lunes, febrero 15, 2021

Islam (12: la monarquía omeya)

 El modesto mequí que tenía the eye of the tiger

Los otros sólo están equivocados
¡Vente p’a Medina, tío!
El Profeta desmiente las apuestas en Badr
Ohod
El Foso
La consolidación
Abu Bakr y los musulmanes catalanes
Osmán, el candidato del establishment
Al fin y a la postre, perro no come perro
¿Es que los hombres pueden arbitrar las decisiones de Dios?
La monarquía omeya
El martirio de Husein bin Alí
Los abásidas
De cómo el poder bagdadí se fue yendo a la mierda
Yo por aquí, tú por Alí
Suníes
Shiíes
Un califato y dos creencias bien diferenciadas
Las tribulaciones de ser un shií duodecimano
Los otros shiíes
Drusos y assasin
La mañana que Hulegu cambió la Historia; o no
El shiismo y la ijtihad
Sha Abbas, la cumbre safavid; y Nadir, el torpe mediador
Otomanos y mughales
Wahabismo
Musulmanes, pero no de la misma manera
La Gran Guerra deja el sudoku musulmán hecho unos zorros
Ibn Saud, el primo de Zumosol islámico
A los beatos se les ponen las cosas de cara
Iraq, Siria, Arabia
Jomeini y el jomeinismo
La guerra Irán-Iraq
Las aureolas de una revolución
El factor talibán
Iraq, ese caos
Presente, y futuro 



Cuando los árbitros se reunieron, Abu Musa, el representante de Alí al cual, al parecer, éste había nombrado no demasiado convencido, resultó, como de alguna manera habían temido los partidarios del yerno del Profeta, tangado por sus negociadores. La negociación fue tan difícil, y permaneció tan embarrada, que finalmente sólo se llegó a un acuerdo definitivo: definir la muerte de Osmán como una muerte ilegal. Conscientes de esta conclusión sería muy problemática, habiendo en la nación musulmana grupos que habían tenido fuertes razones para oponerse a Osmán e incluso matarlo, se trató de mantener este acuerdo en secreto; pero Radio Macuto lo distribuyó rápidamente.

Aquella declaración era una victoria sin paliativos de Muawiya. El gobernador sirio era primo de Osmán, por lo que la declaración le otorgaba, automáticamente, el derecho a reclamar justicia. Todos aquéllos implicados en el asesinato, como Malik al-Ashtar y Mohamed bin Abu Bakr, el ahijado de Alí, podían ser atrapados por cualquier partidario de Muawiya y llevados al cadalso. ¿Por qué Abu Musa aceptó avalar esta idea? Pues, probablemente, porque, punto uno, los sirios le prometerían aceptar a Alí como califa en el futuro. Y, punto dos, porque, probablemente a causa de su piedad musulmana, era un maula que no podía imaginarse que sus contertulios no iban a cumplir una promesa. Sea como sea, el caso es que los sirios pronto adujeron que el tema del liderazgo de los musulmanes era algo que había que discutir, y que cesar a Muawiya como gobernador de Siria supondría prejuzgar el resultado de dicha discusión. No hubo acuerdo, por lo tanto; pero, a su regreso a Damaso, el equipo negociador sirio, por así decirlo, proclamó a Muawiya “Comandante de los Creyentes”, teniendo, desde luego, muy claro que lo estaban aclamando como califa. 

La reacción de Alí fue despedir a Abu Musa el tontopollas, que se retiró a La Meca a lamerse las heridas, y declararle la guerra al Islam sirio-egipcio. En las mezquitas sobre todo de Kufa, Muawiya fue maldito, a lo que respondió el sirio maldiciendo a Alí y, también, a sus dos hijos, Hasán y Husein.

