El modesto mequí que tenía the eye of the tiger
Los otros sólo están equivocados
¡Vente p’a Medina, tío!
El Profeta desmiente las apuestas en Badr
Ohod
El Foso
La consolidación
Abu Bakr y los musulmanes catalanes
Osmán, el candidato del establishment
Al fin y a la postre, perro no come perro
¿Es que los hombres pueden arbitrar las decisiones de Dios?
La monarquía omeya
El martirio de Husein bin Alí
Los abásidas
De cómo el poder bagdadí se fue yendo a la mierda
Yo por aquí, tú por Alí
Suníes
Shiíes
Un califato y dos creencias bien diferenciadas
Las tribulaciones de ser un shií duodecimano
Los otros shiíes
Drusos y assasin
La mañana que Hulegu cambió la Historia; o no
El shiismo y la ijtihad
Sha Abbas, la cumbre safavid; y Nadir, el torpe mediador
Otomanos y mughales
Wahabismo
Musulmanes, pero no de la misma manera
La Gran Guerra deja el sudoku musulmán hecho unos zorros
Ibn Saud, el primo de Zumosol islámico
A los beatos se les ponen las cosas de cara
Iraq, Siria, Arabia
Jomeini y el jomeinismo
La guerra Irán-Iraq
Las aureolas de una revolución
El factor talibán
Iraq, ese caos
Presente, y futuro
Hasán al-Bana creía que todos los egipcios deberían unirse para sacudirse el yugo colonial bajo la bandera del Islam. Es, pues un teórico que expresa, mejor que la mayoría, la medida en la que, entrado el siglo XX, el movimiento musulmán estaba perdiendo el gusto por sus matices, ante los evidentes efectos de cohesión que generaba tener un enemigo bien fácil de identificar.
El punto de vista de la Hermandad
Musulmana era claro: estar cerca de todo musulmán. Se especializó, por lo
tanto, por la fundación de mezquitas allí donde no las había o eran escasas; y,
sobre todo, trabajó desde sus inicios para convertirse en un exitoso provisor
social, estableciendo ofertas laborales y educativas propias. Se convirtió en
un movimiento al que, por lo tanto, unos se adherían por convicción, y otros
por percibir que, en realidad, era el único que se preocupaba por ellos y por
sus hijos. La Hermandad Musulmana no tardó en convertirse en el principal
movimiento de masas en Egipto, de largo; entonces fue cuando se planteó su
exportación a otros países árabes.
El primer ministro egipcio, y
antes jefe de Policía, Nuqrashi Pasha, declaró a la Hermandad como organización
terrorista y lo que consiguió fue morir asesinado. No fue el único. El propio
al-Bana acabaría asesinado en 1949, en un suceso que siempre se ha supuesto
organizado y provocado por los servicios secretos egipcios, lo cual lo
convirtió en un mártir de la causa. En todo caso, la Hermandad Musulmana, en
frase que se suele utilizar mucho ahora, había llegado para quedarse, y se
había convertido en una alternativa muy clara al nacionalismo árabe. Igual que
Cambó dijo aquello de: “¿Monarquía? ¿República? ¡Cataluña!”, la Hermandad venía
a decir: “¿Sunismo? ¿Shiismo? ¡Islam!” Ciertamente, sin embargo, las divisiones
eran muy profundas, hondamente enraizadas en la Historia. Al islamismo le
quedaba mucho terreno que hollar, pero digamos que había encontrado el sendero
adecuado.
En 1971, el último destacamento
permanente de tropas británicas en Oriente Medio abandonó sus puestos en el
Golfo Pérsico. Éstos eran los resultados de la presión del nacionalismo árabe
que, para entonces, se había mostrado muy fuerte e influyente en el área, a
través de figuras como la de Gabal Abdel Nasser, el presidente de Egipto. Sin
embargo, para entonces el nacionalismo árabe, quizá sin percibirlo él mismo,
estaba empezando a perder la batalla frente a las posiciones que tienden a
colocar la religión como el primer argumento a la hora de definir la identidad
de los ciudadanos del área.
Para esta evolución no hay que
perder de vista la enorme importancia que tuvo la llamada Guerra de los Seis
Días, en 1967, así como la del Yon Kippur algunos años después, que vino
acompañada de la reacción de la OPEP disparando los precios del petróleo.
La Guerra de los Seis Días fue un
enorme trauma para el nacionalismo árabe, un trauma del que, en parte, todavía
no se ha recuperado. El Estado de Israel derrotó, además de forma
inusitadamente sencilla, a las fuerzas combinadas de Egipto, Siria y Jordania.
Fue, pues, una Cruzada musulmana que terminó como el culo. Nasser, el padre de
la idea de la RAU (República Árabe Unida), que yo recuerdo ver reflejada en los
mapamundis de mi escuela, había prometido que sería Hulk luchando contra una
oveja coja, y se había desvelado como un sparring paquete que se había ido a la
lona al primer uppercut.
