miércoles, diciembre 05, 2018

Después de Hitler (4: Lübeck y Wismar)

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El hundimiento
De Krebs a Demnin


El frente occidental, y sobre todo las tropas británicas, se encontraba en abril con otro problema: la falta de motivación. Cuando el final de una guerra se adivina cercano y uno sabe que va a perderla, las rendiciones y deserciones se multiplican. Pero la situación no es mucho mejor entre las tropas que saben que van a ganar. El soldado que sabe que va a ganar, en efecto, comienza a juguetear con la idea de regresar a casa; y esto lo hace menos arriesgado. En todo ejército que tiene ya ganado el partido se produce un movimiento que es especialmente perceptible entre los mandos intermedios: sargentos, capitanes y comandantes son cada vez más renuentes a aceptar misiones arriesgadas para sus tropas, pues ahora se preguntan si verdaderamente son necesarias, y si soportarán las bajas que eventualmente se produzcan. Porque morir en medio de una guerra es una desgracia; pero morir en sus últimos estertores es una putada.

A pesar de lo dicho, todo parece indicar que el objetivo de la toma de Lübeck sí que fue aceptado con motivación por los ingleses, que por lo general entendieron la importancia estratégica de la operación. Así que los integrantes de la XI División Blindada, cuando recibieron la orden del general Miles Dempsey, comandante del II Ejército británico, de llegarse a la ciudad a toda pastilla, trataron de llevar a cabo la instrucción lo mejor que pudieron. A ello colaboró la llegada a las tropas, que debió ser como a mediodía del 1 de mayo, de la noticia de la muerte de Hitler (hago este cálculo porque sabemos que la primera difusión radiada de la noticia se produjo en Hamburgo a las diez y media de la mañana de aquel día).

Mientras los blindados iban a por Lübeck, Montgomery decidió usar la VI División Aerotransportada para llegarse a Wismar. La idea era crear un corredor por tierra que, literalmente, cerrase Dinamarca a la llegada de los soviéticos.

En la planicie de Mecklenburgo, pasado el Elba la tercera colina pasados los baños, que era el teatro del avance de Montgomery, había un cuarto de millón de soldados alemanes que, literalmente, no tenían adónde ir, pues estaban atrapados entre el empuje de los dos frentes de entrada en Alemania, el angloamericano y el soviético; estaban, escribiría un bloguero estadounidense, keistered. La Aerotransportada no podía con eso ni de coña, en el caso de los teutones decidiesen oponer resistencia. Así, pues para comenzar a avanzar hacia el Báltico, y es fácil de suponer que no le haría demasiada gracia, Montgomery tuvo que esperar a que llegasen tropas de refuerzo enviadas por Ike (la VII División Blindada y la CXXXII Aerotransportada, ambas estadounidenses; a las que cabe suponer que tampoco les hizo ninguna gracia el traslado de misión, pues les tocaba currar para Gargamel). En todo caso, una vez que tuvo bajo su mando a aquellas tropas, comenzó el avance el 29 de abril, y aun así lo hizo arrastrando el escroto. La situación era, la verdad, un tanto desesperante para él: tenía relativamente pocos efectivos y, para colmo, dado que en ese momento no había contacto entre los dos frentes, ni siquiera sabía dónde estaban los soviéticos. Dicho de otra forma: la acción de Monty buscaba contrarrestar el avance de un ejército cuya situación desconocía; y eso lo tenía que hacer enfrentándose a otro ejército cuya acometividad también desconocía.

Haciendo de intestinos coronarias, Monty colocó a la VI División Aerotransportada al frente del avance, al mando del general Eric Bols, con los estadounidenses protegiendo su flanco derecho. Como quiera que las tropas de Bols no estaban listas, el avance no comenzó hasta el amanecer del 2 de mayo. Y menudo avance que fue. Consciente de que lo suyo era llegar a Wismar, en mayor medida que derrotar a los alemanes que, en su mayor parte, ya lo estaban, la vanguardia de la vanguardia del avance, formada por los integrantes del I Batallón Paracaidista canadiense, protegido con los carros de combate de los Royal Scots Grey, directamente no tomaba prisioneros (prisioneros a los que Montgomery no habría podido, en todo caso, ni alojar ni alimentar). En la mayor parte de los casos, los canadienses se limitaron a tirarle a los alemanes barras de chocolate desde los tanques, y seguir avanzando. Aquello era como Bienvenido Mr. Marshall, pero con tanques.

