El modesto mequí que tenía the eye of the tiger
Los otros sólo están equivocados
¡Vente p’a Medina, tío!
El Profeta desmiente las apuestas en Badr
Ohod
El Foso
La consolidación
Abu Bakr y los musulmanes catalanes
Osmán, el candidato del establishment
Al fin y a la postre, perro no come perro
¿Es que los hombres pueden arbitrar las decisiones de Dios?
La monarquía omeya
El martirio de Husein bin Alí
Los abásidas
De cómo el poder bagdadí se fue yendo a la mierda
Yo por aquí, tú por Alí
Suníes
Shiíes
Un califato y dos creencias bien diferenciadas
Las tribulaciones de ser un shií duodecimano
Los otros shiíes
Drusos y assasin
La mañana que Hulegu cambió la Historia; o no
El shiismo y la ijtihad
Sha Abbas, la cumbre safavid; y Nadir, el torpe mediador
Otomanos y mughales
Wahabismo
Musulmanes, pero no de la misma manera
La Gran Guerra deja el sudoku musulmán hecho unos zorros
Ibn Saud, el primo de Zumosol islámico
A los beatos se les ponen las cosas de cara
Iraq, Siria, Arabia
Jomeini y el jomeinismo
La guerra Irán-Iraq
Las aureolas de una revolución
El factor talibán
Iraq, ese caos
Presente, y futuro
En 1743, tras la relevante ganancia de poder y control conseguida con el control sobre Iraq, Nadir convocó en Najaf, la ciudad de la tumba de Alí, una especie de concilio islamita. La elección del lugar estaba dejando clara su voluntad de lograr una conciliación entre suníes y shiíes. Sin embargo, en aquel encuentro las disputas teológicas prácticamente no se produjeron. Sheikh Abudlá al-Swaidi, el erudito elegido por los otomanos para defender los postulados suníes, le dejó claro a sus jefes, antes incluso de coger el AVE, que su idea de los shiíes era tan baja que no esperaba que fueran ni a entender ni a manejar con honradez aquello que les dijese. De hecho, en un gesto increíble, al-Swaidi llegó a exigir que la reunión contase con un árbitro cristiano o judío.
En la reunión, los eruditos
duodecimanos afirmaron que habían abolido la sabb o negación de los tres primeros califas. Nadir dijo que, de
hecho, dicha negación había sido una novedad introducida por los safavíes;
todo el mundo en la sala sabía que esa afirmación era falsa de toda falsedad,
pero aun así la dieron por buena. Pero al-Swaidi contraatacó con eficiencia.
¿Qué pasaba con la takiya? ¿Qué pasaba con la instrucción a los shiíes en el
sentido de que podían mentir y esconder sus verdaderas creencias en aras de su
interés, o para protegerse? ¿Qué credibilidad tenían sus palabras? El suní,
tal es mi opinión, tenía toda la razón. Así las cosas, el debate naufragó.
Con los años, Nadir se fue
convirtiendo en un gobernante cada vez más hijoputa. Impuso gravámenes abusivos
que inmediatamente provocaron revueltas. En 1747, un grupo de soldados
kizilbash se lo llevaron por delante. Irán se quedó sin dinastía al frente
hasta final de siglo, cuando llegasen los qajaríes.
Nadir, sin embargo, dejó hondas
consecuencias en el entorno religioso iraní. En primer lugar, su empeño por
lograr un diálogo con los suníes acabó por dar sus frutos en forma de diálogo con
los principales representantes de éstos, los otomanos. En 1746 se firmó el
Tratado de Kurdán, un pacto tan importante entre ambos poderes que estableció
fronteras entre ambas naciones que, sucintamente, vienen a ser las mismas que
se pueden apreciar hoy en día. Por mor de este tratado, Irán repudiaba el sabb, pero, al mismo tiempo, se le
garantizaba a los iranios el derecho a peregrinar a los santuarios de sus
imanes situados fuera de su nación, o sea, en Iraq.
Otra consecuencia del gobierno de
Nadir es que había consolidado la creación de una clase clerical autónoma en
Irán, con un poder religioso que no necesariamente se plegaba a las necesidades
del temporal. Es ésta una marca muy importante en el sistema de creencias y de
organización social iraní que es fácilmente trazable en el presente, en el que
conocemos como régimen de los ayatolás.
La clase clerical, sin embargo,
se dividió muy pronto en dos facciones. Por un lado, estaban los llamados
akbaríes o tradicionales, y la otra los llamados usulíes. Los akbaríes eran
llamados tradicionales por usar la tradicional distinción entre shiíes y
suníes. Así, rechazaban las enseñanzas de los tres primeros califas y de todos
los compañeros de El Profeta que les habían seguido, sustituyendo toda esa base
doctrinal por la derivada de los doce imanes. Los usulíes, sin embargo,
adoptaron con más intensidad la metodología de al-Hilli que ya hemos visto,
esto es: ceñirse al Corán y a los hadith y, en las cuestiones que ambas fuentes
no sean capaces de dirimir con claridad meridiana, poner en juego la ijtihad.
