Atenta la compañía con:
Anthony Babington y María, reina de los escoceses
Juicio y ejecución
Esos tocapelotas llamados presbiterianosJuicio y ejecución
Thomas Cartwright
... y estos tipos nos dan lecciones de civilización
Essex en Normandía
Las cosas salen como el orto
Las cosas salen peor que el orto
Los disturbios de Towers Hill
El affaire Throckmorton
El Dorado
El caso López
Continúa el caso López
Una segunda ejecución a hurtadillas
El affaire Throckmorton
El Dorado
El caso López
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Una segunda ejecución a hurtadillas
Wentworth salió libre, de momento. Y, nada más estar en la calle,
comenzó a convocar y asistir a reuniones cuyo objetivo era trabajar
un grupo suficientemente relevante dentro del Parlamento como para
animar un debate sobre el tema de la sucesión y quién debía tomar
decisiones al respecto. La reina, hondamente sorprendida por este
movimiento, decretó el ingreso del relapso puritano en la Torre de
Londres, donde de hecho gastaría el resto de sus días.
Hay que entender, en todo caso, que un elemento fundamental del
debate sobre la sucesión del trono inglés era el hecho de que la
opinión pública inglesa estaba convencida de la mala salud de su
reina. Era ésta una convicción que los hechos desmienten, pues es
evidente que Isabel de Inglaterra ocupa un lugar preeminente entre
los reyes longevos del país, reyes que otra parte muestran una
marcada tendencia a no cascarla; pero lo cierto es que la imagen que
mucha gente en Inglaterra, no sólo los desinformados commoners,
tenía de su reina, era la de una mujer extraordinariamente frágil
organolépticamente hablando, de la que se había llegado a rumorear
su muerte y entierro clandestino alguna que otra vez.
Un elemento importante de estos rumores puede ser el hecho de que en
el siglo XVI la depresión no estuviese singularizada como enfermedad
mental y, consecuentemente, su observación y diagnóstico se
centrase en sus síntomas. Isabel de Inglaterra sufrió varias y
profundas depresiones en su vida y, realmente, el momento en el que
sobrepasó la esperanza estadística de vida de su tiempo, esto es, a
partir del momento en que superó los cuarenta e incluso los
cincuenta años, su vida prácticamente se puede definir como una
depresión con algunos periodos de descanso. La reina, además,
sufría de un insomnio también muy profundo, en parte causado por
unas migrañas que iban y venían en racimo, en ocasiones en
vendimias enteras. En estas circunstancias es lógico explicar que
aquéllos que lograsen verla y tuviesen un criterio mínimamente
independiente (como los embajadores) trasladen de ella una imagen más
bien inquietante. Como también se explica, por otra parte, la
obstinación de la reina a la hora de defender a su médico personal,
puesto que los enfermos condenados a una vida lacinante suelen
desarrollar fuertes dosis de dependencia hacia el tipo que les libera
de ese sufrimiento, siquiera durante unas horas o unos días.
La morbilidad de Isabel de Inglaterra debía de ser la leche.
Comedora compulsiva que era de sweeties, que consumía en
cantidades industriales a todas horas del día, pronto Isabel tuvo
una dentadura más negra que la noche que le producía dolores y
molestias constantes. Por lo demás, sabemos que sufrió frecuentes
infecciones de garganta y, cómo no, molestias estomacales,
producidas por su discutible dieta. Asimismo, probablemente tenía
blefaritis crónica, pues le salían orzuelos como almendras
garrapiñadas.
A los 61 años de edad, Isabel de Inglaterra había perdido casi todo
su pelo natural (en la cabeza) y había destrozado la piel de su cara
a causa de la aplicación sistemática, durante décadas, de gruesos
maquillajes que se hicieron más gruesos todavía conforme llegó la
vejez y se hizo necesario ocultar las muchas imperfecciones de su
tez; estos maquillajes y blanqueantes de la piel incluían elementos
como el plomo o el mercurio, por lo que hoy se sospecha que, sin
saberlo, la reina se estaba envenenando a sí misma. Las más de las
veces, cuando estaba en público, la reina portaba un pañuelito de
seda perfumado en la boca, para evitar que los testigos viesen sus
dientes putrefactos. Para terminar de torturar su cuerpo la reina,
obsesionada con ser algo más alta de lo que era, le ordenó a Peter
Johnson, su zapatero habitual, que le inventase unos zapatos con
tacón. Pues sí, chicas: ahí empezó todo.
Eso sí: si la reina estaba hecha una braga, su mano derecha, el
eterno Burghley, estaba hecho un trapo de cocina. Para empezar, el
primer ministro inglés in pectore también arrastraba su
porción depresiva desde 1589, cuando su mujer de toda la vida,
Mildred, lo había dejado. Las crónicas de la época suelen anotar
que desde entonces su salud se resintió, pero a mí siempre me ha
parecido que eso no deja de ser un diagnóstico de depresión.
Burghley tenía 14 años más que la reina. Con más de setenta años,
se había convertido en el principal destino vacacional de la
artritis y la gota, lo cual quiere decir que todo lo que un hombre
tiene que mover, desde las manos hasta los dedos de los pies, lo
tenía agostado. A finales de siglo, incluso las gentes que le habían
sido siempre partidarias hacían chistes de él y lo consideraban una
figura ridícula y patética.
En general, tiene mucha lógica que contemplemos, en gran parte, a
aquella Corte isabelina como una especie de Guardia de Franco que se
dedicaba a envejecer unida. Thomas Heneage, un miembro del Consejo
Privado que había hecho, como ya hemos leído, importantes servicios
a la reina, tenía un serio problema renal que lo había convertido
en un cadáver con respiración. Lord Hundson, que era incluso más
veterano que Burghley, estaba paralizado por la artritis.
La reina, pues, sufría las consecuencias personales y políticas de
no haber oreado suficientemente su círculo privado, esto es, el
gobierno de Inglaterra. En buena parte, el país estaba comandado por
una recua de cotorras del pasado, un equipo de gobierno protestante
que, ahora se daba cuenta, había perdido con Leicester su principal
apuesta de futuro y, por lo tanto, encontraba difícil construir una
oferta de continuidad (esto es lo que querían) en la revolución
enriquiana.
En modo alguno Jacobo utilizó el nacimiento de su hijo para
enemistarse con Isabel. Le puso Enrique de nombre en homenaje al padre
y abuelo de la reina, e inmediatamente le pidió a Isabel que fuese
la madrina del queco. Isabel ni siquiera contestó la carta.
Lo que sí ocurrió, sin embargo, es que el nacimiento del heredero
escocés rápidamente movió a la reina a considerar que lo mejor que
podía hacer era mover el suelo debajo de los pies de Jacobo. El rey
de Escocia tenía un importante rival político en Francis Stewart,
conde de Bothwell, hombre que tenía el deseo y el poder de
contrarrestar la influencia de Huntly en la Corte de Edimbra. Era
sobrino del tercer marido que había tenido María, reina de los
escoceses. Y, lo más importante: era protestante.
Hombre de temperamento sanguíneo y propenso a meterse en líos,
Bothwell, de hecho, le daba mucho por saco a Jacobo. Los escoceses,
que son un pueblo bastante peripatético que por ello ha desarrollado
tradiciones un tanto extrañas, tenían una por la cual cualquier
noble de la tierra escocesa tenía derecho a presentarse en el
dormitorio del rey, a cualquier hora del día y sin anunciarse, para
transmitirle consejos de importancia. Esto es lo que solía hacer
Stewart, cosa que a Jacobo le sentaba de pena, la verdad. En las
Navidades de 1591, había intentado hacer que Jacobo saliera de su
habitación haciendo fuego en la entrada, y la puerta de la reina la
destrozó a martillazos. El rey salió a caballo a perseguirlo y en
la persecución cayó a las aguas de un río helado, donde casi se
ahogó.
En 1594, Isabel comenzó a utilizar a sus agentes para convencer a
Stewart de que era el momento de abrir una guerra contra Huntly, esto
es, contra el rey, ofreciéndole dinero para pagar mercenarios. El
rey acabó por tener conocimiento de aquellos movimientos, lo que le
llevó a amenazar con poner al conde fuera de la ley. Con 2.400
tropas, Jacobo intentó cercar a Bothwell, pero no lo consiguió
porque éste se escapó por el bosque. Sin embargo, Stewart acabó
por darse cuenta de que aquélla era una guerra que no podía ganar,
algo que Huntley también le dijo varias veces; y, cuando se vio
enfrentado con la propia Iglesia protestante escocesa, que se extrañó
de sus proyectos, decidió pactar y claudicar. El papelón de toda
esta historia acabó haciéndolo el conde de Sussex, un protegido de
Essex, pues fue el finalmente designado para ir a Escocia con los
regalos de bautismo del niño como si nada hubiera pasado.
Que Essex interviniese en la normalización formal de relaciones
entre Inglaterra y Escocia tiene su razón de ser. El conde siempre
había acariciado el proyecto de llegar a algún tipo de acuerdo
personal con Jacobo, como de hecho intentó al regreso de su
expedición a Lisboa. Lo tenía relativamente fácil. Anthony Bacon,
que era el principal espía al servicio de Essex, tenía un contacto
frecuente y muy cálido con David Foulis, uno de los hombres a los
que más escuchaba Jacobo. Foulis y Toño Panceta mantenían una
frecuente correspondencia en clave en la que discutían las
posibilidades de una negociación.
Essex, probablemente envalentonado por lo bien que le habían salido
las cosas últimamente, decidió que ésta sería una movida para él
solo y que, por lo tanto, la mantendría fuera del alcance de
Burghley y de Cecil. Tenía razones para hacer eso puesto que Jacobo,
y esto Essex lo sabía por Foulis, en realidad no tenía una mala
opinión de la reina; la tenía de Burghley, a quien consideraba el
responsable de todo lo que se habían emponzoñado las relaciones
entre Londres y Edimburgo. Por cierto, que dentro de esta campaña
contra Burghley y Cecil hemos de incluir The tempest, una obra
de Francis Bacon, hermano de Anthony, en la que aparece un personaje,
Caliban, que todo Londres de la época sabía que era Cecil. El
personaje de un esclavo contrahecho, claro cachondeo a costa de la
joroba de Cecil, quien además era tan bajo que hasta la reina lo
apelaba muchas veces de pigmeo. Bacon nos describe en la obra a
Caliban como a born devil.
La oportunidad de Essex surgió porque las cosas entre los dos reyes
se pusieron muy calientes. Jacobo, plenamente consciente de que
Bothwell había sido financiado por Londres, le escribió a la reina
una durísima carta en la que la acusaba directamente de ello. La
reina reaccionó malamente, y ése fue el momento en el que rey
escocés le pidió ayuda a Essex, en una carta tan secreta que quien
se la llevó a Essex se la dejó leer y luego se la llevó de vuelta
a Edimburgo; lo más parecido en la época a las comunicaciones de
James Bond que se autodestruyen en cinco segundos. Jacobo le decía a
Essex en la carta que lo más importante, aquello que estaba por
encima de los rollos personales and the like, era la unión
angloescocesa; y que, por eso, para preservarla, él debía defender
los derechos jacobinos a suceder a Isabel. Evidentemente, lo que el
rey escocés no escribió, pero se puede suponer sobreentendido en
la misiva, era el hecho de que si de llegar Jacobo al palacio de
Nonsuch sería de esperar que hiciese una sonora limpieza en su
Consejo Privado, la purga ya no habría de afectarle a él: ahí
residía el principal incentivo ofrecido por el escocés. Foulis, de
hecho, le había dicho a Panceta que Jacobo ya estaba pensando en la
sustanciosa recompensa que le otorgaría a Essex nada más ceñir la
corona.
¿Sabía algo la reina de estos apaños o, cuando menos, los
sospechaba? Es difícil de saber porque Essex y la Corte de Edimbra
intercambiaron pocas cosas por escrito, y de las pocas que se
enviaron la mayoría hace siglos que forman parte del compost que
usan las británicas entradas en años para mejorar las condiciones
de crecimiento de las lillys de sus jardincillos. Pero es probable
que algo se maliciase. Como persona, Isabel era un ser caprichoso y
con tendencia a irse de la mano; pero sin duda había heredado una
capacidad superlativa para coscarse de los a veces tan sólo leves
cambios de humor o de actitud de las gentes de su entorno. Pudo notar
algo en Essex y en la forma de desempeñarse en la Corte, y pudo
concluir que la clave estaba en Escocia. Sea así o no, lo cierto es
que, en tiempos más o menos contemporáneos al bautizo del joven
Enrique, Isabel decidió tender puentes con la joven mamá, Ana. Así,
le envió una carta repleta de requiebros y buenas palabras, si bien
cometió (cuando menos en mi opinión) el error de no bajarse del
tratamiento real Nos, cuando todo el mundo en la alta política de
las islas sabía que solía utilizar el I cuando se escribía con
otras mujeres por las que sentía afecto. Esta impresión de que la
reina intentaba quedar bien pero no lo conseguía se confirmó cuando
Sussex, ya en Escocia, abrió los regalos que traía. El principal de
ellos era un servicio de plata con algunas copas de oro.
Isabel, que para estos detalles era muy susceptible como casi todas
las féminas, tenía que saber que todo el mundo compararía ese
regalo con el que hizo en el bautismo del propio Jacobo: una bandeja
toda ella de oro. De hecho, otros países protestantes con mucha
menos relación con Escocia enviaron regalos mejores.
Isabel quiso, pero no supo, esconder lo mucho que la cabreaba aquel
niño. El mucho miedo que, de hecho, le provocaba aquel nacimiento.
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