Introducción/1848
Elecciones
Trump no fue el primero
Qué cosa más jodida es el Ejército
Necesitamos un presidente
Un presidente solo
La cuestión romana
El Parlamento, mi peor enemigo
Camino del 2 de diciembre
La promesa incumplida
Consulado 2.0
Emperador, como mi tito
Todo por una entrepierna
Los Santos Lugares
La precipitación
Empantanados en Sebastopol
La insoportable levedad austríaca
¡Chúpate esa, Congreso de Viena!
Haussmann, el orgulloso lacayo
La ruptura del eje franco-inglés
Italia
La entrevista de Plombières
Pidiendo pista
Primero la paz, luego la guerra
Magenta y Solferino
Vuelta a casa
Quién puede fiarse de un francés
De chinos, y de libaneses
Fate, ma fate presto
La cuestión romana (again)
La última oportunidad de no ser marxista
La oposición creciente
El largo camino a San Luis de Potosí
Argelia
Las cuestiones polaca y de los duques
Los otros roces franco-germanos
Sadowa
Macroneando
La filtración
El destino de Maximiliano
El emperador liberal y bocachancla
La Expo
Totus tuus
La reforma-no-reforma
Acorralado
Liberal a duras penas
La muerte de Víctor Noir
El problemilla de Leopold Stephan Karl Anton Gustav Eduardo Tassilo Fürst von Hohenzollern.Sigmarinen
La guerra, la paz; la paz, la guerra
El poder de la Prensa, siempre manipulada
En guerra
La cumbre de la desorganización francesa
Horas tristes
El emperador ya no manda
Oportunidades perdidas
Medidas desesperadas
El fin
El final de un apellido histórico
Todo terminó en Sudáfrica
El plan de Pélissier era, básicamente, hacer lo que le saliese del culo. Muchos de sus generales, y el tocahuevos del emperador desde París, seguían dale que dale con el temita de la invasión desde el interior. Pélissier, sin embargo, era un buen estratega, y sabía perfectamente que sus posibilidades atacando por el norte eran absolutamente menores. Así que decidió que lo único que podía hacer era atacar las defensas de Sebastopol por el sur: el llamado Mamelon Verde, las Obras Blancas y, en general, todo el conjunto de protecciones que tenía por centro la Torre Malakov. Ranglan se mostró de acuerdo con la táctica. Juntos diseñaron una acción de la flota en el Kertch que logró destruir los aprovisionamientos rusos. Ante este éxito, Pélissier juzgó que ya era momento de atacar las posiciones enemigas. Las operaciones le fueron encargadas al general Forey, a quien ya hemos visto en estas notas repartiendo hostias por las calles de París.
El 6 de junio, los aliados comenzaron un intenso bombardeo sobre el Mamelon y las Obras Blancas. El 7 por la tarde, comenzó el asalto de artillería, que se hizo con ambas posiciones en una media hora. Sin embargo, allí les pudo el orgullo francés. Con ese tipo sentimiento bélico galo que tiende a pensar que tras toda victoria ya todo el monte es orgasmo, las tropas y sus oficiales se fueron, ufano el ademán, hacia la Torre Malakov. Esa fortaleza, sin embargo, eran palabras mayores. Allí los rusos les dieron hasta en el hueco popliteo, obligándoles a retirarse desordenadamente. La consecuencia de aquel ataque poco reflexionado fue, además, que los rusos retomaron el Mamelon.
El 14 de junio, llegó a Sebastopol el cablegrama del emperador, en el que se mostraba súper contento con la victoria (porque los franceses hasta de las cagadas hacen victorias) y reclamando que se iniciase la campaña de movimiento desde el norte. En otras palabras: el comandante en jefe de las Fuerzas Armadas francesas parecía no entender que lo poco o mucho de positivo que cabía sonsacar de la acción del Mamelon, lo era porque la táctica que él mismo exigía no se había seguido.
La reacción de Pélissier fue la típica de un militar criado a los pechos del bonapartismo: o se me deja diseñar a mí la táctica, o aquí tiene usted el mando, mi comandante. De hecho, para destacar bien claro que a él todo lo que le importaba era su criterio, sin esperar a que le contestasen a su órdago, ordenó un nuevo ataque. El 18 de junio, los ingleses marcharon sobre el llamado Gran Redan, los franceses sobre el Pequeño Redan y Malakov. Aquello fue una acción de sangre y pelotas, dicho sea en términos pattonianos; y salió mal como salen casi siempre esas acciones, salvo cuando las diseñaba el propio Patton, claro. Sobre el campo de batalla había tanta gente muerta que se pactó una tregua de un día para poder enterrarlos.
Si Francia había sobrevivido a la primera acción sobre Malakov porque, al fin y al cabo, tenía agarraderas para decir, y para decirse, que había sido una victoria, cuando supo de la segunda ya no le quedó nada que rascar. La acción sobre el Redan y Malakov no tenía nada de positivo; había sido una mierda en sí misma y era, además, la primera señal seria de que los aliados podían acabar perdiendo aquella guerra que hasta entonces habían dado por segura. Fue entonces, y sólo entonces, cuando a las casas comenzaban a llegar esquelas orladas de negro a cascoporro, cuando los franceses comenzaron a preguntarse qué coño hacían en Crimea y, sobre todo, cuál podía ser el montante final de la factura a pagar por aquella aventura.
En esas circunstancias, para el Imperio no había otra alternativa que tirar para delante. Bueno, había otras; pero estamos hablando de franceses. El 2 de julio, Napoleón convoca al Cuerpo Legislativo y le hace votar una nueva leva de 140.000 hombres, un préstamo de 750 millones y subidas de impuestos. El emperador está dispuesto a tirar a la juventud francesa por el sumidero crimeo. El emperador, demás, cesó a Pélissier, y lo hizo con una carta en términos tan duros que él mismo ordenó que fuese interceptada en Marsella.
En el teatro bélico, las cosas no van bien. El cólera ha aparecido de nuevo y las tropas aliadas han perdido el 28 de junio a Lord Ranglan, sustituido por Sir James Simpson. Sin embargo, tampoco van bien para los rusos. La moral en Sebastopol se disuelve, a causa de las grandes bajas, de las enfermedades, las privaciones y el hecho de que los dos grandes héroes de la resistencia están en el dique seco, Todleben herido y Nakhimov, muerto. El general Gortchakov sustituye a Menshikov; pero tiene el mismo problema que su contrincante Pélissier, ya que le cuesta sintonizar con su zar. El 16 de agosto, tratando de desatascar la situación, los rusos lanzan un ataque sobre las posiciones aliadas; el ataque, sin embargo, fracasa estrepitosamente.
Esta derrota acaba de convencer a Gortchakov de que la defensa de Sebastopol es imposible, y así lo confiesa en una carta urgente a San Petesburgo. Incluso Todleben es partidario de evacuar el sur de la ciudad.
Pélissier sigue al mando. Sus cablegramas al emperador, cada vez más optimistas, lo han salvado. Eso sí, el ejército aliado está al límite de sus fuerzas, forzado a someterse a una segunda hibernada consecutiva. Sus trincheras están apenas a 25 metros de la Torre Malakov, cuarenta del Pequeño Redan y doscientos del Gran Redan. Se decide realizar un asalto el 8 de septiembre, preludiado por un bombardeo.
A mediodía del 8, efectivamente, las tropas aliadas saltan de sus casernas y trincheras. La lucha fue muy intensa, pero corta. En el momento en que los aliados lograron controlar las baterías artilleras rusas, ya nada les detuvo hasta el pico de la torre, donde hicieron ondear sus banderas. El Pequeño Redan se tomó prácticamente al mismo tiempo; sin embargo, en el Gran Redan los ingleses se hubieron de enfrentar a una lluvia de metralla que los hizo retroceder. El contraataque fue tan fuerte que las tropas que estaban en el Pequeño Redan tuvieron que evacuarlo de nuevo; la sensación era de que el sentido de la batalla iba a cambiar. Sin embargo, las posiciones de Malakov y Mamelon se mantuvieron. Esto fue lo que decidió la batalla. En algún momento de la tarde, Gortchakov se convenció de que ya no tenía fuerzas ni capacidad para evacuar a los aliados de las posiciones donde se encontraban. El gran valedor de la resistencia aliada será un general de larga trayectoria tanto militar como política en la Historia de Francia: Marie Edmé Patrice Maurice de Mac Mahon, el hombre que tomó la Torre Malakov y que, ante las sugerencias de Simpson en el sentido de abandonarla, le dejó claro que j'y suis, j'y reste, sin más. Aguantó un embate tras otro, como Rocky Balboa, hasta que los rusos se quedaron sin pegada y tocaron retirada; la orden para ellos era abandonar Sebastopol esa misma noche.
