El hundimiento
De Krebs a Demnin
El Brezal de Luneburgo
Patton
Ike resiste la tentación
Todos los indicios
apuntan, por lo tanto, a que las tres potencias tenían algo parecido
a un acuerdo para hacer un anuncio conjunto de la rendición alemana,
rendición que convertiría al 9 de mayo como el VE-Day, el Día de
la Victoria. Inmediatamente después de que Eisenhower diera su visto
bueno a la firma de Karlshorst, Stalin había presionado para que se
mantuviese aquella fecha. Tanto Truman como Churchill recibieron
mensajes inequívocos por su parte en el sentido de que el día 9
debía producirse un pronunciamiento indubitado por parte de los
alemanes que incluyese su rendición en el frente oriental. La
principal presión de Stalin, por supuesto, era Checoslovaquia. Sabía
que sus tropas apenas podrían estar en disposición de disputar el
teatro praguense el mismo día 9, y de esa manera quería evitar la
posibilidad de que las cosas fuesen de otra manera. Formalmente,
revistió su reivindicación con noticias, reales o inventadas, de
que había signos de que en la futura Alemania Oriental se estaban
levantando importantes bolsas de resistencia. Stalin quería una
rendición incondicional con vigencia en el primer minuto del 9 de
mayo; quería entrar algunas horas después en Praga sin ser molestado.
La ruptura del
embargo informativo por parte de la Associated Press, sin embargo, cambió eso. Dado que el mundo occidental no
era el soviético y, por lo tanto, en Reino Unido y Estados Unidos no
regían cosas como la estricta censura de prensa, los aliados
occidentales sabían ya que no tenían nada que obtener de la fecha
del 9 de mayo. Para ellos, por lógica, el Día de la Victoria sería
el 8, pues era el día que, cuando menos a ellos, los alemanes se les
habían rendido. Es evidente que a los políticos no les gustaba nada
esa solución; ellos habrían preferido un solo día para todos. Sin
embargo, rápidamente maquinaron una forma de abrochar ambas fechas:
conceder dos días de vacaciones laborales para celebrar el 8.
Evidentemente, eso suponía que los aliados se olvidasen como Día de
la Victoria el que verdaderamente lo había sido para ellos, esto es
el 7, puesto que en esa jornada el ejército alemán había bajado
los brazos ante ellos.
La Casa Blanca, que
no se olvide estaba dominada en aspectos militares por el general
Marshall, un tipo que en Yalta ya había demostrado que no quería ni
siquiera cambiar un cenicero de sitio en una mesa en la que estuviese
sentado con Stalin, pronto se trató de adaptar políticamente a una
situación en la que se pudieran salvar los muebles con los
soviéticos. En resumen, Harry Truman aceptó, tras los consejos de
Marshall en los que Eisenhower hizo coro, retrasar su anuncio sobre
la rendición alemana “ a menos que el señor Stalin aceptase uno
más prematuro”.
Churchill, sin
embargo, no era de la misma opinión. A esas alturas de la película,
después de Yalta, después de la detención de los polacos
demócratas, y de tantas otras cosas, el primer ministro británico
estaba, literalmente, hasta los cojones del camarada primer
secretario del Comité Central del Partido Comunista de la Unión de
Repúblicas Socialistas Soviéticas. Con bastante lógica por otra
parte, le mandó un telegrama a Truman en el que le decía que,
después de la indiscreción de la Associated Press, era imposible y
de estúpidos mantener en secreto la rendición un día más. Estaba
tan cabreado que solicitó una llamada de teléfono con
Washington para discutir el tema directamente.
En la práctica,
todos estos movimientos generaron un problema grave dentro de la
coalición ganadora de la guerra y, muy particularmente, entre Gran
Bretaña y la URSS. El premier británico seguía dándole vueltas a lo de la detención de
los polacos e, ítem más, si hemos de creer a los diarios de
Montgomery, ni siquiera pensaba que los soviéticos hubieran dado por
perdida la partida danesa; de hecho, temía que los soviéticos
aprovechasen la rendición alemana para desplazar más tropas hacia
aquel teatro. Moscú, por su parte, seguía temiendo que sus aliados
occidentales, finalmente, firmasen una paz separada con los alemanes.
