miércoles, marzo 20, 2019

El cisma (5: la embajada de los tres reyes)

Sermones ya pasados

La declaración de Salamanca
El tablero ibérico
Castilla cambia de rey, y el Papado de papas
Via cessionis, via iustitiae y sustracción de obediencia


Enrique III de Castilla tardó en recibir, por la vía oficial, la noticia de la estrategia que habían muñido Ricardo y Carlos, Carlos y Ricardo, y para la que querían su colaboración. Desde el principio, el tema recibió un nombre: la embajada de los tres reyes. Los efluvios le llegaron en las primeras semanas de 1397, por lo tanto como dos meses y pico después del bodorrio donde todo se había muñido.

Enrique, la verdad, siempre estuvo a favor de este plan. Su problema era que no lo parecía. Para el momento en que recibió las cartas, su embajada a París todavía se encontraba en las orillas del Ródano, porque el entourage de Pedro de Luna, sabedor de que no tenía nada que ganar en que aquellos tipos llegasen a París, los retenía de forma cada vez menos voluntaria. El 8 de marzo de 1397, Enrique acabó por ordenarle al obispo de Mondoñedo que moviese el culo hacia París. Eso no fue sino una reacción del rey castellano a las cartas que recibió de los franceses comunicándole el proyecto de la triple embajada. En estas cartas, en efecto, Carlos conminaba al rey castellano a dejar claras cuáles eran sus intenciones, puesto que los embajadores españoles habían sido esperados en París durante todo el mes de enero, pero no habían aparecido. En las cartas, además, se le informaba a Enrique de la colaboración inglesa en la embajada conjunta, y se conminaba a Castilla a apoyar la idea de que el Papa de Aviñón ya no nombrase más cardenales mientras no se arreglase todo. Enrique, respondiendo a estas peticiones, nombró al de Mondoñedo representante suyo en la embajada conjunta, y a Antonio Rodríguez le ordenó irse a Roma para atender allí a los legados ingleses.

El plan, sin embargo, tenía enemigos relativamente inesperados. Ricardo II de Inglaterra no era precisamente el rey más popular de la Historia de su país; y algunos de los grupos que le tenían gato encontraron en el proyecto de esta embajada la disculpa ideal para tocarle los cojones. Como siempre, echaron por delante a los jurisconsultos, que son gentes, ya se sabe, que convenientemente sobornados (hoy decimos subvencionados) escriben libros demostrando lo que sea. Las cátedras universitarias, de toda la vida, han tenido su pequeño o gran armario empotrado relleno de detritus, ya se sabe. La de Oxford, en este caso, fue la que se puso en contra de la teoría de la sustracción de obediencia.

No eran los ingleses los únicos tocahuevos en esta movida. En realidad, ni siquiera los más importantes. Lo que más inquietaba en la Corte castellana, sin duda, era la actitud de Aragón. Martín el Humano, ya lo hemos dicho, era un aviñonés convencido, y por eso se temía, y mucho, por su actitud final. De hecho, Enrique ordenó a sus embajadores parisinos que se encontrasen con los aragoneses, que también estarían en París para interceder por la causa de Benedicto. Una vez contactados, los aragoneses debían, según las instrucciones del rey castellano, ser informados de la embajada de los tres reyes, e invitados a participar en ella. En el caso, que Enrique reputaba muy probable, de que rehusasen estar en el proyecto, los embajadores castellanos deberían abstenerse de retomar cualquier contacto con sus colegas aragoneses.

Martín el Humano no escondió en momento alguno sus veleidades cismáticas. De hecho, en su viaje desde Sicilia a Aragón, en el que habría de recibir la corona aragonesa, se paró en Aviñón, donde estuvo dos meses de la primavera de 1397. Fue, de hecho, durante aquella visita cuando se muñó la via iustitiae que luego defendería el Papa Luna. De hecho, Martín y Pedro propugnaron la entrevista entre los dos Papas al mismo tiempo que lo hizo el romano; de modo y forma que sendas embajadas propugnando el encuentro se cruzaron: la de Bonifacio, dirigida por Felipe Brancaccio; y la de los aragoneses, por Fernán Pérez Calvillo, obispo de Tarazona, en la que también participaron dos negociadores aragoneses más (Domingo Masco y Tomás de Collioure).

Finalmente, los embajadores castellanos llegaron a París en marzo de 1397. Llegaron, como ya he dicho, después de haber pasado un largo periplo, enormemente sospechoso para los franceses, en Aviñón; y, para colmo, parece ser que arribaron a la capital acompañados por el obispo de Ávila, que era la persona escogida por Pedro de Luna para defender ante la Corte francesa su via iustitiae. El hecho de que dicho portavoz se presentase en la capital francesa en medio de la delegación castellana no hizo sino aumentar la rumorología sobre el posible cambio de opinión de Castilla. Juntos, pues, franceses y castellanos ya no tenían sino que esperar la llegada de los ingleses para ponerse en marcha. Dado que los de las islas no tardaron en llegar, pronto se pusieron en marcha, de forma que el 13 de junio de aquel mismo año de 1397, la embajada hacía su entrada en el Aviñón del Papa cismático.

El 16 de junio, Gille des Champs, en representación francesa; y Pedro López de Ayala, portavoz de la delegación española, realizaron sendos discursos delante de Pedro de Luna, intimándole la renuncia. Siguió un mes de negociaciones, propuestas y contrapropuestas. Castilla demostró durante aquel tiempo que no le faltaba verdad a quienes decían que su posición era la más mudable. Los hombres de la Corte castellana, en efecto, se mostraron durante las negociaciones dispuestos a aceptar la via iustitiae propugnada por el Papa cismático, siempre y cuando se le añadiese una cláusula por la cual ambos pontífices se comprometiesen a dimitir inmediatamente de no existir acuerdo entre ambos. En otras palabras, en ausencia de iustitia, debería haber cessionis. Sobre el papel, fue una oferta inteligente destinada a abrir una lata que estaba muy dura; pero, cuando menos en mi opinión, los castellanos que la inventaron no se dieron cuenta de a quién tenían enfrente. En realidad, esa pequeña cesión, siquiera teórica, por parte de uno de los tres lados del triángulo negociador, le hizo pensar a Pedro de Luna que con el tiempo se producirían disensiones entre los tres reyes y que, así pues, a él no le quedaba otra que callar, negarse, y esperar.

El 7 de julio, Benedicto acabó por contestar que, siendo el tema que se le planteaba muy arduo, le resultaba imposible dar una respuesta. La decisión última de quitarse de en medio sin solucionar nada enrabietó a franceses y castellanos, por lo que tanto Des Champs como López de Ayala abandonaron la ciudad, no sin antes advertir al Papa aragonés que tenía hasta la Candelaria para tomar una decisión y, de lo contrario, se aviniese a las consecuencias. A partir de ahí, la cosa ya no hizo sino seguir el guión: la embajada de los tres reyes llegó el 12 de septiembre a Roma, donde fracasó, siquiera, más estrepitosamente de lo que lo había hecho en Aviñón.

A pesar del fracaso, la embajada le habría de dar problemas importantes a Castilla. Conocedor de los hechos, Martín el Humano se apresuró a enviar a Castilla a Vidal de Blanes y Ramón Francés, para quejarse frente al rey castellano de que se hubiese tomado por parte del reino una decisión abiertamente profrancesa sin haberle consultado.

Estas embajadas llegaron a Enrique en plena canícula de aquel 1397, cuando ya comenzaba a barruntarse el fracaso de la embajada de los tres reyes en Aviñón. Algo asustado y un mucho cabreado por la presión que ahora le ejercía su vecino aragonés, Enrique se apresuró a darle a todas sus acciones marchamo de legalidad ante Dios, y convocó a pelo puta una asamblea de clérigos en Salamanca que, como es lógico, ni se atrevió a plantearse otra conclusión que no fuera el aval a la política profrancesa; de hecho, pasándose incluso de frenada, los sacerdotes españoles aprobaron sin ambages la sustracción de obediencia que, como sabemos, los propios embajadores castellanos habían matizado.

Ya avalado por los sacerdotes (el famoso “el pueblo ha hablado”, que no por casualidad suele ser una mandanga, hablemos de una asamblea de clérigos o de un círculo de politiquillos asamblearios), el 10 de septiembre, Enrique III se sintió con fuerzas para escribirle a Martín la contestación a sus quejas, en la que hacía una lógica defensa de la embajada de los tres reyes o, para ser más exactos, la propuesta tuneada de via iustitiae que habían terminado por defender los castellanos.

Entre los principales muñidores de la Asamblea de Salamanca se hallaba Pedro Tenorio, arzobispo de Toledo. Por eso fue uno de sus adjuntos, el maestro Fernando, el que fue encargado de dejarse caer por París para explicar las conclusiones de la dicha Asamblea. La misión de la embajada del maestro Fernando fue, fundamentalmente, tranquilizar a los franceses. Durante todo el otoño de 1397 corrió como la pólvora por Europa la especie de que los castellanos iban a romper con Francia; un rumor que ellos mismos habían alimentado inventándose esa especie de punto medio entre las ideas propugnadas por la embajada de los tres reyes y la via iustitiae; por eso mismo comentaba antes que había sido una idea bastante torpe la que habían tenido los jurisconsultos salmantinos al inventarla. Francia, por lo tanto, esperaba una defección de Castilla, y por lo tanto toda Europa estaba, de alguna manera, en riesgo de verse envuelta en un enfrentamiento a gran escala si alguien perdía los nervios. Fernando fue enviado a París a poner las cosas en su sitio; fue allí recibido como si fuera Rafa Nadal y, el 22 de mayo de 1398, habría de pronunciar un discurso ante la Asamblea del clero francés, en la que quedó claro el aval castellano a la doctrina de la sustracción.

Y es que, una vez que Benedicto se había mostrado imposible, había llegado el momento de activar la sustracción.

El 28 de julio de 1398, en París, se anunció oficialmente la activación de la sustracción de obediencia. Algunos meses antes, en febrero, el rey Carlos había hecho pregonar en el puente de Aviñón su decisión de acoger bajo su autoridad a todos los habitantes de la ciudad y a los cardenales. Después de esa afirmación de poder sobre la plaza envió al obispo de Sens, junto con dos caballeros, para que le transmitiese a Pedro de Luna el ultimátum francés para que se quitase de en medio. Benedicto contestó enviando asimismo un embajador, el obispo de Asti, quien apareció en París acompañado de dos prelados expertos en derecho canónico: el cardenal de Preneste, y el de Pamplona; ambos tenían la misión de participar en polémicas con los expertos sorboneros.

Sin embargo, Carlos no quiso esperar al resultado de esas polémicas. El día 28 hizo público que dejaba de prestar obediencia al Papa cismático y el 1 de septiembre cursó una orden a todos los eclesiásticos franceses presentes en Aviñón (la mayoría) para que se fuesen de la ciudad. Por lo general, su orden fue obedecida.

Actuó el rey francés de forma ejecutiva y sin dudar. Pero, en realidad, era un mar de incertidumbre. Carlos temía quedarse solo. Esta vez tuvo al rey castellano puntualísimamente informado hasta de cada vez que iba a mear, para que Enrique no pudiera tangarle a base de protestar por haberse quedado tirado. En agosto, envió el rey francés una embajada a Castilla, presidida por el abad de San Medardo de Soissons, con la misión de atar bien la fidelidad castellana. Mientras tanto, también enviaba a su general Jean le Maingre, conocido como Bocicaut, con tropas para tomar el control de Aviñón y, de hecho, sitiar al Papa en toda regla dentro de su residencia. Bocicaut prosiguió sus actividades invasoras por todo el condado de Venaisin, contando con el apoyo de los cardenales regalistas, muchos de los cuales, desde Villanueva, al otro lado del Ródano, excitaban a la gente a rebelarse contra el Papa. Tras diversos enfrentamientos y de destruir el puente de madera sobre el Ródano, la coalición de militares y cardenales logró entrar en la ciudad, que fue entregada al gobierno de los prelados.

En la noche del 27 al 28 de octubre, ya asediada la residencia del Papa, Bocicaut intentó meter en el edificio a varios hombres usando una mina, pero fue rechazado. El comportamiento de los soldados del rey no debió de ser gran cosa, porque el caso es que las gentes de Aviñón se volvieron contra Bocicaut y le echaron.

Éste, en todo caso, no era el único problema. La temeraria acción del rey francés, quien la verdad no había medido demasiado bien sus pasos (cosa habitual en los franceses, que siempre se consideran más listos de lo que realmente son); unida a la frialdad con que lo apoyaron los ingleses (que siempre hacen lo mismo: excitan las alianzas y luego las tratan como la mierda), hizo que, en realidad, la principal consecuencia de la entrada de las tropas en Aviñón fuese el disgusto y cabreo de Martín, el rey aragonés. Una flota aragonesa, de hecho, apareció por el Ródano; Bocicaut, expulsado de la ciudad y ahora con un fuerte enemigo ad portas, optó por pactar una tregua. Ésta se firmó el 24 de noviembre de 1398; pero no evitó que Pedro de Luna se tirase cuatro años encerrado en su casa.

Donde sí tuvo éxito la acción francesa fue en Castilla. Una nueva asamblea clerical, celebrada en Alcalá de Henares, se mostró partidaria de la sustracción de obediencia, decisión que se publicó el 13 de diciembre de 1398. Por mor de esta decisión, pues, la Iglesia castellana pasaba a no obedecer a nadie; literalmente, no tenía Papa. Cortocircuito total con la Paloma.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario