco de discusión teológica; la Iglesia del momento era una potencia económica, y los obispos eran su Ibex 35. Este tipo de rebeliones tenía como consecuencia más frecuente que pígnicos sebosos que vivían en palacios a cuerpo de rey de repente se encontrasen sin pasta para ir al Carreful.

En buena medida, todas estas consecuencias habían sido previstas por De Luna, quien como hemos dicho era un fino canonista, además de conocedor hasta del menor detalle de la compleja madeja vaticana (ergo aviñonesa). El avispado aragonés ya le había avisado a los reyes francés y castellano que la sustracción de obediencia funcionaría como esos juegos de piezas en los que se construye una torre y luego se van quitando piezas tratando de evitar que colapse: llega un momento en que hay que quitar la clave de torre, y todo se viene abajo. Consideraba De Luna, y en buena medida no se equivocaba, que, después de siete siglos de papado totalmente consolidado en las estructuras de la Iglesia, a la institución ya le sería imposible vivir sin un comandante en jefe (aunque fuesen dos). En ese sentido, por cierto, anunció las conclusiones del concilio de Trento, ya descrito en este blog con cierta puntillosidad, adonde todavía acudieron obispos que consideraban que la verdadera misión cristiana legada por Cristo lo había sido a ellos y no al Papa; y se comieron una mierda.

El caso es que el Papa De Luna, desde su encierro en Aviñón, utilizó sus terminales para joder la marrana. Su principal apoyo, en ese momento, fueron los franciscanos. La grey del de Asís fue, efectivamente, la que con mayor gusto y motivación tomó la bandera contra la sustracción de obediencia. Uno de sus miembros, fray Gillén Palmer, incluso llegó a predicar, en una iglesia de Aviñón, que todos los que habían apoyado la sustracción de obediencia deberían acabar excomulgados. La cosa es que nadie se atrevió a castigarlo, lo cual fue todo un síntoma para los partidarios del partido papal.

Benedicto, además, contaba con la ventaja de la biología, puesto que era más joven que algunos de sus peores enemigos. Los beneficios de esto se vieron bien claros el 18 de mayo de 1399, cuando falleció Pedro Tenorio, el principal enemigo del Papa cismático en la Corte castellana. De hecho, la cúpula de poder castellana se dividió prontamente (algo muy español) en dos bandos irreconciliables. Por un lado, el obispo de Osma, y cardenal, Pedro de Frías, se convirtió en el principal defensor de la doctrina de la sustracción; mientras que Pablo de Santa María, un judío converso que había obtenido gran influencia en la Corte, dirigía el partido contrario. Santa María, un hombre mucho más político que Frías, acabó por prevalecer, por lo que Castilla, ya desde el año 1400, comienza a cambiar de forma más que aparente en su postura.

Francia tuvo puntual información de este cambio de dirección. A finales de 1399, París envió una embajada a Castilla formada por Jean Fillet, obispo de Apt; René de Foleville; y Hugo de Leuvosie, deán de Rouen. Los embajadores le dijeron al rey castellano que Carlos VI se ratificaba en el acuerdo original y que, de hecho, no tenía deseos de escuchar nada en sentido contrario. Los franceses estaban preocupados por la revolución lancasteriana a que había tenido lugar en Inglaterra, algo que introducía notables dosis de inestabilidad a la triple embajada; y querían atar la fidelidad castellana a sus postulados. Solicitaban, además, que los hispanos les ayudasen a traer a Aragón al mismo camino que ellos estaban recorriendo.

El 5 de marzo del 1400, desde Oropesa, Enrique III respondió al rey francés en tonos muy cordiales y con un texto aparentemente de su cuerda, puesto que autorizaba a la embajada española situada en París a predicar la sustracción en los templos. Sin embargo, en lo tocante al punto más problemático de la oferta francesa: la formación de dos embajadas convergentes, francesa y castellana, que fuesen a presionar al rey aragonés, el propio Enrique le venía a decir a Carlos, con muy buenas palabras, que se lo quitase de la cabeza. Que él había hablado ya varias veces por Skype con Martín el Humano, y que tenía muy claro que el aragonés (nos ha jodido) no daría su brazo a torcer. Sin embargo, eso es lo que dice la carta, pero no necesariamente lo que pensaba Enrique, porque sabemos que inmediatamente después de enviarla impulsó por su cuenta un acercamiento a los aragoneses, tal vez intentando una negociación por su cuenta, liberada de la auditoría de los galos, siempre incómoda.

Contra lo que querían en París que pasase, de hecho, el acercamiento de Castilla a Aragón no tuvo por objeto que la primera presionase a la segunda para que se afiliase a la sustracción de obediencia, sino para que la segunda ayudase a la primera a restituir dicha obediencia. El rey Enrique estaba muy presionado. En los dos o tres años anteriores se había pasado de frenada sustituyendo al Papa en los asuntos de la Iglesia castellana, y ahora se enfrentaba a las consecuencias. Vicente Ferrer, que entonces todavía no se había sacado las oposiciones a santo pero ya era un predicador muy escuchado, un influencer diríamos hoy, clamaba desde los púlpitos contra lo que consideraba injerencia del rey en asuntos de Dios. Además, contaba con todo un ejército de partidarios, extraordinariamente influyentes, que eran los conversos judíos. Ya se sabe que la fe del converso es algo muy intenso e incluso talibán, y eso fue lo que pasó en la Castilla finisecular de aquella décimo cuarta centena de la era. Los formerly judíos, en efecto, abrazaron su religión estrenada con una pasión brutal y, como consecuencia, atacaron todo lo que consideraron que era utilización torticera del poder temporal en las cosas del espíritu (cosas del espíritu que, sin embargo, bien que recaudaban muy terrenales impuestos; pero, bueno, no nos vamos a poner estupendos). El rey, cada vez que sentaba Corte en una ciudad nueva, se solía encontrar con una embajada de ceñudos tipos tonsurados, que hasta hace dos telediarios estaban celebrando el hanuka, que le tocaban mucho los cojones con que el Papa por aquí, el Papa por allá.

En Aviñón, mientras tanto, el duque de Orleáns, quien como ya hemos dicho había sido ganado para la causa cismática; y los embajadores aragoneses, decididos partidarios de su paisano, conspiraban para liberar a Pedro por la fuerza. No pudieron, pero aun así operaron por la vía de los gestos: en agosto de 1401, tanto Orleáns en nombre de sus estados, como Luis de Anjou por la Provenza, prestaron solemne juramento de fidelidad al Papa de Aviñón.

Enrique, como hemos visto presionado y él mismo dubitativo de todo y de todos, convocó una nueva asamblea del clero castellano. Asamblea que, con la misma elegancia que había votado la sustracción de obediencia, votó la restitución; y es que nunca se ha visto a un sacerdote pasar ni media vergüenza por tener que sostener el martes por la tarde la opinión contraria a la que expresó el lunes por nonas. Inmediatamente dos embajadores: Alfonso Rodríguez de Salamanca y fray Alonso de Argüello, fueron despachados a Francia para comunicarle al Papa la decisión castellana. Llegaron allí el 12 de septiembre de 1402 y, con toda probabilidad, hicieron enviar desde allí cartas a París para que la Corte de Carlos estuviese informada. Enrique, de hecho, todavía pensaba que podía sacarle a Pedro de Luna alguna prerrogativa real que hiciese que la situación no fuese exactamente igual que la que se había visto antes de la sustracción; pero el Papa cismático, considerándose totalmente ganador de la partida, lo mandó a la mierda.

En aquel año de 1402, pues, con Castilla, Aviñón y, parcialmente, París embarcados en negociaciones, la perspectiva de liberar a De Luna se hizo más factible. Tres agentes aragoneses: Juan de Valterra, Francés de Blanes y Vidal de Blanes, fueron los conspiradores en este sentido. Consiguieron la complicidad castellana, aprovechando que Francia, verdadero garante de la prisión papal, estaba mirando para otro lado.

Al fin, el 12 de marzo de 1403, Benedicto XIII huyó de su palacio por un agujero en una pared que hicieron los aragoneses (alguien les diría que no podían hacerlo). Iba la cabeza de la Iglesia aviñonesa vestido de campesino, y así atravesó la distancia hasta Camporreinaldo, donde lo esperaban tropas del duque de Orleáns, que le prestaron asilo. No sería la única victoria que obtendría el bando benedictino en aquellas semanas, pues el 29 de abril de aquel año, en la colegiata de Santa María la Mayor de Valladolid, Castilla proclamó oficialmente su regreso a la obediencia. Finalmente, al parecer, las negociaciones entre rey y Papa habían llegado a un acuerdo. Acuerdo que, cuando menos en mi opinión, se inclinaba más del lado de Benedicto que de Enrique. El Papa, cierto es, confirmaba todos los nombramientos hechos por el rey durante el tiempo de la sustracción, cosa que no tenía por qué hacer; pero, al mismo tiempo, le concedía al mismo rey dos novenas partes de las décimas impuestas al clero; lo cual es menos de lo que era habitual (un tercio, esto es, tres novenas). Además, el Papa aviñonés se apresuró a colocar a sus dos principales agentes en Castilla: Francés de Climent y el ex judío Pablo de Santa María, en puestos importantes en la Iglesia hispana, para que así tuviesen poder e influencia; al primero lo hizo obispo de Lérida y al segundo, de Cartagena. Inmediatamente, de Valladolid salió una circular a todas las diócesis castellanas comunicando la obediencia. En mayo de 1403, temiendo quedarse solo, el rey francés también afirmó su regreso a la obediencia papal. Benedicto, ganador sin ambages de aquel juego de balón prisionero, ya no regresó a Aviñón. Se estableció en Marsella, en un gesto que no pasó inadvertido: cada vez estaba más cerca de Roma.

La sustracción de obediencia, pues, había fracasado. Y lo había hecho por varias razones. La primera y más importante, cuando menos en mi opinión, es la personalidad de Martín el Humano. Mi opinión es que la triple embajada, que sus promotores tenían que saber era un proyecto con un 99% de posibilidades de fracasar, o bien en Aviñón, o bien en Roma, o bien, como finalmente ocurrió, en ambos lugares, tenía como objetivo aislar a Aragón en el ámbito internacional y forzarlo a juntarse a la pandi para no perder bola. Aragón, sin embargo, tenía demasiados intereses en Italia, y Martín era, ejem, lo suficientemente terco como para no tragar. El segundo factor que hizo fracasar aquel montaje fue Inglaterra. Casi inmediatamente a comenzarse a montar la campaña internacional de la sustracción, el país comenzó a caer en una guerra civil, a veces encubierta, a veces no tanto. El 3 de febrero de 1399, el imponente Juan de Gante había fallecido, y con él había colapsado el último dique que prevenía el deslizamiento del rey Ricardo II, un tontopollas con balcones a la calle, trienios de antigüedad y fondue en el armario, hacia la pura y simple tiranía. El hecho de que, entre otras cosas, Ricardo le quitase a su primo, Enrique de Lancaster, todos sus derechos dinásticos, hizo que éste, refugiado en Francia, desembarcase en las islas, le hiciese la guerra y, tras vencerlo en Conway, le obligase a renunciar al trono. Inglaterra, pues, nada más apoyar la sustracción de obediencia, tuvo que ocuparse de otros temitas.

En tercer lugar, pero no por ello menos importante, la sustracción fracasó por la torpeza del rey castellano. Enrique, una vez que se vio sin Papa, consideró que había llegado el tiempo de que el poder temporal dominase al espiritual; algo para lo que todavía quedaba medio milenio. Se pasó notablemente al ejercer sus perrogativas como dizque sustituto del Papa en su poder, lo cual le malquistó con buena parte del clero, porque, en el fondo, todo ello suponía una pérdida de poder específico; y ya se sabe que quien accede a un poder luego nunca quiere soltarlo, como se puede comprobar en la persona de todo político liberal que, en la hora de las promesas, dice que va a adelgazar el Estado pero luego, cuando está bajo su mando, lo engorda.

En medio de todo esto, no hay que olvidar la figura de Pedro de Luna. Un hombre, probablemente, mucho más inteligente, y desde luego más ducho en las cuestiones eclesiales, que todos los que se le opusieron en esa batalla.

Es lo que tiene haber estudiado.

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