miércoles, septiembre 26, 2018

Isabel (33: Irlanda)

Atenta la compañía con:

Esos tocapelotas llamados presbiterianos
Thomas Cartwright
... y estos tipos nos dan lecciones de civilización
Essex en Normandía
Las cosas salen como el orto
Las cosas salen peor que el orto

En realidad, el tiempo de Essex, y de otros halcones de la Corte isabelina, había pasado por razones más estructurales que una carta o una reacción. El principal factor que jugaba en contra de ellos era el hecho de que, después de años de enfrentamiento frontal, ni Inglaterra ni España estaban en condiciones de poder decir que habían ganado la guerra, y ambos estaban financieramente agotados. En ese punto, la bancarrota oficial del Estado español, que conllevó la emisión de juros que vinieron a sustituir a los créditos puros y duros, supuso una gravísima convulsión para la economía mundial. Al gripar el sistema financiero europeo, pues los bancos esperaban unos flujos de activo que ya no se produjeron, hubo una crisis profunda de liquidez en todo el sistema y, consecuentemente, las transacciones económicas que se realizaban mediando dinero circulante o instrumentos de descuento se paralizaron.


En una situación así, en El Escorial, y en la mente del rey, quien por otra parte estaba hecho una mierda, comenzaron a ganar peso los partidarios de la negociación y el buen rollito. Estos teóricos, en todo caso, escupían sobre suelo anegado, pues el rey francés estaba más que dispuestísimo a escucharlos. La pérdida de Amiens, en el marco de un país seriamente dividido por la cuestión religiosa, ponía en serio peligro su intención de reinar sobre una sola Francia. El 9 de septiembre, aprovechando la debilidad en los ejércitos españoles provocada por la bancarrota estatal, logró recapturar Amiens; pero eso, más que situarlo en el punto de continuar la guerra, lo situó en el de intentar acabar con ella. Así pues, inició discretos contactos con el archiduque Alberto, y encontró suelo fértil para sus propuestas.

Así las cosas, Enrique decidió ser honesto y compartir aquellos proyectos de paz con su aliado, en lugar de traicionar los acuerdos entre ambos. Así que envió a Londres a André Hurault, señor de Maisse, un experimentado diplomático que había sido embajador en la Suiza de la época (Venecia), con el objeto de sondear cómo se veían las cosas en la tierra del porridge. El mensaje que transmitió fue claro: puede que Inglaterra esté pensando en escalar la guerra con España; pero debe de saber que lo más probable es que a Francia no le quede otra que firmar con ellos la paz.

Eran palabras tocaban música en los oídos de una reina que siempre había preferido, en palabras de Erasmo, la más injusta de las paces a la más justa de las guerras. Sin embargo, también era el primer inglés, y como primer inglés no podía olvidar ciertas cosas, como la aleve traición del rey español en 1588, cuando autorizó los contactos de los ingleses con Parma en un momento en el que la Armada ya había zarpado de Lisboa para invadir Inglaterra.

Casi al mismo tiempo que De Maisse llegaba a las antecámaras de la reina, los teletipos comenzaron a escupir una noticia urgente: el rey español, casi un cadáver andante ya, había aprobado el matrimonio de su hija con el archiduque Alberto y, lo que es más importante, en la dote del matrimonio les iba a regalar un piso bien grande:. sus (porque eran suyas, no de España) posesiones sobre el Franco Condado y las Provincias Unidas, de vieja soberanía borgoñona. Ciertamente, ésta era una buena noticia, no una gran noticia pero sí buena, para los holandeses.

Los encuentros entre De Maisse y la reina, que fueron documentados por el primero de ellos, estaban destinados a decidir sobre el equilibrio europeo del momento; pero no por ello dejaron de estar influidos por la frivolidad. En una ocasión, por ejemplo, la reina suspendió en el último momento la audiencia con el francés porque, al mirarse al espejo, se vio fea. Las audiencias, en todo caso, no la convencieron de otra cosa que enviar ella misma sus emisarios a hablar con el rey francés. La delegación formada estaba liderada por Robert Cecil y, por si alguien va a preguntar, no incluía al conde de Essex. Devereaux, de hecho, se quedó en Londres escribiéndole a Cecil cartas encendidas llamándole a no fiarse de los españoles y a continuar la guerra; literalmente, era su último cartucho.