Las personas en las naciones
musulmanas, por ello, comenzaron a creer cada vez menos en las tesis
nacionalistas, y más en los mensajes religiosos. En medio de ese proceso,
países como Iraq, Irán y, sobre todo, Arabia Saudita, se convirtieron en
naciones extremadamente ricas cuando el precio del petróleo se disparó.
Esto, sin embargo, estaba a punto
de generar evoluciones que yo creo que en, un suponer, 1970, hace ahora
cincuenta años, nadie habría avizorado.
Durante las tres décadas
anteriores a la segunda mitad de la de los setenta del siglo pasado, la elite
iraquí había permanecido básicamente suní, al calor de la monumental simonía de
su régimen, que les favorecía descarada y constantemente. Esa cumbre de la
pirámide seguía siendo como la relapsa aldea gala, puesto que el país, lejos de
cambiar, seguía siendo overwhelmengly suní.
Y todos aquellos sucios shiies, en la visión de sus gobernantes, eran, además,
pobres como ratas. Ni Vladimiro Lenin habría podido soñar un teatro mejor para
una revolución.
Y no lo digo a humo de pajas. Los
shiies iraquíes, en apretada falange, aprovecharon la implantación en su país
de los modos e ideologías occidentales para apuntarse al Partido Comunista. Los
shiies, de hecho, eran una proporción absolutamente minoritaria de las
estructuras de poder en Iraq; pero eran la mitad de los cuadros de su Partido
Comunista. Un Trotsky, sin embargo, probablemente los habría expulsado en masa
del Partido, porque, en su mayoría, aquellos shiies no eran creyentes del
marxismo-leninismo, sino demandantes de una mayor igualdad social que, además,
recelaban del nacionalismo árabe porque lo veían como cosa de suníes. Iraq era
una de las naciones a la que le había hecho tilín el proyecto nasserista de la
RAU; pero esa proclividad levantaba ronchas entre los shiíes, puesto que, si en
Iraq eran mayoritarios y aun así estaban puteados, tenían la idea clara de lo
que les pasaría si algún día se convertían en porción minoritaria de una gran
nación árabe de raíz suní.
Tras la segunda guerra mundial,
Iraq había llegado a tener cuatro primeros ministros shiíes, lo cual no es
mucho, pero es mucho más que el cero zapatero de antes de la guerra. En teoría,
esta apertura podría haber cambiado las cosas; sobre todo, el mandato de Fadhil
al-Jamali, un decidido nacionalista árabe que había nombrado un gobierno en el
que la mitad de los ministros eran shiíes. Sin embargo, el Sistema, por así
decirlo, que está incluso por encima de las estructuras formales de poder,
unida a la endémica inestabilidad del país, hizo que estos experimentos no
fuesen todo lo duraderos que habría sido necesario para enraizarse.
En medio de una situación de
creciente inestabilidad y de gentes cada vez más encabronadas, la monarquía
iraquí llegó a la Casilla de la Muerte en 1958. Se produjo un golpe de Estado
que no se paró en barras, puesto que se llevó por delante al primer ministro,
al rey y a gran parte de la familia real. Fue un golpe un poco a la portuguesa,
salvando las distancias, liderado por un grupo de oficiales del Ejército que
habían leído los epílogos y los prólogos de los libros de Engels.
El régimen militar en Persia
cambió de forma radical el panorama del país. Siguiendo el ejemplo de Nasser
conforme el presidente egipcio fue, él mismo, implantando políticas de corte
socialista, éstas llegaron a Iraq. Nasser, en el poder desde 1952 merced a otro
golpe militar, creía a pies juntillas en las virtudes en la planificación
estatal de la economía y en la propiedad pública de la estructura empresarial.
A día de hoy, no os podéis ni imaginar la enorme corporación industrial que
es el Ejército egipcio.
Ideológicamente, los militares
que ganaron el poder eran unos fans irredentos de la reunificación árabe. Una
cosa que en sí no es mala (a pesar de que, como ya he dicho, estaba bastante en
contra de los sentimientos de una mayoría shií rural; pero no hay nada que no
solucione una buena LOGSE en unos añitos); pero que sí lo fue si la ponemos en
conexión con el hecho de que, en realidad, el socialismo iraquí se ocupó mucho
del telón, pero prácticamente no cambió gran cosa en el decorado. La elite
socioeconómica siguieron siendo los suníes, puesto que décadas de simonía
descarada había puesto en sus manos la gran parte de los recursos y tierras del
país, y el tan cacareado socialismo pro-nasserista, al fin y al cabo
presionado, como todos los gobiernos, por la necesidad de dar resultados en 24 horas,
no cambió gran cosa de eso (el único que se atrevió un poco con eso fue
Salvador Allende y, por el camino, descojonó el país). Por otra parte, en el
nuevo reparto que supuso la revolución, a los kurdos del norte no les tocó
nada, razón por la cual comenzaron a rebotarse cada vez más.
En 1952 un shií, Fuad al-Rikabi,
funda la rama iraquí del partido Baas, una formación ultranacionalista árabe y
de tendencias secularistas. Sin embargo, él mismo hubo de abandonar el propio
partido en 1959, ante los enormes problemas que encontró para consolidarlo como
una formación nacionalista; la desconfianza shií hacia la oferta seguía allí.
El gobierno revolucionario
iraquí, en todo caso, había nacido con ciertas ínfulas integradoras. El
brigadier Abdel Karim Qasim, su líder máximo, era hijo de un suní y de una
failí, es decir una shií kurda. Había vivido todo el puzzle en las paellas del domingo (o de los viernes), pues. Su primera intención
confesada era acabar con las desigualdades en el país; pero, claro, eso fue
antes de que descubriese los maravillosos atractivos de pasarse la vida
otorgando y recibiendo recompensas desde las personas poderosas.
Ideológicamente, no obstante, Qasim prestó mucha atención a los postulados del
comunismo iraquí, cuya principal obsesión era contrapesar los fuertes
sentimientos nacionalistas con que había llegado la revolución. Unos dirán que
eso no impidió, otros dirán que eso tuvo la lógica consecuencia de que en torno
al presidente, un personaje crecientemente autoritario, se montase todo un
culto a la personalidad.
Puesto que el régimen de Qasim
generaba importantes dosis de decepción entre los amplios sectores
nacionalistas del ejército iraquí que le habían ayudado a triunfar, un grupo de
éstos se lo llevaron por delante el 9 de febrero de 1963. Tanto él como su
círculo de poder fue llevado ante los tribunales, condenado y fusilado. Eso sí,
alrededor de su figura se había creado tal halo de mito y creencia en su poder
y capacidad de supervivencia, que los nuevos gobernantes decidieron mostrar en
televisión su cuerpo tras el fusilamiento. Sí, lo que estás pensando: los
abuelos y papás de los que, décadas después, dijeron que la exposición del
cadáver de Sadam Husein había sido un sacrilegio y de mal gusto.
Todos estos movimientos se
producían en el teatro del nacionalismo árabe y, en parte, también de la
penetración de ideas y políticas comunistas. Pero de una forma tal vez
imperceptible por las elites, pues las elites monclovitas siempre tienden a
vivir en su Matrix, el país estaba, cada vez más, moviéndose por motivos
religiosos. Ya hemos dicho que el Baas y, en parte, el régimen de Qasim, eran de
tendencias secularistas. Una sociedad tan religiosa como la persa tenía que
reaccionar a eso tarde o temprano.
Los suníes iraquíes reaccionaron
creando su propia rama de la Hermandad Musulmana. En 1957, los shiíes crearon
una especie de Hermandad para ellos, llamada al-Dawa, La Llamada. Su líder era
un joven erudito, Mohamed Baqir al-Sadr.
Este tipo de movimientos no podía
llevar sino a algún intento de movimiento panislámico. El líder del mismo fue
un suní, pero siempre apoyado, desde Nayaf, por el gran ayatolá Mushin
al-Hakim. MAH había hecho algunas intervenciones públicas en 1960 afirmando que
buena parte del entorno jurídico iraquí se daba de tortas con la sharia, por lo
que fue molestado por los poderes públicos. Asimismo, el régimen pasó a
dificultar la labor pública de buena parte de los partidos políticos, lo cual,
en el fondo, fue oro molido para ellos, pues aprendieron a moverse en la
clandestinidad. La clandestinidad, además, jugó su habitual papel de unión
contra el enemigo; nacionalistas e islamistas comenzaron a trabajar juntos en
un país en el que la elite militar del poder hacía justo lo contrario, a causa
de sus divisiones.
Aunque pareciese todo lo
contrario, a los beatos las cosas se les ponían de cara.
A lo mejor soy yo, pues al fin y al cabo es un tema complejo, pero donde dices "El régimen militar en Persia" y "una sociedad tan religiosa como la persa", ¿no será la primera Iraq y la segunda "iraquí"?
ResponderBorrarAdemás, cuando dices "Esa cumbre de la pirámide seguía siendo como la relapsa aldea gala, puesto que el país, lejos de cambiar, seguía siendo overwhelmengly suní", ¿no era el país mayoritariamente shií y de ahí esa sensación de estar gobernados por una elite que no pertenecía al país?
Lo de suní es una errata que te juro que creía que había corregido.
ResponderBorrarLo de persa, es que me gusta usarlo para transmitir la idea de que no hay que usar la sinécdoque "árabe"