Obviamente, los usulíes eran más hombres de su tiempo, lo cual quiere decir que
habían visto con claridad las enormes posibilidades que la interpretación de
al-Hilli ofrecía a la hora de incrementar la capacidad de influencia social de
los clérigos. Por esta misma razón, es decir, porque a un líder religioso nunca
le ha amargado el dulce de poder decirle a la gente lo que tiene que hacer
(para fijar, normalmente, como primera obligación darle a él la pasta), el shiismo usulí ganó en los siguientes años
la partida de plano. Fue, sobre todo, en los centros de estudio de Iraq donde
fraguó su victoria, con una figura principal en Agha Mohamed Baqir Wahid
Bibihani, un estudioso natural de Isphahan, aunque radicado en Kerbala.
Bibihani murió en 1793, y para entonces los akbaris, a los que denunció por
heréticos, habían sido prácticamente expulsados de las grandes ciudades santas
de Iraq. No tuvo ningún reparo en utilizar la violencia para defender sus
visiones del Islam; los akbaris hubieron de encontrar refugio en Basora y,
sobre todo, en Bahrein.
En todo caso, por muy importante
que fuesen para la Historia del Islam los safavíes, lo cierto es que, en su
época y más allá, los verdaderamente relevantes fueron los turcos otomanos
suníes. Hay quien piensa que la
existencia del Imperio turco otomano dependió, en su nacimiento, de un solo
hecho: en el año 1071, Alp-Arslán, un sultán selyúcida, se enfrentó a un
ejército levantado por el emperador de Bizancio Romano Diógenes. El embroque
tuvo lugar en Manzinkert. Fue, al parecer, una batalla por casualidad, pues
ninguno de los dos ejércitos esperaba encontrarse con el otro; pero, en todo
caso, fue una victoria bastante más que clara de los selyúcidas. El basileus fue hecho prisionero. Para los
turcos, esta victoria supuso tener por primera vez las puertas abiertas a su
emplazamiento en Anatolia. Establecieron un sultanato en Konya, cuya dinastía
es conocida como los selyúdicas de Rum. Con el tiempo, aquel poder centralizado
se rompió en reinos de taifas, que no dejaban de guerrear entre ellos, contra
los griegos, los armenios, los bizantinos y los cruzados.
Los otomanos provienen, al
parecer, de una de las tribus que acompañó a los selyúcidas en sus conquistas.
Inicialmente, su adopción del Islam fue, como otras muchas absorciones que se
produjeron en ese mundo, algo epidérmica y mezclada con sus propias tradiciones
y creencias previas. La dinastía otomana fue fundada en el año 1326 por Osmán
Gazi, quien se las arregló para prevalecer en la Anatolia oriental sobre la
amplia nómina de enemigos existentes en la zona. En 1352 Orkán, el hijo de
Osmán, pisó Europa apoyando a los enemigos de Constantinopla. El largo camino
que llevó a los turcos a tomar la última capital imperial romana ya lo hemos contado en este blog.
Obviamente, la toma de
Constantinopla otorgó a los turcos un poder excepcional. A principios del siglo
XVI se hicieron con el control de Siria y Egipto y por dos veces, en 1529 y
1683, llegaron a asediar Viena, mientras que expandían por toda la costa norte
de África. Asimismo, controlaron el Mar Negro, hicieron suya Crimea, Moldavia e
incluso algunas partes de Ucrania y la propia Rusia, así como partes de Arabia
y la costa del Mar Rojo. La tropa de élite del ejército turco eran los
jenízaros, niños cristianos educados para el Islam y la milicia.
Los turcos otomanos se sintieron
los herederos de las grandes estructuras de gobierno existentes allí donde
habían puesto el pie. Se dijeron, pues, herederos de la antigua Roma tras haber
tomado Constantinopla; como se sintieron herederos de los reyes sasánidas
preislámicos o de los khanes esteparios. Sin embargo, ninguno de estos títulos
les importó nunca más que sentirse como líderes de la comunidad musulmana a la
que pertenecían. Tras la conquista de Siria y Egipto, adoptaron con gusto el
título y la responsabilidad de guardianes de los lugares santos de Meca y
Medina y, por ello, comenzaron a adoptar todos los títulos simbólicos que
habían tenido los califas.
Los otomanos, como ya hemos dicho, eran suníes. Su posición en no pocos casos radicalmente anti-shií tenía una razón de ser, que era, sobre todo, su prevención hacia el poder de los kizilbash, lo que provocó que las medidas de control de los mismos fuesen casi constantes. En 1501, por ejemplo, el sultán Bayaceto forzó una emigración de 30.000 kizilbash hacia la Morea. Selim el Severo sería bastante más ejecutivo, responsabilizándose de un auténtico genocidio de 40.000 kizilbash en Anatolia.
