El chavalote que construyó la Peineta de Novoselovo
Un fracaso detrás de otro
El periplo moldavo
Bajo el ala de Nikita Kruschev
El aguililla de la propaganda
Ascendiendo, pero poco
A la sombra del político en flor
Cómo cayó Kruschev (1)
Cómo cayó Kruschev (2)
Cómo cayó Kruschev (3)
Cómo cayó Kruschev (4)
En el poder, pero menos
El regreso de la guerra
La victoria sobre Kosigyn, Podgorny y Shelepin
Spud Webb, primer reboteador de la Liga
El Partido se hace científico
El simplificador
Diez negritos soviéticos
Konstantin comienza a salir solo en las fotos
La invención de un reformista
El culto a la personalidad
Orchestal manoeuvres in the dark
Cómo Andropov le birló su lugar en la Historia a Chernenko
La continuidad discontinua
El campeón de los jetas
Dos zorras y un solo gallinero
El sudoku sucesorio
El gobierno del cochero
Chuky, el muñeco comunista
Braceando para no ahogarse
¿Quién manda en la política exterior soviética?
El caso Bitov
Gorvachev versus Romanov
Os he dicho antes que las ideas de Kosigyn, en el sentido de que había que hacer algo con la URSS y muy especialmente con su economía, estaban más difundidas de lo que se creía. En la URSS había mucha gente, incluso puteros, que vivía el día a día de un sistema que no funcionaba, un sistema en el que cuando algo fallaba se descubría que en realidad no había nadie responsable de que funcionase; un sistema en el que los objetivos se incumplían a base de decir que se habían cumplido y punto pelota; y tantas y tantas cosas más. Por lo demás, aunque la clase política soviética no fue otra cosa que una mafia, una elite extractiva que todo lo hacía para garantizarse su vida muelle, sus grandes apartamentos, economatos, su vodka y sus putas, siempre había, porque siempre hay, gente a la que el tema del buen gobierno le preocupaba un mínimo. Y luego estaban las ambiciones de Yuri Andropov, que pronto veremos. A todo este magma difícil de localizar, el culto a la personalidad de Breznev y la radical concentración de poder en su persona no les gustaba.
Breznev comenzó a sufrir de mala salud, sobre todo cardíaca. La rumorología de pasillo comenzó a transmitir la idea de que no se había recuperado adecuadamente de sus ataques; de que tenía problemas para respirar; y de que apenas trabajaba un par de horas diarias, porque para el resto ya no tenía energía. Efectivamente, en las grandes reuniones se le podía ver allí sentado, como puesto por el Ayuntamiento, con la expresión ausente de los afiebrados. La radio y la televisión cesaron en la retransmisión directa de sus discursos, y pasaron a emitir resúmenes que incluían el principio y el final de los mismos.
En esta situación, y muy a pesar de Breznev y, sobre todo, de Chernenko, el Politburo adquirió de nuevo la importancia que había tenido en el pasado. Por eso el 26 congreso no atestiguó ningún cambio en su composición: fue una imposición de los miembros del órgano, quienes estaban convencidos de la máxima ignaciana de que en tiempos de crisis lo mejor es no hacer mudanza. La decisión, pues, fue dejar las cosas como estaban, para así poder tener una estructura de poder estable que garantizase la transición. Todo el mundo era consciente de que el larguísimo mando de Breznev, y su total acumulación de poder, serían muy difíciles de reproducir.
Chernenko pudo estar formalmente de acuerdo con esta política; pero el hecho es que se aplicó, desde el mismo momento en que se tomó, en tratar de minar las estructuras de poder de los principales colegas del Politburo en su propio beneficio. En primer lugar, sacó a Milhail Suslov de los asuntos extranjeros y, de hecho, lo sustituyó en las reuniones de los partidos comunistas griego, danés, cubano y francés. Después, fue a por Kirilenko, arrebatándole el poder sobre los cuadros del Partido, para poder colocar a su gente y construir con ello esa base de poder sin la cual no podía ni soñar con suceder a Breznev. Chernenko, asimismo, comenzó a presidir sesiones del Politburo cuando Breznev no estaba y se convirtió, de hecho, en su cancerbero, controlando estrictamente quién podía y quién no podía ver al secretario general.
