lunes, abril 12, 2021

Islam (33: Jomeini y el jomeinismo)

 

El modesto mequí que tenía the eye of the tiger

Los otros sólo están equivocados
¡Vente p’a Medina, tío!
El Profeta desmiente las apuestas en Badr
Ohod
El Foso
La consolidación
Abu Bakr y los musulmanes catalanes
Osmán, el candidato del establishment
Al fin y a la postre, perro no come perro
¿Es que los hombres pueden arbitrar las decisiones de Dios?
La monarquía omeya
El martirio de Husein bin Alí
Los abásidas
De cómo el poder bagdadí se fue yendo a la mierda
Yo por aquí, tú por Alí
Suníes
Shiíes
Un califato y dos creencias bien diferenciadas
Las tribulaciones de ser un shií duodecimano
Los otros shiíes
Drusos y assasin
La mañana que Hulegu cambió la Historia; o no
El shiismo y la ijtihad
Sha Abbas, la cumbre safavid; y Nadir, el torpe mediador
Otomanos y mughales
Wahabismo
Musulmanes, pero no de la misma manera
La Gran Guerra deja el sudoku musulmán hecho unos zorros
Ibn Saud, el primo de Zumosol islámico
A los beatos se les ponen las cosas de cara
Iraq, Siria, Arabia
Jomeini y el jomeinismo
La guerra Irán-Iraq
Las aureolas de una revolución
El factor talibán
Iraq, ese caos
Presente, y futuro


En medio de todas estas evoluciones políticas y también religiosas que hemos ido repasando, no hay que olvidar que hay, siempre, eso que en la música barroca se llamaba un bajo continuo, que es la creciente voluntad de masas cada vez más grandes, y compactas, en los países islámicos, en el sentido de elevar el Islam como alternativa a todas las ideologías llegadas desde occidente; incluido el marxismo que, sin embargo, tantos servicios le estaba haciendo a buena parte de los gobernantes de la época.

El socialismo y el marxismo ejercitaron su labor de mesmerización de las elites universitarias, en los países árabes como en cualquier otro donde hay un nivel de bienestar lo suficientemente elevado como para encumbrar a gilipollas en el fondo tan sectarios como las ideologías que dicen haber venido a sustituir. Por otro lado están los jóvenes, esas personas que son, como muy acertadamente los define el idioma español, adolescentes (que adolecen), por lo general también bastante proclives a considerar que existiendo puzles de los Pitufos de cuatro piezas, quién va a querer hacer uno de dos mil piezas. Gentes, pues, a las que la idea del antiimperialismo (sí; por lo visto los musulmanes, con la Historia que portan detrás de sí, y que portan con orgullo, resulta que son antiimperialistas; tócate las nalgas, María Manuela) y la búsqueda de la justicia social (las estadísticas dicen que, a día de hoy, la desigualdad es mayor en las áreas musulmanas del mundo. Es lo que hay, se siente).

En este sentido, lógicamente tenía que producirse el movimiento en el fondo más exitoso del final del siglo XX, que era dejar de considerar estas tendencias como antitéticas sino, lejos de ello, totalmente compatibles en una fusión ideológica. Esto se aprecia ya con claridad en las ideas de eruditos como el iraní Alí Shariati, muerto en 1977.

Shariati es el padre ideológico de la Revolución Islámica de 1979, a la que ya hemos ocupado algunas letras. Era un sociólogo, nada de clérigo (en realidad, los clérigos no le gustaban demasiado) que decidió trabajar por el maridaje de las ideologías occidentales que consideraba buenas con el Islam. Le fascinaba la figura de Abu Dharr al-Ghifari, uno de los primeros compañeros de El Profeta, un hombre que siempre fue crítico con los primeros califas por el lujo con el que vivían y que incluso se levantó contra el desgraciado Osmán. Shariati incluso escribió una biografía de Abu Dharr, haciendo con él la misma conversión que, en aquel tiempo, estaba haciendo la cultura hippie con Jesucristo; convirtiéndolo, pues, en un campeón de la justicia social, para convertirlo en un modelo para los musulmanes contemporáneos. Shariati, pues, trataba de conciliar la sempiterna necesidad de todo musulmán de encontrar las fuentes de su comportamiento y de sus ideas en los primeros tiempos de su religión con las demandas de los nuevos tiempos. Además, ojo al dato, Abu Dharr es uno de los pocos miembros del Prophet Team que es comúnmente aceptado tanto por suníes como por shiíes. El sociólogo sabía muy bien que esa canasta era un triple.

Toda la completa investigación que hizo Shariati de la figura de Abú Dharr le permitió sustentar el principio que iba buscando: que, en realidad, el Islam, lejos de ser una creencia antigua y obsoleta, es la mejor respuesta a los problemas del tiempo presente; una respuesta que puede ser compartida perfectamente por suníes y shiíes. La lucha, dijo, tiene que dejar de ser entre suníes y shiíes, sino entre Islam y capitalismo. Puede haber mucha gente que se extrañe de que, de cuando en cuando, se conozcan diversos mecanismos de contacto entre la revolución iraní y los movimientos populistas de ultraizquierda tan propios de nuestros tiempos. Sin embargo, si se estudia a fondo la obra de Shariati y se entiende que es un poco el Libro Gordo de Petete de dicha revolución, pronto se entenderá que esas dificultades, en el fondo, no existen. Cambia el enfoque o, si se prefiere, la teología usada para la lucha contra el capitalismo; pero la lucha es la misma.

Shariati, sin embargo, predicaba un poco en el desierto. Ciertamente, dos años después de su muerte vio su obra hecha realidad (aunque no faltan quienes consideran que, de haber estado vivo, no hubiese permitido su evolución en el sentido que se ha producido); pero eso de eliminar las diferencias entre suníes y shiíes era ya quimérico. La operativa del wahabismo en Arabia adquirió, con la riqueza del país, tintes cada vez más monopolísticos; y tanto en Iraq como en Siria, el gobierno estaba en manos de minorías religiosas en sus correspondientes países que actuaban de forma claramente defensiva.

En fin, llega el momento de hablar de Irán, y de su revolución. El algo que haré en estas notas de forma muy somera, puesto que, como ya os he recordado en otro punto de estas notas, ya le dediqué una serie al desarrollo de la revolución. Irán, como vimos allí, es una nación a la que, durante el siglo XIX, la monarquía Qajar nunca logró consolidar un Estado fuerte. En los años veinte del siglo ídem, un militar llamado Reza Khan llegó al poder y se proclamó Reza Sha, nombrando su dinastía como los Pahlevi. Gobernó como un dictador de libro hasta 1941, cuando entre Londres y Moscú lo echaron y lo sustituyeron por su hijo, Mohamed Reza Sha; el pollo que fue expulsado por la Revolución.

Los Pahlevi trabajaron mucho el desarrollo de Irán, pero también desarrollaron un Estado ultra-represivo. Ese Estado se sobrecalentó sobremanera en la primera mitad de los setenta con el disparo de los precios del petróleo, pero comenzó a enfriarse de forma evidente en la segunda mitad. En paralelo, los Pahlevi mantenían un constante enfrentamiento, a veces sordo, a veces bien evidente, con la clase clerical, a la que consideraban un freno para la modernización del país. Pahlevi decretó que los iraníes no podían llevar turbantes, no podían tocar el suelo con la frente al rezar, y debían acudir a las recepciones acompañados de sus churris. Incluso hizo instalar sillas en las mezquitas para que la gente estuviese sentada, que es algo que no han hecho los musulmanes en siglos. Por esto y por otras muchas cosas, la Revolución lo echó del país y lo sustituyó por el ayatolá exiliado en París, Rulolá Jomeini.

RJ era descendiente de El Profeta por vía del séptimo imán, uséase Musa al-Kazim. Procedía de una dinastía importante de clérigos teólogos de la ciudad de Jomein, que sólo por casualidad está en su apellido; o sea, Jomeini se llamaba Jomeini por el mismo mecanismo por el que los vascos con los que hice la mili se conocían entre ellos como Mundaka o Hernani. Nacido en el año 1902, su padre la roscó cuando tenía un año, y su madre cuando tenía dieciséis; el tipo de esquema vital que genera personalidades fuertes e independientes. Fue educado para ser un erudito en el Islam, sharia por todos los lados y tal, y se sintió en algún momento atraído por la poesía persa y el sufismo.

Es curioso que Rulolá haya pasado (la verdad, con todo el mérito) a la Historia, sobre todo a la que conocemos los occidentales, como una persona de neto perfil conservador, pues lo cierto es que durante su etapa de formación, mostró proclividad hacia algunos textos y tradiciones islámicos de ésos que los más conservadores tienden a no tener en su biblioteca. Estudió las ideas de Jamal Aladín al-Afgani, e incluso escribió un comentario al Fusus al-Hikam, una obra de un poeta sufí, Ibn Arabi. Lejos de ser un personaje que no pasara de los gestos de ahorcar homosexuales y tal, Jomeini era persona de elevado perfil intelectual; pero, eso sí, radicalmente instalado en la tradición musulmana.

Jomeini enseñó durante los años cincuenta y sesenta del siglo pasado en Qumm, y en 1961 fue declarado ayatolá. Progresivamente, además, como teórico fue desarrollando una resistencia creciente hacia los poderes temporales y desarrollando la teoría, plenamente desplegada en la Revolución iraní, del gobierno religioso, el gobierno de los mujtahids. En 1964 fue exiliado y se estableció la mayor parte del tiempo en Nayaf.

Desde un punto de vista doctrinal, el jomeinismo se puede decir que es un shiismo duodecimano de la escuela usulí. Los usulíes resuelven el gran problema del shiismo duodecimano, que no es otro que discernir quién podrá interpretar la sharia en ausencia de imán, haciendo que dicha responsabilidad descanse en los mujtahids de cada época y momento. Jomeini llevó estos principios más allá pues, al unirlos con su desconfianza hacia los gobernantes temporales, llegó a la conclusión de que incluso éstos, para realizar su labor, necesitan ser legitimados por los mujtahids. En tal sentido, Jomeini rechazó la monarquía (que, de hecho, consideraba una forma de gobierno extraña a las reglas del Islam) y sentó las bases de lo que hoy conocemos básicamente como una teocracia.

El jomeinismo, sin embargo, no era una teoría política; el ayatolá nunca elaboró muy a fondo las ideas sobre cómo debía desarrollarse ese gobierno de aval religioso. Esto es algo que caracteriza a no pocos de los modernos movimientos musulmanes. Jomeini decía: el gobierno es la aplicación de la ley divina sobre los hombres. Una afirmación que podría haber firmado cualquier líder de la Hermandad Musulmana, unida alrededor de la frase “el Corán es nuestra Constitución”. Ambas afirmaciones, sin embargo, dejan un enorme espacio práctico por definir. En suma, Jomeini, en sus escritos y en sus cintas de casete, levantó el edificio del velayat e faqih, el gobierno de los mujtahids; pero la definición de los cimientos no quedó del todo clara, pues el momento era de la oposición cerril a lo que había (el Sha); y es sabido que en tiempos de oposición, los trabajos de definición ideológica real son pocos.

A finales de marzo de 1979, el 98,2% de los iraníes votaron en referendo que querían una república islámica y no una monarquía. Fue sólo entonces de aquel resultado que se comenzó a trabajar en el bosquejo de dicha república; de donde cabe concluir que los iraníes, en aquella votación, apoyaron un proyecto que no conocían, pues no existía aun ni en el papel. En su redacción final, la ley de leyes de la República Islámica le otorgó al primer jurista, el faqih (en su momento, Jomeini) unos poderes muy elevados: derecho de veto sobre los candidatos presidenciales; derecho de nombrar al jefe de las Fuerzas Armadas, así como los jefes de los medios de comunicación estatales. De esta manera, el faqih se convierte, siguiendo de cerca las ideas de Jomeini, en algo así como el gran vigilante que se ocupa de cerciorarse de que los gobernantes no se aparten de la ley islámica.

Por debajo de este mando, se construye una república más o menos clásica, con su presidencia y sus poderes legislativo y judicial; pero, claro, está constitucionalmente garantizado que todos esos poderes trabajarán plenamente sintonizados con la ley islámica. Un Consejo de Guardianes puede rechazar cualquier ley si la considera contraria a los principios del Islam.

La Constitución iraní también consagra un rol internacionalista a la revolución que la vio nacer. El Estado iraní se compromete a trabajar para crear una sola comunidad musulmana mundial, así como para continuar la lucha para la liberación de todos los pueblos oprimidos del mundo.

Evidentemente, como república musulmana, el régimen iraní se declara seguidor del shiismo duodecimano; pero no deja por ello de reconocer otras escuelas del Islam, incluyendo las escuelas doctrinales del sunismo, los zoroastrianos, los cristianos, los judíos; pero no los bahais, que son, de hecho, la mayor minoría religiosa del país.

La intención internacionalista de la revolución iraní hace que su aspiración de partida fuese difundirse entre todos los musulmanes; por ello, no hizo demasiada diferencia con los suníes, y mucho menos los consideró dentro del bando de los enemigos, por así decirlo. Sin embargo, esto se combinó, como es lógico, con un intenso proselitismo shií que habría de generar roces y problemas. Finalmente, la estrecha rivalidad en el área del Golfo entre Irán y Arabia Saudita pronto se convirtió en una rivalidad entre shiismo y sunismo (o, más concretamente, entre duodecimanos y wahabíes), lo que ha terminado por abrir, de nuevo, el espacio para el enfrentamiento sectario. En este punto, la verdad, yo no sabría decir si las interpretaciones del Islam se han vuelto a enfrentar a causa de la geopolítica, o han sido las evoluciones geopolíticas las que se asientan en el enfrentamiento entre las interpretaciones del Islam.

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