La declaración de Salamanca
El tablero ibérico
Castilla cambia de rey, y el Papado de papas
Via cessionis, via iustitiae y sustracción de obediencia
Enrique III de Castilla tardó en
recibir, por la vía oficial, la noticia de la estrategia que habían
muñido Ricardo y Carlos, Carlos y Ricardo, y para la que querían su
colaboración. Desde el principio, el tema recibió un nombre: la
embajada de los tres reyes. Los
efluvios le llegaron en las primeras semanas de 1397, por lo tanto
como dos meses y pico después del bodorrio donde todo se había
muñido.
Enrique,
la verdad, siempre estuvo a favor de este plan. Su problema era que
no lo parecía. Para el momento en que recibió las cartas, su
embajada a París todavía se encontraba en las orillas del Ródano,
porque el entourage de
Pedro de Luna, sabedor de que no tenía nada que ganar en que
aquellos tipos llegasen a París, los retenía de forma cada vez
menos voluntaria. El 8 de marzo de 1397, Enrique acabó por ordenarle
al obispo de Mondoñedo que moviese el culo hacia París. Eso no fue
sino una reacción del rey castellano a las cartas que recibió de
los franceses comunicándole el proyecto de la triple embajada. En
estas cartas, en efecto, Carlos conminaba al rey castellano a dejar
claras cuáles eran sus intenciones, puesto que los embajadores
españoles habían sido esperados en París durante todo el mes de
enero, pero no habían aparecido. En las cartas, además, se le
informaba a Enrique de la colaboración inglesa en la embajada
conjunta, y se conminaba a Castilla a apoyar la idea de que el Papa
de Aviñón ya no nombrase más cardenales mientras no se arreglase
todo. Enrique, respondiendo a estas peticiones, nombró al de
Mondoñedo representante suyo en la embajada conjunta, y a Antonio
Rodríguez le ordenó irse a Roma para atender allí a los legados
ingleses.
El plan, sin
embargo, tenía enemigos relativamente inesperados. Ricardo II de
Inglaterra no era precisamente el rey más popular de la Historia de su país; y algunos de los grupos que le tenían gato encontraron
en el proyecto de esta embajada la disculpa ideal para tocarle los
cojones. Como siempre, echaron por delante a los jurisconsultos, que
son gentes, ya se sabe, que convenientemente sobornados (hoy decimos
subvencionados) escriben libros demostrando lo que sea. Las cátedras
universitarias, de toda la vida, han tenido su pequeño o gran
armario empotrado relleno de detritus, ya se sabe. La de Oxford, en
este caso, fue la que se puso en contra de la teoría de la
sustracción de obediencia.
No eran los
ingleses los únicos tocahuevos en esta movida. En realidad, ni
siquiera los más importantes. Lo que más inquietaba en la Corte
castellana, sin duda, era la actitud de Aragón. Martín el Humano,
ya lo hemos dicho, era un aviñonés convencido, y por eso se temía,
y mucho, por su actitud final. De hecho, Enrique ordenó a sus
embajadores parisinos que se encontrasen con los aragoneses, que
también estarían en París para interceder por la causa de
Benedicto. Una vez contactados, los aragoneses debían, según las
instrucciones del rey castellano, ser informados de la embajada de
los tres reyes, e invitados a participar en ella. En el caso, que
Enrique reputaba muy probable, de que rehusasen estar en el proyecto,
los embajadores castellanos deberían abstenerse de retomar cualquier
contacto con sus colegas aragoneses.
Martín
el Humano no escondió en momento alguno sus veleidades cismáticas.
De hecho, en su viaje desde Sicilia a Aragón, en el que habría de
recibir la corona aragonesa, se paró en Aviñón, donde estuvo dos
meses de la primavera de 1397. Fue, de hecho, durante aquella visita
cuando se muñó la via iustitiae
que luego defendería el Papa Luna. De hecho, Martín y Pedro
propugnaron la entrevista entre los dos Papas al mismo tiempo que lo
hizo el romano; de modo y forma que sendas embajadas propugnando el
encuentro se cruzaron: la de Bonifacio, dirigida por Felipe
Brancaccio; y la de los aragoneses, por Fernán Pérez Calvillo,
obispo de Tarazona, en la que también participaron dos negociadores
aragoneses más (Domingo Masco y Tomás de Collioure).
Finalmente,
los embajadores castellanos llegaron a París en marzo de 1397.
Llegaron, como ya he dicho, después de haber pasado un largo
periplo, enormemente sospechoso para los franceses, en Aviñón; y,
para colmo, parece ser que arribaron a la capital acompañados por el
obispo de Ávila, que era la persona escogida por Pedro de Luna para
defender ante la Corte francesa su via iustitiae.
