El chavalote que construyó la Peineta de Novoselovo
Un fracaso detrás de otro
El periplo moldavo
Bajo el ala de Nikita Kruschev
El aguililla de la propaganda
Ascendiendo, pero poco
A la sombra del político en flor
Cómo cayó Kruschev (1)
Cómo cayó Kruschev (2)
Cómo cayó Kruschev (3)
Cómo cayó Kruschev (4)
En el poder, pero menos
El regreso de la guerra
La victoria sobre Kosigyn, Podgorny y Shelepin
Spud Webb, primer reboteador de la Liga
El Partido se hace científico
El simplificador
Diez negritos soviéticos
Konstantin comienza a salir solo en las fotos
La invención de un reformista
El culto a la personalidad
Orchestal manoeuvres in the dark
Cómo Andropov le birló su lugar en la Historia a Chernenko
La continuidad discontinua
El campeón de los jetas
Dos zorras y un solo gallinero
El sudoku sucesorio
El gobierno del cochero
Chuky, el muñeco comunista
Braceando para no ahogarse
¿Quién manda en la política exterior soviética?
El caso Bitov
Gorvachev versus Romanov
Cargarse a Shelepin, un hombre con hondas raíces en la policía secreta soviética, no era moco de pavo. Había que proceder por etapas, poco a poco, como en la famosa frase sobre cómo cocer una rana viva. Ya en 1965, de forma casi imperceptible, su carrera comenzó a toser; pero su apartamiento de los pasillos del poder soviético no se produciría hasta diez años después, en 1975. Diez años es, incluso, poco tiempo. Shelepin tenía partidarios importantes en el Komsomol, en el KGB, en la burocracia del Partido y en los sindicatos. Todo eso había que desarmarlo.
Hoy en día, esta afirmación que voy a escribir ya no le interesa a nadie que no sea un freak de lo soviético; pero lo cierto es que si después de Stalin hubo un hombre en el PCUS que estaba naturalmente llamado a ser, algún día, el máximo dirigente del Partido, ése era Sandro Shelepin. Shelepin tenía 35 años cuando murió Stalin, era un absoluto yogurín soviético; y, sin embargo, ya era miembro del Comité Central, algo que muchos de sus colegas tenían que trabajarse para poder conseguir, y eso con suerte, a los cincuenta. Fue la alternativa que encontró Khruschev para dirigir los servicios secretos en medio de una cúpula de poder en la que no podía confiar. Shelepin colaboró con el secretario general del Partido y, muy especialmente, no dudó en ayudarlo en el que fue uno de sus principales gestos políticos: la denuncia de los excesos del estalinismo y la represión de sus responsables. Khruschev, en compensación, lo nombró secretario del Comité Central y viceprimer ministro; y, en el terreno de lo verdaderamente útil, lo puso a la cabeza del Comité de Control del Partido y el Gobierno, el órgano de gran influencia del Comité Central que tenía competencias para controlar todo, y a todos. Como sabemos, todos esos esfuerzos de Khruschev para mantener contento a Shelepin fueron inútiles, puesto que éste colaboró con los conspiradores del golpe de Estado y, de hecho, es posible que fuese, en gran parte, uno de los grandes inspiradores de dicho golpe.
1965, una vez vencido Khruschev, tenía que ser el año del principio del apogeo de Shelepin. Sin embargo, de alguna manera fue todo lo contrario. Aquel año, el Comité de Control fue disuelto, decisión en la que Shelepin perdió buena parte de su poder efectivo sobre la burocracia del Partido y del gobierno. Posteriormente, también se le quitó el cargo de viceprimer ministro.
Breznev, que era el lógico impulsor de esa lenta caída por una suave pendiente descendiente, practicó, sin embargo, una política de combinación de hostias y besos. En 1966, hizo condecorar a Shelepin con la estrella dorada de Héroe del Trabajo Socialista, coincidiendo con su quincuagésimo aniversario; pero, al mismo tiempo, ese mismo año lo desplazó de todo el trabajo en el Partido para colocarlo al frente de los sindicatos. Shelepin era ya miembro del Politburo; pero al Politburo había que llegar con poder efectivo, con la capacidad de movilizar gentes a tu favor, y su remoción de los cargos en el Partido y en el gobierno le dejaba sin buena parte de esa base.
Shelepin no cayó fácilmente, en todo caso. Aprovechando que, como digo, era miembro del Politburo, se aplicó a generar una nueva base de poder propia. Para ello necesitaba apoyos y, precisamente por eso, se convirtió en el miembro del alto órgano de decisión comunista que con más facilidad cambiaba de bando. A Shelepin le importaba igual Juana que su hermana con tal de que, por el camino, hubiese chuches para él. Comenzó por apuntarse al partido anti-Breznev, lo que le llevó a abrazar posiciones que, en el entorno soviético, y la verdad que con mucha imaginación, se tildaban de liberales; el tipo de posiciones que Kosigyn, desde el gobierno, impulsaba para tratar de que la economía soviética fuese algo más eficiente de lo que era. Sin embargo, cuando Breznev lanzó la lucha definitiva contra Kosigyn y Podgorny, el fino olfato político de Shelepin le dejo bien claro quién era el caballo ganador, así que cambió de bando.
Breznev, en todo caso, ya no estaba en condiciones de pactar con Shelepin. Primero, por animadversión personal, pues si algo tenía claro el secretario general, que había estado en las mismas movidas en las que había estado su rival en los veinte años anteriores, era que Shelepin sólo le era fiel a sí mismo; así pues, todo poder que Breznev le entregase sería, con práctica total seguridad, utilizado contra él mismo algún día. En segundo lugar, Breznev había ascendido a la cumbre del poder soviético apoyado en diversas fuerzas, dentro de las cuales el ejército soviético era una de las más importantes. Los militares, en todo país con una policía secreta muy desarrollada, odian, por definición, a dicha policía secreta. El generalato que estaba detrás del poder breznevita no hubiera admitido que su pupilo compartiese el poder con alguien que basaba su poder ejecutivo en el mando sobre los polis. Los militares de los años setenta del siglo pasado ya no eran los generales de tres o cuatro décadas antes, rezando cada noche para que Beria no se hubiese fijado en ellos.
En 1975, los sindicatos soviéticos prepararon una vista a Reino Unido; una de tantas movidas básicamente huecas. Shelepin fue designado para presidir aquella misión. Casi por casualidad, en Europa occidental se produjeron diversas protestas contra los soviéticos dictadores que visitaban Londres (algunos autores han sugerido que incluso fueron protestas alentadas por los propios soviéticos) que, lógicamente, se centraron en la figura de quien estaba allí, es decir, Shelepin. Así las cosas, en abril de 1975 el Pleno del Comité Central decidió hacer algo no muy normal en su Historia, que fue prestar oídos a la calle y a la gente y, con el pretexto de que Shelepin había quedado maltrecho por aquellas protestas, votó el cese de Shelepin que, según la prensa, se produjo a petición propia. Ya, claro. Hay que decir, en todo caso, que Shelepin sobrevivió a la URSS, pues murió en 1994; y en esos últimos años de su vida se divirtió bastante, y yo diría que se reivindicó un tanto, contándole a los primeros historiadores libres sobre la URSS, sobre todo los soviéticos, chascarrillos y anécdotas sobre los que habían sido sus camaradas políticos. Obviamente, como jefe de la policía secreta que fue, se sabía muchos.
Como consecuencia de todo lo expuesto, Breznev se presentó ante el XXV congreso del Partido (1976) prácticamente sin rivales políticos de altura, aunque, con el calendario en la mano, en aquel momento todavía no había terminado del todo con Kosigyn; pero era cosa hecha. Por esta razón, ya en esta fecha tan temprana, Breznev comenzó la labor de construcción del culto a la personalidad que, como él sabía bien, era totalmente necesario para ser un secretario general del PCUS longevo (ya os he dicho muchas veces que Breznev era un estalinista de libro; aplicó el Catón de Stalin, sólo que sin purgas físicas). Y el comienzo del culto a la personalidad de Breznev, puesto que era una operación de propaganda, era la ocasión que estaba esperando el mayor especialista en la materia con que contaba Leónidas en su equipo: Konstantin Chernenko.
Los diez años de la lucha de poder en la cúpula de la URSS (1966-1975) fueron, pues, años de una labor paralela de multiplicación de actos de imagen en favor del secretario general del Partido; actos que fueron testigos, asimismo, de una sorda ganancia de peso político por parte del hasta entonces básicamente desconocido Chernenko. En 1975, cuando se convocó la Conferencia de Seguridad y Cooperación en Europa en Helsinki, se produjo el hecho, inusitado para un régimen tan protocolario como el soviético, de que Chernenko, que no tenía galones para ello ni de lejos, apareciese como uno de los miembros de la delegación del gobierno soviético, compartiendo sitial con Breznev, Gromyko, y A. Kovalev, miembro del ministerio de Asuntos Exteriores. Se les ve estupendamente en una foto que no reproduzco por tener sus derechos de autor, pero que podéis ver aquí.
Breznev fue Il Divo de la conferencia de Helsinki. El líder soviético mesmerizó a un Occidente que estaba ávido de encontrarse con un líder soviético presentable. En 1975, con Europa petada de siperos, la gran mayoría de los ciudadanos, sobre todo los que se sentían más progresistas, ambicionaba recuperar el viejo sueño, que las cuatro décadas anteriores habían dejado hechos unos zorros la verdad, de que la URSS era la vanguardia del progresismo mundial. Sospechando que por la vía de destacar sus avances en materia de derechos humanos y democracia no iban bien, este tipo de opinadores, que por lo general tenían el mismo nivel teletubbie que tienen los actuales, se agarraron a otro concepto: la URSS quería la paz. Eran los aleves Estados Unidos los que querían pelearse; en realidad los soviéticos, qué digo desde Lenin, desde la abuela del bisabuelo de Lenin, siempre habían tenido claro que lo mejor para el mundo mundial era la paz y lanzar perfume con Rita Irasema. Breznev presentaba el handicap de su aspecto físico; la verdad, el Cejas siempre pareció más un destripaterrones de la tundra que un alto funcionario de los más elevados sentimientos del ser humano. Pero se las arregló bastante bien. Se fotografió con todo dios; se mostró accesible, moderno, utilizó, en la medida que pudo, modos y actos propios de un candidato a gobernador por West Virginia. Y convenció a mucha gente; entre otras cosas, porque esa gente estaba dispuestísima a ser convencida.
Éste fue Breznev, sin embargo. Tengo yo por mí que la inmensa mayoría de las personas que participaron en aquella conferencia de Helsinki no sería capaz de elaborar dos o tres recuerdos distintos de la persona de Konstantin Chernenko. Chernenko estuvo en Helsinki porque su jefe, Breznev, era consciente de que aquella conferencia era la prueba de algodón de su imagen exterior, y él quería tener una excelente imagen exterior (aunque, en realidad, quien perfeccionaría este trile sería Gorvachev). Como para Breznev aquel encuentro era tan importante, quería tener a su lado a alguien en quien pudiese confiar; y ese alguien, desde luego, no era Gromyko, de cuyas fidelidades nunca se podía estar totalmente cierto. Chernenko, sin embargo, no tenía ninguna experiencia en ese tipo de responsabilidades y, por eso precisamente, permaneció totalmente en la sombra. Sin embargo, para que no por ello perdiese el perfil que le correspondía por el esfuerzo, al regreso a la URSS fue uno de los primeros dirigentes partidarios que publicó un artículo resumiendo la visión soviética de los resultados de la conferencia, en la revista Mezhdunrodnaya zhizn, o sea, Vida Internacional. El artículo, dicen los que saben, fue un artículo muy completo y documentado. Pero, claro, no podemos saber, ni creo que lo sepamos nunca, si lo escribió él.
En marzo de 1976, en gran parte por lo bien que lo había hecho durante la conferencia, Chernenko fue condecorado como Héroe del Trabajo Socialista. Y hay dos elementos notables en este gesto.
En primer lugar, Chernenko ni era miembro, activo o suplente, del Politburo; ni era secretario general del Partido en alguna de las repúblicas soviéticas; era sólo presidente de un departamento del Comité Central, lo cual quiere decir que no le correspondía una condecoración tan alta. Tampoco era su cumpleaños, pues es cierto que esa condecoración se solía conceder a altos funcionarios del Partido, pero cuando cumplían sesenta o setenta años. Así pues, todo el mundo comenzó a grabar en sus móviles el número de Chernenko, pues tuvieron claro que algo iba a pasar. Y pasó. Apenas unas semanas después, fue nombrado secretario del Comité Central en el marco del XXV Congreso. Y no sólo eso: es que Pravda, al dar noticia del nombramiento, publicó, por primera vez, una foto de Chernenko solo; foto en la que los propagandistas soviéticos trabajaron, como en un antiguo Photoshop, para esconderle las arrugas en el rostro.
El 2 de abril de 1976, en la celebración en honor de Lenin, Chernenko fue situado en la tribuna de autoridades. Y en abril de aquel mismo año, con ocasión de las exequias del mariscal Grechko, apareció, por primera vez en su vida, en la tribuna del mausoleo de Lenin; la ilusión de todo jerarca soviético era ser de esa partida algún día y, finalmente, Chernenko el Gris lo había conseguido. Tanto aquel día como en la celebración del primero de mayo, dos días después, Chernenko fue el último de la fila de dirigentes por la derecha. Paulatinamente, sin embargo, iría ocupando lugares cada vez más cercanos a la figura central que, lógicamente, era Leónidas Beznev.
El ascenso de Chernenko en los escalones del poder fue lento; pero, una vez que comenzó, da la impresión de haber sido rápido y seguro. Da la impresión de que Breznev, una persona que había llegado donde había llegado a base de no fiarse ni de su madre, había estado, durante algunos años, considerando que Chernenko le era útil, pero sin que pudiera estar seguro ni de sus habilidades ni, sobre todo, de su fidelidad. Algo, sin embargo, pasó entre 1973 y 1975, que le hizo cambiar de opinión. Si ese algo fueron los méritos de Chernenko, es posible, aunque yo no lo reputo probable. Konstantin era un hombre eficiente, muy trabajador, pero no podía decir que exhibiese capacidades diferenciales, esto es, capacidades que no se pudiesen obtener por otros que compitiesen con él. Yo creo, pero es una apreciación meramente personal, que en este fenómeno operó, sobre todo, la edad de Breznev. En el periodo que estoy citando, Breznev enfrentaba la segunda mitad de la séptima década de su vida. Aunque eso era lo average para un dirigente soviético (de hecho, era hasta joven), eso no evitaba que alguien tan trabajado como él no notase el peso de los años, especialmente porque, en la URSS, desde el momento en que se producía o se avizoraba el setenta cumpleaños del boss, todo el mundo comenzaba a afilar los puñales para la sucesión y, de hecho, como ya comentaremos, a Breznev su sucesor quiso apearlo del pedestal antes de tiempo. En este punto, la fidelidad aparecía como el principal elemento de valor para un secretario general; y en Chernenko, Breznev tenía a un adjunto que carecía de base propia de poder. En este sentido, pues, yo creo que al Chernenko de la segunda mitad de los setenta le jugó a favor, paradójicamente, el Chernenko de los años anteriores, y el hecho de que hubiese ocupado puestos de segunda en los que no había podido crear su propia base de paniaguados cuyas vodkas y putas dependiesen de él. Esto lo convirtió en el candidato ideal de Breznev para estar a su lado.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario