miércoles, marzo 31, 2021

Islam (29: La Gran Guerra deja el sudoku musulmán hecho unos zorros)

El modesto mequí que tenía the eye of the tiger

Los otros sólo están equivocados
¡Vente p’a Medina, tío!
El Profeta desmiente las apuestas en Badr
Ohod
El Foso
La consolidación
Abu Bakr y los musulmanes catalanes
Osmán, el candidato del establishment
Al fin y a la postre, perro no come perro
¿Es que los hombres pueden arbitrar las decisiones de Dios?
La monarquía omeya
El martirio de Husein bin Alí
Los abásidas
De cómo el poder bagdadí se fue yendo a la mierda
Yo por aquí, tú por Alí
Suníes
Shiíes
Un califato y dos creencias bien diferenciadas
Las tribulaciones de ser un shií duodecimano
Los otros shiíes
Drusos y assasin
La mañana que Hulegu cambió la Historia; o no
El shiismo y la ijtihad
Sha Abbas, la cumbre safavid; y Nadir, el torpe mediador
Otomanos y mughales
Wahabismo
Musulmanes, pero no de la misma manera
La Gran Guerra deja el sudoku musulmán hecho unos zorros
Ibn Saud, el primo de Zumosol islámico
A los beatos se les ponen las cosas de cara
Iraq, Siria, Arabia
Jomeini y el jomeinismo
La guerra Irán-Iraq
Las aureolas de una revolución
El factor talibán
Iraq, ese caos
Presente, y futuro



La revolución de los Jóvenes Turcos, aunque en realidad trajo un régimen casi tan autoritario como aquél al que sustituyó, supuso un importante activo para el mundo musulmán a través de la generalización de la libertad de prensa en su territorio. Esto tuvo como consecuencia que las llamadas a la unidad de acción entre shiíes y suníes se multiplicasen y fuesen ampliamente conocidas. El enemigo no era el otro musulmán, sino Occidente. Aparecieron las llamadas a la yihad, en este caso defensiva; aunque este tema era más complicado para los shiíes, puesto que la declaración de la yihad era competencia del imán, que llevaba oculto desde la infancia de Jordi Hurtado.

Sin embargo, para entonces la idea de que estas funciones podían delegarse en clérigos especialmente eruditos había calado. Ya en 1805, cuando los wahabíes atacaron Nayaf, Sheik Jafar Kashif al-Ghita había declarado una yihad contra ellos.

En diciembre de 1910, un grupo de mujtahid realizó una declaración en pro de la unidad del Islam y declaró una yihad contra las tropas rusas que ocupaban áreas en el norte de Irán. La llamada fue respondida muy positivamente por dirigentes suníes, en lo que claramente fue un paso importante para la unidad islámica. Cuando, poco después, Italia invadió Libia, que era territorio otomano, los shiíes iraquíes se unieron a los suníes en la llamada a las armas contra el pérfido Mussolini.

En realidad, los musulmanes estaban en camino de tener muchas más disculpas, y de mucha más fuerza, para avanzar en ese terreno. Con el estallido de la Gran Guerra, el Medio Oriente se convirtió en un teatro bélico muy importante en el que las potencias en conflicto no se pararon demasiado a la hora de respetar los deseos y especificidades de los habitantes. Los británicos desembarcaron en la desembocadura del Tigris y comenzaron a avanzar río arriba. En la batalla que los turcos libraron contra ellos, en Shuayba (abril de 1915), pelearon tanto suníes como shiíes.

Aquello, sin embargo, se asemejaba un poco a ese fenómeno esquizofrénico que también se dio en nuestra guerra contra el siempre pérfido francés, puesto que luchaban contra quien nos estaba proveyendo de nuevas ideas. El tema de cómo reaccionar frente a la dominación occidental mundial había sido ya planteado a mediados del siglo XIX por un importante pensador islámico, Jamal Aladin al-Afgani. En sus reflexiones, podría decirse que al-Afgani inventó el moderno islamismo. Era un hombre radicalmente opuesto al imperialismo occidental, que construyó un edificio teórico basado en dos premisas: por un lado, la idea de que Occidente destruiría el Islam si los musulmanes no reformaban su creencia; la segunda, el orgullo por los logros de la civilización islámica a lo largo de los siglos.

