viernes, abril 09, 2021

Islam (32: Iraq, Siria, Arabia)

 El modesto mequí que tenía the eye of the tiger

Los otros sólo están equivocados
¡Vente p’a Medina, tío!
El Profeta desmiente las apuestas en Badr
Ohod
El Foso
La consolidación
Abu Bakr y los musulmanes catalanes
Osmán, el candidato del establishment
Al fin y a la postre, perro no come perro
¿Es que los hombres pueden arbitrar las decisiones de Dios?
La monarquía omeya
El martirio de Husein bin Alí
Los abásidas
De cómo el poder bagdadí se fue yendo a la mierda
Yo por aquí, tú por Alí
Suníes
Shiíes
Un califato y dos creencias bien diferenciadas
Las tribulaciones de ser un shií duodecimano
Los otros shiíes
Drusos y assasin
La mañana que Hulegu cambió la Historia; o no
El shiismo y la ijtihad
Sha Abbas, la cumbre safavid; y Nadir, el torpe mediador
Otomanos y mughales
Wahabismo
Musulmanes, pero no de la misma manera
La Gran Guerra deja el sudoku musulmán hecho unos zorros
Ibn Saud, el primo de Zumosol islámico
A los beatos se les ponen las cosas de cara
Iraq, Siria, Arabia
Jomeini y el jomeinismo
La guerra Irán-Iraq
Las aureolas de una revolución
El factor talibán
Iraq, ese caos
Presente, y futuro


En efecto, al gobierno iraquí lo único que lo unía era el ejercicio del poder. En medio de aquel dédalo de voluntades, consiguió consolidarse como primer ejecutivo Abdel Salam Arif.  ASA adoptó una agenda básicamente socialista y, en julio de 1964, nacionalizó los bancos, las aseguradoras y la mayoría de las grandes empresas industriales. Ese movimiento no le gustó nada a las organizaciones religiosas, que le pusieron la proa.

Arif se mató en un accidente de helicóptero en abril de 1966; un accidente que se suele tomar como un verdadero caso de fatal mala suerte, aunque nunca falta quien piensa que al helicóptero le ayudaron a irse al suelo. Fue sucedido por su hermano Abderramán, que entonces era el jefe de gabinete del Ejército. Abderramán, sin embargo, era bastante paquetín, y en 1968 fue expulsado del trono republicano por un golpe liderado por el Baas al mando de Ahmed Hasan al-Bakr, que se convirtió en el cuarto presidente de Iraq. Uno de los cuadros del Baas que ascendió gracias a aquel golpe de Estado fue un prometedor secretario del mismo, entonces de 31 años, llamado Sadam Husein. Tanto medró que en 1979 dio su propio golpe de Estado y se quedó con el poder. Todos estos movimientos se produjeron por parte de oficiales del ejército que prácticamente en todos los casos eran suníes.

El régimen, pues, reprodujo el pecado de apoyarse en una porción del país ampliamente minoritaria. Sadam se ganó muy pronto la enemiga de los shiíes y, sobre todo, de los kurdos. Los temas ya se pusieron sobaco de grillo en 1969, cuando el inasequible al desaliento ayatolá al-Hakim volvió a palestra. En ese momento, Irán e Iraq tenían un conflicto muy gordo acerca del aprovechamiento de los recursos hídricos de un río que marca la frontera entre ambos, el Shatt al-Arab. En medio, como digo, de un enfrentamiento importante en el que las identificaciones nacionales jugaron un papel muy importante, MAH, puesto que era un ayatolá, hizo lo que tiene que hacer alguien que verdaderamente cree en sus ideas. Al contrario que la mayoría de quienes dicen creer en ellas, por ejemplo comunistas que se han hecho nacionalistas cuando, en realidad, un comunista que de ello se precie debe ser internacionalista, al-Hakim tiró de manual y se negó a criticar la posición de Irán en el conflicto puesto que, al fin y al cabo, los iraníes eran los suyos. Aquello era algo que, probablemente, los milicos estaban esperando para poder actuar con cierta legitimidad; así pues, comenzaron a expulsar a estudiantes y profesores shiíes a cascoporro; y, de hecho, la universidad de Nayaf, la patria chica ayatolera, la cerraron. Las fuerzas policiales comenzaron a hablar de que el país estaba amenazado por Irán y, con tal excusa, comenzaron a detener shiíes. Éstos reaccionaron y MAH se puso al frente de una marcha de protesta desde Nayaf hasta Bagdad, durante cuyo camino fue vitoreado por toneladas de shiíes.

