El hundimiento
De Krebs a Demnin
El Brezal de Luneburgo
Patton
Ike resiste la tentación
Desde el mismo
momento de la firma de Reims, Bailey estaba mosqueado con la representatividad
efectiva que pudiera haber tenido Susloparov en aquella
ceremonia. El propio militar especulaba con la posibilidad de que el
soviético, al encontrarse ante la magnitud del acto que se estaba
organizando, hubiera decidido, en un gesto poco común entre los
militares estalinianos, y en general entre las personas bajo la
administración del camarada primer secretario general del Comité
Central del Partido Comunista de la Unión de Repúblicas Socialistas
Soviéticas, tirar para delante por decisión propia.
El problema para
Susloparov era de ésos que no tienen solución; uno de ésos en los
que siempre vas a perder. Si se hubiese quedado en el Lyon d'Or
pretextando que no tenía autorización para darle el nihil obstat
soviético a la ceremonia, habría abierto la puerta para que los
alemanes pudiesen firmar una paz particular con los aliados
occidentales. Esto llevaría a la URSS a la situación delicada de
convertirse en el único contendiente aliado en Europa, pues tanto
a los británicos, que no los querían ayudar; como a los
estadounidenses, que todavía tenían un montón de faena en el
Pacífico, les apetecería, de seguro, bajar lo brazos. La URSS, desde luego, le habría acabado por ganar la guerra a los alemanes; pero habría sido a un coste muy superior si tenían que luchar solos.
Por otra parte, si Suslo participaba en la ceremonia, como de hecho hizo, estaría, de hecho, realizando un acto para el que carecía de autorización. La única forma de salvar los muebles que se le ocurrió fue forzar la inclusión en el documento que se firmó de una cláusula por la cual cualquiera de los aliados podía exigir la celebración de un nuevo acto de rendición en algún otro lugar.
Por otra parte, si Suslo participaba en la ceremonia, como de hecho hizo, estaría, de hecho, realizando un acto para el que carecía de autorización. La única forma de salvar los muebles que se le ocurrió fue forzar la inclusión en el documento que se firmó de una cláusula por la cual cualquiera de los aliados podía exigir la celebración de un nuevo acto de rendición en algún otro lugar.
En todo caso, la
firma de la rendición cambió las cosas de una forma absolutamente
radical en diversos puntos. En Breslau, por ejemplo, no sólo
callaron los obuses sino que los soviéticos, una vez que se
garantizaron que los alemanes habían sido informados de la firma,
invitaron al general Niehoff a una cena en Villa Colonia, su cuartel
general. Niehoff, quien hasta apenas unas horas antes había tenido
una existencia basada en meterse en agujeros de rata donde apenas
podía aspirar a protegerse del bombardeo soviético, fue conducido a
un comedor ricamente ornamentado donde le esperaba su enemigo, el
general Gluzdovski, repentinamente sonriente. No sólo sonriente sino
que, militar al fin y al cabo y reconociendo que la resistencia
numantina de los alemanes en Breslau le parecía admirable, incluso
brindó por ellos.
En Reims, mientras
tanto, todo por lo que se esperaba era por el momento en que se haría
pública y formal la rendición. Esto dependía, cómo no, de un
acuerdo entre los tres grandes líderes, Truman, Stalin y Churchill.
No tan rápido,
chaval.
Mientras todo el
mundo pensaba que en Reims todo era relajación, en realidad el
despacho de Eisenhower aquel 7 de mayo era una puta locura. Llegó un
mensaje del frente checoslovaco en el que se informaba de que los
alemanes, simplemente, se negaban a rendirse a los soviéticos que
tenían delante. Por otra parte, en la primera mitad de la mañana de
aquel día se supo que, desde Flensburgo, las emisoras de radio
todavía controladas por los nazis informaban de que el ejército
alemán había alcanzado una paz separada con los aliados
occidentales. Junto a las noticias sobre estas emisiones de la
radio alemana, Eisenhower tenía ya notas escritas sobre la protesta
formal de los soviéticos por ello. Y, lo que es peor, lo que llegaba
de Moscú contenía un elemento todavía peor: el Estado Mayor de
Stalin informaba a sus aliados de que no consideraba que el general
Susloparov pudiera considerarse un representante adecuado del bando
soviético en la ceremonia que se había producido horas antes. La URSS, por lo tanto, había estado en la firma de Reims y, al mismo tiempo, no había estado.
Eisenhower pasó
toda la mañana y parte de la tarde lidiando con aquellas cabronadas.
Pero fue a las tres de la tarde cuando llegó la noticia que habría de
cortarle la digestión. Bedell Smith, pasándose por el forro todas
las formalidades jerárquicas de las que son tan amigos los
militares, entró en su despacho como un elefante en una cheka. Ed
Kennedy, el corresponsal de Associated Press, había publicado toda
la historia de la firma de Reims. Aparte de conseguir lo que busca
todo periodista con una exclusiva, esto es, el encabrone de todo el
resto de periodistas que conocían la noticia pero la habían
embargado como se les pidió, el hecho de que en todo Estados
Unidos se estuviese distribuyendo la información sobre la rendición
definitiva de los alemanes cayó sobre Moscú como las bombas que
Hitler no había podido recetarle a la ciudad. Los soviéticos
comunicaron directamente a Truman que no consideraban a Dönitz
interlocutor de nada.
En esa mañana del
7, los soviéticos hicieron más que eso. No sólo dejaron claro que
ya no consideraban a la autoridad nazi autoridad para nada, sino que
le devolvieron a Eisenhower el documento de la rendición firmado con
Jodl con las apreciaciones por su parte. Para empezar, Moscú estaba
que echaba las muelas desde que leyó, en la introducción del
documento, que, al datarlo y situarlo geográficamente, utilizaba, al
parecer por un simple error humano (se utilizaron documentos
anteriores y tal... cualquiera que haya tenido que preparar alguna
vez un documento para una firma sabe de lo que hablo) la palabra
tregua. A pesar de que la lectura del resto del documento dejaba bastante claro que era eso, un error, para los soviéticos se
convirtió en la prueba de que británicos y estadounidenses estaban
buscando dejar de luchar a expensas de las vidas de los soviéticos.
De seguido, los
soviéticos aclaraban que su intención era llegar a cualquier
acuerdo al que llegasen con el Alto Mando alemán, pero no con el
intitulado gobierno alemán de Dönitz, del cual (con toda la razón)
ya no se fiaban.
Por último, pero
no por ello menos importante, los soviéticos querían que el propio
redactado de la rendición fuese más fuerte y más explícito. En un
lenguaje quizás excesivamente técnico para una ocasión así, el
documento definía el gesto del ejército alemán de rendirse con la
expresión cesación de operaciones activas. A los soviéticos,
como he dicho, les parecía que la expresión era excesivamente
aséptica y querían ver introducidas las palabras: junto con el
desarme completo, por lo que entregarán la totalidad de sus armas y
equipamientos al jefe militar local aliado, o a oficiales designados
para ello por el mando aliado.
Este añadido
estaba muy lejos de ser una mera cuestión de estilo o de precisión.
Los soviéticos eran conscientes de que si todo a lo que se
comprometían los alemanes era a cesar sus operaciones, esto es,
dejar de atacar, seguían conservando todos sus medios para
retirarse, como ellos sabían que querían hacer en los
frentes orientales para poder entregarse a los británicos o los
estadounidenses. La nueva cláusula estaba pensada para cauterizar
esta hemorragia y dejar claro que lo que tenían que hacer los
alemanes, desde el momento de la firma, era bajar las armas, levantar
los brazos y, en su caso, enfilar las narices hacia cualquier campo
de prisioneros soviético.
En el plano
político, los soviéticos hacían uso de la cláusula Susloparov,
por llamarla de alguna manera, y dejaban claro que sería necesario
firmar el documento una segunda vez. Y decían más: esa firma
debería producirse en Berlín, y por parte soviética sería el
mariscal Zhukov quien firmaría.
El comunicado de
Moscú recibido en el SHAEF era la mejor expresión de hasta qué
punto las cosas se habían deteriorado entre los aliados en unas
pocas horas. La verdad, todo hay que decirlo, estos aliados nunca se
llevaron ni medio bien, sobre todo Churchill y Stalin; pero, durante
gran parte de la guerra, el hecho de que en la avenida de Pensilvania
estuviese alojado un tipo con ínfulas socialdemocratoides, un tipo
como pronto habría muchos en Europa deseando ver elementos positivos
en el bando soviético aunque fuesen inventados, todo eso había
ayudado para que el tema se resolviese con una apariencia de buen
rollo. Los aliados se habían separado en Teherán y, sobre todo, en
Yalta, como si verdaderamente quisieran hacerse unas pajillas unos a
otros. Esto, con Truman, había cambiado bastante. Y el
comportamiento de los aliados con el tema de la rendición: las
ínfulas casi monárquicas de Montgomery, más cierta falta de mano
izquierda por parte de Eisenhower, habían hecho el resto. En medio,
el gobierno de Dönitz había sabido leer muy bien el partido, había
sido hábil a la hora de achicarle espacios al equipo contrario y,
con su machacona interpretación de las rendiciones como treguas,
había conseguido revivir el dolor de muelas de Stalin. Flensburgo, a
pesar de no tener casi margen de maniobra, había conseguido una
pequeña, gran victoria. El 7 de mayo Iosif Stalin claramente pensaba
que los alemanes podrían llegar a negarse a rendir sus armas en el
frente oriental, y que esa actitud, de alguna manera, sería
permitida, ya que no podía ser alentada, por sus propios aliados
occidentales.
En el centro de la
polémica se encontraba Dwight Eisenhower, y el hecho de que se
dejase llevar, por así decirlo, por la retórica militar. Los
militares operativos (los de despachito y cantina de oficiales son
otra movida) son gentes que, por lógica, consideran que una tienda
de campaña hecha con jirones de sábanas puede ser un palacio, y que
lo importante de los hechos son los hechos, no cómo se escenifican.
