Atenta la compañía con:
Anthony Babington y María, reina de los escoceses
Juicio y ejecución
Esos tocapelotas llamados presbiterianosJuicio y ejecución
Thomas Cartwright
... y estos tipos nos dan lecciones de civilización
Essex en Normandía
Las cosas salen como el orto
Las cosas salen peor que el orto
En realidad, el tiempo de Essex, y de
otros halcones de la Corte isabelina, había pasado por razones más
estructurales que una carta o una reacción. El
principal factor que jugaba en contra de ellos era el hecho de que,
después de años de enfrentamiento frontal, ni Inglaterra ni España
estaban en condiciones de poder decir que habían ganado la guerra, y
ambos estaban financieramente agotados. En ese punto, la bancarrota
oficial del Estado español, que conllevó la emisión de juros que
vinieron a sustituir a los créditos puros y duros, supuso una
gravísima convulsión para la economía mundial. Al gripar el
sistema financiero europeo, pues los bancos esperaban unos flujos de
activo que ya no se produjeron, hubo una crisis profunda de liquidez
en todo el sistema y, consecuentemente, las transacciones económicas
que se realizaban mediando dinero circulante o instrumentos de
descuento se paralizaron.
En una situación así, en El Escorial,
y en la mente del rey, quien por otra parte estaba hecho una mierda,
comenzaron a ganar peso los partidarios de la negociación y el buen
rollito. Estos teóricos, en todo caso, escupían sobre suelo
anegado, pues el rey francés estaba más que dispuestísimo a
escucharlos. La pérdida de Amiens, en el marco de un país
seriamente dividido por la cuestión religiosa, ponía en serio
peligro su intención de reinar sobre una sola Francia. El 9 de
septiembre, aprovechando la debilidad en los ejércitos españoles
provocada por la bancarrota estatal, logró recapturar Amiens; pero
eso, más que situarlo en el punto de continuar la guerra, lo situó
en el de intentar acabar con ella. Así pues, inició discretos
contactos con el archiduque Alberto, y encontró suelo fértil para
sus propuestas.
Así las cosas, Enrique decidió ser
honesto y compartir aquellos proyectos de paz con su aliado, en lugar
de traicionar los acuerdos entre ambos. Así que envió a Londres a
André Hurault, señor de Maisse, un experimentado diplomático que
había sido embajador en la Suiza de la época (Venecia), con el
objeto de sondear cómo se veían las cosas en la tierra del
porridge. El mensaje que transmitió fue claro: puede que Inglaterra
esté pensando en escalar la guerra con España; pero debe de saber
que lo más probable es que a Francia no le quede otra que firmar con
ellos la paz.
Eran palabras tocaban música en
los oídos de una reina que siempre había preferido, en palabras de
Erasmo, la más injusta de las paces a la más justa de las guerras.
Sin embargo, también era el primer inglés, y como primer inglés no
podía olvidar ciertas cosas, como la aleve traición del rey español
en 1588, cuando autorizó los contactos de los ingleses con Parma en
un momento en el que la Armada ya había zarpado de Lisboa para
invadir Inglaterra.
Casi al mismo tiempo que De Maisse
llegaba a las antecámaras de la reina, los teletipos comenzaron a
escupir una noticia urgente: el rey español, casi un cadáver
andante ya, había aprobado el matrimonio de su hija con el
archiduque Alberto y, lo que es más importante, en la dote del
matrimonio les iba a regalar un piso bien grande:. sus (porque
eran suyas, no de España) posesiones sobre el Franco Condado y las
Provincias Unidas, de vieja soberanía borgoñona. Ciertamente, ésta
era una buena noticia, no una gran noticia pero sí buena, para los
holandeses.
Los encuentros entre De Maisse y la
reina, que fueron documentados por el primero de ellos, estaban
destinados a decidir sobre el equilibrio europeo del momento; pero no
por ello dejaron de estar influidos por la frivolidad. En una
ocasión, por ejemplo, la reina suspendió en el último momento la
audiencia con el francés porque, al mirarse al espejo, se vio fea.
Las audiencias, en todo caso, no la convencieron de otra cosa que
enviar ella misma sus emisarios a hablar con el rey francés. La
delegación formada estaba liderada por Robert Cecil y, por si
alguien va a preguntar, no incluía al conde de Essex. Devereaux, de
hecho, se quedó en Londres escribiéndole a Cecil cartas encendidas
llamándole a no fiarse de los españoles y a continuar la guerra;
literalmente, era su último cartucho.