Siguieron unas horas de destrucción total en la ciudad. Los rusos se aplicaron a dejarle a los aliados una ciudad completamente inútil; cualquier cosa que pudiera servir para algo fue quebrada o quemada. Los rusos volaron las armerías, tiraron las piezas de artillería al mar. Pélissier entró el 10 de septiembre en una ciudad silenciosa y arrasada. Para entonces, el emperador ya lo había hecho mariscal de Francia.
Ahora que tanto en lo Inválidos como en Hyde Park había sonado el disparo de cañón que todo el mundo esperaba en París y Londres, el cañonazo que, todos los sabían, tenía que anunciar la caída de Sebastopol, las calles estaban henchidas de alegría como siempre que se cree una guerra ganada y se supone que esa victoria va a dar paso a otro mundo. El mundo, sin embargo, seguía siendo básicamente el mismo, y el emperador lo sabía. Así pues, toma dos decisiones inmediatas. La primera es enviar a Canrobert a Estocolmo, con instrucciones de pulsar la posibilidad existente, ahora que los aliados podían exhibir una victoria, de ampliar la nómina de coligados. La segunda es ordenarle a Pélissier que realice una campaña militar en toda Crimea; que no se limite a Sebastopol. El general, sin embargo, es consciente del estado de su tropa, y se hará básicamente el orejas.
Porque éste es el tema. Aquéllos que, en lo peor de las operaciones militares de Crimea, clamaban por las calles de París preguntándose, retóricamente, exactamente para qué se había iniciado aquella guerra, no estaban exentos de razón. ¿Qué consecuencias iba a tener, de verdad, aquella splendid little victory? El emperador esperaba que, cuando menos, haber doblado la rodilla del gigante ruso supusiera la resurrección del Estado polaco. El problema, sin embargo, lo tenía en su propia alianza. George William Frederick Villiers, cuarto conde de Clarendon, normalmente conocido como “el gran Lord Clarendon”, y que estaba llamado a ser secretario de Estado del Foreign Office para cuatro gobiernos británicos diferentes, era un decidido enemigo de esta idea; y, en consecuencia, la bombardeó con eficiencia. Walewski, enviado a Viena para sondear la actitud austríaca, se encontró con un Imperio todavía más renuente a la idea. Así las cosas, el gran, principal objetivo por el cual se podría decir que se había lanzado la guerra de Crimea quedaba en stand by.
Así las cosas, lo que queda es cerrar el chiringuito con honor. El 15 de noviembre, aprovechando el acto de clausura de la Exposición de París, el emperador toma la palabra para declarar que no odia a nadie, y que lo mejor sería dictar el fin de las hostilidades. Walewski comienza conversaciones en París con el embajador de Sajonia (que era un chuleta, claro). Pero Inglaterra no está por la labor. Londres, al contrario que París, sí tenía muy claro por qué había impulsado la guerra de Crimea. Su objetivo era debilitar a Rusia en el teatro asiático, donde sus intereses eran crecientes. De hecho, la opinión pública británica es de la opinión de que parar ahora sería necedad. Un sentimiento en el que no deja de pesar que, en realidad, en la batalla final de Sebastopol ellos, en realidad, se hicieron un Yolanda Díaz, es decir, restaron más que sumaron.
Víctor Emmanuel, el rey de Piamonte, se presenta en París, acompañado de Cavour. Es un tipo joven, chulesco, muy italiano que, viudo, vive, con conocimiento público, con su amante, La Rosina, hija de un guardia de Corps. Es ostentoso y bastante heterodoxo; lo que no le ha impedido confesarle al embajador francés en Italia que considera a Luis Napoleón “un recién llegado entre nosotros”, refiriéndose a las testas coronadas. El rey italiano, en todo caso, está en París para ver qué puede conseguir de la potencia emergente que acaba de humillar al oso ruso. Y Napoleón pica. Una tarde, paseando por Compiègne con Cavour, le insta a comunicarle a Walewski “qué es lo que ustedes creen que podemos hacer los franceses por la causa italiana y del Piamonte”.