Eisenhower, en 1945, era todavía más militar que político. Había
llegado al mando de las tropas aliadas gracias a sus excelentes
habilidades como planificador y organizador, así como su habilidad
para la negociación. Pero, la verdad, cuando vio aparecer a Jodl por
Reims, se le escapó un tema importante. En las rendiciones, como en
los armisticios, ni el dónde, ni el cuándo, ni el cómo, son
inocentes. Esto lo sabía muy bien Hitler, que estudió muy bien el
acto de firma de la rendición de los franceses para que les fuese
especialmente humillante. Únicamente cuando obtienes una victoria
sobre un enemigo al que en realidad quieres eliminar de la faz de la
Tierra, sin otorgarle poder alguno, haces lo que hizo Franco: un
partecito, y a casa. Cuando lo que hay detrás es mucho más, y en el
final de la segunda guerra mundial se jugaba nada menos que un
protectorado sobre media Europa, las cosas hay que hacerlas de otra
manera. Hay que hacerlas con más oropeles, con más simbolismo. A
Ike, sin embargo, le pudieron las prisas, tantas que hasta
hizo redactar el documento de rendición a pelo puta, y es por eso
que se le coló la famosa tregua por medio que, si los
alemanes vieron, se guardaron mucho de señalar.
La URSS había
puesto sobre la mesa de la victoria 25 millones de muertos. Por mucha
repugnancia que nos cause el régimen que toda esa gente tenía
encima, lo cierto es que nadie más que ellos tenía derecho a firmar
al pie de su victoria. Dicha firma, sin embargo, se había
producido con el extraño concurso de un oficial de segunda división,
el general Susloparov; y muy lejos de la capital alemana donde los
soviéticos tenían la lógica aspiración de ver a los alemanes rendidos y con la cerviz bien doblada.
En Moscú,
probablemente el primer oficial del Alto Mando soviético que se
enteró de la firma de Reims fue el general Sergei Shtemenko. Lívido
primero y después enrojecido hasta la raíz de los pelos de los
pies, organizó una reunión inmediata con Antonov, su jefe, a quien
le costó creer lo que estaba leyendo. “Los aliados”, sentenció
Antonov, “quieren que el mundo vea la rendición de los nazis como
una rendición frente a ellos, y a nosotros nos reservan un papel de
comparsa”. En todo este montaje, que los soviéticos ya estaban muy
dispuestos a creer, por supuesto la filtración de la Associated
Press ayudó a echar queroseno al incendio.
Tanto Shtemenko
como Antonov, tal y como más que probablemente se temían,
recibieron una llamada para presentarse ipso flauto (que, como
todo el mundo sabe, quiere decir “con su misma flauta”) en el
estudio de Stalin en el Kremlin. Allí se encontraron al camarada
primer secretario general del Comité Central del Partido Comunista
de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas más nervioso que
Torrente en un círculo de Podemos. Paseando interminablemente por el
despacho, como un oso blanco enjaulado, Stalin le dijo a sus dos
altos militares que los aliados occidentales habían negociado
directamente con Dönitz, y que lo firmado en Reims no era
propiamente un acuerdo de rendición, sino “algún tipo de acuerdo
oscuro”.
Siguió diciendo
Stalin, en mi opinión con toda lógica: la rendición de Alemania en
esta guerra va a ser un hecho histórico. Precisamente por serlo, no
puede tener lugar en Francia, que al fin y al cabo es sólo uno de
los ganadores (y eso aceptando barco como animal acuático), sino en
el lugar donde empezó todo, o sea Berlín. Y sentenció finalmente,
“no se puede echar atrás el acuerdo firmado en Reims; pero no lo
aceptaremos en sus términos”.
Fue de esta forma
como Moscú consolidó definitivamente su exigencia de que la firma
del acuerdo tuviese un nuevo teatro. En realidad, ni eso. Es verdad
que, merced a las presiones de Susloparov, el acuerdo de Reims
incluía la posibilidad de ser repetido. Pero es que Stalin no quería
dar carta de naturaleza a Reims; no quería repetir la firma, quería
otra firma. El mariscal Zhukov y el viceministro de Exteriores
Andrei Vysghinsky serían los firmantes soviéticos.
Stalin interrogó
inmediatamente a Antonov sobre si Berlín ofrecía posibilidades
reales para poder firmarse en la ciudad la rendición alemana.
Antonov contestó que el centro de la ciudad todo estaba completamente
destrozado; pero, dijo, los suburbios estaban lo suficientemente bien
como para que se pudiera encontrar en ellos un edificio donde poder
realizar la firma. Stalin le encargó a Zhukov la decisión sobre
esta materia, y el mariscal no tardó en encontrar una vieja escuela
de ingenieros al Este de la ciudad, en Karlshorst.
Una vez alcanzados
estos acuerdos internamente, Moscú procedió a enviar un cable a
Reims en el que informaba de que la URSS no ratificaría los términos
firmados en Reims. El general Susloparov fue llamado con urgencia a
Moscú.
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