Los miembros del Politburo, incluso los que le debían su puesto a Breznev, estaban dispuestos a soportar que Chernenko fuese su principal turiferario. Pero lo que no estaban dispuestos a admitir era que, por ello, fuese a ser su sucesor. Chernenko había sido, durante unos cinco o seis años, el ejecutor de todas las políticas en las que Breznev no había querido mancharse personalmente. Esto supone que había sido un pisador de callos en modo experto; y, ahora, todos aquéllos a lo que había dejado cojos estaban esperándolo y, además, tenían un argumento de peso: una cosa es el camarada Breznev, héroe de la segunda guerra mundial y de los mejores años de la URSS; y otra este tipo prácticamente desconocido que escribe unos libros que no sirven ni para calzar las mesas.
Teóricamente, es al menos la teoría que yo creo más sólida, a finales de los setenta, Breznev y el Politburo habían firmado un pacto no escrito: Breznev disfrutaría de lo que le quedase de vida en la cúpula del poder y, a cambio, no pondría en solfa la relación de poder existente en el Politburo; de nuevo, esta teoría encaja perfectamente con el frío dato de que el 26 congreso no viviese cambios de relevancia en el Comité Central, y ninguno en el Politburo. Sin embargo, conforme Chernenko se fue poniendo nervioso y comenzó sus maniobras para segar la hierba que pisaban otros politbureros, a todo el mundo en el Politburo le pareció claro que o bien Breznev, o bien Chernenko por su cuenta, habían roto el pacto. Y dijeron aquello de para chulo yo, y para puta, tu madre.
A finales de 1981, en el Politburo estalló la bomba atómica cuando se abrió el melón sucesorio, con un Breznev que, verdaderamente, estaba ya pidiendo pista. Pero lo sorprendente del asunto es que no fue Chernenko quien abrió el melón; fue Yuri Andropov.
Andropov era un hombre crecido a los pechos del KGB. Esto lo convertía, probablemente, en el hombre del Politburo mejor informado. Buscaba, obviamente, erosionar la imagen de compendio de todo bien sin mezcla de mal alguno de que disfrutaba el secretario general. Andropov juzgó, con buen criterio, que atacar directamente a Breznev podría comportar demasiados peligros. Así pues, lo lógico era ir a por Chernenko. Sin embargo, se encontró con algo inusitado. Porque Konstantin Chernenko podía ser un tipo plano, falto de imaginación; y podía ser el peor teórico del leninismo que jamás ha pacido por las calles de Moscú. Pero, ay, además era otra cosa que era rara, rarísima: era un político honrado. El KGB de Andropov buscó hasta debajo de las piedras la forma de embarrar a Chernenko en alguna coima, en algún oscuro episodio presupuestario durante su larga vida como hombre del Partido; también buscó con pasión pruebas de que fuera por ahí follándose a quien no debía. Pero no encontró nada. Porque a Chernenko, las putas le eran indiferentes; él estaba donde estaba para mayor grandeza del marxismo-leninismo. Chernenko era el concejal de Juventud y Tiempo Libre de la URSS.