La policía aisló al ayatolá, prohibiendo que recibiese visitas; pero en realidad fue peor. Un clérigo suní, Sheik Abdelaziz al-Badri, pronunció un sermón en una mezquita defendiendo a su colega shií; entre bomberos creyentes, vino a decir, no nos pisemos la manguera. Lo detuvieron y se lo llevaron por delante; probablemente porque eso mismo, meterle una bala en la nuca, era lo que sabían que ya no podían hacerle al valiente clérigo de Nayaf, pues cargárselo hubiera provocado que en amplias zonas del país se hubiese liado leoparda.

Suníes y shiíes comenzaron a trabajar juntos de forma ostentosa o, como diría Jesús Gil, ostentórea; el régimen entró en pánico. Las autoridades reaccionaron con un programa imposible. Se prohibió la enseñanza del Islam en las escuelas (las personas de inspiración socialista, siempre empeñadas en creer que todo lo que aprende el ser humano lo aprende en una escuela que, además, ellos pueden controlar), y las emisoras públicas dejaron de emitir suras del Corán. Al-Hakim tuvo que salir por patas, pero no sin antes emitir una fetua en la que prohibía a los shiíes ser miembros del Baas. En el sur rural y shií, la rebelión se convirtió en deporte olímpico.

Por desgracia para el movimiento shií, su líder estaba el pobre ya al borde de la ocultación. Al-Hakim, en efecto, moriría apenas un año después. Pero allí estaba al-Sadr, el fundador de La Llamada, que todavía era joven, y que tenía todas las papeletas para convertirse en el sucesor.

Al Baas gobernante, sin embargo, le vino a ver la Virgen de Lourdes (dicho sea salvando todas las distancias teológicas) con el incremento de los precios del petróleo. Casi de la noche al día, el Estado iraquí estaba en condiciones de conceder subvenciones a fondo perdido a cascoporro; y ya se sabe que cuando las voluntades se pueden comprar, ni puta falta hace tenerlas. El error de la ecuación, sin embargo, fue que el sistema estaba montado desde hace décadas de una manera tal que toda aquella cascada de dinero apenas mojaba las nucas de la mayoritaria población pobre shií. Con ocasión de la celebración de la Ashura de 1977, los shiíes marcharon desde Nayaf hasta Kerbala, pero convirtieron aquella marcha en un acto político de primer nivel; algo así como si alguien convirtiese una peregrinación a Compostela en un masivo acto político. El ejército fue convocado para sofocar la revuelta; pero muchos soldados desertaron, porque no querían disparar sobre sus hermanos, y menos en medio de algo que no dejaba de ser una demostración de fervor musulmán. En todo caso, se hicieron dos mil arrestos y se formó una corte marcial específica para juzgarlos. Ocho clérigos fueron ejecutados.

Por aquel entonces, en todo caso, Sadam Husein, que todavía no había dado su golpe de Estado pero ya ejercía buena parte del poder político en el país, comenzó, con inteligencia, a utilizar la retórica religiosa con mucha frecuencia, buscando con ello ganarse el apoyo de las masas que se regían más por las creencias religiosas que por las políticas. El famoso "yo soy demócrata de toda la vida" de los franquistas de la segunda mitad de los setenta, pero con suras y hadiths. Yo supongo que la idea de Sadam era que con el incremento de la retórica religiosa, sumada a la mejor capacidad presupuestaria del Estado derivada del petróleo, podría equilibrar una situación que, sin duda, a mediados de los setenta ya pensaba hacer suya. Sin embargo, probablemente no contó con que la realidad de las cosas es una realidad dinámica que cambia constantemente y que, por lo tanto, los entornos son muy variables. Eso, por no mencionar el hecho de que los musulmanes son, por lo general, mucho menos fáciles de engañar con pura retórica religiosa que los cristianos. 

En Irán, un país dominado por un sha prooccidental, el descontento era creciente; y era, esto es lo importante para este relato, un descontento liderado por movimientos religiosos. Algunos de los líderes de esos movimientos se habían exiliado a Iraq para evitar la presión gubernamental. Uno de ellos era un ayatolá llamado Ruholá Jomeini, que se había establecido en Nayaf, desde donde predicaba en favor de un gobierno puramente islámico. El Sha, un poco hasta los huevos de los sermones de aquel tipo, le exigió al gobierno iraquí que lo echase del país. Hubo mucho tira y aflora pero, finalmente, en noviembre de 1978, Bagdad hizo lo que se le pedía, y RJ acabó en París. Esto acabaría por tener más consecuencias de las que todos los protagonistas, salvo Jomeini, esperaban. Este proceso político completo ya lo he contado.

Mientras tanto, de todos los países árabes de la zona, el que más había avanzado en la dirección secular era, más que probablemente, Siria. El país había quedado libre de tropas francesas en el año 1946; se había convertido en una república parlamentaria. El país estaba dominado por una elite suní, pero eso no tenía la importancia religiosa que tenía en Iraq. La rama siria de la Hermandad Musulmana tenía presencia en las ciudades más grandes, pero, en general, los grandes movimientos políticos de aquellas décadas de posguerra dejaron aparte el sectarismo religioso.