Entre los discípulos de al-Afgani habría de destacar Mohamed Abduh quien, a finales del XIX, acabaría siendo el líder de facto del importantísimo Islam egipcio, sin el cual tantas cosas no se entienden. Abduh culpaba a los propios musulmanes de la inferioridad del Islam frente a los poderes occidentales y, aunque podía entender los orgullos nacionalistas en las áreas islamizadas, consideraba que los musulmanes deberían unirse mediante la solidaridad social y la ayuda global, ayuda que incluso debería incluir a los habitantes no musulmanes de sus territorios. El ejemplo que admiraba era el de la formación de la nación alemana después de los conflictos generados por la Reforma; una unidad que incluyó territorios casi completamente católicos.

En Egipto, Abduh se convertiría en un gran reformador del Islam suní, adaptando la sharia a las condiciones del mundo moderno. Entre otras cosas, quebró el sello de uno de los grandes dogmas de la moral islámica, que niega el agio. Según su opinión, es lícito dar préstamos con interés si se conceden para el bien público. De todas formas, éste es un tema que muchos Estados islámicos todavía no han terminado de resolver del todo.

En suma, Abduh le aportó al sunismo mecanismos para adaptarse y lo hizo, paradójicamente, abogando por un regreso a las  enseñanzas de los ancestros, es decir al-salaf al-salih, en contraposición a muchas de las interpretaciones adquiridas por el Islam a lo largo de los siglos. Sin embargo, este pensamiento acabaría generando una reacción conservadora, por así decirlo, de teóricos que hacían una interpretación mucho más estricta que la suya de al-salaf al-salih. Si Abduh incluía, por ejemplo, a grandes pensadores de la era abásida que había estudiado con al-Afgani, esta reacción limitó ese perímetro a las tres primeras generaciones de musulmanes; lo que, en la práctica, anclaba al sunismo en lugar de permitirle evolucionar. Aquéllos que sostienen esta visión son los que normalmente consideramos salafistas.

Al terminar la Gran Guerra, el mundo islámico era una mera provincia de las potencias occidentales. La Liga de las Naciones extendió generosos mandatos para Reino Unido y Francia a la hora de tomar en su administración amplios territorios en el área. Francia se quedó con Siria y Líbano, mientras que Londres se quedó Palestina, Jordania e Iraq, además de una influencia fundamental en Irán.

Como también habían hecho en otras zonas del mundo, las potencias occidentales no se pararon en entender sutilezas a la hora de crear estas nuevas entidades nacionales; a menudo, las naciones que se crearon portaban en su interior importantes diferencias religiosas.

Evidentemente, la administración de Palestina fue, desde el primer momento, una gran fuente de conflicto. Aunque ya no hemos referido a fondo a este tema en el blog (véase aquí; también os recomiendo este comentario de Tiburcio Samsa sobre Iraq), cabe recordar aquí que la Palestina que “heredaron” los ingleses tenía una gran mayoría árabe suní, y minorías shií y cristiana, más los hebreos, entonces claramente minoritarios. Sin embargo, los británicos en la práctica concibieron a los palestinos simplemente como “no hebreos”; lo cual no hizo sino colaborar para desdibujar sus diferencias.

Un nuevo, e importante, episodio de nacionalismo musulmán se dio en 1925, con la llamada Gran Revuelta Siria. Aquella fue una rebelión indistinta para las diferentes creencias del Islam. Se inició entre los drusos de la meseta de Hawran, quienes consiguieron echar a los franceses de dicho enclave, con lo que se les unieron otros musulmanes y cristianos. La revuelta se extendió hacia el área de Damasco, mayoritariamente suní, así como el sur del Líbano, donde se temió que drusos y shiíes duodecimanos, muy fuertes en áreas rurales, llegasen a aliarse. Los drusos, sin embargo, realizaron una masacre de cristianos maronitas en Kawkaba, dado que los concebían como profranceses.

Aunque los franceses sofocaron la rebelión, tuvieron que dar un paso en favor de las reivindicaciones de los musulmanes permitiendo la formación de una república parlamentaria bajo su control. Esta república sería independiente tras la segunda guerra mundial y, en ese momento, recibió el apoyo de shiíes, alauitas, drusos e ismailíes.

Los franceses habían tomado la decisión, bastante discutible desde muchos puntos de vista, de separar Líbano de Siria y convertirlo en un Estado independiente. Lo hicieron, fundamentalmente, para colmar el deseo de independencia de los maronitas, que eran, desde luego, el grupo religioso más cercano a ellos. Cometieron dos grandes errores: por un lado, crear un país que tenía muy difícil ser viable como tal; y, segundo, tratar de crear un régimen dominado por los maronitas. Crearon un cóctel formado por éstos, duodecimanos, suníes, drusos, etc.; muchos de ellos con un deseo neto de reunificación con Siria.

La Constitución libanesa garantizó puestos en el parlamento a todas las comunidades religiosas, pero reservando una mayoría efectiva para los diputados cristianos. En 1931 se realizó un primer, y único, censo en el Líbano. Los cristianos resultaron ser el 52% de la población, por un 22,5% de suníes, más un 20% de duodecimanos, entre los principales grupos. En 1943 se alcanzó el llamado Pacto por el Líbano, diseñado para permitir la evolución del país hacia la independencia, y que estableció que el presidente de la nación debía ser un maronita gobernando con un primer ministro suní, mientras que la presidencia del parlamento se otorgaba a los duodecimanos.

Por lo que se refiere a lo que hoy conocemos como Iraq, el país, en realidad llamado así desde hace muchos siglos, comprende básicamente las viejas provincias otomanas de Bagdad, Basora y Mosul. Sin embargo, sus fronteras, creadas por el mandato francés sobre Siria, fueron totalmente arbitrarias. En 1919, los shiíes suponían el 53% de la población iraquí. La mayoría del resto eran suníes, bien árabes, bien kurdos. Había también judíos, cristianos, yazidíes, y minorías étnicas como los turcomanos. En el país, por lo general, suníes y shiíes se habían acostumbrado a colaborar. Esta colaboración se articuló a principios del siglo XX a través de una sociedad secreta llamada al-Ahd, creada en 1913 por nacionalistas árabes que querían sacudirse el yugo otomano. Cuando, en 1916, Husein bin Alí al-Hashimi lideró una rebelión antiturca en La Meca, esta sociedad puso en contacto a sus miembros suníes con los mujtahid shiíes en Irán. Los shiíes, convencidos de su mayoría en Iraq, concibieron la idea de que el país debía ser estructurado bajo el gobierno de algún hijo de Sharif Husein, como normalmente se conoce al rebelde mequí. Sharif era descendiente, en trigésimo cuarta generación, de Hasán, el hijo de Alí y consecuentemente nieto de El Profeta; aunque era suní. Por eso, los shiíes reclamaron en un manifiesto la existencia de una asamblea nacional y un sistema que colocase los actos del rey bajo el escrutinio y el control de los mujtahid; esto, de nuevo, separó a suníes y shiíes, pues un sistema como éste difícilmente habría sido aceptado por los primeros de ellos.

En lo que sí que estaban juntos ambos era en la demanda de una monarquía sharifí. Mirza Mohamed Taqi Shirazi, en ese momento el mujtahid más influyente de Iraq y gran impulsor del manifiesto antes citado, fue el gran catalizador de este movimiento de opinión pública. Conforme fue avanzando la definición posbélica de la zona sobre la base del dominio sobre todo británico, los movimientos de oposición se fueron haciendo más densos. Esto cristalizó en una rebelión parcial en el país en junio de 1920. Dicha rebelión fue sofocada, pero llevó a los despachos del Foreign Office la idea clara de que dominar Iraq iba a ser un proyecto muy laborioso, quizá demasiado. Hacía falta que elementos locales les ayudasen.

Para eso estaba el príncipe Faisal bin Husein bin Alí al-Hashimi, normalmente conocido como el príncipe Faisal a secas. Los intentos de Faisal de llegar a algún tipo de acuerdo con los franceses de Siria habían terminado por provocar que su proyecto de ser allí el rey acabase en nada. En agosto de 1921, los ingleses decidieron colocarlo en el trono iraquí. En ese momento, el país estaba en una situación tan indefinida que ni siquiera se habían acordado aún sus fronteras con Turquía. Turquía, que ambicionaba controlar Mosul, utilizó contra Faisal la propaganda panárabe y nacionalista; algo que le funcionó bastante bien, pues consiguió que la resistencia social a Faisal fuese en aumento.

El 12 de abril de 1923, los mujtahid clavaron el texto de una fetua en las puertas del santuario de Kazimain en Bagdad, en la que prohibían a los musulmanes resistirse al avance turco. Tres meses después, un grupo numeroso de clérigos rogó públicamente al gobierno de Estambul que echase a los poderes extranjeros del país.

La crisis, sin embargo, acabó pasando. Faisal fue aceptado, sin demasiadas alharacas eso sí, como rey de Iraq. Su gran apoyo eran sus fuerzas armadas, donde los mandos eran fundamentalmente antiguos mandos turcos, de convicciones sharifianas,  suníes en su práctica totalidad. Ahí, pues, empezó el merdé iraquí; un país shií gobernado por suníes.

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