Fue porque Chernenko era inatacable por lo que Andropov se decidió a atacar a Breznev, aunque fuese arriesgado. El KGB comenzó a alimentar los rumores sobre la senilidad del secretario general, sobre la corrupción de sus hijos en materia de tráfico ilegal de divisas, robo de joyas, intento de salir de la URSS; elemento fundamental de esta estrategia fueron las historias sobre la hija de Breznev, que ya hemos contado. Algunos breznevitas cayeron como consecuencia de esas acusaciones de corrupción, como es el caso de Sergei Fedorovitch Medunov, a quien podéis ver en esta noticia de Baku News sobre su “rehabilitación”. Asimismo, en un espacio de tiempo muy corto, se reportaron las muertes de los secretarios generales de los obkoms de Yakutia y Tartaria, así como del primer secretario del Comité Central de Tayikistán, o del primer ministro de Georgia, todos ellos breznevitas convencidos. Esto se suele explicar con el hecho de que Chernenko, tal vez, no era el único que tenía prisa. En el estado de cosas aprobado por el 26 congreso, Andropov estaba el octavo o noveno en la línea teórica de sucesión. El jefe del KGB tenía que acelerar para poder llegar a la carrera bien situado, sabiendo como sabía que la muerte de Breznev era cuestión de poco.
En los primeros meses del año 1982, mientras España se acercaba a una nueva etapa que sería quintaesenciada por la victoria histórica del PSOE aquel octubre, la URSS también entraba en una nueva etapa: la que podríamos denominar, haciendo el símil español, la “etapa Matesa”. Igual que el escándalo Matesa supuso el momento en que el falangismo decidió utilizar a una Prensa afecta y desarmada en contra de sus rivales políticos, creando una ficción de libertad de expresión, el año 1982 supuso una especie de explosión de la “prensa libre” soviética, la cual se aplicó a despertar, destapar y denunciar escándalos muy variados, algunos de ellos realmente chuscos. En realidad, no había tal. Todo eso estaba controlado por el KGB, y tenía como función principal darle leña al gorila enfermo, Breznev, prácticamente falto de capacidad de reacción. Con 1982, nació la lucha por el poder en la URSS por la sucesión de un líder a quien todos daban por amortizado, pero que todavía era el único referente de las estructuras de poder del Estado. El Politburo, falto de referencias, no sabía a qué delantero pasarle el balón para que rematase. Todo el mundo sostenía la idea de que, a la muerte de Breznev, el sucesor tendría que ser uno de dos: o bien Kirilenko, quien al fin y al cabo era, formalmente, segundo secretario del Comité Central, lo cual parecía habilitarlo para suceder al primero a su muerte; y, por otro, Suslov, el hombre que era claramente la referencia ideológica del régimen. Ambos, sin embargo, carecían de apoyos suficientes en el Partido; por no mencionar que eran muchos en los altos escalones del poder que siempre decían que no tenían lo que hay que tener; o sea, que les faltaba mala leche. La cúpula soviética del poder, como la de cualquier país, democrático o dictatorial, siempre ha tenido muy claro que el Número Uno, para serlo, tiene que ser, antes que nada, el más hijo de puta de todos. Y la hijoputez de Kirilenko y, sobre todo, el evanescente Suslov, siempre se ponía en solfa. Quien verdaderamente tenía apoyos en el Partido, si lograba heredar la finca breznevita, era Chernenko.
La gran mano derecha de Breznev, sin embargo, carecía de apoyos en el Politburo. En el máximo órgano de gobierno soviético se había formado, de mucho tiempo atrás, una conciencia sorda, rara vez confesada, contraria a la excesiva concentración de poder ejercitada por Breznev. Los que podríamos denominar “barones” comunistas, cada vez más, se habían apuntado a la idea de que con Breznev debería morir el breznevismo, como el franquismo con Franco; y eso le restaba puntos al Carrero de Breznev, es decir, Chernenko. De hecho, el dato de que el breznevismo, de alguna manera, regresase a la URSS a la muerte de Andropov, lo dice todo sobre el grado de esclerosis que había alcanzado aquel país.
Conforme se fue desplegando el difícil año 1982, sin embargo, en el Politburo fue ganando adeptos Chernenko. La razón de ello fue la asonada lanzada desde la policía secreta por Andropov, que puso a mucha gente nerviosa. Andropov, una especie de Mougli criado no en la selva sino en las cloacas de la URSS, le despertaba a mucha gente la figura de Lavrentii Beria, ese tipo al que metieron tres tiros sin prácticamente darle los buenos días.
Es bastante más que probable que esos hombres que se volvieron chernenkistas poco a poco viesen ese gesto como un mal menor o, tal vez, una solución provisional. Al hard core del poder soviético de hace cuarenta años, Chernenko no les podía parecer la mejor de las soluciones. Las diferencias con su mentor eran evidentes, y las incertidumbres sobre qué tipo de secretario general lograría ser, muchas. Todo el mundo venía a admitir que, si al final la quiniela quedaba en Andropov versus Chernenko, cualquiera que quisiera una URSS con un Partido fuerte, activo, bajo un mando cohesionado y capaz, debería votar por el primero. Pero todo el mundo tenía miedo de Andropov en el poder. En la URSS nadie pudo decir nunca que los tiempos de las purgas habían terminado.
Chernenko recibió el apoyo de Tijonov, que de alguna manera le aseguraba el plebiscito formal del gobierno; así como de Kunaev, el líder kazajo. Pelshe, el báltico, también estaba básicamente convencido de apoyarle, como lo estaban dos miembros candidatos del Politburo: Kuznetsov y Tijon Yakolevitch Kiselev, líder bielorruso. Asimismo, en el Partido Chernenko podía contar con la fidelidad breznevita de los secretarios del Comité Central Kapitonov. Konstantin Viktorovitch Rusakov, y Milhail Vailievitch Zimyanin, otro ruso de la biela.
En contra, Chernenko tenía a todos aquéllos que se consideraban puteados por Breznev de una o de otra manera. En el Politburo, ésta era una fuerte minoría: Romanov, Gromyko, Ustinov, como candidatos plenos; y los candidatos Ponomarev, Aliev y Shevardnazde. En el Partido, Andropov podía contar con Dolgikh, así como con con el súper, súper, súper influyente Viktor Grigorievitch Afanasiev, editor del Pravda y, por lo tanto, el hombre que, diariamente, daba y quitaba a la hora del café.
Si os han servido de algo las lecciones de administración soviética que he intentado transmitiros en mis notas, os habréis percatado ya de que, formalmente, el poder soviético estaba con Chernenko. El cadáver andante de Leónidas Breznev seguía siendo el primer secretario general; el jefe del gobierno, Tijonov, le era partisano; y Pelshe, aunque no totalmente garantizado, venía a otorgarle el apoyo de la poderosísima Comisión de Control del Partido, que presidía. Sin embargo, frente a este poder formal, estaba el real de Andropov: el general Ustinov le permitía poner un pie en las Fuerzas Armadas, y eso era toda una putada porque, como es bien sabido, el apoyo militar había sido siempre uno de los principales activos de Breznev; de hecho, de haberse producido un milagro gerontológico que hubiese mantenido vivo y activo en 1982 al mariscal Grechko, probablemente la partida habría sido muy otra. Andropov, por lo demás, controlaba el KGB a través de sí mismo, y al cuerpo diplomático soviético a través de Gromyko. En esas circunstancias, en realidad la partida dependía de hacia dónde se acabase por decantar el aparato del Partido, la más ideológica de todas las piezas del tablero que, como tal, estaba como expectante a ver qué decía Suslov. A eso hay que unir los inevitables álfiles del tablero que habían preferido quedarse al pairo hasta ver cómo se definían las cosas. Entre ellos, los principales eran el ucraniano Shcherbitsky, el jefe del partido en Moscú, Grishin, y Demichev. Los dos primeros, en realidad, aspiraban a ganar la partida final. Shcherbitsky, un hombre que había rendido innúmeros servicios a Breznev en su feudo ucraniano, en realidad estaba “haciéndose un Shelepin”, es decir, estaba convencido de que, algún día, las personas que apoyaban a Chernenko, que ya os he dicho que lo apoyaban más para protegerse de Andropov que porque creyesen en él, se diesen cuenta de que él era el candidato ideal para ser su secretario general. En lo que se refiere a Grishin, siendo como era el dirigente del obkom más influyente de la URSS, claramente jugaba la carta de que Chernenko y Andropov se gastasen el uno al otro sin lograr imponerse para que, finalmente, cuando estuviesen debilitados, surgir él como sorprendente tercera vía. En lo tocante a Demichev, era un burócrata al que todavía le quedaban muchos escalones del poder por escalar, y esperaba especular con su apoyo en ese sentido.
