El modesto mequí que tenía the eye of the tiger
Los otros sólo están equivocados
¡Vente p’a Medina, tío!
El Profeta desmiente las apuestas en Badr
Ohod
El Foso
La consolidación
Abu Bakr y los musulmanes catalanes
Osmán, el candidato del establishment
Al fin y a la postre, perro no come perro
¿Es que los hombres pueden arbitrar las decisiones de Dios?
La monarquía omeya
El martirio de Husein bin Alí
Los abásidas
De cómo el poder bagdadí se fue yendo a la mierda
Yo por aquí, tú por Alí
Suníes
Shiíes
Un califato y dos creencias bien diferenciadas
Las tribulaciones de ser un shií duodecimano
Los otros shiíes
Drusos y assasin
La mañana que Hulegu cambió la Historia; o no
El shiismo y la ijtihad
Sha Abbas, la cumbre safavid; y Nadir, el torpe mediador
Otomanos y mughales
Wahabismo
Musulmanes, pero no de la misma manera
La Gran Guerra deja el sudoku musulmán hecho unos zorros
Ibn Saud, el primo de Zumosol islámico
A los beatos se les ponen las cosas de cara
Iraq, Siria, Arabia
Jomeini y el jomeinismo
La guerra Irán-Iraq
Las aureolas de una revolución
El factor talibán
Iraq, ese caos
Presente, y futuro
Estamos ya en el siglo XV. Cuando Uzún Hasán murió, en el año 1472, sus estados se sumieron en el habitual turbión de guerras civiles. Durante esos enfrentamientos, Haydar y los suyos, aparentemente, llevaban puesto algún tipo de sombrero rojo, y se considera que fue por eso que comenzaron a ser conocidos como los Cabezas Rojas, o kizilbash. Los sombreros llevaban doce pequeños escudos que simbolizaban los doce imanes. Cuando Haydar murió, lo sucedió su hijo, Sultán Alí, aunque una facción de los soldados prefirió seguir a su hermano pequeño, Ismail.
Cuando todo esto aconteció,
Ismail apenas tenía siete años, y tuvo que huir para salvar su vida. Sin embargo,
en 1499, tenía sólo doce años, lo encontramos al frente de un ejército
kizilbash atacando a su hermano. Dos años después, apenas tenía catorce, fue
capaz de vencer al último caudillo del Ak Koyunlu, Alwand, en la conocida como
batalla de Sharur; esto le abrió las puertas de Tabriz, en un gesto que se
suele tomar como el inicio del imperio safavid. Con la toma de la capital no se
quedó nada contento; en los siguientes años avanzaría hasta el sur, hasta que
consiguió ver el mar. En 1508 tomó Bagdad. Asimismo, también combatió a los
uzbekos hasta que cayó sobre Khorasán y venció a su rey, Mohamed Shaybani.
Ismail tenía una doble
legitimidad ante sus soldados. En primer lugar, era nieto de Uzún Hasán; y, en
segundo, era considerado poco menos que un semidiós. No se puede decir
propiamente que fuese musulmán. En realidad, retenía las creencias de los
turcomanos, aunque pintadas, por así decirlo, con purpurina shií.
Un poco después de derrotar a los
uzbekos, el poder militar de los safavides comenzó a declinar. Los propios
uzbekos consiguieron derrotarlos en Ghujduwan. Pero, sin duda, contra quienes
comenzaron a tener más problemas fue contra los otomanos. Yavuz Selim, el
sultán normalmente conocido como Selim el Severo, no recibió con tranquilidad
el hecho de que, al inicio del siglo XVI, Ismail se dedicase a atizar el
descontento anti otomano en Anatolia oriental. Los otomanos marcharon hacia el
Este y acabaron plantando batalla a Ismail en Chaldirán, 1514. La derrota
sufrida por los safavíes fue tremenda. Ismail acabaría perdiendo a sus grandes
generales e, incluso, a los mayores líderes religiosos de su Estado. Selim
entró en Tabriz y, aunque tuvo que abandonarla por estar ya muy lejos de sus
cuarteles de invierno, dejó a los safavíes tan exhaustos que Ismail ya no
volvió a intentar expedición alguna en los diez años de vida que le quedaron.
Esto, sin embargo, fue muy
positivo para el shiismo duodecimano iraní; pues Ismail, habiendo perdido ya el
atractivo de las conquistas bélicas, que ahora se habían convertido en
derrotas, se aplicó sobre todo a eso que llamamos la política interior, esto
es, a la consolidación de su Estado duodecimano. No hay que olvidar que la
mayoría de su pueblo seguía siendo suní. En los años por venir, Ismail se
centraría en crear un sistema fiscal efectivo (la pasta, siempre la pasta)
y reduciría, aunque no del todo, sus reivindicaciones semidivinas, todo eso de
que descendía de Alí el semidiós y tal y tumba. De alguna manera,
probablemente, se dio cuenta de que en un área como el actual Irán, donde
convivían (y conviven) tantas etnias distintas, ir por la vida vendiendo el
sunismo era un poco jodienda, porque suponía imponer la sharia a tribus que
difícilmente la aceptarían así como así. Por el otro lado, la región tenía a
los gnósticos shiíes, con ideas muy poéticas e interesantes como todo gnóstico,
pero de difícil encaje en el día a día. Entre esas dos realidades, el shiismo
duodecimano, que gracias a al-Hilli y otros bordadores teológicos, había
adquirido una madurez que lo permitía ser un instrumento de poder eficiente,
presentaba muchas ventajas.
Ismail, pues, decidió dar una
serie de pasos que, como hemos visto, son relativamente extraños a la Historia
del Islam: la imposición de una Fe desde el poder político. Ya en 1501, cuando
tomó Tabriz, había declarado el shiismo duodecimano como la religión
obligatoria en sus estados; al mismo tiempo, para vincular esa decisión
estrechamente con la tradición de las tierras que ocupaba, adoptó el viejo
título de Shahanshah, Rey de Reyes. Los primeros tres califas fueron
oficialmente repudiados y comenzó la persecución de suníes. Encargó a los
expertos de turno (todo gobierno tiene siempre unos expertos a mano para que le
digan lo que quiere oír) que fabricasen su árbol genealógico y, ¡oh, sorpresa!,
se descubrió que era descendiente del séptimo imán, Musa al-Kazim. De esta
manera, Ismail intentó metamorfosearse. Había dejado de decir que era el mahdi,
algo lógico porque el mahdi nunca perdería batalla alguna; y comenzó a
intitularse como algo así como el mensajero o representante del Imán Oculto. En
probable respuesta a este movimiento, el sultán otomano, más o menos al mismo
tiempo (1517), adoptó también el nombre de califa.
Ismail hizo una operación de
importación masiva de eruditos de todas las áreas del Islam para llenar sus
dominios de expertos en shiismo duodecimano. Su hijo y sucesor, Tahmasp,
intensificó esta movida. Sólo un miembro de la dinastía safaví, Ismail III,
intentó el regreso al sunismo; pero era ya muy tarde.
El más grande estadista safavid
después de Ismail sería Abbas I, que llegó al trono en 1558. Tenía sólo
dieciséis años cuando llegó al trono, pero Abbas era un nota de cojones, porque
pronto hizo ejecutar a su mentor y líder kizilbash, Murshid Quli Khan. A partir
de ahí, se aplicó a recuperar las tierras que habían sido cedidas a uzbekos y
turcos durante los años posteriores a la muerte de Ismail; objetivo que, a su
muerte, estaba básicamente conseguido. Transfirió la capital a
Isphahan, y se rodeó de un ejército permanente de mercenarios del Cáucaso, lo
cual fue fundamental a la hora de sacudirse el yugo de los kizilbash.
Durante sus dominaciones, los
uzbekos habían destruido el santuario dedicado al imán al-Rida en Mashad, pero
Abbas lo reconstruyó con todo lujo. No fue el único trabajo que patrocinó en
los lugares sagrados. También hizo varias construcciones en Qum, con lo que
consiguió que esta ciudad se convirtiese en un auténtico centro de
peregrinación, así como el lugar preferido para enterrarse de los descendientes
de El Profeta.
En términos generales, el reinado
de Abbas el safaví fue testigo de un auténtico renacimiento de la cultura
persa, algo que se notó, sobre todo, en la pintura. Pero también en la
filosofía, puesto que Isphahán habría de ser la sede de un nuevo movimiento
filosófico, que de hecho lleva el nombre de la ciudad, que combinó el
neoplatonismo, la teología duodecimana y algunos elementos sufíes. De alguna
manera, la Escuela de Isphahán realizaría un gran servicio al shiismo, al
servir de puente entre dicha creencia y las especulaciones filosóficas de la
antigua Grecia; una mezcla que, en Europa occidental, creó eso que llamamos la filosofía
escolástica.
A principios del siglo XVII, Shah
Abbas consiguió, además, extender las fronteras de su imperio hacia la isla de
Bahrein, una zona que, de todas formas, ya era predominantemente shií.
Entonces, cayó sobre Iraq, de donde desalojó a los turcos. Eso sí, además de
echar a los que consideraba invasores, también destruyó los santuarios de Abú
Hanifa, el fundador del sunismo hanafita, una de sus principales escuelas; y
también despojó de sus riquezas, esclavizó o incluso asesinó a las principales
cabezas suníes de la vieja capital Bagdad.
Abbas, además, dejó una
maquinaria estatal tan bien concebida y engrasada que, aunque a su muerte el
declive del imperio comenzó a hacerse evidente con rapidez, todavía duraría un
siglo más. Eso así, en 1639 los turcos recuperaron Iraq.
En esa segunda mitad del siglo
XVII, cuando lo mejor del imperio safavid ya había pasado pero el Estado
permanecía incólume y bien engrasado, la principal figura religiosa en el país
fue Mohamed Baqir al-Majlisi. Al-Majlisi hizo una labor ímproba de
interpretación de la sharia desde el shiismo, así como de compilación de
tradiciones shiíes para su uso por parte de otros eruditos y clérigos. A
menudo descrito como una especie de Gran Inquisidor a la forma duodecimana, se
convirtió en el peor enemigo de sunitas y sufíes, y fue el gran factor no
estrictamente político que trabajó para la impregnación shií del Irán.
Esta actitud provocó graves
problemas, sobre todo en aquellas zonas periféricas del imperio safavid, donde
el poder central era más difícil de imponer y, a la vez, se presentaba una
frecuencia mayor de personas no shiíes. Por ejemplo, los afganos guilzaíes se
rebelaron en Khandahar. Formaron un ejército que marchó hacia el oeste, le
encendió el pelo a las tropas safavides que encontró, y acabó asediando al
último sha de la dinastía, Sultán Husein, en su propia capital isphanagera.
Cuando la ciudad capituló, esto
marcó el final de la orgullosa dinastía safavid. Ghilzai Mahmud, líder de los
ghilzai, fue proclamado sha, tratando con ello de darle continuidad al momio.
Pero, la verdad, siendo como era un señor de la guerra con audiencia sólo en
determinadas regiones de Afganistán, nunca consiguió controlar de forma
efectiva enormes porciones del viejo imperio. Lo cual despertó la ambición de
los de siempre (rusos y turcos).
Otra de las cosas que no
consiguió la rebelión de los ghilzai fue reinstaurar en el antiguo imperio
safavid el sunismo que ellos practicaban. A mediados del siglo XVII habían
pasado ya demasiadas cosas como para que la sociedad irania pudiera dar marcha
atrás así como así; y, de hecho, en el reloj de la Historia los tiempos
aquéllos en los que un rey se convertía a una determinada religión,
condicionando con ello la fe de todos sus súbditos, estaban ya pasando.
Además, se produjo un tiempo de
cierto caos, presidido por las invasiones de los turcos; pero, pasado un
tiempo, en la zona surgió un poderoso señor de la guerra, Nadir Shah, quien
primero gobernó a través de legítimos herederos de la dinastía safavid, pero
finalmente, en 1736, decidió salir del armario y proclamarse sha él mismo.
Un poco al estilo de Alejandro el
Magno, Nadir fue un conquistador muy eficiente, pero que no conseguiría dejar
sus conquistas en herencia. Marchó hacia el Este, tomando extensas regiones de
Afganistán y del norte de la India, donde arrasó Delhi y robó el famosérrimo Koh-i-noor.
Hacia el Norte, consiguió controlar casi todo el territorio iraní, además de
invadir Iraq y la Anatolia oriental.
Nadir era miembro de una tribu
conocida como los afshar, central en la formación de la confederación
kizilbash. Por ello, de formación era shií duodecimano; pero, aun así,
decidió convertirse al sunismo y, por ello, fue el último gobernante de la
Historia de Irán (hasta el momento) que trató de imponer dicha escuela en el país.
Aun así, situó su capital en Mashad, la ciudad del santuario de al-Rida.
Esto nos da la pista de que Nadir, en realidad, en lugar de tratar, como Abbas, de imponer una de las dos grandes interpretaciones del Islam como religión del Estado, lo que intentó fue tender puentes entre ambas. En realidad, aquello era, sobre todo, un movimiento político: logrando la concordia entre shiíes y suníes, lo que buscaba Nadir era dejar sin efecto la principal razón religiosa que los otomanos esgrimían siempre para atacar las planicies persas: la lucha suní contra la herejía. Su idea, pues, era que el shiismo duodecimano debería ser considerado como madhab, es decir, como una escuela doctrinal, además de las cuatro que había desarrollado el sunismo. Esto pasaba porque los shiíes aceptasen a los tres primeros califas como tales (lo que reduciría a cero su nivel de desafío a los otomanos, que habían tomado el título de califas y se consideraban sus sucesores).
Los
eruditos duodecimanos recibieron la propuesta con extrema frialdad y
escepticismo, y los suníes no se portaron de otra manera. De hecho, a los
eruditos shiíes, la idea de denominar esta escuela Jafarí les pareció poco
menos que herética; y no les culpo, pues eso suponía pasar a considerar a Jafar
al-Sadiq como el creador de una escuela más del Islam, mientras que para ellos
era el sexto imán.
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