lunes, marzo 18, 2019

Después de Hitler (14: El sonoro cabreo del camarada primer secretario general del Comité Central del Partido Comunista de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas)

Batallas anteriores:

El hundimiento
De Krebs a Demnin
El Brezal de Luneburgo
Patton
Ike resiste la tentación
Desde el mismo momento de la firma de Reims, Bailey estaba mosqueado con la representatividad efectiva que pudiera haber tenido Susloparov en aquella ceremonia. El propio militar especulaba con la posibilidad de que el soviético, al encontrarse ante la magnitud del acto que se estaba organizando, hubiera decidido, en un gesto poco común entre los militares estalinianos, y en general entre las personas bajo la administración del camarada primer secretario general del Comité Central del Partido Comunista de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, tirar para delante por decisión propia.

El problema para Susloparov era de ésos que no tienen solución; uno de ésos en los que siempre vas a perder. Si se hubiese quedado en el Lyon d'Or pretextando que no tenía autorización para darle el nihil obstat soviético a la ceremonia, habría abierto la puerta para que los alemanes pudiesen firmar una paz particular con los aliados occidentales. Esto llevaría a la URSS a la situación delicada de convertirse en el único contendiente aliado en Europa, pues tanto a los británicos, que no los querían ayudar; como a los estadounidenses, que todavía tenían un montón de faena en el Pacífico, les apetecería, de seguro, bajar lo brazos. La URSS, desde luego, le habría acabado por ganar la guerra a los alemanes; pero habría sido a un coste muy superior si tenían que luchar solos.

Por otra parte, si Suslo participaba en la ceremonia, como de hecho hizo, estaría, de hecho, realizando un acto para el que carecía de autorización. La única forma de salvar los muebles que se le ocurrió fue forzar la inclusión en el documento que se firmó de una cláusula por la cual cualquiera de los aliados podía exigir la celebración de un nuevo acto de rendición en algún otro lugar.

En todo caso, la firma de la rendición cambió las cosas de una forma absolutamente radical en diversos puntos. En Breslau, por ejemplo, no sólo callaron los obuses sino que los soviéticos, una vez que se garantizaron que los alemanes habían sido informados de la firma, invitaron al general Niehoff a una cena en Villa Colonia, su cuartel general. Niehoff, quien hasta apenas unas horas antes había tenido una existencia basada en meterse en agujeros de rata donde apenas podía aspirar a protegerse del bombardeo soviético, fue conducido a un comedor ricamente ornamentado donde le esperaba su enemigo, el general Gluzdovski, repentinamente sonriente. No sólo sonriente sino que, militar al fin y al cabo y reconociendo que la resistencia numantina de los alemanes en Breslau le parecía admirable, incluso brindó por ellos.

En Reims, mientras tanto, todo por lo que se esperaba era por el momento en que se haría pública y formal la rendición. Esto dependía, cómo no, de un acuerdo entre los tres grandes líderes, Truman, Stalin y Churchill.

No tan rápido, chaval.

Mientras todo el mundo pensaba que en Reims todo era relajación, en realidad el despacho de Eisenhower aquel 7 de mayo era una puta locura. Llegó un mensaje del frente checoslovaco en el que se informaba de que los alemanes, simplemente, se negaban a rendirse a los soviéticos que tenían delante. Por otra parte, en la primera mitad de la mañana de aquel día se supo que, desde Flensburgo, las emisoras de radio todavía controladas por los nazis informaban de que el ejército alemán había alcanzado una paz separada con los aliados occidentales. Junto a las noticias sobre estas emisiones de la radio alemana, Eisenhower tenía ya notas escritas sobre la protesta formal de los soviéticos por ello. Y, lo que es peor, lo que llegaba de Moscú contenía un elemento todavía peor: el Estado Mayor de Stalin informaba a sus aliados de que no consideraba que el general Susloparov pudiera considerarse un representante adecuado del bando soviético en la ceremonia que se había producido horas antes. La URSS, por lo tanto, había estado en la firma de Reims y, al mismo tiempo, no había estado.

Eisenhower pasó toda la mañana y parte de la tarde lidiando con aquellas cabronadas. Pero fue a las tres de la tarde cuando llegó la noticia que habría de cortarle la digestión. Bedell Smith, pasándose por el forro todas las formalidades jerárquicas de las que son tan amigos los militares, entró en su despacho como un elefante en una cheka. Ed Kennedy, el corresponsal de Associated Press, había publicado toda la historia de la firma de Reims. Aparte de conseguir lo que busca todo periodista con una exclusiva, esto es, el encabrone de todo el resto de periodistas que conocían la noticia pero la habían embargado como se les pidió, el hecho de que en todo Estados Unidos se estuviese distribuyendo la información sobre la rendición definitiva de los alemanes cayó sobre Moscú como las bombas que Hitler no había podido recetarle a la ciudad. Los soviéticos comunicaron directamente a Truman que no consideraban a Dönitz interlocutor de nada.

En esa mañana del 7, los soviéticos hicieron más que eso. No sólo dejaron claro que ya no consideraban a la autoridad nazi autoridad para nada, sino que le devolvieron a Eisenhower el documento de la rendición firmado con Jodl con las apreciaciones por su parte. Para empezar, Moscú estaba que echaba las muelas desde que leyó, en la introducción del documento, que, al datarlo y situarlo geográficamente, utilizaba, al parecer por un simple error humano (se utilizaron documentos anteriores y tal... cualquiera que haya tenido que preparar alguna vez un documento para una firma sabe de lo que hablo) la palabra tregua. A pesar de que la lectura del resto del documento dejaba bastante claro que era eso, un error, para los soviéticos se convirtió en la prueba de que británicos y estadounidenses estaban buscando dejar de luchar a expensas de las vidas de los soviéticos.

De seguido, los soviéticos aclaraban que su intención era llegar a cualquier acuerdo al que llegasen con el Alto Mando alemán, pero no con el intitulado gobierno alemán de Dönitz, del cual (con toda la razón) ya no se fiaban.

Por último, pero no por ello menos importante, los soviéticos querían que el propio redactado de la rendición fuese más fuerte y más explícito. En un lenguaje quizás excesivamente técnico para una ocasión así, el documento definía el gesto del ejército alemán de rendirse con la expresión cesación de operaciones activas. A los soviéticos, como he dicho, les parecía que la expresión era excesivamente aséptica y querían ver introducidas las palabras: junto con el desarme completo, por lo que entregarán la totalidad de sus armas y equipamientos al jefe militar local aliado, o a oficiales designados para ello por el mando aliado.

Este añadido estaba muy lejos de ser una mera cuestión de estilo o de precisión. Los soviéticos eran conscientes de que si todo a lo que se comprometían los alemanes era a cesar sus operaciones, esto es, dejar de atacar, seguían conservando todos sus medios para retirarse, como ellos sabían que querían hacer en los frentes orientales para poder entregarse a los británicos o los estadounidenses. La nueva cláusula estaba pensada para cauterizar esta hemorragia y dejar claro que lo que tenían que hacer los alemanes, desde el momento de la firma, era bajar las armas, levantar los brazos y, en su caso, enfilar las narices hacia cualquier campo de prisioneros soviético.

En el plano político, los soviéticos hacían uso de la cláusula Susloparov, por llamarla de alguna manera, y dejaban claro que sería necesario firmar el documento una segunda vez. Y decían más: esa firma debería producirse en Berlín, y por parte soviética sería el mariscal Zhukov quien firmaría.

El comunicado de Moscú recibido en el SHAEF era la mejor expresión de hasta qué punto las cosas se habían deteriorado entre los aliados en unas pocas horas. La verdad, todo hay que decirlo, estos aliados nunca se llevaron ni medio bien, sobre todo Churchill y Stalin; pero, durante gran parte de la guerra, el hecho de que en la avenida de Pensilvania estuviese alojado un tipo con ínfulas socialdemocratoides, un tipo como pronto habría muchos en Europa deseando ver elementos positivos en el bando soviético aunque fuesen inventados, todo eso había ayudado para que el tema se resolviese con una apariencia de buen rollo. Los aliados se habían separado en Teherán y, sobre todo, en Yalta, como si verdaderamente quisieran hacerse unas pajillas unos a otros. Esto, con Truman, había cambiado bastante. Y el comportamiento de los aliados con el tema de la rendición: las ínfulas casi monárquicas de Montgomery, más cierta falta de mano izquierda por parte de Eisenhower, habían hecho el resto. En medio, el gobierno de Dönitz había sabido leer muy bien el partido, había sido hábil a la hora de achicarle espacios al equipo contrario y, con su machacona interpretación de las rendiciones como treguas, había conseguido revivir el dolor de muelas de Stalin. Flensburgo, a pesar de no tener casi margen de maniobra, había conseguido una pequeña, gran victoria. El 7 de mayo Iosif Stalin claramente pensaba que los alemanes podrían llegar a negarse a rendir sus armas en el frente oriental, y que esa actitud, de alguna manera, sería permitida, ya que no podía ser alentada, por sus propios aliados occidentales.

