La declaración de Salamanca
El tablero ibérico
Castilla cambia de rey, y el Papado de papas
Via cessionis, via iustitiae y sustracción de obediencia
La embajada de los tres reyes
La vuelta al redil
Para
ambos papas, el año 1408 se había convertido en una tormenta
perfecta, dado que prácticamente en todas las monarquías que
contaban algo en Europa se había instalado la idea de que había que
solucionar el problema de la Iglesia sin su concurso. El colegio
cardenalicio de Gregorio XII se reunió en Pisa, mientras que el de
Benedicto XIII lo hizo en Livorno; y ambos partidos comenzaron a
negociar a la vista de todos para acordar la celebración de un
concilio unificado. De Luna, a través de sus terminales, inició
negociaciones con los conciliares de Livorno y descubrió,
desalentado, que allí todo el mundo contaba con su cese. Como
sabemos, su reacción fue refugiarse en Aragón y convocar un
concilio con sus partidario en Perpiñán.
Llegó
De Luna a la ciudad francesa el 24 de julio de 1408, y lo
hizo casi clandestinamente. Toda la costa provenzal había demostrado
claramente qué es lo que pensaba de él en ese momento, negándole
el derecho a tocar puerto alguno. El 1 de noviembre, un concilio
formado por apenas cuatro gatos, que contaba con la hostilidad
declarada de Francia, comenzó sus sesiones, durante las cuales no
decidió gran cosa, pues no tenía capacidad de decidir. De hecho,
los legados de Carlos VI tenían las cosas tan claras que, en lugar
de apoyar las deliberaciones de Perpiñán como hubiese esperado el
Papa aragonés, lo que hicieron fue comunicarle que, en el caso de
que no ofreciese seguridades suficientes para el concilio unificado
de Pisa, convocado como sabemos para el 25 de marzo de 1409, Francia
ejercitaría de nuevo la sustracción de obediencia. Benedicto
contestó recordándole al rey francés que podía excomulgarle pero,
la verdad, ya daba igual. Al igual que ocurre con la economía en
general, el montaje papal católico, como casi cualquier otro montaje
religioso y eclesial, se basa en la confianza y el respeto. En
puridad, quien obedece a un Papa no tiene por qué obedecerle, pues
éste es representante de un poder que, demostrarse, demostrarse, lo
que se dice demostrarse, nunca se ha demostrado. Ésta es la razón,
sin ir más lejos, de que los papas católicos hayan tenido durante
muchos años posesiones y ejércitos, y que hoy en día, gracias a
Benito Mussolini, sean la cabeza de un Estado: algo tangible tienen
que tener para los tiempos duros. Pero lo que pasa cuando una
relación basada en el respeto y la confianza es que cuando éstos se
pierden, la cosa va cuesta abajo y sin frenos. Francia le había
perdido completamente el respeto a su Papa cismático y,
consecuentemente, en mayo de 1409 habría de ejercitar una
sustracción de obediencia de la que ya nunca regresó. ¡A un rey
francés con amenazas! Ni que llevase el Papa un chaleco amarillo...
Pisa,
llegado marzo, abrió sus sesiones. Era aquél, probablemente, el
concilio más apresurado de la Historia de la cristiandad. Se sabía
el qué, pero apenas se tenían las ideas claras sobre el cómo.
Aragón, reino crecientemente importunado por el trazo que estaban
teniendo las cosas, envió una delegación muy potente a la ciudad
italiana; miembros de ella fueron el arzobispo de Tarragona, el
gobernador de Cataluña, Gerau de Cervellón, más otros notables del
reino como Speraindeo Cardona, Vidal de Blanes y Pedro Basset. Este
equipo potente trató de tranquilizar los ánimos de los más
apasionados, pero no lo consiguió. A finales de junio, el concilio
dictó sentencia de deposición contra los dos papas, y se procedió
a la elección del nuevo en la persona de Pedro Filargi, quien el 23
de junio tomó el nombre de Alejandro V.
Conocedor
de la noticia y sabedor de que había perdido todo apoyo de Francia,
Benedicto se desplazó de Perpiñán a Barcelona. Por lo que se
refiere a su rival, Gregorio XII, aun protegido por Ladislao de
Nápoles pero literalmente sitiado por el resto de la cristiandad,
tuvo que salir de Roma.
De
los dos, quien mantenía una posición más fuerte era De Luna. Al
fin y al cabo, tenía el apoyo de los tres grandes reinos
peninsulares: Castilla, Aragón y Navarra. El peligro de que se
consolidase una Iglesia nacional hispana, que se obedeciese sólo a
sí misma, era un peligro real; y, de consolidarse en unas décadas,
luego sería dificilísimo dar marcha atrás (mírese, si no, el caso
de los anglicanos). Para que las cosas no mejorasen sino todo lo
contrario, el buen Alejandro V, que al parecer era un tipo que tenía
buenas ideas para reformar la Iglesia, fue víctima de uno de esos
momentos en los que la Paloma Muda dice, en poco tiempo, aquello de
donde dije digo, digo Diego. El buen Santo Padre, efectivamente, la
diñó casi inmediatamente de ser nombrado Papa, y fue sustituido por
uno de sus cercanos, Baltassare Cossa, quien eligió el nombre de
Juan XXIII (y es porque formalmente la Iglesia no reconoce a este Juan XXIII como Papa por lo que pudo haber otro Juan XXIII en el siglo XX).
La
victoria de Luis II de Anjou en la batalla de Roccamora supuso,
indirectamente, una gran noticia para Juan XXIII, pues parecía
asegurar el control de prácticamente toda Italia por sus
partidarios. Así las cosas, la prioridad marcada por el equipo del
Papa Juan fue ganarse la voluntad de Castilla, la pieza que los
romanos consideraban fundamental para deshacer el sudoku cismático.
Así pues, el Papa envió al cardenal Jordán Orsini y a Alamano de
Pisa; pero no conseguirían gran cosa.
El
28 de junio de 1412 se produjo un suceso de gran importancia en la
geopolítica ibérica cuando, en el conocido como Compromiso de
Caspe, el infante de Castilla fue elevado al trono de Aragón sin
que, por ello, perdiese su valor y sus posiciones en la Corte
castellana. Existen bastantes indicios de que Benedicto XIII trabajó
activamente para que Fernando de Castilla se convirtiese en Fernando
de Aragón, probablemente convencido de que podría manipularlo en su
favor. Sin embargo, los hechos habrían de demostrarse contrarios a
su diagnóstico, porque Fernando tenía una mente muy pragmática,
algo en lo que se parecía mucho a su hermano Enrique y, además,
estaba personalmente convencido de la necesidad de pacificar la
Iglesia, no de enfrentarla más.
A
pesar de que el concilio de Pisa había fracasado con bastante
claridad, los propagandistas de la reforma de la Iglesia lograron
hacerlo aparecer como lo que, probablemente, era además, esto es:
como un fracaso de los papas contendientes. La Iglesia católica
seguía partida en pedazos mientras que las alternativas, por así
decirlo, se nutrían de dicha desunión (los husitas, sobre todo).
Dado, además, que la confluencia entre Francia, Castilla e
Inglaterra no había dado sus frutos, el nuevo gran campeón de la
causa resultó ser Segismundo, rey de los romanos y futuro emperador.
Fue,
efectivamente, Segismundo quien activó su influencia temporal en la
política italiana para presionar a Juan XXIII quien, finalmente, a
finales de agosto de 1413, dio su brazo a torcer y convocó el
concilio universal que todos estaban pidiendo. En Tesserete, altos
legados del Papa y del emperador se reunieron en un workshop
para organizarlo todo y,
finalmente, el 30 de octubre de 1413 Segismundo pudo anunciar al
mundo la convocatoria del nuevo concilio, en Constanza, el 1 de
noviembre de 1414. El 9 de diciembre, Juan XXIII firmó las bulas de
convocatoria y prometió asistir personalmente. A todas luces,
confiaba en que el resultado de la asamblea de prelados fuese
nombrarle a él Papa
único. Lo cual demuestra que no conocía muy bien a Segismundo o
que, si lo conocía, confiaba en poder manipularlo.
Inglaterra,
Francia y la mayor parte de los pequeños Estados italianos aceptaron
con rapidez la idea del concilio. Sin embargo, eso que terminaríamos
por llamar España se mostraba alienado del proceso. La oferta de la
Iglesia cismática hacia castellanos y aragoneses era verdaderamente
muy potente; era mucho el poder y la capacidad políticas que las
monarquías ibéricas podrían llegar a acumular en el caso de apoyar
un papado que, por definición, ahora les sería fuertemente
dependiente. Y ese entramado de intereses era muy difícil de romper
a base de citar lecturas de los Evangelios porque, la verdad, en ésta
como en otras, la mayoría, de las grandes discusiones que han tenido
a la Iglesia por centro, los Evangelios han importado una mierda
pinchada en un palo. Importan, quise decir.
Ante
la actitud de los ibéricos, Segismundo deja claro que el concilio de
Costanza sólo será triunfante si se dan dos condiciones: la primera
de ellas, que todas las naciones de la cristiandad participen en él;
la segunda, que todos los que se dicen Papa dimitan o sean depuestos.
La
negociación con España era relativamente sencilla, dado que
Fernando acumulaba los cargos de rey de Aragón y regente de
Castilla, por lo que no había que buscar interlocutores distintos
para entenderse con Tordesillas y con Monzón. Segismundo, por eso,
manejó la posibilidad de hacer un desplazamiento al Mediterráneo,
tal vez a Marsella, Niza o Savona, para encontrarse allí con el rey
aragonés y negociar cara a cara. Para muñir este encuentro,
Segismundo organizó una potente embajada, dirigida por Ottobonus de
Bellonis, que llegó a Zaragoza a mediados de 1414. Una parte de
estos legados se dejó caer por Castilla, y la otra se quedó en
Aragón para participar en las conversaciones previstas en Morella
entre el rey Fernando y Pedro de Luna.
Fernando
y De Luna, efectivamente, se vieron en Morella, en una circunstancia
que supuso la celebración de fiestas y una inusitada concentración
de personas muy notables de los reinos castellano, aragonés y
navarro. Sin embargo, una vez que los oropeles dejaron paso a la mesa
de negociación, los casi dos meses de reuniones llegaron a bien poca
cosa. Benedicto, quien como no nos hemos cansado de decir era un muy
fino canonista, había encontrado un punto de ataque que era difícil
de contestar. O sea: él se mostraba dispuesto a abdicar su puesto
papal; pero se preguntaba, en ese caso, quién elegiría a los que
elegirían al nuevo Santo Padre. Porque, ciertamente, si a los papas
se los hacía dimitir, se admitía, desde el punto de vista del
Derecho canónico, que sus actos no habían estado iluminados por
Dios y, por lo tanto, eran inútiles a sus ojos. Pero eso, claro,
quería decir que casi todos, si no todos, los pollos que se reunían
en Constanza para nombrar un nuevo Papa debían el cargo que les daba
derecho a ello a un acto impuro e inválido.
En las manos de Pedro de Luna, pues, el problema cismático se
convertía en la típica pescadilla que se muerde la cola.
Benedicto
había propuesto que el coloquio de Morella girase en torno a tres
elementos básicos: la posibilidad de una conferencia entre el rey de
los romanos y el de Aragón en la que participase también
él; si se llegaba a la
situación de dimisión de los papas, definición de las personas que
habrían de elegir al nuevo; finalmente, revitalización de la via
compromissi, mediante una
reunión entre los tres papas contendientes (Benedicto, Gregorio y
Juan), intentando definir en ella cuál de ellos era el legítimo.
Al
parecer, aquel coloquio fue la típica negociación en la que los
contertulios entendían lo que les salía del pingo en cada momento,
pues es un hecho que tanto los partidarios de Benedicto como los de
Segismundo estaban convencidos de haber hecho prevalecer sus
propuestas, cuando el hecho es que eran antitéticas. El principal
punto de discusión, como ya he insinuado, fue el segundo, puesto que
no se logró convencer a Benedicto de que se podría encontrar a
algunos hombres buenos que garantizasen una elección ponderada.
Para examinar las tres cuestiones en litigio, de cualquier forma, se
nombró una comisión de la que formaban parte: Juan de Tordesillas,
obispo de Segovia; los obispos de Salamanca y de Zamora, Diego
González de Fuensalida; el almirante de Castilla; un influyente
dominico, fray Diego; fray Fernando de Illescas; Berenguer de
Bardaxí; y Juan González de Acevedo.
Morella
terminó, la verdad, con una nueva patada a seguir. Una embajada
formada por legados castellanos y aragoneses fue enviada a Constanza
con el ruego de obtener de los padres conciliares un aplazamiento de
sus discusiones, que otorgase el espacio necesario para que Fernando
I de Aragón y Segismundo pudiesen celebrar una entrevista. Formaban
parte de esa embajada Fuensalida, el obispo de Zamora; Juan
Fernández, señor de Híjar; y Pedro de Falchs. El 7 de septiembre
de 1414, Bellonis salió de regreso a Alemania.
Como
ya he dicho, Pedro de Luna salió de Morella creyéndose ganador. En
su idea, y de hecho así se lo dijo a los embajadores
castellano-aragoneses, lo que se había acordado allí era la firme
decisión de declarar el concilio de Pisa como totalmente ilegal (lo
cual apartaba hacia el arcén a Juan XXIII), por lo que todo lo que
quedaba era ejercer finalmente la via compromissi,
es decir, aceptar como principio teológico-político que, o bien él
mismo, o bien Gregorio, era el Papa guay.
Una
demostración más de que se alejaba, peligrosamente para él, de la
realidad.
Los Papas católicos son una figura muy importante dentro de la Iglesia Católica.
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