El gran acto de venganza suní
vendría cuando los otomanos lograron arrebatarle Iraq a los safavíes, algo que
ocurrió en 1638. Los suníes habían sido perseguidos y sus lugares de
peregrinación y culto bastante maltratados. Los otomanos respondieron con una
matanza masiva. Sin embargo, esto no siempre fue así; de hecho, los turcos
habrían de mostrar, a lo largo de su Historia, un enfoque bastante más
pragmático, pactando con los shiíes cuando les interesó. Cuando Solimán el
Magnífico tomó Bagdad, además de reparar los monasterios sunies visitó los
shiíes, en un gesto de concordia.
Los otomanos, en sin embargo,
siempre pensaron que los shiíes duodecimanos eran decididamente partidarios de
la dinastía safaví, lo cual, normalmente, les jugó en contra conforme el poder
turco se fue consolidando.
¿Y la India, otro importante foco
de fe musulmana? Bueno, como sabemos los conquistadores omeyas no sólo se
movieron hacia el Oeste, sino también hacia el Este. En sus correrías hacia el
sol, los ejércitos alcanzaron el Indo más o menos en el año 711, esto es, al
mismo tiempo que estaban cogieron el ferry de Ceuta. Conquistaron la plaza de
Sind, desde donde se movieron incluso hasta el Punjab meridional. Muchos de
aquellos soldados nunca regresaron a su agreste y seco hogar y se establecieron
en la tierra que habían conquistado, fundaron madrasas, esas cosas. Alrededor del
año 1000, la llamada dinastía gaznaví, de origen turco, volvió a llegar hasta
el norte de la India, desplegando de nuevo el Islam en la zona.
Finalmente, en el 1206 se
estableció un sultanato con centro en Delhi, que sin embargo fue derrotado en
1398 1556 por Babur, un descendiente de Tamerlán por parte de padre, y de Gengis
Khan por parte de madre; así que era una joya, el chavalote. El nieto de este
Babur, Akbar, es considerado el fundador del denominado Imperio mughal.
El Imperio mughal es una de esas
realidades de las que hablamos poco a causa de nuestro occidentalismo. Porque,
la verdad, mucho hablar de los turcos otomanos y bla, pero el Imperio mughal
fue mucho más rico, y gobernó sobre muchos más seres humanos, que el momio
otomano en su mejor momento. En su mejor momento, el Imperio mughal alcanzó la
práctica totalidad del subcontinente indio. Akbar llegó al trono en 1556 y
murió en 1598, tiempo en el cual extendió notablemente el Imperio; pero es que,
además, fue sucedido por otros tres emperadores de igual empuje: Jahangir, Sha
Jahan y Aurangzeb. Sólo a la muerte de éste último (1707) comenzaría el declive
de esta estructura estatal, dado que los gobernadores provinciales se convirtieron
en poderes en sí mismos. Pero todavía en el año 1857, el último emperador mughal fue elegido como la alternativa al poder británico en el gran motín
antibritánico que se produjo entonces.
Akbar era un musulmán suní,
pero eso no evitó, claro, que los musulmanes, en realidad, fuesen minoría en su
imperio. En esas circunstancias, el emperador se concedió un especial estatus
espiritual por sí mismo que, en realidad, tenía mucho más que ver con llevar en
sus venas la sangre de Tamerlán que con otra cosa. Declaró una tolerancia total
con cualquier creencia. Su Corte seguía los rituales hindúes, en un claro
intento de sincretismo. Akbar abolió en sus Estados el jizya o impuesto gravado sobre los hombres no musulmanes. Sin embargo
Aurungzeb, el último de los grandes emperadores mughal, le dio la vuelta a esa
tortilla, construyendo una legitimidad
basada en el Islam y en la sharia.
Una corrección chorra: Me parece que ha bailado una fecha. Babur conquistó el Sultanato de Delhi en 1526. En 1398 fue cuando el tatarabuelo Timur saqueó Delhi.
ResponderBorrarMe llama la atención la mención a los monasterios. Tengo leído de alguna parte que los musulmanes en líneas generales no tienen órdenes monacales, entre otras razones porque como el mundo es creación de Alá, sustraerse del mismo sería rechazar su mayor don al hombre. En otras de las entradas de la serie he leído menciones a movimientos contemplativos y al menos un punto ascéticos, pero no por ello sus seguidores dejan de tener hijos o propiedades. Supongo que la aparición de individuos con desapego a lo cotidiano es un universal. ¿O quizás son monasterios semejantes al budismo theravada, donde se puede ser monje y seglar alternativamente?
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