¿Y Gorvachev? En ese momento, Milhail, siendo el miembro más joven del Politburo, no podía ni aspirar a tener un partido propio. Así pues, se limitó a ponerse del lado de Breznev, al fin y al cabo su mentor, cuando menos mientras quien verdaderamente le había metido en el Politburo: Suslov, no mostrase trazas de haberse desencantado totalmente.
Algo acabó ocurriendo que no estaba previsto por nadie: Breznev no murió antes que Suslov, sino todo lo contrario. La muerte de Suslov, con Breznev todavía vivo y en el poder, cambió muchas cosas. Dejó huero de referencias al aparato del Partido y, en términos generales, eliminó a una figura arbitral, respetada por todos, de quien todos esperaban echar mano, en un momento u otro, para conseguir una transición sin sangre. Chernenko, por otra parte, se apresuró a apropiarse las funciones de Suslov en el Partido aunque, lógicamente, lo que nunca pudo heredar fue su prestigio ni su carisma doctrinal.
Chernenko, por otra parte, una vez muerto Suslov, decidió que era el momento de eliminar a Kirilenko y forzar su dimisión de los cargos que tenía. De una forma que seguro le sorprendió incluso a él, se encontró con que la facción androviana le ayudaba. En abril de 1982 se reunió el Politburo. Allí, como ya venía siendo costumbre desde que Breznev comenzó a estar pero no estar, Andropov tomó un poco el papel de prima donna. Se marcó un discurso en tonos muy negros sobre el presente y futuro de la URSS. Vino a decir Andropov que las tendencias en la URSS a la hora de realizarse elementos de expresión desviados de lo canónico eran cada vez más frecuentes (o sea: igual que el franquismo tuvo su tardofranquismo, Andropov venía a quedarse la existencia de un tardoleninismo). Breznev no pudo sino darle la razón; como Andropov sabía bien, pocas semanas antes de la reunión, una revista literaria soviética había publicado un texto que hacía burla de la figura de Breznev, aunque sin citarlo (de hecho, es probable que supiese muchas cosas sobre dicha publicación; no sé si me explico). Esto, sin embargo, como todo en la URSS, no se hacía por cualquier cosa: lo que Andropov estaba intentando, y consiguió, fue transmitir la idea de que los mecanismos de control ideológico del Partido estaban fallando. Porque, ¿quién era el responsable de dichos mecanismos? Acertaste: Konstatin Chernenko.
Claramente, Andropov había visto una oportunidad en la muerte de Suslov. La discusión en términos ideológicos había quedado abierta, sin dueño. El 22 de abril, en la reunión conmemorativa del parto de la madre de Lenin, Andropov hizo un discurso perlado de referencias a la correcta formación del correcto comunista. Todo el mundo entendió aquel discurso como un ataque contra Chernenko. Claramente, Andropov, convencido de que jamás encontraría una puta que se hubiera acostado con él o una coima que hubiera cobrado, había decidido derribarle por la vía de convencer al país (bueno, a la cúpula de los Vodka y Putas; al país, estas cosas ni les rozaban) de que era un mal dirigente.
Ambos trenes tenían que chocar en el plenario del Comité Central; una reunión de gran importancia para Chernenko, porque debía avalar su gesto de quedarse con las competencias de Suslov; y no menos importante para Andropov, pues Andropov había apoyado a Chernenko en su lucha contra Kirilenko por la sola razón de hacer sitio para su entrada y la de lo suyos en el Partido.
El resultado de aquel plenario estaba llamado a definir el futuro de la URSS.
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