Cuando Cecil pisó Francia, sin
embargo, y de una forma que los ingleses desconocían, franceses y
españoles habían avanzado muchísimo en sus discusiones,
discretamente celebradas en Vervins, en la Picardía.
En marzo de 1598, Enrique tenía ya en
su poder las necesarias seguridades de que los términos de la paz
que había propuesto habían sido aprobados, no ya por el archiduque,
sino por el rey Felipe en persona. Francia recuperaría su integridad
territorial, inclusión hecha de Blavet y Calais, mientras que para
los holandeses se concedía un plazo de seis meses para considerar
las posiciones. El rey francés instruyó a sus diplomáticos para
que firmasen al pie de una paz con estas condiciones, sin atender, lo
dejó claro, a eventuales peros de sus aliados.
Tres días después de haber decidido
dar fin a la guerra con España, el rey Enrique recibió a Cecil en
Angers, valle del Loira. Ahí fue donde se montó, si no la mundial, sí la europea, ya que Cecil le
recordó al gabacho que él había acordado no firmar nunca una paz
bilateral con España; el plenipotenciario inglés le informó,
asimismo, del apoyo inglés a los Estados Generales de las Provincias
Unidas, que no querían ni una tregua, ni una paz.
Era, en parte, farol. Cierto es que lo
holandeses querían continuar la guerra; pero también lo es que les
resultaba muy difícil hacerlo sin la ayuda directa inglesa y la
indirecta francesa derivada de la continuación de las hostilidades
en sus propios frentes. Respecto de la primera de las ayudas, ya le habían
pedido a la reina 13.000 infantes para invadir la actual Bélgica;
pero la reina, lógicamente, era renuente a dárselos.
En ese momento, quien estaba en la
mejor situación para gestionar lo temas era Burghley. Para entonces,
William Cecil era casi un pingajo humano, pero conservaba toda su
brillantez mental, y por eso había sido capaz de montar una red de
espionaje que le permitía tener información de primera mano sobre
las comunicaciones entre el archiduque Alberto y el propio rey
español. Para montar su eficiente red de espionaje, Burghley echó
mano de un viejo conocido nuestro: el criptógrafo Thomas Phelippes,
a quien hemos visto empleado por sir Francis Walsingham y por Essex,
y que por entonces perdía el culo por distanciarse de éste último.
A Phelippes, de hecho, la colaboración
con Essex en el asunto del doctor López le costó muy cara.
Burghley, quería darle un escamiento y, cuando encontró unas deudas
que tenía el criptógrafo con la reina sin pagar (como mucha gente),
se las arregló para enviarlo al maco. Aunque Anthony Bacon lo sacó
de allí, Phelippes sabía que no las tenía todas consigo; así
pues, cuando Burghley le propuso trabajar para él, aceptó
inmediatamente.
Phelippes, pues, aportó su red de
informantes, uno de los cuales, John Petit, residente en Lieja, tenía
un contacto en el mismo entorno del archiduque. Este agente fue capaz
de copiar la correspondencia entre éste y el rey, y Phelippes se
ocupó de descifrarla. Burghley le contó a todo el mundo que había
accedido a toda esa documentación porque un barco español, atacado
por holandeses, la había tirado al mar, de donde la habían
recuperado unos pescadores. Poca gente le creyó; pero entre éstos,
para su tranquilidad, estaba la reina.
Las cartas confirmaron las sospechas en
torno a las intenciones del rey francés de alcanzar una paz
bilateral con España. Esto es lo que ya sabía Robert Cecil cuando
tuvo una nueva audiencia con Enrique el 6 de abril, en Nantes. De
manera un tanto brusca, el emisario inglés miró a los ojos del rey
francés y le instó a definir, aquí y ahora, si estaba por la
guerra o por la paz. Acto seguido, le recordó que había jurado no
hacer una paz por su cuenta. Colocado entre la espada y la pared,
Enrique no trató de disimular; se limitó a dejar claro que, en esos
momentos, sus alternativas eran o evitar la ruina de su reino, o
respetar los pactos con la reina de Inglaterra. Al fin y al cabo, ¿no
llevaba meses Isabel siendo bastante más que rácana con los
refuerzos que el rey francés le había pedido desesperadamente? A
este reproche, Cecil respondió dando abruptamente la entrevista por
terminada, y solicitando el oportuno salvoconducto para salir de allí
y regresar a Inglaterra.
Antes incluso de que Cecil dejase
Nantes, el día 15, el rey francés dio el paso más importante hacia
la paz dictando el edicto que lleva el nombre de esa ciudad para la
Historia. El Edicto de Nantes fue, para la mayoría de los
protestantes radicales que habían arriesgado sus vidas y sus
haciendas en favor de aquel hombre (para verlo después convertirse
al catolicismo, entre otras cosas), algo muy cercano a una bajada de
pantalones. Pero la medida, encaminada a otorgar a los hugonotes un
sitio en Francia, bien que no un sitio en igualdad de condiciones, se
demostró suficiente como para aplacar a muchos reformados, en el
fondo cansados de la guerra y cada vez menos convencidos de que la
podían ganar.
En todo caso, y a pesar de haber firmado aquel edicto, el rey Enrique también buscó tender puentes con Inglaterra. Le hizo saber a Cecil que no firmaría la paz de Vervins durante cuarenta días; de esta manera, le daba tiempo a Isabel, o bien para enviar un nuevo representante a Francia con nuevas instrucciones; o bien para continuar la guerra por su cuenta con los holandeses. Sin embargo, el rey francés, que no se olvide era francés, pronto se olvidó de su promesa y firmó el día 22 la paz con los españoles, pretextando que ingleses y holandeses, en realidad, habían tenido ya tres meses para prepararse. El 27, Cecil dejó Francia por Caen. Llegó a Londres dos días después, a las diez de la noche, y fue inmediatamente recibido por Isabel.
En todo caso, y a pesar de haber firmado aquel edicto, el rey Enrique también buscó tender puentes con Inglaterra. Le hizo saber a Cecil que no firmaría la paz de Vervins durante cuarenta días; de esta manera, le daba tiempo a Isabel, o bien para enviar un nuevo representante a Francia con nuevas instrucciones; o bien para continuar la guerra por su cuenta con los holandeses. Sin embargo, el rey francés, que no se olvide era francés, pronto se olvidó de su promesa y firmó el día 22 la paz con los españoles, pretextando que ingleses y holandeses, en realidad, habían tenido ya tres meses para prepararse. El 27, Cecil dejó Francia por Caen. Llegó a Londres dos días después, a las diez de la noche, y fue inmediatamente recibido por Isabel.
Una vez summoned por su enviado,
Isabel se sentó al pupitre y redactó una carta tremenda para el rey
francés, en la que lo apelaba de mentiroso y deshonesto, y le
recordaba (cosa que es en buena parte cierta) que la poca o mucha
fuerza que tenía para forzar a los españoles a firmar una paz con
él, se la debía a Londres. La carta llegó a Francia y provocó por
parte de Enrique una respuesta conciliadora que, de toda forma, para
cuando llegó a Londres fue abierta por las artríticas manos de una
reina que estaba ya bastante más tranquila. Para entonces, Isabel
había entendido que todo aquello era geopolítica auténtica, y que
no podía exigirle a un rey que pusiera la honestidad respecto de
otro rey por encima de los intereses de su nación. Cada vez más,
todo lo que le interesaba era recibir el pago de los importantes
esfuerzos que había hecho, sobre todo por los holandeses.
En mayo, representantes de los Estados
Generales llegaron a Greenwich, como siempre para pedir refuerzos en
su lucha contra los españoles. La reina recibió esa petición con
grandes aspavientos, como diciendo que si les daba los soldados que
pedían dejaría la propia Inglaterra sin defensa. En una muestra de
la sólida educación en griego clásico que había recibido la
reina, y que no había olvidado a través de los años, les aportó
el dato de que Inglaterra llevaba más tiempo ayudando a las
Provincias Unidas de lo que Menelao tuvo que ayudar a su bro.
Lo que siguió fueron dos meses de
complejas negociaciones de carácter técnico, al final de las cuales
los holandeses tuvieron que reconocer a favor de Inglaterra una deuda
milmillonaria de 800.000 libras nominales, que no serían menos de
1.700 millones de euros de hoy en día; la mitad de esa deuda, ésta
era la cláusula importante que introdujeron los funcionarios del
Exchequer, se declaraba pagadera en el corto plazo, a un ritmo de
30.000 libras al año (unos 13 años de pagos constantes, pues). Esta
deuda, por lo demás, apenas cubría, en lo que al futuro se refiere,
la mitad del coste de los 3.000 soldados ingleses que combatían en
las viejas posesiones borgoñonas; la otra mitad la deberían de
pagar los Estados Generales por su cuenta. Lo que se dice unas
condiciones leoninas impuestas por una reina que, la verdad, estaba
hasta el felpudo de que, con la coña ésa de defender la verdadera
fe (ella, que defendía la expansión en su país de una iglesia, la
anglicana, bastante más situada a medio camino entre el catolicismo
y el protestantismo de lo que normalmente la gente cree).
Por supuesto, los holandeses tuvieron
en Greenwich a un aliado, el de siempre. Essex estaba todo el día
con la puñetera matraca de que había, no que continuar, sino que
intensificar la guerra. Pero sus admoniciones se producían on
deaf ears. No tanto porque la
reina estuviera un poco teniente, que para entonces sí que era así,
sino porque tenía la firme, definitiva, prudente y, añadiré yo,
lógica decisión de hacer que Inglaterra diera un paso atrás en la
confrontación religiosa europea, convirtiéndola en una partidaria
de los protestantes, pero no en su heraldo.
En
julio, muy malas noticias para Isabel llegaron del Strand. En su
domicilio, William Cecil, que llevaba ya mucho tiempo enfermo, había
intentado levantarse de la cama, pero había sido incapaz de sentarse
en su lecho. Tenía la garganta hinchada y llena de llagas, y apenas
podía tragar, cosa que en todo caso le costaba enormes dolores.
Algunos minutos antes de las siete de la mañana del viernes, 4 de
agosto, expiró. Fue pocos días antes de que Isabel en persona se
desplazase a su casa para pasar un buen rato, según explicó el
propio Burglhey en una de sus últimas cartas, “tomando mi mano
como una enfermera”.
Lógicamente,
la muerte de las personas que han sido nuestra vida señalan el final
de la propia y, en el caso de las personas cuya vida se desarrolla
entre los renglones de la Historia, lógicamente también señalan el
final de nuestra época. Esto debió pensar Isabel cuando contempló
el cadáver del hombre que había sido su mano derecha durante
cincuenta años (porque hemos de imaginar la relación entre Burghley
e Isabel como la de alguien que, falleciendo hoy, llevase trabajando
codo con codo con un presidente del gobierno español... desde los
tiempos de Franco); pero pronto tendría más señales, y de mayor
potencia. Finalizando las vacaciones de verano de la reina a finales
de septiembre de 1598, a Inglaterra comenzaron a llegar noticias,
cada vez más sólidas, que hablaban de la muerte en España del rey
Felipe.
Está dentro de los deseos de la lógica
pensar que las cosas, por fin, podrían cambiar entre Londres y El
Escorial. Pero, la verdad, era bastante más difícil de lo que
parecía. Si algo caracterizó a ese rey del que nadie habla, Felipe
III, era su sólida educación religiosa y los muchos escrúpulos que
le provocaba, hasta el punto de hacerle tener la sensación de que
nunca hacía lo suficiente por defender la verdadera fe. A esto hay
que unir que los dos felipes que siguieron al segundo sintieron
siempre el aliento en la nunca de los nobles del Consejo de Castilla
y de otros órganos de la nación que habían llegado a servir al Rey
Prudente, y que se pasaban el día comiéndoles la oreja con que
tenían que intentar saltar el listón que su padre o abuelo había
dejado colocado.
Felipe, el tercero, nunca se planteó
seriamente alcanzar una paz con Inglaterra. Eso sí: tras la última
bancarrota dictada por su padre, era consciente de que la cosa no
estaba para armadas ni coñas diversas. Sin embargo, también era
consciente de que el tratado de Vervins le abría importantes
posibilidades a la hora de desviar recursos hasta ahora invertidos en
Francia (ningún rey de la época, ni en España ni en ninguna parte,
se planteaba la posibilidad seria de utilizar la paz para la
prosperidad). La decisión del rey español fue poner las cosas
difíciles en Irlanda.
La cosa tenía su lógica. En primer
lugar, Irlanda, como teatro bélico, demandaba menos tropas que
Francia o que las Provincias Unidas. En segundo lugar, estaba
pobremente defendida por los ingleses, con la única excepción,
opinable, de Dublín. En tercer lugar, los irlandeses gaélicos eran
católicos. Last, but not least,
en realidad en Irlanda las hostias (nunca mejor dicho) ya habían
comenzado, pues el país se encontraba en medio de una rebelión
antiinglesa desde 1594. Hugh O'Neill, conde Tyrone, había comenzado
la rebelión en el Ulster, pero en cuatro años había hecho muchos
progresos. Lord Burgh, el virrey colocado por Londres en Dublín,
trató de contestar a esta invasión fortaleciendo los alrededores de
Armagh; sin embargo, pronto cayó gravemente enfermo. En esa
situación, Tyrone reclamó la libertad de cultos en Irlanda y,
cuando recibiera respuesta negativa, sometió a asedio al fuerte
Blackwater, la principal infraestructura defensiva construida por los
ingleses. El 14 de agosto de 1598, en la batalla de Yellow Ford,
infligió una durísima derrota a los ingleses, en la que hizo más
de dos mil bajas. Estaba a un paso de hacerse con el control de la
isla.
La
rebelión de Tyrone tenía, además, lecturas internas. La reina
Isabel estaba convencida de que Jacobo, el rey escocés, ayudaba
secretamente a los rebeldes. Ambos monarcas se habían enfrentado de
nuevo en 1596, cuando el escocés señor de Buccleuch realizó una
agresiva operación de comando que incluyó su entrada en Inglaterra
para llegarse al castillo de Carlisle y liberar a un camarada que
lógicamente estaba preso por orden de la reina. Cuando Isabel
reclamó el inmediato castigo de Buccleuch Jacobo, muy al contrario,
lo perdonó. Isabel, automáticamente, redujo de nuevo la pensión
que le pagaba al rey escocés.
En
medio de unas negociaciones totalmente gripadas para acordar nuevas
condiciones para la frontera anglo-escocesa, Jacobo realizó unas
críticas en la persona de la reina ante su Parlamento, lo cual
colocó en enero de 1598 a Isabel en modo cabreo monumental. Le
escribió una carta muy encendida, a la que Jacobo contestó con
estudiado machismo, afirmando: “No voy a esforzarme en competir con
una dama en un arte en el que su sexo es excelente”. El “arte”
de la frase es el arte de insultar.
Dentro
del juego tú-me-puteas-yo-te-jodo al que se habían entregado ambos
monarcas británicos, además, Jacobo, sabiendo bien que eso le jodía
mucho a Isabel, había iniciado algunos acercamientos con poderes
católicos en Europa. Ese hecho, unido a los rumores crecientes de
que su mujer, Ana de Dinamarca, estaba a punto de convertirse al
catolicismo, colaboraba para hacer creíble la idea de que el escocés
estaba detrás de la acometividad de los gaélicos.
Jacobo,
además, no sólo no estaba en contra, sino que estaba encantado con
el paso que su mujer estaba pensando en dar. Inteligentemente,
consideraba que si su mujer se hacía católica, automáticamente los
poderes católicos en Europa se convertirían en un apoyo más o
menos explícito a su candidatura para suceder a la vieja en Londres.
El Papa Clemente VIII, en Roma, rezaba públicamente por la
conversión de Anita. Tanto se estaba acercando Jacobo a las
potencias católicas que, poco después de la muerte de Felipe II,
envió a El Escorial a un propio, lord Robert Sempill, para explorar
la posibilidad de un acuerdo comercial, aunque también llevaba
instrucciones secretas de explorar discretamente la opinión de los
españoles sobre su eventual acceso a la corona inglesa. Felipe III,
de hecho, consideró la posibilidad de enviar un embajador a
Edimburgo, para así poder trabajar en la creación de una mitad de
las islas favorable a los españoles. Lógicamente, cuando Isabel
supo esto, se mosqueó un poco.
Todo
eso sirvió para que la reina se convenciese a sí misma, porque la
verdad es que pruebas tenía pocas, de que lo que estaba pasando en
Irlanda era el producto de una alianza entre Tyrone, Jacobo y Felipe
III. Cecil, de hecho, era de la opinión de que incluso existía una
conspiración para obligarla a abdicar.
Sabemos,
porque ya lo hemos contado, que en el junio de aquel 1598 Isabel
había tenido una bronca de la hostia con Essex, dado que éste se
consideraba merecedor del cargo de responsable inglés en Irlanda en
lugar de sir William Knollys. Tras aquel mosqueo, Essex se había ido
a Wanstead y la reina lo había dejado ir. Pero ahora que llegaron
los relatos del fracaso de Blackwater, Isabel se planteó si no le
necesitaría más cerca. Sin embargo, seguía siendo renuente a
recibirlo porque no le había pedido perdón.
Essex,
entre tanto, cayó gravemente enfermo, y no fue hasta el 10 de
septiembre que estuvo en condiciones de volver a atender obligaciones
oficiales, como las reuniones del Consejo Privado que había
abandonado con cajas destempladas. Essex atendió a esa reunión,
probablemente para tratar de salvar los muebles (sin éxito) de la
redistribución de poder en la Corte que se hacía necesaria tras la
muerte de Burghley; pero, al menos, asistió dos días después a un
besamanos privado con la reina, en el que al parecer se
reconciliaron lo suficiente. A finales de octubre, poca gente entre
las personas bien informadas de la Corte dudaba de que Essex sería
enviado a Irlanda.
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