Los soviéticos, de
hecho, tenían la pretensión de contestar a un eventual gesto
occidental de anunciar la rendición el 7 de mayo con un aplazamiento
del suyo propio, que ya no sería el día 9 sino el 11 o 12 de mayo.
El objetivo de este aplazamiento no sería otro que dar tiempo a las
tropas soviéticas para terminar la lucha en muchos frentes
orientales y, sobre todo, Praga.
En la primera tarde
del día 7, el almirante William Leahy, jefe de gabinete del
presidente Truman, llamó a Churchill. Lo hizo para comunicarle al
primer ministro británico que el presidente americano estaba de
acuerdo en discutir con los soviéticos el calendario de la difusión
de la rendición. Churchill estalló en el teléfono. Hace una hora,
le bramó a un acojonado Leahy, el propio ministro de Asuntos
Exteriores alemán ha declarado en la radio desde Flensburgo que el
ejército alemán había declarado su rendición incondicional. Con
su habitual sorna, Churchill le dijo a Leahy que él mismo y el
presidente Truman parecían ser las dos únicas personas sobre la
Tierra que desconocían la rendición alemana. Visto que hay cada vez
más filtraciones en Reino Unido y Estados Unidos, concluyó, a las
seis de la tarde deberíamos hacer un anuncio. Incluso amenazó
diciendo que el rey tenía previsto hablar personalmente en la radio
a las nueve. Pero, finalmente, nada de esto pasó. Truman se mantuvo
firme en su intención de que Stalin formara parte de las
conversaciones. El momento de la comunicación oficial se fijó para
las tres de la tarde del día 8, con efecto a la medianoche de dicho
día.
El resto de la
tarde del día 7 se consumió en un montón de cablegramas y llamadas
telefónicas entre Reims y Moscú para montar la movida de
Karlshorst. A las cinco de la tarde de aquel día, el brigadier
general Robert Stack, al mando de la XXXVI División de Infantería,
que se movía con una pequeña fila de vehículos cerca de Kaufstein,
en Austria, adelantó a otro convoy rodante. Ese convoy resultó ser
aquél con el que siempre se movía de un lugar a otro el mariscal
del Reich Hermann Göring, incluyendo a su mujer, su hija y su
cuñada, además de su cocinero y su mayordomía. Göring había
contactado ya con los estadounidenses, al parecer. Stack se acercó
al convoy detenido del que formaban parte más de setenta personas,
buscó a Göring y, con un poco de guasa, le preguntó que si se
rendía. El mariscal asintió.
Pero, con todo, el
principal teatro de cosas en aquellos días de mayo era la última
gran lucha pendiente, esto es: Praga. Recordemos que, en las horas
anteriores, los estadounidenses habían llegado a Praga, si bien
mediante meras avanzadillas que se habían pasado por el forro las
instrucciones recibidas por Patton; sin embargo, tras llegar se
habían tenido que retirar, una vez que el general Bradley le había
recordado a Patton que tenía que respetar la línea que se le había
marcado para respetar el espacio bélico de los soviéticos.
Algunas noticias de
la sublevación de Praga habían llegado a la prensa o, por lo menos,
a la prensa libre. En Reino Unido, la impresión reinante entre la
opinión pública era que en la capital checa había pasado algo
parecido al Brezal de Luneburgo y que, por lo tanto, tras la
rendición de los alemanes, los propios checoslovacos dominaban la
ciudad. Sin embargo, algunos periódicos informaban de que los
comandantes alemanes de la ciudad, rechazando la firma de Reims (que
ya se conocía), seguían luchando.
La inteligencia
británica había captado mensajes cifrados de las SS en la última
tarde del día 6, señalando que estaban a punto de lograr el control
de la ciudad de nuevo. Así las cosas, Churchill contactó con
Eisenhower el día 7 y le espetó directamente: “espero que todos
los planes que tiene usted [se refería a los apliques relativos a la
negociación con los soviéticos. Y ese que tiene usted habla
por sí solo] no le impidan avanzar hacia Praga”. “Usted tiene la
fuerza suficiente”, le recordó, “y el país está vacío”.
