El modesto mequí que tenía the eye of the tiger
Los otros sólo están equivocados
¡Vente p’a Medina, tío!
El Profeta desmiente las apuestas en Badr
Ohod
El Foso
La consolidación
Abu Bakr y los musulmanes catalanes
Osmán, el candidato del establishment
Al fin y a la postre, perro no come perro
¿Es que los hombres pueden arbitrar las decisiones de Dios?
La monarquía omeya
El martirio de Husein bin Alí
Los abásidas
De cómo el poder bagdadí se fue yendo a la mierda
Yo por aquí, tú por Alí
Suníes
Shiíes
Un califato y dos creencias bien diferenciadas
Las tribulaciones de ser un shií duodecimano
Los otros shiíes
Drusos y assasin
La mañana que Hulegu cambió la Historia; o no
El shiismo y la ijtihad
Sha Abbas, la cumbre safavid; y Nadir, el torpe mediador
Otomanos y mughales
Wahabismo
Musulmanes, pero no de la misma manera
La Gran Guerra deja el sudoku musulmán hecho unos zorros
Ibn Saud, el primo de Zumosol islámico
A los beatos se les ponen las cosas de cara
Iraq, Siria, Arabia
Jomeini y el jomeinismo
La guerra Irán-Iraq
Las aureolas de una revolución
El factor talibán
Iraq, ese caos
Presente, y futuro
Las cosas, efectivamente, siempre que son susceptibles de ir a peor, lo hacen. Uno de los últimos actos del Sadam Husein como gobernador efectivo de un país amenazado (gesto que, por cierto, se parece mucho al del gobierno del Frente Popular español en sus primeras semanas) fue abrir las cárceles y sacar de ellas a su cargamento de criminales. En correlación con éste y otros movimientos, la policía desapareció de Iraq; los números y oficiales de las fuerzas del orden no querían ser vistos en la calle uniformados, pues las posibilidades de que eso les costase la vida eran demasiadas. Muchos líderes religiosos, suníes y shiíes, hicieron denodados esfuerzos por convencer a la población de que se moderase; pero dio igual. Por el lado suní, el odio anti-shií rebrotó con una gran fuerza; muchos de los más radicales de entre ellos veían la situación de caos creada como la oportunidad de oro para acabar de una vez por todas con aquellos musulmanes de pacotilla; en lo que toca a los shiíes, su organización armada, la Brigada Badr, así como el Ejército Mahdi, comenzaron a realizar ataques sistemáticos sobre los suníes, aprovechando su penetración en el gobierno. De hecho, tras las elecciones del 2005, muchos de los cuadros de la Brigada acabaron en el Ministerio del Interior.
En Iraq, y en un proceso que,
cuando menos en mi opinión, la Prensa occidental no ha sabido contar ni
describir, comenzó a producirse, en menor escala pero con la misma carga de
dolor y miseria, el proceso que había llevado, tras la independencia de la
India, al éxodo masivo de musulmanes hacia Pakistán y de hindúes hacia India.
Suníes residentes en barrios o poblaciones mayoritariamente shiíes tuvieron que
marcharse de allí con lo puesto para poder vivir rodeados de los suyos, y
viceversa. La inmensa mayoría, por no decir todos, de los brutales atentados de
los que hemos ido teniendo noticia en los últimos quince años (“una bomba mata
a cuarenta personas en un mercado en Bagdad”, o cosa parecida) han sido, en
realidad, atentados de sectarismo religioso: ese mercado, ese edificio, esa
academia de policía, estaba situado en una zona mayoritariamente shií o suní.
Los shiíes, mayoritarios en el país, han hecho suya la capital, que hoy por hoy
tiene escasos enclaves suníes.
Ni qué decir tiene que en un
mundo musulmán que ya llevaba desde 1979, como poco, construyendo la retórica
de que Occidente es un factor agresor, distorsionante y de dominación frente al
Islam, la invasión estadounidense de Iraq no fue vista, que digamos, con muy
buenos ojos. Esta vez, de hecho, casi nadie se perdió en disquisiciones
teológicas a la hora de apoyar la yihad contra los invasores. Toneladas de
suníes de diversos países comenzaron a aflorar hacia el país, en un proceso
parecido al de las Brigadas Internacionales pero mucho más masivo; y contaron,
para entrar en el país, con la complicidad de Siria, puesto que Hafez el-Assad
tenía la sensación de que sería el siguiente de la lista si la invasión
americana le salía bien a Washington. Estos movimientos tuvieron una
consecuencia muy importante desde el punto de vista ideológico, puesto que el
tráfico de combatientes sirvió de catalizador para la difusión del islamismo
entre muchos musulmanes que hasta el momento no se hubieran considerado como
tales.
Muchos de estos combatientes
internacionales, por así llamarlos, encontraron un líder en el jordano Abú
Musab al-Zarqawi, que es uno de los iniciadores de la práctica de decapitar
prisioneros mientras lo graba en video. Fue él quien realizó dicha acción sobre
el ingeniero inglés Ben Bigley y otros rehenes occidentales. En lo referente a
estas notas, es importante entender que el grupo de al-Zarqawi es violentamente
anti shií; de hecho, la retórica contra los duodecimanos se parece un poco a la
de los nazis contra los judíos, puesto que los responsabiliza de haber
complotado históricamente contra la grandeza del Islam. Se aduce, en este
sentido, que los safavides habrían traicionado a los otomanos y que la culpa de
que los turcos no hubieran podido tomar Viena fue de los shiíes, por no
mencionar la (presunta) ayuda de los shiíes a los mongoles y a los cruzados.
Pronto fue conocido como la rama
iraquí de Al Qaeda, y se le considera el responsable del asesinato de clérigos
como el ayatolá Baqir al-Hakim, asesinado junto con una treintena de personas
más en una mezquita de Nayaf, el 29 de agosto del 2003. En 2005, sin embargo,
fue repudiado por Ayman al-Zawahiri, la mano derecha de Bin Laden. Un año
después, un avión americano soltó un pepino sobre una casa donde se estaba
celebrando una reunión de cuadros yihadistas y se lo llevó por delante.
La muerte de al-Zarqawi, sin
embargo, no operó, como tal vez había esperado la CIA, como freno de la guerra
civil sectaria en Iraq. Las cosas estaban ya en el punto de no retorno y,
además, las semillas de dicha guerra civil eran cosas que, la verdad, los
despachos de Langley no siempre han comprendido bien. El 22 de febrero de aquel
2006, por ejemplo, los santuarios del décimo y décimo primer imanes shiíes (¿todavía
necesitáis que os recuerde los nombres? Venga, vale: Alí al-Haidi y Hasán
al-Askari) fueron volados en Samarra. Aquel lugar, además, era el punto en el
que, según la tradición duodecimana, Mohamed al-Mahdi, el décimo segundo imán,
había pasado a la ocultación. Samarra era, pues, una Compostela shií a lo puto bestia, por no
mencionar a los muchos suníes que también peregrinaban al lugar por ser los dos
imanes, al fin y al cabo, respetables clérigos descendientes de El Profeta.
Pero, ay amigos, Samarra era una ciudad predominantemente suní. El Ejército
Mahdi respondió pasando la ciudad por la piedra y llevándose por delante a más
de 1.000 personas, que muy duodecimanas no eran, se puede imaginar.
El sacrilegio y consiguiente
matanza de febrero del 2006 en Samarra acabó con las últimas cenizas que quedaban
(pocas ya) del proyecto de construir un Iraq democrático y secularizado que
había animado la acción de Bush Jr sobre el país. A Estados Unidos (y a la
URSS, por cierto) siempre le costó entender que a las naciones no se les puede
obligar a ser lo que no son. Si a la gente le gusta Locomía, da igual las veces
que le pongas discos de Melendi; si hace falta, la tararearán por lo bajinis y
bailarán con abanicos en la privacidad de sus dormitorios. Iraq era, es, un
país quebrado por los sectarismos musulmanes y el problema kurdo; y, desde
luego, una invasión exterior occidental no es el mejor soplete oxiacetilénico
para soldar eso. Ciertamente, Nouri al-Maliki, él mismo miembro de al-Dawa,
acabaría por formar un intitulado gobierno de unión nacional; pero ese gobierno
de unión nacional no podía por menos que otorgar reconocimiento a la presencia social
mayoritaria del shiismo en el país. El ministerio de Defensa fue para un suní, pero
los shiíes, incluso los más radicales, retuvieron a la pasma del Ministerio del
Interior. Por lo demás, en el país siguen existiendo milicias que ejercen el
poder en el territorio que controlan; la más famosa de ellas, los peshmergas
kurdos.
Cerca ya del 2010, conforme los
hechos fueron posándose y el tema de Iraq fue cogiendo veteranía, el sunismo
radical de gentes como el ya difunto al-Zarqawi fue perdiendo fuerza. Muchos
suníes comenzaron a rechazar el radical sectarismo anti shií de estas ideas,
así como la interpretación estricta de la sharia. El resultado de este proceso
fue el denominado movimiento del despertar o Sahwa. Suníes del noroeste del
país comenzaron a colaborar con el gobierno y los estadounidenses, que les
financiaron para que se enfrentasen con los yihadistas. El programa funcionó,
puesto que redujo notablemente el campo de influencia de la milicia yihadista;
las milicias Sahwa incluso tomaron el control de importantes enclaves
yihadistas, como Ramada o Faluya.
En noviembre del 2008, la milicia
Sahwa se incorporó a la estructura gubernamental. Al-Maliki, claramente, quería
hacer homeopatía miliciana con ellos, y diluirlos. Muchas personas habían
entrado en Sahwa con la promesa de que luego les iban a dar un curro policial,
pero eso casi no pasó. Fue, en realidad, la reacción de los grupos integrados
en el gobierno, shiíes y kurdos, que no querían otro amigo armado en las
estructuras gubernamentales. También tenían la oposición del Frente Árabe para
el Acuerdo, una formación política suní, básicamente urbana, sentada en el
parlamento, que también temía que el movimiento Sahwa se hiciera con la
portavocía, por así decirlo, del sunismo iraquí. Esto provocó que no pocos de
los veteranos combatientes del movimiento se apuntasen al Estado Islámico.
En fin, en el 2010 el mundo
musulmán habría de agitarse con una novedad relativamente inesperada, sobre
todo para los occidentales. Una serie de manifestaciones comenzaron a
producirse en diversos países islamitas, reivindicando la libertad. Era el
comienzo de esa cosa más difícil de agarrar que un congrio vivo y que solemos
denominar Primavera Árabe. Iraq no fue una excepción a estos vientos. Una serie
de activistas promocionó la celebración del 25 de febrero como una especie de
conmemoración antigubernamental; para entonces la imagen del gobierno iraquí como
profundamente corrupto estaba ya generalizada. Hubo manifestaciones en más de
una decena de ciudades y, aparentemente, las fuerzas de seguridad mataron a dos
decenas de personas.
En marzo, la Primavera Árabe
llegó a Siria; empezó por la demanda de reformas pero, como suele ocurrir, como
el gobierno se hizo el orejas, pronto la demanda era ya de que se fuera sin
más. Al contrario de lo que pasó en otros países, donde la Primavera trajo
cierta profundización democrática (Túnez) o acabó con la consolidación del
poder anterior (Egipto), en Siria, a causa de las profundas divisiones de un
país con tantas versiones del Islam enfrentadas entre sí, la Primavera terminó
en guerra civil. Dos años después, el gobierno sirio estaba perdiendo el
control del este del país; en abril del 2013 se produjo la noticia, de
grandísimo valor sicológico, de la pérdida de la ciudad de Raqa. Ese mismo mes
Abú Bakr al-Baghdadi, líder del Estado Islámico en Iraq de tres años atrás,
cambió el nombre de la organización por Estado Islámico de Iraq y Sham (o sea,
la Gran Siria); es por eso que la organización se conoce como ISIS (Islamic State of Iraq and Sham) o Daesh, que es
este mismo acrónimo, pero en árabe (al-Dawlah
al-Islamiyah fe al-Iraq wa al-Sham). El Daesh intensificó sus ataques en
Iraq en el 2013.
En el verano del 2014, Daesh
ocupó las primeras planas de los periódicos de todo el mundo por mor de una
exitosa campaña militar en la que tomó el control de grandes trozos del norte y
el oeste de Iraq y, sobre todo, tomó Mosul, un poco la Valencia iraquí, para
que nos entendamos. Al-Baghdadi, vestido
del color negro califal, se proclamó a sí mismo califa y, de consuno, reclamó
su jurisdicción sobre todos los musulmanes del mundo. Pero de nuevo tenemos que
tener en cuenta que lo que vemos a miles de kilómetros de distancia, y lo que
nos cuenta la Prensa, en su mayoría bastante tuercebotas, no es toda la historia. La creación del Estado Islámico en el norte
de Iraq y las áreas pegadas a Siria podía ser algo sorprendente, pero no
inesperado. Porque, además de todas las cosas que hemos visto y pensado aquí,
todo eso del islamismo radical y tal, todo aquello tenía una razón de ser
interna que se había venido cocinando en los años anteriores. Los iraquíes
suníes del norte del país, muchos de ellos hondamente decepcionados por la
traición del Estado iraquí a la milicia Sahwa, habían desarrollado una inquina
absoluta hacia el gobierno, que veían, con razón, como un instrumento para la
dominación de shiíes, kurdos y suníes urbanos sobre el resto del país.
Recelaban, pues, del control del gobierno, y por eso abrazaron con facilidad su
rechazo también de su escasa religiosidad. Para muchos de los nuevos “ciudadanos”
del Estado Islámico de Iraq, los uniformados del ejército iraquí, la mayoría
shií, no eran menos ejército de ocupación que los marines de Texas. Cuando cayó
Tikrit, ,los soldados apresados fueron divididos en suníes y shiíes, y los
segundos fueron mayoritariamente fusilados.
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