El hundimiento
De Krebs a Demnin
El Brezal de Luneburgo
Patton
Antonov, en
realidad, no podía hacerse una idea, o tal vez la tenía bien
prístina, de lo rápido que estaban transcurriendo las cosas. En
Breslau, por ejemplo, el general Hermann Niehoff había llegado a la
conclusión de que, gustase o no, había llegado el momento de
entregar la ciudad a las tropas soviéticas que la rodeaban. Lo
habían convencido los curas. Joseph Ferche, obispo católico de la
diócesis; y dos sacerdotes protestantes, Joachim Konrad y Ernst
Hornig, se habían presentado a verle en el sótano del ayuntamiento,
donde el ejército alemán tenía su cuartel general. Los tres le
explicaron al general que las decisiones militares eran cosa de su
culo, pero que no debía olvidar que la población civil estaba ya al
límite de su capacidad de aguante (en realidad, ya lo había
sobrepasado); y que tenía, por así decirlo, la obligación moral de
parar todo aquel sufrimiento. Hornig, bastante más pragmático que
su colega católico (es algo que suele pasar), añadió que la gente
estaba ya en un punto de ebullición tal que muy pronto dejaría de
obedecer las órdenes que les daban los militares; y que de ahí en
adelante, cualquier cosa podía pasar.
Niehoff, según los
testimonios, estuvo más de un minuto con la cabeza baja, pensando.
El qué, no lo sabemos. Lo que sabemos es que, cuando recuperó la
visión de sus interlocutores, les dijo que sí, que él pensaba lo
mismo. Horas después, cortó todas las líneas telefónicas que sus
tropas tenían con el cuartel de Schörner. Cuando Karl Hanke,
Gauleiter del NSDAP en Breslau, se enteró, se presentó en el
ayuntamiento y le amenazó con arrestarlo. En una escena digna de una
película, Niehoff le miró, miró a su alrededor, dónde sólo
había soldados del ejército, y le espetó: “amigo mío, aquí
quien puede hacer arrestos, en todo caso, soy yo”. Ante la amenaza,
Hanke, el tipo de hierro que había hecho fusilar a centenares de
personas porque no habían sido suficientemente nazis, se cagó los
pantys. Le pidió perdón al general, le dijo que eso de arrestarlo
no iba en serio, y se preguntó en voz alta qué podía hacer.
Niehoff le aconsejó que se suicidase. Pero ni para eso tenía valor
Hanke; huyó de la ciudad por avión esa misma tarde.
El 6 de mayo,
Niehoff reunió a todos sus mandos y les anunció que había llegado
el momento de acabar con todo. Todo el mundo estuvo de acuerdo
excepto el pollas de turno que siempre hay en toda reunión, en toda
asamblea, y que quiere ser más macho alfa que nadie. En este caso,
el relapso tonto del culo fue Otto Herzog, comandante de la Volkssturm y,
needless to say, un nazi de pestañas a escroto. Gritó que
estaban todos equivocados, que en unas semanas los aliados estarían
en guerra entre ellos, que Alemania sería más necesaria que nunca, que Rita Irasema lo iba a arreglar todo, y
se marchó de la sala. Una hora después, algo más calmado, o no,
pero la verdad es que importa una mierda, se pegó un tiro.
A las tres de la
tarde, Niehoff recibió personalmente a dos oficiales soviéticos
para negociar la rendición. Niehoff, sin embargo, le dijo, eso sí
muy amigablemente, que no estaba demasiado seguro de que tuviesen
competencias para negociar con él la rendición. Así pues, les
sugirió que viniese su par, esto es el comandante del VI Ejército
soviético, general Vladimir Gluzdovski.
En realidad, fue el
alemán el que tuvo que moverse. Los soviéticos lo llevaron hasta
las afueras al sudoeste de la ciudad, hasta Villa Colonia, un chalet
pijo donde Gluzdovski había instalado su plana mayor. Lo hicieron
entrar en una sala donde había varios oficiales soviéticos, entre
ellos su comandante. Guzdovski, después de que se sirviesen unos
vasos de schnapps, invitó al alemán a beber. Éste, sin embargo,
rehusó. En sus ojos leyeron claramente los soviéticos el miedo a
que lo fuesen a envenenar. Entonces el general soviético tomó un
vaso y se lo bebió de un trago. El alemán, sonriendo, le siguió.
El general Panov,
subalterno de Gluzdovski, leyó los términos de la rendición. Los
soviéticos comprometían un trato humano a la población civil, así
como atención médica para quien la necesitase. En cuanto a los
soldados, serían tratados acorde con las convenciones
internacionales, alimentados, y se les permitiría mantener sus
posesiones personales. Niehoff, que estaba allí para decir que sí
prácticamente en todo caso, no podía sino asentir, y de esa manera
firmó las condiciones de la rendición a eso de las seis de la
tarde.
El papel, sin
embargo, lo aguanta todo. Las condiciones de la rendición de Breslau
no se cumplieron. Los soviéticos marcharon por sus calles el mismo
día 7. Cuando llegaron a los establecimientos de los soldados, les
quitaron todo lo que tenían. Aquel mismo día por la tarde, además,
comenzaron las violaciones en toda la ciudad.
Ese mismo 6 de mayo
en que Breslau se estaba rindiendo, en Reims las conversaciones entre
Bedell Smith y Susloparov, así como los preparativos para la
rendición, seguían su curso. El diálogo entre aliados no era
fácil. Susloparov quería que los términos de la rendición
incluyesen un concepto lo más amplio posible del término
“propiedad”; iba buscando, claramente, que la rendición
ofreciese terreno para solicitar unas reparaciones de guerra lo más
amplias, mejor. Por otra parte, Bedell Smith, y con él los
negociadores occidentales, no estaba nada seguro de que aquel mando
soviético tuviese de verdad competencias suficientes como para
firmar en nombre de Stalin al pie de un eventual documento de
rendición.
Eisenhower
probablemente no lo sabía en ese momento; pero él también estaba
pecando de un excesivo optimismo sobre las intenciones y prioridades
de los soviéticos, como ya le había pasado a su anterior comandante
en jefe, Franklin Blandy Blub Delano Roosevelt, en Yalta.
Estaba satisfecho porque sabía que nadie, ni en Moscú ni en Lugo,
le podría nunca reprochar haber sido opaco con sus aliados: Antonov
había estado informado en tiempo y forma de las muchas cosas que
habían evolucionado en las 72 horas anteriores. Como ya le había
ocurrido a FDR, asumía que Moscú estaba actuando accordingly;
pero eso no necesariamente era verdad.
Eisenhower siempre
había asumido que, por una razón de eficiencia temporal, todo el
mundo aceptaba implícitamente que la firma de la rendición se
hiciese en Reims. La otra cosa que había asumido, asunción que en
sí demuestra que no conocía a los soviéticos ni desde luego a
Stalin, es que las gentes de Moscú aceptarían a ciegas el texto de
la rendición que no habían podido leer hasta el momento. La tercera
cosa que asumió, en medio de las dudas de esos días, es que el
general Susloparov, si había sido designado para negociar la
rendición, podría firmar en la misma como representante del
camarada primer secretario general del Comité Central del Partido
Comunista de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Con lo
cual, again, demostraba que no conocía a Stalin.
A las seis de la
tarde de aquel día 6, Alfred Jodl, jefe de Estado Mayor del ya
fantasmagórico ejército alemán, se presentó en Reims. Los
alemanes se reunieron hora y media con Bedell Smith. Después de
aquella reunión, el propio Bedell Smith se reunió, asimismo, con
Eisenhower, tras cuyo diálogo realizó varias consultas con
Susloparov. El tema fundamental de aquella tarde fue el sostenella
y no enmendalla de Ike en el sentido de que no aceptaría
una rendición parcial; le volvió, pues, a decir a los alemanes que
o se rendían todos, o no se rendía ninguno. Jodl pidió 48 horas
para ayudar al gobierno alemán a hacerse a la idea. Eisenhower,
bastante cabreado, le comunicó que en 48 horas tras la medianoche
del 6, hubiesen firmado los alemanes o no, daría la orden de cerrar
todas sus líneas en el frente occidental para que nadie pudiera
pasarlas. Amenazaba, pues, con embalsar a los alemanes para que los
soviéticos los cazasen como atunes.
Los alemanes
reaccionaron enviándole un telegrama a Dönitz en el que preguntaban
por la posibilidad de firmar una rendición total con la condición
de que la lucha habría de terminar 48 horas después de dicha firma.
Pero Eisenhower no aceptó, y no lo hizo con plena lógica: los que
se estaban rindiendo eran los alemanes; ni de coña eso les daba la
potestad de decidir cuándo terminaba la lucha.
En suma, lo que
pasó fue que los alemanes, que verdaderamente se habían llegado a
convencer de que con Montgomery habían firmado una tregua (lo cual
convierte a este acto en uno de los raros actos de la Historia en el
que dos ejércitos firman el mismo papel pero creen estar firmando
papeles distintos); pero con Eisenhower eso no les serviría. Tenían
que enfrentarse al hecho plano y diáfano de que tenían que
rendirse.
Se propuso,
finalmente, que si los alemanes estaban de acuerdo, el martes, día
8, el acuerdo se proclamaría oficialmente, anunciando que sería el
miércoles, día 9, el día de la firma. Esta propuesta buscaba dar
tiempo suficiente para que en esa firma, 72 horas después, pudieran
estar de hoz y coz los soviéticos, por lo que habría una sola
rendición y un solo Día de la Victoria.
Las cosas iban a ir
de otra manera. A las 9 de la noche, el militar-recadero Bailey se
dejó caer por el Lion d'Or, a ver qué se contaba Suslo. El general
soviético le contó, con cierto tono misterioso, que todavía no le
había llegado el cable de Moscó empoderándolo para llevar a cabo
las negociaciones finales de la rendición.
Jodl, mientras
tanto, presionaba a Dönitz. Consciente de que Eisenhower estaba cada
vez de peor hostia, le escribía a Dönitz que había que llegar a un
acuerdo ese mismo día, o de lo contrario sería el caos. Exigía
confirmaron telegráfica de que tenía todos los poderes para acordar
la capitulación.
A la una y media de
la mañana del día 7, todo parecía estar ya aclarado. El cable de
Dönitz dándole permiso a Jodl para rendirse había llegado.
Eisenhower delegó en Bedell Smith, no quería aparecer junto a los
alemanes. Bedell seleccionó a diecisiete corresponsales de prensa
para que estuvieran presentes, aunque lo que vieron estaba sometido a embargo informativo. Bailey, según dejó escrito, estaba
acojonado porque sabía que Susloparov no tenía el poder de Moscú
para declarar su nihil obstat sobre lo que se estaba montando;
pero se sintió realmente aliviado cuando vio entrar al soviético en
la sala donde se iba a producir la firma.
Así, aquella
madrugada firmaron: Jodl “en representación del Alto Mando
Alemán”; Bedell Smith en representación de Eisenhower; y
Susloparov en nombre de Alto Mando Soviético. Como estaban en Reims
y ya se sabe que los franceses siempre tienen que creerse alguien, el
brigadier general François Sevez firmó como testigo; lo que
no ha impedido que algún que otro gabacho despistado haya dicho o
escrito alguna vez que ellos también firmaron la rendición de los
alemanes. Ellos, claro, que tanto, tanto hicieron para derrotarlos,
n'est pas?
Tras firmar, Jodl
anunció, en inglés, que quería decir algo. Habló luego en alemán
para decir, sucintamente, que todos habían sufrido mucho, que por
medio de ese acto Alemania quedaba en manos de los aliados, y que
esperaba de ellos que fuesen generosos.
Ni el general
Oxenius, adjunto de Jodl y fluido hablante de inglés; ni los aliados
que allí estaban que hablaban alemán (Bailey, el general Strong, o
el intérprete George Reinhardt) hicieron el más mínimo gesto de
traducir sus palabras.
Eisenhower,
entonces, se reunió brevemente con Jodl, al que previno de que se
hacía responsable del cumplimiento del acuerdo; y luego posó para
la típica fotopollas que siempre quieren los periodicopollas,
mostrando sonriente el bolígrafo con el que se había firmado el
documento. Después de la sesión inútil, cablegrafió a todos los
jefes de Estado Mayor bajo su mando su propia versión del famoso
cablegrama de Franco al final de la guerra civil: la misión de
esta fuerza aliada ha sido completada a las 2.41, hora local, del 7
de mayo de 1945.
Era el fin.
Unos cojones era el
fin.
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