El primer ministro
británico sabía lo que decía, pero también sabía a quién se lo
decía. El Eisenhower militar puede que tuviera todos los ases en la
manga aquel día y a aquella hora; pero el Eisenhower diplomático
tenía las manos atadas.
En Praga, mientras
tanto, los rebeldes comprobaban hasta qué punto los mensajes de las
SS eran ciertos. Todo lo que les quedaban eran algunos puestos en el
centro de la ciudad, que trataban de defender con más arrojo que
eficiencia. Los alemanes, temerosos de que los vlasovitas se
presentasen en la ciudad, habían atacado con el amanecer para
atropellar a la insurgencia y acabar con ella a tiempo. A las cinco
de la mañana, una columna de blindados, acompañados de generosa
infantería, llegó a la plaza central de la ciudad, acabando con las
últimas barricadas y prácticamente toda la resistencia en el
interior de edificios. La Luftwaffe bombardeó las posiciones
rebeldes y, en la entrada de la Facultad de Derecho, que se había
convertido en el cuartel general de las SS, se juntó una columna de
30 carros de combate, llamados a darle el golpe de gracia a la
rebelión checoslovaca.
Fue en ese momento
cuando apareció por la ciudad la I División del Ejército Ruso de
Liberación, equipada, entre otras cosas, con armas antitanque. El
general Bunyachenko comenzó a luchar contra las SS prácticamente
sin solución de continuidad, contando con una tropa muy motivada que
sabía muy bien lo que se estaba jugando. Lo primero que trataron de
controlar los vlasovitas fue el aeropuerto; buscaban con ello que
cesasen los bombardeos y que, además, las tropas alemanas no
pudieran ser reabastecidas. Otros dos regimientos bloquearon las
carreteras de acceso a la ciudad, y el cuarto se unió a los rebeldes
a la lucha en sus puestos.
Aquel día 7
terminó, pues, prácticamente, con la severa lucha en Ruzne por el
control del aeropuerto de Praga. Fue un enfrentamiento muy difícil
que causó un enorme volumen de bajas, pero finalmente el Ejército
Ruso de Liberación logró controlar la infraestructura, y cortar el
cordón umbilical que todavía podía alimentar a las tropas que ya
propiamente podemos calificar de nazis.
A algunos
centenares de kilómetros de allí, por lo tanto, se montaba a pelo
puta la ceremonia de Karlshorst, mientras el teatro bélico praguense
estaba en lo peor. Es una ironía del destino, pero lo cierto es que
tiene toda la lógica. Casi todos los que habían participado en la
lucha contra la hidra germana, y digo casi todos porque, la verdad,
como Roosevelt pensaba que el mundo es cascada de colores, que tó
er mundo é güeno y que aquí el que no lanza perfume es
gilipollas, es muy probable que no deba formar parte de la lista;
casi todos los que habían luchado contra Hitler, digo, tenían claro
que la suya era una coalición para ganar una guerra, un acuerdo
entre hijos de puta. Y que, en consecuencia, una vez metido, no
habría nada de lo prometido.
Estados Unidos/Gran
Bretaña y la Unión Soviética, la verdad, nunca fueron aliados de
verdad. Se intercambiaron poquísima información, y cuando lo
hicieron fue sólo porque temían las consecuencias de no hacerlo.
Desde Stalingrado, como muy tarde, comenzaron a jugar dos partidas
distintas dentro de la misma partida, cada uno con sus prioridades y
sus líneas rojas. Stalin manipuló el futuro de Polonia, como
Churchill el de Grecia, por poner sólo dos de los ejemplos más
flagrantes. Aquello no podía por menos que friccionar cuando llegase
el momento de la victoria; y friccionó. Y los que pagaron el pato
fueron los que casi siempre lo pagan; porque, en la Historia de
Europa, son muchos los que pelean pero, demasiado habitualmente, son
los eslavos, y/o los polacos, los que se comen alguna que otra
hostia. Luego, claro, el cultiparlante de turno se echa las manos a
la cabeza de que sean países aficionados a posiciones extremas y
populistas. Claro, claro, claro...
Todas estas crónicas son excelentes y adictivas!
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