lunes, marzo 04, 2019

El cisma (3: Castilla cambia de rey, y el Papado de Papas)

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El 9 de octubre de 1390, en el teatro de Castilla y de Europa se produjo una inesperada novedad: el rey Juan I murió tras caerse del caballo. El trono de Castilla quedaba ahora ocupado por un niño. Ni qué decir tiene que esto incrementó la inestabilidad en una Corte que precisamente acababa de orillar los problemas derivados de las pretensiones dinásticas de Lancaster. Aunque lo realmente importante a efectos de la historia que aquí vamos contando es que la desaparición de Juan I excitó las ilusiones del bando papal romano en el sentido de ganarse a los regentes; mientras que le puso las pilas al bando aviñonés, consciente de que necesitaba contraprogramar todos esos movimientos. La principal decisión en este sentido por parte de Clemente fue enviar a las Cortes castellanas de 1391 a Domingo, obispo de San Ponce. San Ponce vino a Castilla no sólo a contrarrestar las presiones urbanistas, sino para tratar de normalizar la situación en Castilla y, consiguientemente, mejorar la capacidad del reino a la hora de financiar al papado cismático.

Hablar a estas alturas de bando urbanista es, en realidad, inexacto. El Papa Urbano VI murió antes de la llegada de San Ponce a España, concretamente el 15 de octubre de 1389. Fue elegido como su sucesor Pedro Tomacelli, quien tomó el nombre de Bonifacio IX. Este nuevo Papa, en efecto, nada más conocer la muerte de Juan, resolvió intentar ganar de nuevo a Castilla para la causa romana, por lo que envió a dos embajadores: Francisco, arzobispo de Burdeos; y Juan Gutiérrez, obispo de Dax. Ambos embajadores eran súbditos del duque de Lancaster, lo cual tal vez pudo ser una pequeña cagada por parte del Papa; el caso es que la embajada poco consiguió.

La misión de Domingo, ya se ha dicho, era normalizar las cosas. Hasta 1388, Clemente en Aviñón había tenido la esperanza de que las fuerzas combinadas de Francia y Castilla lograrían imponer su candidatura al papado por la fuerza de las armas. Esto, sin embargo, no había ocurrido, fundamentalmente por la actitud ambigua de los aragoneses. Con la consolidación del cisma, Clemente hubo de acostumbrarse a la idea de que habría dos papas y, en ese momento, comenzó a preocuparse por tener suficiente pasta. Fue a esto a lo que envió al obispo de San Ponce a España: a regularizar los diezmos y otras figuras fiscales para, así, mejorar el tono financiero de su corte teológica, y tener medios para financiar acciones en Italia, puesto que Aviñón pretendía financiar las pretensiones de Luis de Anjou en Nápoles.

El 13 de enero de 1394 falleció Gutierre Gómez de Luna, obispo de Palencia y cardenal de la Iglesia cismática; Clemente nombró a otro español para sustituirlo: Pedro Fernández Frías, obispo de Osma y, sobre todo, uno de los hombres de confianza del gobierno del joven Enrique III. Fue su última acción importante en España pues el Papa cismático habría de morir pocos meses después, el 16 de septiembre del mismo año.

¿Qué pensaba el joven Enrique de todo el tema del cisma? No es muy fácil contestar a esta pregunta, entre otras cosas porque el rey de Castilla, siendo tan joven, sólo pudo aspirar a comenzar a mandar a partir de 1395. Sin embargo, son muchas las pistas que nos dicen que no estaba nada contento con la desunión que había provocado el cisma. Enrique, no se olvide, era, desde luego por cronología pero también por otras cosas, un rey medieval. Uno de los elementos fundamentales de la Edad Media europea había sido y era la unidad bajo la bandera de la religión, esa misma unidad que alimentaba la lucha contra los moros y que, desde Carlomagno, se tenía por el principal activo de la civilización europea. A Enrique, pues, fuese cual fuese su idea sobre quién llevaba la razón en la querella que había provocado el nombramiento de dos Papas distintos, le escocía la situación de desunión que estaba provocando en toda Europa. Ideas en las que se ve la mano de su preceptor, Diego de Anaya y Maldonado.

Los hombres de estado medievales, y los Trastámara lo eran, aspiraban a que existiese algún tipo de institución supranacional que fuese capaz de dar cohesión a los distintos reinos. Ahora, sin embargo, los dos intentos de conseguir eso: el Imperio y el Papado, se habían mostrado incapaces de conseguirlo. Era necesario reinventar una nueva Europa, en el fondo la Europa que nosotros conocemos, basada en alianzas y en equilibrios más o menos estables.

Castilla, en parte por la minoridad de su rey, en parte por fidelidad a la figura de Clemente, nunca siquiera amagó con ponerle problemas al Papa aviñonés, y eso a pesar de que el tipo nunca se cansaba de pedir más pasta y más pasta. Como las personas son muy importantes en la Historia, se diga lo que se diga, la muerte de Clemente cambió eso, no sólo en Castilla sino en todas las naciones cismáticas.

Con la muerte de Clemente, se marchaba a la casa del Creador el segundo y último contendiente en la pelea que había generado el cisma. Los partidos seguían allí, los enfrentamientos no habían cesado; pero el hecho de que quienes los habían liderado ya no estuvieran era muy importante. Además, hay que tener en cuenta el factor, al que ya me he referido,de que en la última década del siglo XIV ambos bandos se habían dado cuenta ya de que la ilusión que cada uno había albergado por su cuenta (acabar con el otro a hostia limpia) no se iba a producir: en el teatro bélico europeo se había producido un stalemate en el que nadie conseguiría prevalecer a base de caballería y arqueros.

Francia era el casero del cisma, y su principal valedor. Pero estaba cansada. Había muchos factores para ello. En primer lugar, el hecho de que sus esperanzas de meterle unos cuantos bocados a la península italiana se habían disuelto; ni siquiera lo de Nápoles había salido medio bien. En segundo lugar, la Iglesia francesa, por lógica, era la principal financiadora del momio de Aviñón, y había bastantes obispos que estaban ya hasta los huevos de soltar óbolos que consideraban suyos. En tercer lugar, Carlos VI, el rey, cada vez mostraba más tendencias esquizoides; y tener un rey anormal, como bien sabemos nosotros (lo digo por Carlos II, eh), nunca ayuda.

Los franceses, pues, se sabían mal comandados por un rey tolili; se veían fracasados allí donde habían creído que, con la ayuda castellana, se iban a llevar la Champions League sin siquiera bajarse del autobús; y, para colmo, todo aquello les estaba costando un pastón. Así que decidieron hacer lo que se hacía por entonces en una situación así: poner a especular a los teólogos de la Sorbona para que llegasen a la conclusión de que lo que Dios quería era que hubiese un cambio. Dios, como nunca dijo nada, les vino cojonudo, en ésta y en otras ocasiones.

La palabra mágica, el mantra que se convirtió en trending topic entre los canonistas de la universidad, fue reforma in capite et in membris. Hacía falta tunear la Iglesia de abajo a arriba, cambiar todo lo que estaba mal para que el motor no se volviese a gripar. Pero para eso, claro, antes habría que unificarla. La operación teológica se hizo bajo la atenta supervisión de los tíos del rey loco, los duques de Berri y de Borgoña, que tomaron para sí la bandera de una nueva etapa para la cristiandad.

En junio de 1394, vivo todavía el cismático Clemente aunque, la verdad, estaba ya hecho una puta mierda, los jurisconsultos de la universidad de París se reunieron en San Maturino para discutir sobre las posibilidades de la reunificación de la Iglesia. Tras mucho discutir, en latín en la sala y en francés en los baños, llegaron a la conclusión de que ese objetivo tan deseable tenía tres posibles vías para salir adelante: el primero, o via cessionis, pasaba por la renuncia de ambos Papas, seguida de un cónclave-juego revuelto que tenía toda la pinta de parecer un episodio de The walking dead, porque, según los teólogos, para ser válido sólo podría estar formado por los cardenales supervivientes del colegio cardenalicio de Gregorio XI; o sea, una colección de cacatúas verrugosas que lo flipas.

La segunda posibilidad, o via compromissi, pasaba por una reunión en la cumbre de ambos Papas, bajo la premisa de que ambos aceptaban un extraño arbitraje, ejecutado por partidarios de ambos bandos; que es una cosa que desde la primera vez que la leí he tenido problemas para entender, porque siempre he pensado que el arbitraje tiene que hacerlo un tercero que esté limpio de polvo y paja.

En tercer lugar y por último, estaba la via Concilii, esto es: en el caso de que los dos bandos no se pusieran de acuerdo, habría que convocar un concilio universal. La recomendación de los teólogos gabachos es que se aplicasen estas tres vías por el orden que las he descrito, de forma que al fracasar una se intentaría la siguiente.

Apenas habían comenzado en internet a publicarse las noticias de la reunión de San Maturino, y Clemente la cascó. Sus cardenales, pues, hubieron de reunirse en cónclave (o anticónclave, para los católicos del carrillito legal). Bonifacio IX y había sido proclamado en Roma, así pues hubo teólogos que insinuaron que una solución rápida para la movida podría ser que los cardenales cismáticos se quitasen de en medio y, simplemente, en lugar de elegir un Papa, diesen por buena a la persona de Boni. Parecía una solución fácil, pero teológicamente era una mierda. Por definición, un cardenal de obediencia aviñonesa tenía que creer en la plena legalidad ante Dios de la decisión de Clemente de excomulgar a Urbano; y si Urbano había sido apartado de la Iglesia, entonces también lo había sido su sucesor. ¿Cómo leches iban entonces los cardenales cismáticos a dar el solio papal a un tipo que consideraban extramuros de la cristiandad?

Francia había hecho movimientos sobrados para que el concilio aviñonés cerrase el cisma allí mismo de una forma más o menos elegante. Pero los cardenales no estaban tan convencidos, como he dicho. En puridad, si verdaderamente creían en todos los subterfugios canónicos que habían hecho en los últimos años, lo que tenían era que estar acojonados, puesto que, en puridad, eligiendo a Bonifacio incluso se podría entender que ellos mismos se colocaban en supuesto de excomunión y, para colmo, a causa de las reglas que ellos mismos habían desarrollado. Por esta razón, el cónclave pasó muy mucho de hacer lo que esperaban en la Corte francesa, y ni modo se quitó de en medio. Lejos de ello, de entre todos sus miembros, eligió al más terco y resiliente: Pedro de Luna, el aragonés irredento, que eligió para su pontificado el nombre de Benedicto XIII y que con los años, a causa de su obsesión por sostenella y no enmendalla incluso cuando ya nadie lo apoyaba ni lo quería, acabaría por ser la causa de que hoy en día los españoles, cuando nos queremos referir a alguien muy tercero que se resiste a cambiar de opinión, decimos de él que se “mantiene en sus trece”. Esos trece son los trece de Benedicto XIII.

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