Fue una operación muy heterodoxa. Pero sirvió, porque los angloamericanos llegaron a Wismar en el plazo que se habían marcado. Y no sólo eso, sino que más o menos al mismo tiempo la XI División Blindada tomaba Lübeck, lo que permitía construir el corredor que protegería Dinamarca de la presencia soviética.

A las 11 de la noche del 2 de mayo, habiendo entrado ya en Wismar y establecido la plana mayor en la ciudad, los mandos principales e intermedios se fueron a sobarla. Pero apenas unos minutos después, algunos de ellos, como el sargento Andy Anderson, tuvieron que levantarse. Los rusos habían llegado a la ciudad y exigían poder entrar en ella. Según Anderson, se mostraban muy belicosos y, en su mayoría, estaban mamados.

El general Bols, despertado también, logró contactar telefónicamente con el jefe de las tropas soviéticas, general Panfilov (no confundir con Iván Panfilov, que había muerto cuatro años antes). El ruso informó fríamente a Bols que sus órdenes eran avanzar hacia Lübeck y que si sus tropas no le dejaban pasar, igual él se abriría paso con sus blindados. Bols debió de pensar eso tan castizo de para chulo yo, y para puta tu madre, y le contestó, también muy tranquilo, que tenía apoyo aéreo y no dudaría en usarlo para bombardear esos famosos tanquecitos. Este argumento movió a los rusos a aceptar una línea de demarcación que permitió a todo el mundo regresar a la cama.

Aquél no fue el único desencuentro entre los aliados que ahora tomaban contacto unos con otros. Desde el 25 de abril, fecha en la que las tropas angloamericanas y soviéticas tomaron contacto en Torgau, el comienzo de las negociaciones entre ambas partes se había demostrado bastante complejo, con temas como el de los prisioneros de guerra. Ambos componentes de las fuerzas aliadas, encargados cada uno de un frente, se encontraron con la situación de que, conforme iban liberando campos de prisioneros alemanes, se encontraban con contingentes cada vez mayores de prisioneros aliados que eran, por así decirlo, del otro lado. Resolver este problema no era sencillo, sobre todo por parte soviética. Los rusos, en efecto, tenían un sistema bastante ineficiente para encargarse de los prisioneros británicos, estadounidenses, canadienses, neozelandeses y australianos: de hecho, los convertían de nuevo en prisioneros, llevándolos a campos de Odesa y Ucrania; y, una vez allí, y sólo tras complejísimos procesos burocráticos, los iban liberando con cuentagotas. Los soviéticos, por otra parte, tenían quejas, no del todo mal tiradas, de que el trato hacia los prisioneros soviéticos en los campos liberados en el frente occidental no había sido precisamente exquisito.

Con todo, el principal problema entre aliados era de mucho mayor calado: tenía que ver con el hecho de que el hombre que había armado en Estados Unidos las bases de la colaboración entre aliados, el hombre de Teherán y de Yalta, ya no estaba sobre la Tierra.

Muchos de los lectores de estas notas, si no todos, sabrán bien que el sistema político estadounidense está basado en el equilibrio de poderes, en la combinación de esferas de influencia. Esto hace que un presidente sea siempre una persona cuyo cargo es el resultado de una serie de complejas alianzas que se tejen previamente, en algunos casos años antes. Precisamente por eso, no es muy normal que, en la política estadounidense, presidente y vicepresidente sean personas absolutamente sintonizadas desde el punto de vista ideológico y estratégico. Más bien, lo normal es lo contrario. La primera función de un vicepresidente de los Estados Unidos es haber ayudado a su presidente a ganar, y por eso es de gilipollas que sea un mero clon de su jefe. Para entendernos, en el sistema estadounidense, un ticket presidencial formado por Pablo Iglesias e Irene Montero sería una combinación urdida por tontos del culo con balcones a la calle y trienios de antigüedad; pues parece obvio que ambos tienen exactamente los mismos votantes. La operación matemática, pues, sería 1+1=1. La lógica dicta que, como poco, Iglesias o Montero presentasen su candidatura a la presidencia con Íñigo Errejón en el ticket. Y ya, si pudieran convencer a Santiago Abascal, mejor que mejor.