Cuando Cecil pisó Francia, sin embargo, y de una forma que los ingleses desconocían, franceses y españoles habían avanzado muchísimo en sus discusiones, discretamente celebradas en Vervins, en la Picardía.

En marzo de 1598, Enrique tenía ya en su poder las necesarias seguridades de que los términos de la paz que había propuesto habían sido aprobados, no ya por el archiduque, sino por el rey Felipe en persona. Francia recuperaría su integridad territorial, inclusión hecha de Blavet y Calais, mientras que para los holandeses se concedía un plazo de seis meses para considerar las posiciones. El rey francés instruyó a sus diplomáticos para que firmasen al pie de una paz con estas condiciones, sin atender, lo dejó claro, a eventuales peros de sus aliados.

Tres días después de haber decidido dar fin a la guerra con España, el rey Enrique recibió a Cecil en Angers, valle del Loira. Ahí fue donde se montó, si no la mundial, sí la europea, ya que Cecil le recordó al gabacho que él había acordado no firmar nunca una paz bilateral con España; el plenipotenciario inglés le informó, asimismo, del apoyo inglés a los Estados Generales de las Provincias Unidas, que no querían ni una tregua, ni una paz.

Era, en parte, farol. Cierto es que lo holandeses querían continuar la guerra; pero también lo es que les resultaba muy difícil hacerlo sin la ayuda directa inglesa y la indirecta francesa derivada de la continuación de las hostilidades en sus propios frentes. Respecto de la primera de las ayudas, ya le habían pedido a la reina 13.000 infantes para invadir la actual Bélgica; pero la reina, lógicamente, era renuente a dárselos.

En ese momento, quien estaba en la mejor situación para gestionar lo temas era Burghley. Para entonces, William Cecil era casi un pingajo humano, pero conservaba toda su brillantez mental, y por eso había sido capaz de montar una red de espionaje que le permitía tener información de primera mano sobre las comunicaciones entre el archiduque Alberto y el propio rey español. Para montar su eficiente red de espionaje, Burghley echó mano de un viejo conocido nuestro: el criptógrafo Thomas Phelippes, a quien hemos visto empleado por sir Francis Walsingham y por Essex, y que por entonces perdía el culo por distanciarse de éste último.

A Phelippes, de hecho, la colaboración con Essex en el asunto del doctor López le costó muy cara. Burghley, quería darle un escamiento y, cuando encontró unas deudas que tenía el criptógrafo con la reina sin pagar (como mucha gente), se las arregló para enviarlo al maco. Aunque Anthony Bacon lo sacó de allí, Phelippes sabía que no las tenía todas consigo; así pues, cuando Burghley le propuso trabajar para él, aceptó inmediatamente.

Phelippes, pues, aportó su red de informantes, uno de los cuales, John Petit, residente en Lieja, tenía un contacto en el mismo entorno del archiduque. Este agente fue capaz de copiar la correspondencia entre éste y el rey, y Phelippes se ocupó de descifrarla. Burghley le contó a todo el mundo que había accedido a toda esa documentación porque un barco español, atacado por holandeses, la había tirado al mar, de donde la habían recuperado unos pescadores. Poca gente le creyó; pero entre éstos, para su tranquilidad, estaba la reina.

Las cartas confirmaron las sospechas en torno a las intenciones del rey francés de alcanzar una paz bilateral con España. Esto es lo que ya sabía Robert Cecil cuando tuvo una nueva audiencia con Enrique el 6 de abril, en Nantes. De manera un tanto brusca, el emisario inglés miró a los ojos del rey francés y le instó a definir, aquí y ahora, si estaba por la guerra o por la paz. Acto seguido, le recordó que había jurado no hacer una paz por su cuenta. Colocado entre la espada y la pared, Enrique no trató de disimular; se limitó a dejar claro que, en esos momentos, sus alternativas eran o evitar la ruina de su reino, o respetar los pactos con la reina de Inglaterra. Al fin y al cabo, ¿no llevaba meses Isabel siendo bastante más que rácana con los refuerzos que el rey francés le había pedido desesperadamente? A este reproche, Cecil respondió dando abruptamente la entrevista por terminada, y solicitando el oportuno salvoconducto para salir de allí y regresar a Inglaterra.

Antes incluso de que Cecil dejase Nantes, el día 15, el rey francés dio el paso más importante hacia la paz dictando el edicto que lleva el nombre de esa ciudad para la Historia. El Edicto de Nantes fue, para la mayoría de los protestantes radicales que habían arriesgado sus vidas y sus haciendas en favor de aquel hombre (para verlo después convertirse al catolicismo, entre otras cosas), algo muy cercano a una bajada de pantalones. Pero la medida, encaminada a otorgar a los hugonotes un sitio en Francia, bien que no un sitio en igualdad de condiciones, se demostró suficiente como para aplacar a muchos reformados, en el fondo cansados de la guerra y cada vez menos convencidos de que la podían ganar.

En todo caso, y a pesar de haber firmado aquel edicto, el rey Enrique también buscó tender puentes con Inglaterra. Le hizo saber a Cecil que no firmaría la paz de Vervins durante cuarenta días; de esta manera, le daba tiempo a Isabel, o bien para enviar un nuevo representante a Francia con nuevas instrucciones; o bien para continuar la guerra por su cuenta con los holandeses. Sin embargo, el rey francés, que no se olvide era francés, pronto se olvidó de su promesa y firmó el día 22 la paz con los españoles, pretextando que ingleses y holandeses, en realidad, habían tenido ya tres meses para prepararse. El 27, Cecil dejó Francia por Caen. Llegó a Londres dos días después, a las diez de la noche, y fue inmediatamente recibido por Isabel.

Una vez summoned por su enviado, Isabel se sentó al pupitre y redactó una carta tremenda para el rey francés, en la que lo apelaba de mentiroso y deshonesto, y le recordaba (cosa que es en buena parte cierta) que la poca o mucha fuerza que tenía para forzar a los españoles a firmar una paz con él, se la debía a Londres. La carta llegó a Francia y provocó por parte de Enrique una respuesta conciliadora que, de toda forma, para cuando llegó a Londres fue abierta por las artríticas manos de una reina que estaba ya bastante más tranquila. Para entonces, Isabel había entendido que todo aquello era geopolítica auténtica, y que no podía exigirle a un rey que pusiera la honestidad respecto de otro rey por encima de los intereses de su nación. Cada vez más, todo lo que le interesaba era recibir el pago de los importantes esfuerzos que había hecho, sobre todo por los holandeses.

En mayo, representantes de los Estados Generales llegaron a Greenwich, como siempre para pedir refuerzos en su lucha contra los españoles. La reina recibió esa petición con grandes aspavientos, como diciendo que si les daba los soldados que pedían dejaría la propia Inglaterra sin defensa. En una muestra de la sólida educación en griego clásico que había recibido la reina, y que no había olvidado a través de los años, les aportó el dato de que Inglaterra llevaba más tiempo ayudando a las Provincias Unidas de lo que Menelao tuvo que ayudar a su bro.

Lo que siguió fueron dos meses de complejas negociaciones de carácter técnico, al final de las cuales los holandeses tuvieron que reconocer a favor de Inglaterra una deuda milmillonaria de 800.000 libras nominales, que no serían menos de 1.700 millones de euros de hoy en día; la mitad de esa deuda, ésta era la cláusula importante que introdujeron los funcionarios del Exchequer, se declaraba pagadera en el corto plazo, a un ritmo de 30.000 libras al año (unos 13 años de pagos constantes, pues). Esta deuda, por lo demás, apenas cubría, en lo que al futuro se refiere, la mitad del coste de los 3.000 soldados ingleses que combatían en las viejas posesiones borgoñonas; la otra mitad la deberían de pagar los Estados Generales por su cuenta. Lo que se dice unas condiciones leoninas impuestas por una reina que, la verdad, estaba hasta el felpudo de que, con la coña ésa de defender la verdadera fe (ella, que defendía la expansión en su país de una iglesia, la anglicana, bastante más situada a medio camino entre el catolicismo y el protestantismo de lo que normalmente la gente cree).

Por supuesto, los holandeses tuvieron en Greenwich a un aliado, el de siempre. Essex estaba todo el día con la puñetera matraca de que había, no que continuar, sino que intensificar la guerra. Pero sus admoniciones se producían on deaf ears. No tanto porque la reina estuviera un poco teniente, que para entonces sí que era así, sino porque tenía la firme, definitiva, prudente y, añadiré yo, lógica decisión de hacer que Inglaterra diera un paso atrás en la confrontación religiosa europea, convirtiéndola en una partidaria de los protestantes, pero no en su heraldo.

En julio, muy malas noticias para Isabel llegaron del Strand. En su domicilio, William Cecil, que llevaba ya mucho tiempo enfermo, había intentado levantarse de la cama, pero había sido incapaz de sentarse en su lecho. Tenía la garganta hinchada y llena de llagas, y apenas podía tragar, cosa que en todo caso le costaba enormes dolores. Algunos minutos antes de las siete de la mañana del viernes, 4 de agosto, expiró. Fue pocos días antes de que Isabel en persona se desplazase a su casa para pasar un buen rato, según explicó el propio Burglhey en una de sus últimas cartas, “tomando mi mano como una enfermera”.

Lógicamente, la muerte de las personas que han sido nuestra vida señalan el final de la propia y, en el caso de las personas cuya vida se desarrolla entre los renglones de la Historia, lógicamente también señalan el final de nuestra época. Esto debió pensar Isabel cuando contempló el cadáver del hombre que había sido su mano derecha durante cincuenta años (porque hemos de imaginar la relación entre Burghley e Isabel como la de alguien que, falleciendo hoy, llevase trabajando codo con codo con un presidente del gobierno español... desde los tiempos de Franco); pero pronto tendría más señales, y de mayor potencia. Finalizando las vacaciones de verano de la reina a finales de septiembre de 1598, a Inglaterra comenzaron a llegar noticias, cada vez más sólidas, que hablaban de la muerte en España del rey Felipe.

Está dentro de los deseos de la lógica pensar que las cosas, por fin, podrían cambiar entre Londres y El Escorial. Pero, la verdad, era bastante más difícil de lo que parecía. Si algo caracterizó a ese rey del que nadie habla, Felipe III, era su sólida educación religiosa y los muchos escrúpulos que le provocaba, hasta el punto de hacerle tener la sensación de que nunca hacía lo suficiente por defender la verdadera fe. A esto hay que unir que los dos felipes que siguieron al segundo sintieron siempre el aliento en la nunca de los nobles del Consejo de Castilla y de otros órganos de la nación que habían llegado a servir al Rey Prudente, y que se pasaban el día comiéndoles la oreja con que tenían que intentar saltar el listón que su padre o abuelo había dejado colocado.

Felipe, el tercero, nunca se planteó seriamente alcanzar una paz con Inglaterra. Eso sí: tras la última bancarrota dictada por su padre, era consciente de que la cosa no estaba para armadas ni coñas diversas. Sin embargo, también era consciente de que el tratado de Vervins le abría importantes posibilidades a la hora de desviar recursos hasta ahora invertidos en Francia (ningún rey de la época, ni en España ni en ninguna parte, se planteaba la posibilidad seria de utilizar la paz para la prosperidad). La decisión del rey español fue poner las cosas difíciles en Irlanda.

La cosa tenía su lógica. En primer lugar, Irlanda, como teatro bélico, demandaba menos tropas que Francia o que las Provincias Unidas. En segundo lugar, estaba pobremente defendida por los ingleses, con la única excepción, opinable, de Dublín. En tercer lugar, los irlandeses gaélicos eran católicos. Last, but not least, en realidad en Irlanda las hostias (nunca mejor dicho) ya habían comenzado, pues el país se encontraba en medio de una rebelión antiinglesa desde 1594. Hugh O'Neill, conde Tyrone, había comenzado la rebelión en el Ulster, pero en cuatro años había hecho muchos progresos. Lord Burgh, el virrey colocado por Londres en Dublín, trató de contestar a esta invasión fortaleciendo los alrededores de Armagh; sin embargo, pronto cayó gravemente enfermo. En esa situación, Tyrone reclamó la libertad de cultos en Irlanda y, cuando recibiera respuesta negativa, sometió a asedio al fuerte Blackwater, la principal infraestructura defensiva construida por los ingleses. El 14 de agosto de 1598, en la batalla de Yellow Ford, infligió una durísima derrota a los ingleses, en la que hizo más de dos mil bajas. Estaba a un paso de hacerse con el control de la isla.

La rebelión de Tyrone tenía, además, lecturas internas. La reina Isabel estaba convencida de que Jacobo, el rey escocés, ayudaba secretamente a los rebeldes. Ambos monarcas se habían enfrentado de nuevo en 1596, cuando el escocés señor de Buccleuch realizó una agresiva operación de comando que incluyó su entrada en Inglaterra para llegarse al castillo de Carlisle y liberar a un camarada que lógicamente estaba preso por orden de la reina. Cuando Isabel reclamó el inmediato castigo de Buccleuch Jacobo, muy al contrario, lo perdonó. Isabel, automáticamente, redujo de nuevo la pensión que le pagaba al rey escocés.

En medio de unas negociaciones totalmente gripadas para acordar nuevas condiciones para la frontera anglo-escocesa, Jacobo realizó unas críticas en la persona de la reina ante su Parlamento, lo cual colocó en enero de 1598 a Isabel en modo cabreo monumental. Le escribió una carta muy encendida, a la que Jacobo contestó con estudiado machismo, afirmando: “No voy a esforzarme en competir con una dama en un arte en el que su sexo es excelente”. El “arte” de la frase es el arte de insultar.

Dentro del juego tú-me-puteas-yo-te-jodo al que se habían entregado ambos monarcas británicos, además, Jacobo, sabiendo bien que eso le jodía mucho a Isabel, había iniciado algunos acercamientos con poderes católicos en Europa. Ese hecho, unido a los rumores crecientes de que su mujer, Ana de Dinamarca, estaba a punto de convertirse al catolicismo, colaboraba para hacer creíble la idea de que el escocés estaba detrás de la acometividad de los gaélicos.

Jacobo, además, no sólo no estaba en contra, sino que estaba encantado con el paso que su mujer estaba pensando en dar. Inteligentemente, consideraba que si su mujer se hacía católica, automáticamente los poderes católicos en Europa se convertirían en un apoyo más o menos explícito a su candidatura para suceder a la vieja en Londres. El Papa Clemente VIII, en Roma, rezaba públicamente por la conversión de Anita. Tanto se estaba acercando Jacobo a las potencias católicas que, poco después de la muerte de Felipe II, envió a El Escorial a un propio, lord Robert Sempill, para explorar la posibilidad de un acuerdo comercial, aunque también llevaba instrucciones secretas de explorar discretamente la opinión de los españoles sobre su eventual acceso a la corona inglesa. Felipe III, de hecho, consideró la posibilidad de enviar un embajador a Edimburgo, para así poder trabajar en la creación de una mitad de las islas favorable a los españoles. Lógicamente, cuando Isabel supo esto, se mosqueó un poco.

Todo eso sirvió para que la reina se convenciese a sí misma, porque la verdad es que pruebas tenía pocas, de que lo que estaba pasando en Irlanda era el producto de una alianza entre Tyrone, Jacobo y Felipe III. Cecil, de hecho, era de la opinión de que incluso existía una conspiración para obligarla a abdicar.

Sabemos, porque ya lo hemos contado, que en el junio de aquel 1598 Isabel había tenido una bronca de la hostia con Essex, dado que éste se consideraba merecedor del cargo de responsable inglés en Irlanda en lugar de sir William Knollys. Tras aquel mosqueo, Essex se había ido a Wanstead y la reina lo había dejado ir. Pero ahora que llegaron los relatos del fracaso de Blackwater, Isabel se planteó si no le necesitaría más cerca. Sin embargo, seguía siendo renuente a recibirlo porque no le había pedido perdón.

Essex, entre tanto, cayó gravemente enfermo, y no fue hasta el 10 de septiembre que estuvo en condiciones de volver a atender obligaciones oficiales, como las reuniones del Consejo Privado que había abandonado con cajas destempladas. Essex atendió a esa reunión, probablemente para tratar de salvar los muebles (sin éxito) de la redistribución de poder en la Corte que se hacía necesaria tras la muerte de Burghley; pero, al menos, asistió dos días después a un besamanos privado con la reina, en el que al parecer se reconciliaron lo suficiente. A finales de octubre, poca gente entre las personas bien informadas de la Corte dudaba de que Essex sería enviado a Irlanda.

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