Si el emperador pensó que podía hacer esa confidencia en secreto, es que no sabía con quién se estaba jugando los cuartos. La noticia de que Francia estaba pensando en “arreglar” la cuestión italiana tardó cero coma en llegar al despacho de Buol en Viena. Inmediatamente, el Imperio contraataca.
La mejor manera de disolver el problema italiano, o eso piensa Viena, es cerrar la herida crimea lo antes posible. Así las cosas, la diplomacia austríaca se descuelga con una propuesta para el final de la guerra, basada en los cuatro puntos de la nota francoinglesa de 1853, más algunas cuestiones de detalle, la más importante de todas ciertas correcciones en la frontera de Besarabia. La propuesta, sin embargo, llega algo tarde. En el Cáucaso, las tropas rusas le han tomado a los turcos la fortaleza de Kars; la moral militar rusa ha cambiado de signo otra vez y, por lo tanto, el zar Alejandro II ya no tiene tanta prisa por una paz. Deja claro que podría llegar a firmar un armisticio; pero, desde luego, en ese documento no figuraría la menor cesión territorial por su parte. Sin embargo, el hecho de que el kaiser Federico Guillermo de Prusia intervenga en ese momento, cerrando con ello la puerta a que Rusia pudiera esperar de Prusia la menor corriente de solidaridad, le convence de que debe aceptar; las condiciones austríacas lo son, en efecto, el 16 de enero de 1856.
Ya hay paz. Ahora lo que hay es que ponerle apellidos, y eso se hará en un congreso que queda convocado en París. En Francia todo el mundo, y el primero de ellos su primer ciudadano Napoleón III, concibe aquel congreso de París como una revancha del Congreso de Viena.
La reunión se abre el 26 de febrero de 1856. De todas las grandes potencias europeas, falta una: Prusia, porque Inglaterra la ha vetado. Pero allí está Alexei Fiodorovitch Orlov, príncipe Orlov y hombre fuerte de Rusia; además de Clarendon, Buol, Ali Pacha o Cavour, bajo la presidencia del ministro Walewski. El aperitivo del congreso, obviamente, es la firma del armisticio.
Napoleón III sacó sus cartas muy pronto, proponiendo que el Congreso deshiciese formalmente las decisiones de 1815. Inglaterra, sin embargo, se opuso frontalmente. Luego, Francia trató de sacar a pasear las cuestiones polaca e italiana y, nuevamente, Clarendon sacó el pañuelo verde y devolvió el toro al corral. Así las cosas, se discute, sobre todo, la desmilitarización del Mar Negro, estableciendo que ningún Estado ribereño podrá tener flota de guerra. Se discutió también la instrumentación de garantías turcas hacia los cristianos residentes en sus Estados.
Se establecieron controles internacionales para la circulación en el Danubio, tras lo cual se pasó al espinoso asunto de los principados rumanos. Tras muchas discusiones, Rusia acabó aceptando su renuncia al protectorado sobre los mismos. Napoleón III propuso unificar Valaquia y Moldavia en un solo Estado independiente, algo a lo que Austria y Turquía, siempre temerosas hacia la aparición de unidades políticas fuertes en la zona, se opusieron.
El elemento más sobresaliente, en todo caso, fue la actitud de Francia. Napoleón III, probablemente, había llegado al Congreso de París convencido de que del limón inglés ya no iba a sacar más zumo. Probablemente, lo que terminó de deprimirlo fue la negativa con pies en pared de los ingleses a la hora de hacer juego revuelto con el Congreso de Viena que, para los franceses, era y sigue siendo el punto más bajo de su Historia (sí: más que Hitler viéndoles capitular en un vagón). El emperador se dio cuenta de que, si seguía aliado con Londres, los objetivos fundamentales que se tenia marcados para terminar de destruir la obra de Metternich: Polonia e Italia, nunca serían posibles.
Así pues, en las muchas fiestas y cuchipandas que se montaron durante el congreso, Francia comenzó a mostrarse extremadamente obsequiosa con quienes formalmente todavía eran sus enemigos, es decir: los rusos. Napoleón III era un yonqui de la política. Siempre estaba buscando un salto mortal más complicado.
Hasta que se la pegó, claro.
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