Aunque en la historia de los EEUU hay decenas de ejemplos de presidentes y vicepresidentes que se parecían políticamente menos que los hermanos Calatrava, pocos serán más evidentes que el caso de Franklin Delano Roosevelt y Harry Truman. Además, y esto es importante para lo que estamos perpetrando aquí, esas diferencias eran especialmente acusadas en el campo de la política exterior. A Roosevelt, ya lo hemos visto en nuestras notas sobre Yalta, no le importaba que porciones del mundo no fuesen libres porque se fiaba, o decía fiarse, de Stalin. Truman, sin embargo, concebía la posguerra mundial como una nueva guerra, la Guerra Fría, cuyo objetivo era luchar por los principios democráticos en cualquier esquina del mundo. Su alergia al bolchevismo era tal que en 1941 había llegado a decir públicamente que lo mejor que le podría pasar al mundo es que comunistas y nazis se matasen entre ellos.

La URSS, todo hay que decirlo, nunca se había sentido totalmente cómoda entre los aliados. Había visto, por ejemplo, cómo Churchill y Roosevelt se reunían en Quebec, en Casablanca y en Nueva York, sin que en ninguno de estos casos les hubieran guardado una silla. Pero, sobre todo, lo que no perdonaba Moscú es que, en pleno ataque alemán sobre la URSS con todo lo gordo, verano de 1942, los aliados occidentales hubieran suspendido el envío de material. En septiembre de 1943 existía, tal y como yo lo veo, un peligro real de que la coalición se resquebrajase; la conferencia de Teherán se convocó para tapar esa grieta, y hay que decir que cumplió su función.

Roosevelt siempre decía que los soviéticos cambiaban muy a menudo de opinión y que nunca se podía saber con qué te iban a salir; así pues, había optado por dejarles hacer, conscientes de que su último, último acto, sería siempre, o casi siempre, favorable a los intereses aliados, pues al fin y al cabo estaban en una coalición. Pero Truman estaba hecho de otra pasta. Educado en una familia que no pasaba una y que de hecho era siempre híper crítica con todo y con todos (incluido el propio Truman, de cuyas posibilidades como político dudaban incluso sus mayores), Harry era un tipo que estaba acostumbrado a soltar un meco cada vez que alguien se equivocaba, o él pensaba que se estaba equivocando; y no vio razón para aplicarle a los soviéticos otro cuaderno moral.

Así las cosas, cuando Truman llegó al despacho oval se encontró con una orden de su antecesor, aplaudida por Eisenhower en Europa, en el sentido de que los acuerdos de lend lease, esto es el tráfico de material hacia la URSS, deberían firmarse y atenderse siempre, incluso en el caso de que dicha expedición no fuese muy compatible con las propias necesidades de la defensa estadounidense. Truman se cargó la estrategia sin pestañear, por lo que suministros que normalmente habrían ido hacia la URSS comenzaron a bombearse hacia el frente occidental. En opinión de Truman, si la URSS los quería, tendría que darle primero la patita y obedecer a la orden plas, plas, sit.

De forma más clara, Truman hizo más que evidente, desde el primer día de su mandato, que el papel que tanto le gustaba a Roosevelt de árbitro moderado entre dos posiciones radicales: la de Churchill y la de Stalin, no le iba ni el huevo. Así, comenzó a hacer pandi con el premier británico en una cuestión tras otra. Le puso la proa al proyecto soviético de repetir en Austria el experimento del gobierno de Lublin en Polonia; gobierno éste último que, a pesar de haber sobrevivido a Yalta, recibió rápidamente su crítica y oposición.

Se dice que Truman estaba deseando entrevistarse con Stalin; pero el hecho es que no hizo gestos públicos algunos que mostrasen dicho deseo. Su primer encuentro con el alto poder soviético se produjo el 23 de abril de 1945, pero fue con el ministro de Exteriores de Moscú, Viacheslav Molotov. En dicho encuentro, Molotov pudo comprobar hasta qué punto habían cambiado los puntos de vista de la avenida Pensilvania sobre el tema polaco. No obstante, Washington aplicó una especie de doble política con su aliado soviético, pues lo que Truman negaba en el plano político, Eisenhower lo daba en el militar. Ike era un protegido de George Marshall, el jefe del Ejército estadounidense, quien contaba con toda la confianza de Truman. En consecuencia, las decisiones, muchas, que tomó sobre el terreno la cabeza del SHAEF y que favorecieron a los soviéticos nunca fueron cuestionadas ni por su mando jerárquico, ni por el político.

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