La huelga de la Canadiense
Brabo Portillo y Pau Sabater
The last chance
Auge y caída del barón de König
Mal rollito
Martínez Anido y la Ley de Fugas
Decíamos ayer...
Una masacre fallida y un viaje a Moscú
La explosión de la calle Toledo
El fin de nada
La debilidad de Anido y el atraco del Poble Nou
Atentado a Martínez Anido
La nemesis de Martínez Anido y los planes del Noi
Han mort el Noi del Sucre
La violencia se impone poco a poco
¡Prou!
Coda: el golpe que "nadie" apoyó
A pesar de todos estos incidentes, como he dicho, la prioridad policial era descabezar la hidra terrorista anarquista con la captura de Archs y de Vandellós. Ambos dos, sin embargo, se habían mimetizado con una ciudad que es un dédalo de calles estrechas y de lugares que parecen haber sido concebidos para albergar clandestinos. Contaban los dirigentes, además, con la solidaridad de miles de barceloneses que convertían el reto de detenerlos en algo parecido a la búsqueda de una aguja en un pajar. El dinero y las influencias procesales, sin embargo, todo lo acaban pudiendo. Finalmente, la Policía logró dar con una confidente que conocía bien a Archs y era de su confianza.
Esta confidente, cuya filiación, que yo sepa, nunca se ha
conocido, debía citar a Archs el día 25 de junio en la Plaza de la Universidad.
La cosa empezó bien porque la noche del 24, y casi por casualidad, el que cayó
fue Pere Vandellós. Uno de los síntomas de la debilidad de cuadros de la CNT en
ese momento es que el propio Vandellós, a pesar de saberse el hombre más
buscado de Barcelona, tuvo que ir esa noche a las afueras de Barcelona, calle
Bufarull, a exigirle el pago de cuotas a un pequeño productor. Éste, apellidado
Crehuet, le dio el queo a la Guardia Civil. En el tiroteo consiguiente,
Vandellós fue el único que quedó cortado por los civiles. Detenido, lo llevaron
a la comisaría de Sant Andreu, luego al Palacio de Justicia. Según la versión
oficial, en el camino de La Verneda intentó huir y fue tiroteado.
Vandellós, pues, estaba ya muerto el 25 por la tarde, cuando
la Policía se apostó en diversos puntos de la plaza para espotear a Archs. La confidente estaba allí porque, entre otras cosas, tenía que marcarlo como una
Judas cualquiera. Cuando llegó Archs, ésta hizo la seña y lo detuvieron. A
partir de ahí, todo es muy confuso. El 27, en la calle Vila i Vilà, apareció su
cadáver. La CNT siempre ha sostenido, yo creo que con razón, que fue torturado.
Para los anarquistas, ahora, la prioridad era demostrar que
ellos eran como la burguesía que les atacaba; que no estaban descabezados.
Josep Saleta El Nano, Andreu Masdeu El Llarch, los dos veteranos del grupo
Sales-Benavent de la calle Toledo, querían un ataque que fuese muy aparatoso.
Por eso se juntaron con Viçenç Cervera, Francisco García El Pastillas y Joan Tarragó, y se fijaron como objetivo uno de los
clubes más selectos de aquella Barcelona: la Asociación de Cazadores, emplazado
en Ramblas esquina Plaza de Cataluña.
El día 30 por la noche, pasaron con un coche por la entrada
disparando, momento de confusión que Tarragó aprovechó para tirar dos bombas
por una ventana.
A pesar de esta acción, la debilidad de los anarquistas era
patente. Como era patente que la Policía cada vez disparaba con más precisión.
A principios de julio cayó casi al completo la célula de Francisco Martínez
Valls. El día 19, merced a una precisa delación, encontraron en una posada de
Le Perthus a Roser Segarra, la terrorista que se había escapado tras la
explosión de la calle Toledo, junto a Viçenç Sales y dos terroristas más.
Cuarenta y ocho horas después de que la Guardia Civil abortase la
huida a Francia de los restos del grupo de la calle Toledo ocurrió lo que
conocemos como Desastre de Annual. Aquel hecho fue oro molido para las fuerzas
del orden barcelonesas. Hasta ese momento, media España vivía pendiente de los
sucesos en Barcelona, lógicamente pues eran de una violencia extrema. Esto
dividía a la sociedad española entre quienes creían que la Policía estaba
haciendo lo necesario, que debía hacer más o que se estaba pasando. El tercero
de estos tres grupos era el que, de vez en cuando, obstaculizaba las acciones
del Gobierno Civil. Tras Annual, sin embargo, Barcelona dejó de ser noticia.
El 2 de agosto, un grupo de policías rodeó La Farinera.
Detuvieron a Josep Saleta y Andreu Masdeu y, lo que es más importante, tomaron
control del principal santuario del que todavía era el principal grupo
anarquista en la ciudad.
La última de las células importantes cayó el 5. Esa noche,
Ángel Noguera y otro compañero estaban en la tienda de la madre del primero,
Calle dels Metges, fabricando una bomba. Noguera tenía 19 años, su compañero
podría ser incluso más joven; es probable que fuese el primer artefacto que
montaban en su vida. A causa de su impericia, la bomba estalló, mató a Noguera
e hirió a su amigo. De lo que averiguó la Policía se derivaron, en días
posteriores, las detenciones, sin salir del barrio de Santa Catalina, de Luis
Dufur, alias Larrosa y Salvador
Sansench, el tipo que le disparó al alcalde. Cayeron en la operación tanto el
arsenal que tenía el grupo en un lugar discreto de Montjuïch como Can Vidiella,
en Falset, Tarragona, otro puesto que utilizaban.
La realidad es una manta muy corta, ya se sabe. Cuando se
consigue tapar un extremo, se deja destapado otro. Algo así ocurrió a finales
de aquel año de 1921. Aunque siguió habiendo agresiones, éstas se hicieron
mucho menos frecuentes. Los anarquistas habían perdido casi toda su fuerza de
golpear; 83 de ellos fueron, durante esos meses, acusados de terrorismo,
condenados y distribuidos por diferentes cárceles de España. Los problemas en
la guerra de África provocaron la formación de un gobierno Maura en el que
entraron Françesc Cambó y Josep Bertrán i Musitu, con lo que la burguesía
catalana ahora estaba donde siempre le ha gustado estar: en el gobierno de
Madrid, agitando el árbol. Eso significa nueces, claro.
Sin embargo, como he dicho, vestir a un santo supone
desvestir a otro. Con la desmovilización de facto del cenetismo, el pacto
tácito, o no tan tácito, entre Policía y Sindicato Libre ya no tenía sentido.
Ramón Sales comenzó una serie de mítines y reuniones en las que quería hacer
presentar al Libre como un sindicato obrero y, por lo tanto, presentando
reivindicaciones ante unos asombrados patronos. A la gran burguesía catalana
esto le sorprendió; pero que le realmente le decepcionó fue la actitud, o más
bien la no-actitud, de Martínez Anido. Al contrario de lo que los
cenetistas decían del gobernador civil de Barcelona, teórica que ha sido
comprada por muchos escribientes pasados y presentes, Martínez Anido no llegó a
Barcelona para acabar con el anarquismo; llegó para acabar con el terrorismo,
que no es lo mismo. Una vez controlada la violencia sindical, al gobernador
civil, por muy de derechas que fuese, que lo era, que hubiese un sindicato
reclamando más salario no le parecía una actitud clandestina que se debiese
perseguir. Al gobernador civil todo lo que le preocupaba era organizar los
coletazos de la acción policial, como la detención, en Berlín a donde había
huido, de Lluís Nicolau y su esposa; detención en la que, por cierto, la
policía alemana también trincó a Andreu Nin, que si no fue extraditado fue por
las gestiones en su favor por parte de la embajada soviética.
El problema que había supuesto el pistolerismo anarquista, y
el que pudiera surgir de un Sindicato Libre crecido, sólo podía, según la
visión de Anido, resolverse de una manera: decretando la sindicación obligatoria
de los obreros, lo que generaría una estructura poderosa y con medios que sería
capaz de competir con la creciente influencia de la CNT en las fábricas. Esta
propuesta, sin embargo, no logró sino atizar una hoguera que estaba en las
brasas; en los dos primeros meses de 1922, hubo ya nueve atentados. A pesar de
ello, el 19 de febrero Leopoldo Matos, entonces ministro de Trabajo, fue a
Barcelona para reunirse con una cuarentena de organizaciones para proponerles
su fusión. Pero la CNT, con lógica según mi opinión, se negó en redondo.
La situación, en todo caso, distaba mucho de ser positiva.
Barcelona, ciudad portuaria situada en un punto crucial del Mediterráneo, es
una ciudad que, históricamente, y también en el momento presente según mi
personal opinión, tiende a la inseguridad. Es una ciudad muy grande, tiene una
frontera muy cerca, otra gran frontera que llamamos mar encima, y mueve mucho
dinero. Sólo en los momentos históricos en los que los gobiernos, sean
centrales o locales, han hecho especiales sobreesfuerzos en materia de
seguridad, Barcelona ha dejado de mostrar situaciones preocupantes en materia
de seguridad ciudadana. Entre 1920 y 1922, por así decirlo, la Policía
barcelonesa no había estado para otra cosa que para la violencia
sindical-política-revolucionaria. Esto había dejado mucho espacio a esa otra
clase de interesados en las posesiones de otros que no tienen ninguna ideología
ni Cristo que lo fundó. Entrado el año 1922, ya no es que las calles de
Barcelona no fuesen seguras; es que no lo eran ni las carreteras, por las que
pululaban patotas de gentes armadas que, como en los tiempos de las
diligencias, esperaban en medio de las vías, paraban los coches, y se quedaban
con todo lo que llevasen los viajeros. Barcelona era, pues, un hervidero de
sirleros, cortabolsas, atracadores, quinquis. Tal vez se pueda pensar que
Martínez Anido, si había podido con el terrorismo sindical, podría con aquello.
Pero, en realidad, había dos argumentos en contra de esta convicción. En primer
lugar, luchar contra el crimen no organizado tiene un punto que lo hace más
difícil que luchar contra el organizado. Y, en segundo lugar, Anido tenía un
problema que también es sempiterno de Barcelona y de Cataluña: los políticos
que abandonan la casilla del pragmatismo para instalarse en la ideología.
El gobernador civil de Barcelona no creía demasiado, si es
que creía algo, en las libertades soberanas de Cataluña. Para él, Barcelona era
una parte de España, una parte más. Con ese punto de vista, máxime en cuanto la
burguesía catalana dejó de sentir en el cuello el dogal del peligro anarquista,
era sólo cuestión de tiempo que la fuerza hegemónica en la región, la Lliga
Regionalista, se enfrentase con él. La Lliga, representante, por encima de
todo, de la alta burguesía catalana, podría haber entendido que lo deseable en
un perro guardián es que ladre y muerda, no que le tengan que gustar las
salchichas de butifarra; pero se obstinó en no comprenderlo. Martínez Anido,
por otra parte, tampoco hizo nada por mejorar el ambiente. Diferentes políticos
catalanes y sobre todo catalanistas, por lo tanto, comenzaron a soltarle chuzos
al gobernador civil, olvidando elegantemente, así es la ideología, que muchos
de ellos se lo debían todo.
A principios de aquel año 22 cayó el gobierno Maura, que fue
sustituido por José Sánchez Guerra. Sánchez Guerra fue quien nombró capitán general
de Cataluña al general Miguel Primo de Rivera. Pero también devolvió las
garantías constitucionales, que llevaban tres años suspendidas. Esto supuso, entre otras muchas cosas, que los
enjaretados en el castillo de La Mola salieron libres. La presencia en
Barcelona de “los de La Mola” elevó la moral sindical y, de nuevo, volvió a
generar problemas de orden público (doce incidentes en abril). Para nadie era
tan peligrosa esa revitalización como para el Libre, que había fichado a
algunos viejos dirigentes anarquistas en su organización. Tal vez para dejar
claras las cosas fue por lo que Miquel Serra, Leonardo García y Miguel
Fernández asesinaron a tiros a Adolfo Domingo Calanda, un cenetista que se les
había pasado y que ahora pretendía regresar a su sindicato original.
A principios de mayo, una comisión cenetista presidida por
Jesús Vallejo se entrevistó con Anido para intimarle que garantizase a la CNT
el derecho a hacer actos públicos que tenía en el resto de España. Anido les
dijo que no. En el fondo de todo aquello estaba la intención del Libre de
actuar frente a la CNT intentando absorber sus organizaciones
sindicales. Una táctica de respuesta para la que necesitaba poder desplegar su
actividad legal. La negativa del gobernador civil no podía llevar a otra cosa que
el recrudecimiento de la violencia entre sindicatos.
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