En el centro de la polémica se encontraba Dwight Eisenhower, y el hecho de que se dejase llevar, por así decirlo, por la retórica militar. Los militares operativos (los de despachito y cantina de oficiales son otra movida) son gentes que, por lógica, consideran que una tienda de campaña hecha con jirones de sábanas puede ser un palacio, y que lo importante de los hechos son los hechos, no cómo se escenifican. Eisenhower, en 1945, era todavía más militar que político. Había llegado al mando de las tropas aliadas gracias a sus excelentes habilidades como planificador y organizador, así como su habilidad para la negociación. Pero, la verdad, cuando vio aparecer a Jodl por Reims, se le escapó un tema importante. En las rendiciones, como en los armisticios, ni el dónde, ni el cuándo, ni el cómo, son inocentes. Esto lo sabía muy bien Hitler, que estudió muy bien el acto de firma de la rendición de los franceses para que les fuese especialmente humillante. Únicamente cuando obtienes una victoria sobre un enemigo al que en realidad quieres eliminar de la faz de la Tierra, sin otorgarle poder alguno, haces lo que hizo Franco: un partecito, y a casa. Cuando lo que hay detrás es mucho más, y en el final de la segunda guerra mundial se jugaba nada menos que un protectorado sobre media Europa, las cosas hay que hacerlas de otra manera. Hay que hacerlas con más oropeles, con más simbolismo. A Ike, sin embargo, le pudieron las prisas, tantas que hasta hizo redactar el documento de rendición a pelo puta, y es por eso que se le coló la famosa tregua por medio que, si los alemanes vieron, se guardaron mucho de señalar.

La URSS había puesto sobre la mesa de la victoria 25 millones de muertos. Por mucha repugnancia que nos cause el régimen que toda esa gente tenía encima, lo cierto es que nadie más que ellos tenía derecho a firmar al pie de su victoria. Dicha firma, sin embargo, se había producido con el extraño concurso de un oficial de segunda división, el general Susloparov; y muy lejos de la capital alemana donde los soviéticos tenían la lógica aspiración de ver a los alemanes rendidos y con la cerviz bien doblada.

En Moscú, probablemente el primer oficial del Alto Mando soviético que se enteró de la firma de Reims fue el general Sergei Shtemenko. Lívido primero y después enrojecido hasta la raíz de los pelos de los pies, organizó una reunión inmediata con Antonov, su jefe, a quien le costó creer lo que estaba leyendo. “Los aliados”, sentenció Antonov, “quieren que el mundo vea la rendición de los nazis como una rendición frente a ellos, y a nosotros nos reservan un papel de comparsa”. En todo este montaje, que los soviéticos ya estaban muy dispuestos a creer, por supuesto la filtración de la Associated Press ayudó a echar queroseno al incendio.

Tanto Shtemenko como Antonov, tal y como más que probablemente se temían, recibieron una llamada para presentarse ipso flauto (que, como todo el mundo sabe, quiere decir “con su misma flauta”) en el estudio de Stalin en el Kremlin. Allí se encontraron al camarada primer secretario general del Comité Central del Partido Comunista de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas más nervioso que Torrente en un círculo de Podemos. Paseando interminablemente por el despacho, como un oso blanco enjaulado, Stalin le dijo a sus dos altos militares que los aliados occidentales habían negociado directamente con Dönitz, y que lo firmado en Reims no era propiamente un acuerdo de rendición, sino “algún tipo de acuerdo oscuro”.

Siguió diciendo Stalin, en mi opinión con toda lógica: la rendición de Alemania en esta guerra va a ser un hecho histórico. Precisamente por serlo, no puede tener lugar en Francia, que al fin y al cabo es sólo uno de los ganadores (y eso aceptando barco como animal acuático), sino en el lugar donde empezó todo, o sea Berlín. Y sentenció finalmente, “no se puede echar atrás el acuerdo firmado en Reims; pero no lo aceptaremos en sus términos”.

Fue de esta forma como Moscú consolidó definitivamente su exigencia de que la firma del acuerdo tuviese un nuevo teatro. En realidad, ni eso. Es verdad que, merced a las presiones de Susloparov, el acuerdo de Reims incluía la posibilidad de ser repetido. Pero es que Stalin no quería dar carta de naturaleza a Reims; no quería repetir la firma, quería otra firma. El mariscal Zhukov y el viceministro de Exteriores Andrei Vysghinsky serían los firmantes soviéticos.

Stalin interrogó inmediatamente a Antonov sobre si Berlín ofrecía posibilidades reales para poder firmarse en la ciudad la rendición alemana. Antonov contestó que el centro de la ciudad todo estaba completamente destrozado; pero, dijo, los suburbios estaban lo suficientemente bien como para que se pudiera encontrar en ellos un edificio donde poder realizar la firma. Stalin le encargó a Zhukov la decisión sobre esta materia, y el mariscal no tardó en encontrar una vieja escuela de ingenieros al Este de la ciudad, en Karlshorst.

Una vez alcanzados estos acuerdos internamente, Moscú procedió a enviar un cable a Reims en el que informaba de que la URSS no ratificaría los términos firmados en Reims. El general Susloparov fue llamado con urgencia a Moscú.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario