Atenta la compañía con:
Anthony Babington y María, reina de los escoceses
Juicio y ejecución
Esos tocapelotas llamados presbiterianosJuicio y ejecución
Thomas Cartwright
... y estos tipos nos dan lecciones de civilización
Essex en Normandía
Las cosas salen como el orto
Las cosas salen peor que el orto
Los disturbios de Towers Hill
El affaire Throckmorton
El Dorado
El caso López
Continúa el caso López
Una segunda ejecución a hurtadillas
El puto niño
Felipe II, rey de Inglaterra
Que vienen los españoles, otra vez.
Cádiz
El affaire Throckmorton
El Dorado
El caso López
Continúa el caso López
Una segunda ejecución a hurtadillas
El puto niño
Felipe II, rey de Inglaterra
Que vienen los españoles, otra vez.
Cádiz
El principal objetivo de Devereaux en Londres era trabajar en contra
del resto del Consejo de Guerra o estado mayor de la expedición, y
muy especialmente Ralegh. Como ya hemos contado, fue el experimentado
marino el que le puso la proa (nunca mejor dicho) al proyecto de
Essex de pasar por Azores para interceptar un convoy mercante
español. Y lo cierto es que el conde tenía razón: los barcos
pasaron por las Azores, llevaban una carga muy parecida a la que
habían vaticinado los espías. Y lo hicieron dos días antes de que
pasaran los ingleses a causa de las dudas y retrasos provocadas por
las tribulaciones de Ralegh. Así pues, en este tema, Essex remaba a
favor de corriente, porque la reina tenía un cabreo del cuarenta y
dos, como siempre que un inglés pierde la oportunidad de quedarse elegantemente con algo que no es suyo.
Aquella victoria era, sin embargo, una victoria pírrica, porque la
reina, si estaba encabronada por el botín que se había perdido en
Azores, más aun lo estaba por lo magro del botín oficial obtenido
en Cádiz (el que los soldados se hubiesen procurado a su bola era ya
otra historia). Las naciones en guerra en general, e Inglaterra muy
en particular, han luchado durante siglos por la pela; en modo
alguno lo han hecho, cuando menos fundamentalmente, por el honor o la
patria. El concepto de luchar por la patria y por ningún motivo más
es mucho más moderno de lo que la mayor parte de la gente corriente,
y un porcentaje vergonzosamente algo de los cultiparlantes, sospecha.
Isabel le había asestado un golpe estratégico mayúsculo a su gran
enemigo, un zasca brutal a la monarquía que dominaba el entorno
geopolítico mundial, pero eso poco la consolaba ante el hecho de que
iba a recuperar bien poco de las 50.000 libras que había puesto la
corona para financiar la expedición. En aquellos años, cada misil que se lanzaba, y que comportaba un coste, tenía que disponer su correspondiente beneficio, normalmente de saqueo (pero, una vez más, son sólo los españoles los que, a través de los tercios de Flandes, se llevan esa fama). Para Isabel, todo lo que no fuese un adecuado ebitda, proporcional con lo se había gastado en la expedición, eran
chistes floreados.
En todo caso, en todo el tema también había argumentos alejados de
la pura ambición crematística. Isabel razonaba, y no le faltaba
razón para hacerlo, que de haberse traído los ingleses los 34
mercantes surtos en Cádiz que Essex, imprudentemente, dejó que los
españoles quemasen, la situación financiera de Inglaterra habría
cambiado de tal manera que fácilmente habría cambiado, también, el
curso de la guerra. La capacidad de Isabel para allegar tropas en el
Vietnam de la época, las Provincias Unidas y el norte de Francia,
habría sido tal que, probablemente, muchos coroneles españoles
habrían terminado por ver cómo los propios soldados que habían
luchado para ellos durante meses o años ahora se les enfrentaban.
