La declaración de Salamanca
El tablero ibérico
Castilla cambia de rey, y el Papado de papas
[Yo lo aviso: a partir de aquí, el temita del cisma se pone teológico y tal. Comienzan los repechos. Lo digo por si te quieres bajar de la bici, vaya.]
Pedro de Luna, pleno conocedor del hecho de que le debía el solio a los franceses, se mostró rápidamente como un Papa decididamente partidario de la política gala. Ésta, sin embargo, necesitaba de aliados en Europa que contrarrestasen el poder inglés, y es por ello que el primer y fundamental reto que se planteó Benedicto fue lograr un acercamiento con Castilla y con Aragón. La operación, además, para salir verdaderamente bien, debería garantizar dichos acercamientos a la vez, sobre todo en lo que se refería a la patria chica del pontífice, para así lograr un espacio geopolítico procismático coherente, continuado y multinacional.
Pedro de Luna, pleno conocedor del hecho de que le debía el solio a los franceses, se mostró rápidamente como un Papa decididamente partidario de la política gala. Ésta, sin embargo, necesitaba de aliados en Europa que contrarrestasen el poder inglés, y es por ello que el primer y fundamental reto que se planteó Benedicto fue lograr un acercamiento con Castilla y con Aragón. La operación, además, para salir verdaderamente bien, debería garantizar dichos acercamientos a la vez, sobre todo en lo que se refería a la patria chica del pontífice, para así lograr un espacio geopolítico procismático coherente, continuado y multinacional.
Francia
tenía la intención de dirigir y promover la agenda de San Maturino
en su beneficio. El 2 de febrero de 1395, reunió a una Asamblea
general del clero francés, la cual, como un solo hombre, dio su
pleno visto bueno al esquema inventado por los jurisconsultos. Esto
suponía activar un primer gesto, que como hemos visto se conoció
como via cessionis,
por el cual la cristiandad colocaba el reloj a cero mediante la
renuncia de los dos papas vigentes. No ha de extrañar el movimiento.
Francia había impulsado el nombramiento de Benedicto XIII; pero, al
mismo tiempo, era lo suficientemente pragmática como para saber que
las resistencias al bando cismático eran muy fuertes en Europa. En
esas circunstancias, la única política posible era eliminar el
cisma como tal, pero eliminando, al mismo tiempo, al partido romano;
lo que dejaba el espacio libre para la instrumentación de un Papado
como el que de hecho ya había existido antes de que la institución
se geminase, esto es casi plenamente entregada a Francia como
potencia europea. De hecho, durante el cónclave que eligió al
aragonés De Luna, todos los cardenales que participaron fueron
obligados a jurar que harían todo lo que estuviese en sus manos para
acabar con el cisma, lo cual nos da la pista de que los francos
esperaban que el juego revuelto les favoreciese.
Desde
un primer momento, los franceses tuvieron claro que no era en modo
alguno posible descartar la posibilidad de que la via
cessionis hubiese de imponerse
mediante el uso de la fuerza. Por su Papa
no tenían grandes inquietudes, aunque probablemente a esas alturas
ni se imaginaban la insondable terquedad del personaje al que habían
elevado al solio; pero, desde luego, pensaban que no era en modo
alguno descartable que al otro Papa hubiera que bajarlo del trono de
San Pedro, ejem, a hostia limpia. Y aquí es donde entraban a jugar
muy en particular los dos reinos españoles o ibéricos; porque si
bien los franceses sabían que los castellanos eran de su palo y que
los aragoneses tampoco querían malquistarse con ellos por razones de
pura vecindad, también sabían que, lo mismo, si Carlos VI decidía
mover tropas y entrar en Italia con la Roomba a barrer pelusas, no
estaba nada claro que fuesen a decir que sí sin más.
Los
franceses enviaron a Aragón a Jean de Chambrillac. En realidad,
Chambrillac fue un embajador emboscado, puesto que, oficialmente, si
se desplazó a la comunidad autónoma fue para
negociar el matrimonio de Carlos de Albret con Juana de Aragón; su
misión verdadera, sin embargo, era otra. Por lo que se refiere a la
Corte castellana, el enviado fue Pierre de Vilaines, conde de
Ribadeo. Ambos, en todo caso, recibieron de ambos reyes ibéricos
largas y palabras abstractas. Tanto Enrique III como Juan I se
mostraban proclives a ayudar a los designios franceses y, en general,
declaraban que la melodía de San Maturino no les parecía nada
descabellada. Pero, taimados ellos, o más bien sabiendo muy bien lo
cabronamente taimados que podían llegar a ser los franceses, ponían
ambos como condición, para apoyar aquel esquema, que se les dejara
claro por adelantado qué tipo de medidas se
iban a poner en juego para imponer la solución al cisma recetada por
los sorboneros. En otras palabras: eran conscientes de que Francia
estaba dispuesta a ir a la guerra si era preciso, y lo querían saber
porque ellos, la verdad, no tenían ni puta gana.
Por
otra parte, Aviñón y París no dejaron de intercambiar visitas de
jerifaltes, todas ellas llenas de buenas palabras. Pero como quiera
que por la vía amable no se conseguía nada, finalmente el rey
Carlos envió a una potente embajada, formada por los duques de
Berri, Borgoña y Orleáns, que se llegaron a Aviñón con el encargo
de arrancarle a Pedro de Luna la dimisión.
Para
los tres duquesitos franceses, sin embargo, habría sido más fácil
absorber todo el caudal del Ródano por el culo que convencer a aquel
aragonés rocoso. Pedro de Luna, sobre ser un tipo imposible e
infatuado, era, además, un expertérrimo
canonista, lo cual quiere decir que, en cuestiones de legislación
papal, se las sabía todas mejor que nadie. Fino teólogo como era,
rápidamente le dijo a los legados franceses una verdad de libro: el
Papa, en realidad, está por encima de la Iglesia. Esto, en el diseño
inicial de la misma, no era así, para qué negarlo. Pero en el siglo
XIV los tiempos en los que el Papa era, de facto,
un primus inter pares, habían
pasado a la Historia.
Al
Papa, pues, nadie le podía, ni le puede, decir que se vaya. Salvo Dios,claro, pero la
verdad es que los signos de su Palabra siempre han sido muy
controvertidos. Los papas dimiten, pero porque les sale del escroto; nadie puede cesarlos porque
nadie, literalmente, está por encima de ellos. Ellos son el último
ladrillo de la pirámide del poder, el que está más alto; no hay
poder en la Tierra que los pueda echar, cuando menos en el terreno
teológico. Esto Pedro de Luna lo sabía, como sabía, y en esto
segundo la verdad es que llevaba toda la razón, que los diseñadores
de la via cessionis no
se habían parado a pensar que si los dos Papas renunciaban a su
cargo, lo que estarían haciendo era reconocer ambos que eran
ilegítimos; con lo que, en el fondo, la cristiandad quedaría en
peor situación todavía que la que se quería resolver. De Luna
consideraba que la única forma de cerrar el cisma es que o bien
unos, o bien otros, acabasen perdiendo; y punto pelota.
De
Luna, pues, consideraba que la via cessionis era
un meconio de puta madre. Por eso mismo propuso una vía alternativa,
que denominó via iustitiae,
consistente en la fijación de un lugar neutral en el que se
reunirían los dos pontífices adversarios, asistidos por comisiones
mixtas, de modo y forma que serían ellos los que acabarían por
decidir cuál de los dos era el verdadero Vicario de Cristo (porque, por lo que se ve, ni siquiera el Papa confiaba en que Dios fuese a dar alguna señal en el sentido de sus preferencias; que, la verdad, es lo más lógico de esperar).
Era un
movimiento bastante ladino, aunque grueso. Tan, tan grueso y evidente que hasta un francés lo podía
ver. Pedro de Luna, con su via iustitiae,
lo que hacía era derivar el final del cisma ad calendas
graecas, pues todo el mundo
sabía que esa reunión, de producirse, terminaría sin acuerdo. Así
las cosas, los aristócratas franceses siguieron intentándolo hasta
que se cansaron y acabaron por enviar un email a París informando de
que con aquel puto aragonés de los cojones no había manera de llegar a ningún acuerdo que no fuese darle la razón.
Carlos, mosqueado como sólo se mosquea un francés cuando alguien
osa dudar de su grandeur,
decidió dejarse de conachadas canónicas y ordenó al
colegio de cardenales, a la Curia cismática pues, que le era en todo
fiel, que se pusiera de su lado. Pero dio igual: Benedicto pasó
también de ellos. De hecho, montó su propia comisión de cardenales
que estudió las mejores formas de acabar con el cisma (que,
casualmente, fueron las suyas); comisión que le comunicó a la Corte
de París sus conclusiones a través del obispo de Tarazona, de
Fernán Pérez Calvillo y de Pedro Blavi.
El
hecho de que estas tres personas fuesen aragoneses ya nos da una
pista sobre dónde pisaba con más fuerza Pedro de Luna. De hecho,
Juan I de Aragón se apresuró a enviar a Francés de Villamarín a
París para apoyar decididamente la acción del Papa cismático
frente al rey francés. Por su parte, Enrique III, desde el sitio de
Gijón, donde se encontraba haciéndole la guerra su tío, Alfonso el
conde de Noreña, escribió y firmó una serie de cartas con el mismo
contenido, que el obispo de Cuenca se encargó de llevar a París. En
esas cartas, que fueron tres y fechadas el 30 de julio de 1395, el
rey castellano le dice a los franceses, entre otras cosas: sed
ciertos que mi intencion es de non estar a qualquiere conclusion que
sea tomada sin yo ser requerido ni lo saber.
En otras palabras, el rey castellano le dedica algunas palabras al
apoyo y el cariño hacia el Papa aragonés; pero el mensaje
fundamental que le traslada al rey francés es que se ha puesto como
el puma de Baracoa cuando se ha enterado de que Carlos ha intentado
resolver el problema por su cuenta y riesgo, sin consultar. Pues sí,
a aquellos castellanos del siglo XIV les asombraba que los franceses
hiciesen de su capa un sayo, asumiendo que los demás dirían amén.
Con los siglos, eso sí, ya nos hemos ido acostumbrando.
La
terquedad de Pedro de Luna, la embajada aragonesa y, sobre todo, las
cartas castellanas, perladas de reproches poco comunes entre aliados,
provocaron un hecho histórico y muy poco frecuente: los franceses no
sólo se dieron cuenta de que se habían equivocado, sino que
rectificaron. Carlos formó un nuevo grupo negociador, encabezado por
el patriarca de Alejandría, Simón Cramaud; y completada con otros
espadas importantes como Colart de Taleville, Gille des Champs y
Thibaut Hocie, junto con algunos jurisconsultos sorboneros, y lo
envió a las cortes castellana y aragonesa. Las mayores esperanzas de
aquella embajada eran de ablandar un poco a Juan I de Aragón, puesto
que la cosa con KKK (Kike el Kastellano) estaba bastante jodida. Sin
embargo, hasta eso les salió mal, pues en medio de todo el viaje,
Juan la palmó, y fue sucedido por Martín I, conocido en la Historia
como Martín el Humano, que era un decidido partidario de Pedro de
Luna.
La
embajada le ofreció a Enrique situar las responsabilidades para la
solución del cisma dentro de la vieja alianza militar
franco-castellana, lo cual suponía sujetar las previsiones y
acciones que se llevaren a cabo al acuerdo entre los socios. Se
decidió, pues, diseñar una acción común, para cuyo diseño
Enrique despachó en el AVE hacia París a Bertrand Malmont, obispo
de Mondoñedo, Pedro López de Ayala, fray Fernando de Illescas y
Alfonso Rodríguez. A cambio, se aceptaba como principio la necesidad
de abordar la via cessionis.
Es muy
lógico suponer que París tenía noticias bastante precisas de la
embajada castellana y de las noticias que traía de que los españoles
aceptaban la estrategia montada por París para resolver el cisma.
Sin embargo, esta embajada fue lentísima, entre otras cosas porque
hubo de parar en Aviñón y gastar allí jornadas preciosas. Un
tiempo que fue de oro para los siempre maniobreros franceses.
El 16
de agosto de 1396, todavía a la espera en la Corte de la llegada de
los castellanos, el clero francés celebró una nueva Asamblea. Esta
asamblea, lógicamente, se producía ya bajo las noticias de que los
pontífices que debían generosamente ceder sus tiaras en la via
cessionis no estaban dispuestos
a hacerlo, muy notablemente el aviñonés. Por esta razón, los curas
franceses, teledirigidos por los heraldos reales, avanzaron la teoría
de que, si los Papas no acordaban retirarse ellos mismos, podían ser
obligados a hacerlo por las monarquías que les prestaban su apoyo
mediante el gesto de retirárselo. A esto los franceses lo llamaron
sustracción de obediencia,
y fue, la verdad, una mierda de idea. Pero, claro, franceses
juntándose en una sala para parir entre todos una mierda de idea
tampoco es que sea algo muy novedoso.
El
duque de Orleáns, al que hemos visto en la triple embajada enviada
por el rey Carlos para doblar la cerviz del Papa cachirulo (y
marichulo), no sólo no había conseguido convencer a Pedro de Luna
sino que, en puridad, se convirtió en un benedictista acérrimo. Por
eso, trabajó en aquella asamblea del clero para aplazar la
aplicación de las medidas acordadas, para dar tiempo a que una
última embajada ante el aragonés tratase de evitar males mayores.
Por
otro lado, la marcha de la llamada como Guerra de los Cien años hizo
pensar que tal vez Inglaterra podría llegar a sumarse a la via
cessionis, aunque ya entonces
los europeos continentales eran ya bastante conscientes de que a
Inglaterra le cuesta bastante apuntarse a ideas que no sean suyas
(aunque las suyas sean una mierda de ideas). Francia y sus aliados
habían llegado a una serie de treguas con los ingleses, por lo que
se reputaba posible negociar. El hecho de que Ricardo II hubiese
pedido la mano de la princesa Isabel mejoraba todavía más las
cosas.
En
octubre de 1396, en este ambiente, se pensó que si Francia, Castilla
e Inglaterra formaban una embajada conjunta que
se fuese a Roma y a Aviñón a decirle a los Papas que tenían que
bajarse la sotana por debajo de las rodillas, a éstos no les
quedaría otra que obedecer. Carlos y Ricardo hablaron de esto
durante la boda del segundo de ellos, a cuyo fiestón acudió el rey
francés. El plan era el siguiente: a los dos pontífices se les
diría que tenían hasta el día de San Miguel de 1397 para dimitir;
si no lo hacían, se produciría la sustracción de obediencia.
Un francés, un inglés y un español
se van a ver al Papa y le dicen (…) ¿A
que parece un chiste? Pues no lo fue, no. Pero, eso sí, salió como
la rana.
JAJAJAJAJ MUY AMENO. ASI CONTADA LA HISTORIA HASTA GUSTA.
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