Para volver a invadir Siria, Alí trató de ganarse a los kharijis, que habían formado parte de su armada en el pasado; pero la respuesta de estos mega-musulmanes fue que pasaban de él, puesto que no iba a Siria a defender el poder de Alá, sino el suyo propio. Las cosas se pusieron peor cuando los kharijis asesinaron a un enviado de Alí y a su mujer, que estaba embarazada. Esto abría la posibilidad de que, si la armada se movía hacia Siria, dejase una retaguardia jodida. Alí trató de castigar sólo a los asesinos, pero los kharijis contestaron que ellos respondían de los delitos mancomunadamente. Ambas partes, finalmente, se encontraron para negociar en Nahrawan, el 17 de julio del año 658. Bastantes de los híper-musulmanes regresaron al ejército de Alí cuando éste se lo pidió; pero hubo un grupo de relapsos, como dos mil, que se quedó. Alí podría haberlos atacado, pues los sobrepujaba; pero no lo hizo. Pero fueron los de la minoría los que atacaron. El resultado es que la mayoría terminaron en el Paraíso rodeados de uríes.

La batalla de Nahrawan supuso un paso más del movimiento musulmán hacia los infiernos. De haberla contemplado El Profeta, doy por mí que se habría arrancado un pie con una navaja suiza. Sucintamente: dos grupos de musulmanes (Alí y los kharidjis), ambos mortalmente enfrentados con otro grupo de musulmanes (Muawiya), se mataron entre ellos. Y no hacía ni medio siglo que su Profeta había muerto. Eso, para que vayas haciéndote una idea de la cantidad de cosas que metes en la mochila cuando dices cosas como “los musulmanes” o “los árabes”. Un serio golpe de moral que tuvo una consecuencia fundamental en la desmovilización del ejército de Alí, quien no pudo avanzar para terminar lo que había empezado en Siffin.

El periodo posterior a Nahrawan asiste a una progresiva pérdida de peso de Alí en beneficio de Muawiya, que va consolidando un poder total sobre los territorios de los que es gobernador. Alí, mientras tanto, experimentó las consecuencias de ser visto por muchos como el eslabón débil de la cadena. La aristocracia coraichita rehusó darle los recursos que necesitaba (porque, no lo olvidéis, toda polémica en torno al poder religioso es, en su fondo primero, y en cualquier religión, una polémica sobre la pasta); y, en ese enfrentamiento, no fueron pocos los que acabaron coqueteando con la idea de que sería mejor negocio llevarse bien con el sirio.

Conforme más gente (más tribus) exteriores a su reino teórico se le fueron uniendo, Muawiya se sintió más fuerte y decidió, por lo tanto, ampliar su perímetro. Organizó una expedición en plan dar por culo al Heyaz, el mismo centro de Arabia pues, y Yemen, que debilitó notablemente el poder de Alí. Al yerno del Profeta no le quedaba otra que marchar contra Siria y resolver aquello de una vez.

Nunca sabremos, sin embargo, cuál habría sido el resultado de aquella expedición. Igual que le pasó a Julio cuando estaba preparando su expedición contra los partos (¡viva Partia libre!), el 28 de enero del 661, no hacía ni cinco años del asesinato violento de Osmán, un khariji se acercó a Alí, no cuando iba a entrar en el Senado, sino a la mezquita para hacer sus oraciones de la mañana. Le dijo: “Dios es el juez, no tú”, y le agredió con un puñal envenenado en la cabeza. Dos días después, Ali bin Abi Talib, el primer imán de los musulmanes shiíes, exhalaba su último suspiro.

A la muerte de Alí, entre sus seguidores más estrechos no existió demasiada duda en que Hasán, hijo de su padre y de Fátima, nieto mayor de El Profeta pues, debería ser su sucesor. Así fue aclamado; pero, sin embargo, ello no le impidió aceptar, meses después, la categoría de Muawiya como Comandante de los Creyentes. La mayor parte de las interpretaciones de este gesto tienden a explicarlo con una mezcla de falta de ambición por el poder temporal y del espíritu, que sabemos que ya tenía el padre de Hasán, de tratar de hacer lo menos posible para romper la comunidad musulmana. Además, hay que tener en cuenta que Muawiya le prometió a Hasán ser el siguiente califa a su muerte. Este gesto, claramente, situó a los Banu Omeya en la cúspide del poder islamita.

En efecto: a pesar de contar la aristocracia procedente de Mahoma de miembros y candidatos bien claros, y la tribu coraichita de otros orígenes mejores que el suyo, de jefes sin cuento, el poder sobre la nación musulmana había caído en la manos de un hijo de Abu Sufyan y Hind. Cualquiera que hubiera apostado por esto en Bet 365 veinte años antes habría cobrado 3.000 euros por euro, fácilmente. Contra todo pronóstico, el coraichismo omeya había ganado. Y seguiría ganando durante casi un siglo.

Muawiya, en todo caso, era un político. Carecía del peso moral de los líderes musulmanes crecidos al calor del recuerdo de Mahoma; pero tenía muchas de las características del político moderno: buen manejo de los tiempos, capacidad para el cinismo y, sobre todo, la convicción de que siempre hay que trabajar para evitar conflictos que no sabes si puedes ganar. Por eso mismo, su estrategia desde el principio, más allá del teatro sirio que era de su total dominación, fue no intentar ni la invasión ni la imposición. Lo que hizo fue inaugurar toda una tendencia en la política musulmana, que se extiende hasta hoy en día, basada en el soborno, más o menos disfrazado de otras cosas, de los grupos de interés; y de la elaboración constante de alianzas con esos mismos grupos de interés, normalmente a través de los matrimonios. Un buen ejemplo de ello es la extensísima familia al-Saud, hoy emparentada o casada con casi cualquiera que tenga un gramo de poder de algún tipo en Arabia Saudita.

Como a los hombres fríos y calculadores la suerte suele acompañarles, Muawiya no se vio en la necesidad de cumplir con la promesa hecha a Hasán, el hijo de Alí, pues éste falleció en el 670, diez años antes que el omeya; muchos son de los que opinan que la suerte no tuvo nada que ver aquí, sino que Hasán murió envenado por orden de su califa. Así las cosas, cuando Muawiya se sintió morir, trabajó para ser sucedido por su hijo Yazid. Su intención era que no se condujese ninguna shura sobre la movida, sino que todo se aceptase como consecuencia de su propia voluntad.

Las intenciones monárquicas de Muawiya colocaron al Estado islámico ante una grave incongruencia. En efecto: en teoría, la visión musulmana del poder temporal y espiritual, que tiende a unirlos en la misma persona como unidos estuvieron por El Profeta, es incompatible con la idea de que alguien deba ser rey porque es hijo del rey anterior. Eso será, te dirá un buen musulmán, si el hijo del rey es el primero de los Creyentes, como lo fue su padre. A los musulmanes, pues, los comanda quien está más cerca de Dios, quien mejor conoce el mensaje de El Profeta, quien mejores armas morales y teológicas es capaz de exhibir (piénsese en Rumalullah Jomeini, sin ir más lejos); y el hijo de ese campeón de la Fe, por así decirlo, se tiene que ganar el puesto como todo pichi.

Esto, veramente, en la práctica no es así. Nunca ha sido así. Pero en los primeros tiempos de la nación musulmana, cuando los hombres que habían luchado en El Foso u Ohod todavía podían contar la batalla, ciegos y avejentados en la entrada de sus jaimas, era, por así decirlo, más así que ahora.

El hecho es que muchos musulmanes, omeyas incluso, veían desde poco elegante hasta directamente ultrajante la pretensión de que Yazid fuese el comandante de los creyentes por el argumento L'Oreal (porque yo lo valgo); o, mejor, por el argumento PEF (Papá Es Formidable). Este tipo de posiciones encontró, a la muerte de Muawiya, dos posibles cantidatos alternativos: Husein, el hijo menor de Alí y Fátima. El segundo era Abdalá bin al-Zubair, o sea, el hijo de Zubair, el compañero de El Profeta que, en su día, se había unido contra Alí con Talha y con Aisha. Ambos dos candidatos supongo que no eran muy amigos (al fin y al cabo, el padre de uno había matado al padre de otro) y residentes en Medina. A ambos se les exigió que declarasen su sumisión a Yazid.

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