El hecho de que dicho portavoz se presentase en la capital francesa
en medio de la delegación castellana no hizo sino aumentar la
rumorología sobre el posible cambio de opinión de Castilla. Juntos,
pues, franceses y castellanos ya no tenían sino que esperar la
llegada de los ingleses para ponerse en marcha. Dado que los de las
islas no tardaron en llegar, pronto se pusieron en marcha, de forma
que el 13 de junio de aquel mismo año de 1397, la embajada hacía su
entrada en el Aviñón del Papa cismático.
El 16
de junio, Gille des Champs, en representación francesa; y Pedro
López de Ayala, portavoz de la delegación española, realizaron
sendos discursos delante de Pedro de Luna, intimándole la renuncia.
Siguió un mes de negociaciones, propuestas y contrapropuestas.
Castilla demostró durante aquel tiempo que no le faltaba verdad a
quienes decían que su posición era la más mudable. Los hombres de
la Corte castellana, en efecto, se mostraron durante las
negociaciones dispuestos a aceptar la via iustitiae
propugnada por el Papa
cismático, siempre y cuando se le añadiese una cláusula por la
cual ambos pontífices se comprometiesen a dimitir inmediatamente de
no existir acuerdo entre ambos. En otras palabras, en ausencia de
iustitia, debería
haber cessionis. Sobre
el papel, fue una oferta inteligente destinada a abrir una lata que
estaba muy dura; pero, cuando menos en mi opinión, los castellanos
que la inventaron no se dieron cuenta de a quién tenían enfrente.
En realidad, esa pequeña cesión, siquiera teórica, por parte de
uno de los tres lados del triángulo negociador, le hizo pensar a
Pedro de Luna que con el tiempo se producirían disensiones entre los
tres reyes y que, así pues, a él no le quedaba otra que callar,
negarse, y esperar.
El 7 de julio,
Benedicto acabó por contestar que, siendo el tema que se le
planteaba muy arduo, le resultaba imposible dar una respuesta. La
decisión última de quitarse de en medio sin solucionar nada
enrabietó a franceses y castellanos, por lo que tanto Des Champs
como López de Ayala abandonaron la ciudad, no sin antes advertir al
Papa aragonés que tenía hasta la Candelaria para tomar una decisión
y, de lo contrario, se aviniese a las consecuencias. A partir de ahí,
la cosa ya no hizo sino seguir el guión: la embajada de los tres
reyes llegó el 12 de septiembre a Roma, donde fracasó, siquiera,
más estrepitosamente de lo que lo había hecho en Aviñón.
A pesar del
fracaso, la embajada le habría de dar problemas importantes a
Castilla. Conocedor de los hechos, Martín el Humano se apresuró a
enviar a Castilla a Vidal de Blanes y Ramón Francés, para quejarse
frente al rey castellano de que se hubiese tomado por parte del reino
una decisión abiertamente profrancesa sin haberle consultado.
Estas embajadas
llegaron a Enrique en plena canícula de aquel 1397, cuando ya
comenzaba a barruntarse el fracaso de la embajada de los tres reyes
en Aviñón. Algo asustado y un mucho cabreado por la presión que
ahora le ejercía su vecino aragonés, Enrique se apresuró a darle a
todas sus acciones marchamo de legalidad ante Dios, y convocó a pelo
puta una asamblea de clérigos en Salamanca que, como es lógico, ni
se atrevió a plantearse otra conclusión que no fuera el aval a la
política profrancesa; de hecho, pasándose incluso de frenada, los
sacerdotes españoles aprobaron sin ambages la sustracción de
obediencia que, como sabemos, los propios embajadores castellanos
habían matizado.
Ya
avalado por los sacerdotes (el famoso “el pueblo ha hablado”, que
no por casualidad suele ser una mandanga, hablemos de una asamblea de
clérigos o de un círculo de politiquillos asamblearios), el 10 de
septiembre, Enrique III se sintió con fuerzas para escribirle a
Martín la contestación a sus quejas, en la que hacía una lógica
defensa de la embajada de los tres reyes o, para ser más exactos, la
propuesta tuneada de via iustitiae que
habían terminado por defender los castellanos.
Entre
los principales muñidores de la Asamblea de Salamanca se hallaba
Pedro Tenorio, arzobispo de Toledo. Por eso fue uno de sus adjuntos,
el maestro Fernando, el que fue encargado de dejarse caer por París
para explicar las conclusiones de la dicha Asamblea. La misión de la
embajada del maestro Fernando fue, fundamentalmente, tranquilizar a
los franceses. Durante todo el otoño de 1397 corrió como la pólvora
por Europa la especie de que los castellanos iban a romper con
Francia; un rumor que ellos mismos habían alimentado inventándose
esa especie de punto medio entre las ideas propugnadas por la
embajada de los tres reyes y la via iustitiae; por
eso mismo comentaba antes que había sido una idea bastante torpe la
que habían tenido los jurisconsultos salmantinos al inventarla.