Pocas semanas después de haber regresado a Londres, la pareja
formada por Burghley y Cecil atacó, y en un acto público, que fue
conocido por el todo Londres de forma más o menos fehaciente, humillaron a Devereaux delante de la reina reprochándole directamente el error
de Cádiz. Essex esperó, como se espera en esos casos, algún gesto
de La Emérita que cortase la hemorragia; pero la reina, lejos de
ello, permaneció impasible mientras a su teórica mano derecha la ponían de puta para arriba. Essex sacó el ventilador y lo puso
delante del zurullo, y procedió a defenderse afirmando que no había
sido el único que había perdido importantes botines en la
expedición; pero no le sirvió de nada porque, la verdad, no tenía
pruebas de ello; en un mundo en el que todavía no se habían
inventado los medios de comunicación afines, eso era un problema.
El comentario sobre los medios de comunicación tiene su importancia
por la reacción que inmediatamente tuvo Devereaux. Ralegh, una
persona mucho más experimentada que él y que, en el fondo, entendía
mucho mejor a la reina dado que la observaba desde lejos, hizo
lo que toda persona inteligente haría en una situación comprometida
como la suya: se quitó de en medio, se fue de Londres, y esperó
pacientemente a que a la vieja le dejase de escocer el sobaco. Essex,
sin embargo, no estaba cortado de esa madera y, además, hemos de
reconocer que, teniendo en cuenta su posición en aquella Corte,
probablemente tampoco se podía permitir el lujo de pirarse sin más.
Su estrategia fue otra: buscar, y pagar, a eso que los ingleses
llaman un spin doctor, esto es, un propagandista que se
dedique a escribir y publicitar las cosas como tú dices que son y
pasan.
Essex escogió a Henry Cuffe, un profesor de Oxford que se mostró de
acuerdo en ser contratado para escribir una historia de la expedición
de Cádiz a la medida de su empleador. Cuffe, pues, escribió
lo que pretendía ser una carta de un soldado en los campos de
batalla a Anthony Bacon, que se tituló A true relation of the
action at Cadiz the 21 st of June under the Earl of Essex and the
Lord Admiral.
Essex, sin embargo, nunca fue un analista fino; el tipo de persona
que se daría cuenta del detalle de que, si él era capaz de
maniobrar en las cloacas, otros también podían hacerlo. Robert
Cecil, que por aquel entonces estaba ya completamente dedicado a la
labor de contrarrestar el poder de Essex en la Corte, espió con
eficiencia a las gentes de su entorno hasta que encontró un
tornillo suelto: sir Anthony Ashley, un tipo secretamente acosado por
las deudas que, ante las acusaciones de Cecil, decidió cambiar de
bando y le filtró un borrador del escrito, que Cecil hizo llegar a
las manos de la reina. Isabel, airada en modo Dios, ordenó la
prohibición de que el folleto fuese publicado, bajo pena de muerte.
Essex llegó a distribuirlo, pero siempre copiado a mano, no impreso,
y estrictamente entre sus fieles.
Para entonces, además, Cecil había conseguido apretar el puño
alrededor de Essex mucho más de lo que el conde imaginaba. Toda la
correspondencia que llegaba del extranjero para Essex pasaba primero
por las manos de sus espías, que la copiaban íntegramente antes de
que las cartas hiciesen su último viaje normal hacia Essex House.
Anthony Bacon, de hecho, estaba crecientemente convencido de las
magnitudes de la conspiración, y así se lo dijo a su jefe.
Los Bacon, de hecho, tenían una visión muy clara del problema. Se
daban cuenta de que Essex había perdido buena parte de su
predicamento frente a la reina, y que lo que tenía que hacer era recuperarlo. Para recuperarlo, le decían a su jefe, Devereaux
debería convertirse en un fiel y sumiso visitante de la Corte,
adulador y blando, capaz de, poco a poco, alimentar el orgullo de la
reina, seguro de que el amor que Isabel sentía por él acabaría por
hacer el resto. Pero eso no es lo que quería hacer un tipo que no
estaba acostumbrado a perder y que, además, todo hay que decirlo,
era un muy mal estratega. Lejos de acercarse a la reina y a sus
consejeros para volver a ganar su favor, se enfrentó con ellos;
cultivó su imagen de veterano militar curtido en mil batallas
(concepto éste discutido y discutible) y defendió a capa y espada
su posición. Como Bacon le dijo muy acertadamente, eso era hacer las
cosas exactamente a revés de corriente; no entender, como sí había
entendido Leicester, que la personalidad de la reina no era una
personalidad bélica, que si Isabel levantaba mesnadas e iba a la
guerra era porque no le quedaba más remedio; y que el tipo de hombre
que ella quería a su lado, acortando sus noches, no era el típico
macho alfa que se quiere pelear hasta con las paredes, sino el tipo
paciente, silencioso, un tanto hipócrita y bastante hijoputa (lo que viene siendo el diplomático inglés average, pues) que sabe
sintonizar con esa forma de ser.
Un elemento fundamental de la forma de tratar adecuadamente a la
reina, Bacon lo sabía que era un eficiente observador de la
Inglaterra de su tiempo y especialmente de la Corte que la gobernaba,
era la huida de la popularidad. En la Historia de Europa hay reyes, y
ahora mismo se me ocurre poner el ejemplo de Luis XIV, que exigían
de los prohombres de su Corte se embarcasen en una carrera a muerte
por la popularidad. Es un argumento hasta cierto punto lógico:
concibes el poder como una especie de selección natural a lo bestia,
y asumes que todo aquél que logra imponerse en la lucha frente a sus
pares merece ser tu mano derecha. En realidad éste es un juego muy
peligroso porque si se te va la mano ese segundo de a bordo puede
encontrarse con tanto poder que se plantee seriamente eclipsarte
(ésta y no otra ha sido la Historia de Francia entre Capetos,
Guisas, Vendômes y Borbones), pero hay que reconocer que tiene su
lógica. Pero luego hay reyes, como Isabel de Inglaterra, que nunca
creyeron en esa forma de hacer las cosas. Monarcas muy educados en la
pura y dura monarquía absoluta ungida por Dios y no por los hombres,
los reyes del tipo isabelino tienden a ver a quien se destaca, no
tanto como un peligro como un ruido. Algo extraño, que rompe la
armonía de los consejos privados y perjudica al gobierno de la
nación.
Isabel era, al fin y al cabo, una reina cincelada usando el patrón
de su padre, un rey que no admitía más prevalencia que la suya
propia. Cualquier intención por parte de otras personas, máxime
además si no pertenían al estrecho subconjunto de las que tienen
derechos dinásticos, de sobresalir o hacerse ver con demasiada
frecuencia o intensidad, la ponía nerviosa; en parte por ella, pues
ya hemos visto que en esos años el debate sobre la sucesión estaba
ya al cabo de la calle, pero sobre todo por la nación, que era la
que, en su opinión, no debía sufrir de estas enfermedades.
A Essex siempre le faltó entender que el approach adecuado a
una reina anciana que llevaba décadas haciendo de su voluntad ley
era el que había adoptado Leicester: decirle siempre que estaba muy
guapa aunque tuviese los dientes podridos, alabarle las decisiones,
escribirle poemas arrastrados, y esperar. Bacon se lo decía. Pero
él, que la verdad era bastante tontopollas, sólo se escuchaba a sí
mismo.
Además, desde mi punto de vista Essex tenía un problema, que es un
problema que suelen tener muchos tontopollas. Porque sólo hay algo
peor que un idiota, y es un idiota al que, una vez, las cosas le
salieron bien. Como dice Bill Gates, el éxito es una cosa tóxica,
porque cuando tienes éxito se introduce en tu cabeza la idea de que
el fracaso nunca se va a producir. A Essex las cosas le habían
salido más que razonablemente bien en el tema del doctor López;
había sacado adelante sus pretensiones, había quebrado la tendencia
natural de la reina. En su forma escribir desde entonces, en la que
tiene de enfrentar los problemas y los retos, yo cuando menos adivino
el cambio del tipo que ya se cree que todo el monte es orgasmo, y que
todo lo que toque se va a hacer de oro.
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