Esto convirtió a Siria en el verdadero agujero negro del nacionalismo árabe. Ya durante la segunda guerra mundial, un árabe cristiano ortodoxo, Michel Aflaq, había mantenido un intenso activismo nacionalista de claras vocaciones socialistas. A pesar de considerar que el Islam era el mayor logro de los árabes, luchó denodadamente en favor del principio de que la lucha política ha de ser una lucha secular. Fue cofundador del Baas, con el eslogan ummah arabiya wahida dhat risalah khalidah; algo así como una nación árabe y un mensaje eterno. Con este punto de vista, vendiendo pues que el Islam había sido la idea cumbre de la civilización humana, recaudaron muchos apoyos entre shiíes duodecimanos, alauitas, drusos e ismailíes.

El Baas participaba en las elecciones y en el juego parlamentario; pero, la verdad, entre sus cuadros había muchos mandos militares que sabían que había otra vía para llegar al poder. Finalmente, en 1966 se quitaron la careta y dieron un golpe de Estado, al que siguió un periodo de tiki taka en el que no se sabía muy bien qué iba a pasar, hasta que un general alauita, Hafez el-Assad, logró tomar el control de los resortes del poder. El-Assad comenzó a gobernar el país con puño de hierro; algo que, hay que reconocerlo, no le fue difícil porque el propio sistema constitucional antes del golpe de Estado ya estaba evolucionando hacia el autoritarismo (sin ir más lejos, tres años antes del golpe de Estado ya se había decretado que los actos de la policía secreta estarían exentos del escrutinio judicial).

En esas circunstancias, la mezquita se convirtió en la célula opositora por excelencia en Siria. Eso, sin embargo, no debe esconder el hecho de que el-Assad hizo todos los esfuerzos que pudo por aparecer ante su pueblo, en todo momento, como un devoto musulmán. Para él, el factor Islam era una más de las bolas de la carambola del poder, en el marco de una gestión por su parte tendente a borrar las muchas diferencias existentes dentro de su país (por ejemplo, porfió hasta conseguir que Musa al-Sadr, un clérigo duodecimano de Líbano, emitiese una fetua admitiendo el alauismo dentro del club shií). Bashar, su hijo y presidente del país desde la muerte del padre en el año 2000, se casó con una suní, un gesto que fue seguido por muchos cuadros alauitas del Baas.

A partir de mediados de la década de los setenta del siglo pasado, sin embargo, el régimen de al-Assad en Siria comenzó a experimentar serios movimientos opositores, derivados de la elevadísima concentración de alauitas en el gobierno y en los servicios secretos. En 1976, estos movimientos comenzaron a concretarse en el asesinato terrorista de descollantes figuras del alauismo, así como en atentados sobre sedes gubernamentales. Cada vez más gente dentro del país consideraba que la política del Baas los intentaba separar de sus raíces culturales y sus creencias. El régimen respondió apoyando a los suníes dispuestos a hablar en favor de su línea contra el sectarismo religioso, algo que encontró sin dificultades dadas las tendencias prosélitas del sunismo; entonces los ataques mortales también comenzaron a producirse sobre esos predicadores suníes.

En lo tocante a Arabia Saudita, el país disfrutaba de una situación muy prometedora desde que, en 1938, se descubriesen los primeros pozos de petróleo bajo su culo. La explotación masiva del recurso petrolero, durante la primera mitad del siglo, implicó fundamentalmente a trabajadores de la propia Arabia; el fenómeno de importar trabajadores del resto de Asia es muy posterior. Esta realidad creó una clase trabajadora que era muy sensible a los mensajes nacionalistas y socialistas quintaesenciados en la figura de Nasser en Egipto. Estos militantes fueron mayoritariamente shiíes, dado que el petróleo apareció en regiones fundamentalmente duodecimanas. En 1961 se fundó la rama saudí del Baas, como siempre, con una ideología nacionalista trans-sectaria. Sin embargo, cuando el propio Baas sirio sufrió una escisión, en 1963, el partido en Arabia sufrió una réplica de aquel terremoto que lo dejó muy debilitado.

Cuando se produjo el gran hecho de la década de los sesenta para los árabes: la Guerra de los Seis Días, los hechos fueron recibidos con manifestaciones en el país y comenzó a haber movimientos en los cuartos de banderas que llevaron a una oleada de arrestos a finales de dicha década.

A partir del año 1973, buena parte de la oposición política a los Saud, en el exilio, recibió permiso para volver al país y fue regada con pasta; lo cual, para qué nos vamos a engañar, los tranquilizó mucho.

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