Francia, por lo tanto, esperaba una defección de Castilla, y por lo
tanto toda Europa estaba, de alguna manera, en riesgo de verse
envuelta en un enfrentamiento a gran escala si alguien perdía los
nervios. Fernando fue enviado a París a poner las cosas en su sitio;
fue allí recibido como si fuera Rafa Nadal y, el 22 de mayo de 1398,
habría de pronunciar un discurso ante la Asamblea del clero francés,
en la que quedó claro el aval castellano a la doctrina de la
sustracción.
Y es que, una vez
que Benedicto se había mostrado imposible, había llegado el momento
de activar la sustracción.
El 28 de julio de
1398, en París, se anunció oficialmente la activación de la
sustracción de obediencia. Algunos meses antes, en febrero, el rey
Carlos había hecho pregonar en el puente de Aviñón su decisión de
acoger bajo su autoridad a todos los habitantes de la ciudad y a los
cardenales. Después de esa afirmación de poder sobre la plaza envió
al obispo de Sens, junto con dos caballeros, para que le transmitiese
a Pedro de Luna el ultimátum francés para que se quitase de en
medio. Benedicto contestó enviando asimismo un embajador, el obispo
de Asti, quien apareció en París acompañado de dos prelados
expertos en derecho canónico: el cardenal de Preneste, y el de
Pamplona; ambos tenían la misión de participar en polémicas con
los expertos sorboneros.
Sin embargo, Carlos
no quiso esperar al resultado de esas polémicas. El día 28 hizo
público que dejaba de prestar obediencia al Papa cismático y el 1
de septiembre cursó una orden a todos los eclesiásticos franceses
presentes en Aviñón (la mayoría) para que se fuesen de la ciudad.
Por lo general, su orden fue obedecida.
Actuó el rey
francés de forma ejecutiva y sin dudar. Pero, en realidad, era un
mar de incertidumbre. Carlos temía quedarse solo. Esta vez tuvo al
rey castellano puntualísimamente informado hasta de cada vez que iba
a mear, para que Enrique no pudiera tangarle a base de protestar por
haberse quedado tirado. En agosto, envió el rey francés una
embajada a Castilla, presidida por el abad de San Medardo de
Soissons, con la misión de atar bien la fidelidad castellana.
Mientras tanto, también enviaba a su general Jean le Maingre,
conocido como Bocicaut, con tropas para tomar el control de Aviñón
y, de hecho, sitiar al Papa en toda regla dentro de su residencia.
Bocicaut prosiguió sus actividades invasoras por todo el condado de
Venaisin, contando con el apoyo de los cardenales regalistas, muchos
de los cuales, desde Villanueva, al otro lado del Ródano, excitaban
a la gente a rebelarse contra el Papa. Tras diversos enfrentamientos
y de destruir el puente de madera sobre el Ródano, la coalición de
militares y cardenales logró entrar en la ciudad, que fue entregada
al gobierno de los prelados.
En la noche del 27
al 28 de octubre, ya asediada la residencia del Papa, Bocicaut
intentó meter en el edificio a varios hombres usando una mina, pero
fue rechazado. El comportamiento de los soldados del rey no debió de
ser gran cosa, porque el caso es que las gentes de Aviñón se
volvieron contra Bocicaut y le echaron.
Éste, en todo
caso, no era el único problema. La temeraria acción del rey
francés, quien la verdad no había medido demasiado bien sus pasos
(cosa habitual en los franceses, que siempre se consideran más
listos de lo que realmente son); unida a la frialdad con que lo
apoyaron los ingleses (que siempre hacen lo mismo: excitan las
alianzas y luego las tratan como la mierda), hizo que, en realidad,
la principal consecuencia de la entrada de las tropas en Aviñón
fuese el disgusto y cabreo de Martín, el rey aragonés. Una flota
aragonesa, de hecho, apareció por el Ródano; Bocicaut, expulsado de
la ciudad y ahora con un fuerte enemigo ad portas, optó por
pactar una tregua. Ésta se firmó el 24 de noviembre de 1398; pero
no evitó que Pedro de Luna se tirase cuatro años encerrado en su
casa.
Donde sí tuvo
éxito la acción francesa fue en Castilla. Una nueva asamblea
clerical, celebrada en Alcalá de Henares, se mostró partidaria de
la sustracción de obediencia, decisión que se publicó el 13 de
diciembre de 1398. Por mor de esta decisión, pues, la Iglesia
castellana pasaba a no obedecer a nadie; literalmente, no tenía
Papa. Cortocircuito total con la Paloma.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario