El modesto mequí que tenía the eye of the tiger
Los otros sólo están equivocados
¡Vente p’a Medina, tío!
El Profeta desmiente las apuestas en Badr
Ohod
El Foso
La consolidación
Abu Bakr y los musulmanes catalanes
Osmán, el candidato del establishment
Al fin y a la postre, perro no come perro
¿Es que los hombres pueden arbitrar las decisiones de Dios?
La monarquía omeya
El martirio de Husein bin Alí
Los abásidas
De cómo el poder bagdadí se fue yendo a la mierda
Yo por aquí, tú por Alí
Suníes
Shiíes
Un califato y dos creencias bien diferenciadas
Las tribulaciones de ser un shií duodecimano
Los otros shiíes
Drusos y assasin
La mañana que Hulegu cambió la Historia; o no
El shiismo y la ijtihad
Sha Abbas, la cumbre safavid; y Nadir, el torpe mediador
Otomanos y mughales
Wahabismo
Musulmanes, pero no de la misma manera
La Gran Guerra deja el sudoku musulmán hecho unos zorros
Ibn Saud, el primo de Zumosol islámico
A los beatos se les ponen las cosas de cara
Iraq, Siria, Arabia
Jomeini y el jomeinismo
La guerra Irán-Iraq
Las aureolas de una revolución
El factor talibán
Iraq, ese caos
Presente, y futuro
En el nuevo sistema político iraquí, teniendo en cuenta su estructura y nacimiento, lo lógico es que fuesen las personalidades suníes las que se llevasen la mejor parte del amplio sistema de recompensas y simonía que se puso en marcha. Sin embargo, los shiíes, como ya he dicho mayoritarios en el país, no se quedaron quietos. En el verano del año 1922 se crearon dos partidos políticos en cuyos principales rangos figuraban muchos shiíes. Los mujtahid, sin embargo, mantuvieron su oposición a la celebración de elecciones, pues, con bastante lógica, temían que fuesen manipuladas para otorgar una mayoría suní. De hecho, lanzaron fetuas prohibiendo a los creyentes votar, algo que provocó que Faisal expulsase del país al ayatolá Mehdi al-Khalisi (que fundase una marca de helados es un bulo).
En 1927, un incidente demostró la
fragilidad de un sistema basado en la gestión suní de un país shií. Un profesor
sirio que trabajaba en una importante escuela en Bagdad publicó un libro sobre
la administración omeya de la Gran Siria. El libro hablaba en términos
encomiásticos de la labor de esos primeros califas a los que los shiíes niegan
la condición de tales, lo que provocó una reacción casi inmediata por parte de los duodecimanos.
Éstos eran movimientos que,
claramente, iban en contra del panarabismo; pero se puede decir que no lograban
contrarrestar el avance de una idea, en el fondo, tan atractiva en esos
momentos. Además, cuando menos en las ciudades más grandes las ideas vinculadas
al socialismo empezaban a ganar terreno, mezclándose con el nacionalismo árabe.
En 1931 se creó una Hermandad
Patriótica, que fusionaba dos partidos anteriores, uno de los cuales era
predominantemente shií. La Hermandad Patriótica tuvo una extensión sindical que
elevó la temperatura en el mercado laboral iraquí.
En 1932 se terminó el mandato
extranjero sobre el país, y Faisal consiguió que Iraq entrase en la Liga de las
Naciones. El rey moriría al año siguiente para ser sucedido por su hijo Ghazi,
que entonces tenía sólo 21 años y que, además, moriría en un accidente de
tráfico en 1939. Ghazi continuó la dominación suní sobre la política iraquí y,
además, comenzó a apoyarse, cada vez más, en mandos militares. El ejército
había ganado mucha fuerza desde la introducción, en 1934, del servicio militar
obligatorio; una reforma legal que fue duramente contestada tanto por shiíes
como por kurdos. Un escándalo brutal, con dimisión de dos ministros incluida,
se produjo cuando se supo que el dinero presupuestado para la construcción de
una presa que habría beneficiado a miles de agricultores había sido desviado para
el Ministerio de Defensa. Pero, claro,
eso se hacía por algo: el ejército se convirtió en la gran policía del país,
sofocando una rebelión tras otra. Una muy gorda fue la que protagonizaron en
1933 los cristianos de habla siríaca; el coronel Badr Sidqi, que la sofocó, fue
apelado por ello de héroe nacional.
Iraq, en todo caso, estaba creciendo
en su nacionalismo, a través de dos vías claras. Estaba, por un lado, el
panarabismo, que quería ver en Iraq la espadaña de un movimiento que se
extendería por todo el Creciente Fértil. El otro era un nacionalismo puramente
iraquí, especialmente atractivo para los shiíes,que eran los que, lógicamente, más recelaban del panarabismo, que tendían a ver como un pansunismo. La sociedad, en todo caso,
estaba formada mayoritariamente por personas que hablaban árabe y que, conforme
el nacionalismo fue extendiéndose y ganando fuerza, se vieron ante la dicotomía
de si debían ser nacionalistas iraquíes o debían apoyar la idea de una nación
árabe. Como se ve, pues, la evolución de los musulmanes se convirtió, cada vez
más, en una evolución ideológica más que religiosa. Pero hay una excepción en
esta regla: la victoria del wahabismo en Arabia Saudita.
Como hemos visto, un ejército
egipcio había destruido el emirato de los Saud en 1818, momento en que el wahabismo pareció
perder toda su capacidad de extensión; pero no era así. En el mismo siglo XIX
aparecería otra entidad política liderada por los Saud y basada en el
wahabismo, lo que normalmente se conoce como Segundo Estado Saudí. Esta vez, se
basó, territorialmente hablando, en Riyad. A partir de ahí, comenzó a tratar de
extenderse, empezando por su antigua provincia de Hasa, donde se enfrentaron a
los otomanos. Allí donde la expansión alcanzaba zonas de mayoría shií, los
wahabitas se aplicaban con extrema dureza. Sin embargo, en la octava década del
siglo, el Segundo Estado Saudí colapsó bajo la presión de diversas guerras
civiles interpuestas.
Finalmente, este Estado saudí fue
desplazado por una confederación de tribus dirigida por los principales rivales
de los al-Saud; los al-Rashid. Sin embargo, en 1902 los Saud contraatacaron.
Ese año, el entonces joven príncipe Abdul Aziz ibn Abdul-Rahman ibn Saud, al
que normalmente conocemos como Ibn Saud porque el nombre completo no le cabía
en el DNI, logró retomar el control de Riyad y sentó sus reales. Luego fue
capaz de controlar la Arabia oriental, por lo que los turcos, para salvar algo
la cara, lo nombraron gobernador del área. Pasada la Gran Guerra, y ante el
colapso otomano, Ibn Saud se proclamó sultán del Nejd, lo que suponía añadir a
sus territorios los que un día habían sido de los al-Rashid; en 1924 y 1925,
procedió a la conquista del Hejaz. Cuando los soldados wahabíes entraron en
Medina, lo primero que hicieron fue ir al cementerio a destruir las tumbas de
Hasán, Alí Zayn al-Abidin, Mohamed al-Baqir y Jafar al-Sadiq, los cuatro imanes
allí enterrados. Por si alguien no tenía claro de qué iban los wabi-wabis.
En 1932, el país adopta su nombre
oficial, Reino de Araba Saudita. El país entonces, y en parte ahora, no es sino
una entelequia de país, un lugar formado por ciudades bastante pobladas más allá de cuyas afueras se extiende Castilla elevada a la enésima potencia hasta
encontrar otra población; y que venía (y viene) a ser como una URSS en
pequeñito en lo que supone albergar dentro de sí una gran diversidad de etnias
y, sobre todo, creencias. La verdad, cuando Ibn Saud la palmó (que, no se
olvide, la palmó antes de que se descubriese que el país tiene el culo sobre
una montaña de billetes fósiles), nadie daba un níquel por la supervivencia de
aquel constructo.
Ibn Saud había gobernado sobre
una variada macedonia de suníes malakíes, hanafíes y shafíes, hanbalis, entre
otros. Los wahabíes adoptaron claramente a los shiíes como sus principales enemigos.
Los shiíes, de hecho, han estado siempre, y lo siguen estando, básicamente
separados de la administración del país. Las autoridades otomanas habían
colaborado con la elite shií en la Arabia oriental cuando la administraron;
incluso un shií, Ahmed bin Mahdi bin Nasrullá, llegó a ser su gobernador. Sin
embargo, el control wahabí no les dejaría el menor resquicio. Los wahabíes
más radicales, de hecho, formaron una organización, el Ikhwan, que en 1927, por
ejemplo, reclamó que los shiíes de la isla de Hofuf fuesen obligados a
convertirse al auténtico Islam.
El wahabismo, además, como
ideología religiosa extremadamente proselitista que es, intentó, desde el
momento en que controló Arabia, su expansión más allá. Ni qué decir tiene que
cualquier peregrino que llegase ahora a Medina o a La Meca entraba rápidamente
en contacto con el wahabismo, que podía experimentarse en cualquier parte del
país con intensidad.
Ibn Saud tuvo la suerte, o tal
vez la inteligencia, de realizar alguno de sus principales movimientos en
momentos muy sicológicos para la grey musulmana. El ejemplo más claro es su
control sobre la ciudad santa de La Meca, que se produjo en diciembre de 1924,
apenas nueve meses después de que el régimen de los Jóvenes Turcos hubiese
abolido el califato. Aunque inicialmente el nacionalismo árabe se había fijado
más bien en Sherif Husein, los dos hijos de éste estaban en posiciones más
débiles: Abdulá, colocado por los occidentales como rey de Jordania; y Faisal
en Iraq. Por ello, cuando el nacionalismo árabe buscó un Che Guevara para los
pósters, el mejor candidato que encontró fue Ibn Saud; lo cual tiene su coña,
porque Saud, la verdad, nunca mostró el menor interés por el nacionalismo
árabe.
Este movimiento atractor, sin
embargo, habría de beneficiar al wahabismo. A finales de los felices años
veinte del siglo pasado, por primera vez un gran erudito suní se apuntó a la
nómina wahabí. Se trató de Rashid Rida, el biógrafo de ese gran reformador del
Islam que fue, a su manera, Mohamed Abduh, asimismo discípulo de Jamal Aladín al-Afgani
(para que no os perdáis). A pesar de que Rida, pues, se había hecho erudito en
el caldo de cultivo de unos pensamientos que trataban de modernizar el Islam,
había evolucionado hacia puntos de vista muy conservadores. De hecho, él había
sido el originador del término salafista, con el significado de aquel musulmán
que restringe sus fuentes de enseñanza y, por lo tanto, las reglas de la
sharia, a lo que pueda encontrar en las tres primeras generaciones de
musulmanes.
Para Rida, sin embargo, esta
llamada a las fuentes-fuentes del Islam, sin embargo, debía de ser compatible
con la unidad de los hermanos musulmanes. Fue un gran defensor de la idea de
que suníes y shiíes debían, en expresión que hoy está de moda, acordar no estar
de acuerdo; y, en consecuencia, debían hacer eso que también se dice mucho
ahora de colaborar en aquello en lo que están de acuerdo, dejando los
desacuerdos aparte. La verdad es que Rida practicó malamente estas enseñanzas,
puesto que se desempeñó de formas un tanto guarrillas con muchos shiíes y,
desde luego, abrazó un antisemitismo radical. De hecho, fue el gran introductor
en el conocimiento árabe de los protocolos de los sabios de Sión. En realidad,
su gesto de abrazar el wahabismo tuvo mucho que ver con la enorme decepción (en
la que no le culpo) que le provocó la gestión como-el-culo realizada por las
potencias occidentales en todo el área islámica.
Por supuesto, la reacción contra
el poder occidental en la zona también generó movimientos de rechazo absoluto a
los avances o actuaciones propias de la civilización occidental. En gran parte,
el wahabismo ya es esto, con su rechazo de la música y bla. Pero hay más
ejemplos, como el autodenominado Mahdi de Sudán o la organización que luchó
contra los italianos en Libia: la Hermandad Senusi Sufí. Estos movimientos, sin
embargo, eran fundamentalmente de base rural-tribal y, por lo tanto, buscaban
convencer a los que estaban de una determinada manera de que permanecieran en
la misma. Sin embargo, en la década de los veinte aparecería un movimiento
revitalista bien distinto, pues se desarrolló en el Egipto urbanizado.
Todo empezó con un joven profesor
llamado Hasán al-Banna, que fundó una organización de muy larga vida y
hondísimo calado llamada la Hermandad Musulmana. Al-Banna, que era un devoto de
la hueva, se quedó megajodido con la decisión de los turcos de abolir el
califato. En la teoría, y en la práctica, esto quería decir que la grey
musulmana se quedaba sin protector, precisamente ahora que el mundo era solo
uno y todo estaba tan cerca. Los clérigos de la mezquita egipcia de al-Azhar,
el principal centro de pensamiento del país, denunciaron al último califa por
haber sido un nenaza y haberse plegado a las imposiciones de los otomanos, y
llamaron a los musulmanes a buscar un reemplazo. Sharif Husein en La Meca y el
rey de Egipto se presentaron voluntarios. Hubo gente que habló del rey de
Afganistán e, incluso, del imán zaidí del Yemen.
En 1931, se celebró una
conferencia en Jerusalén para discutir la reinstauración de la institución;
conferencia a la que asistieron eruditos suníes y shiíes. La cosa comenzó bien,
porque los shiíes, a pesar de que su hostilidad hacia el califato suní era
manifiesta, aceptaron el principio de que su abolición era un ultraje para todo
el Islam. Pero los avances no pasaron de ahí.
Fue en este caldo de cultivo en
el que nació la Hermandad Musulmana, como una llamada de retorno al verdadero
Islam; una idea que tenía una primera misión, que era la lucha de todos los
musulmanes egipcios, como un solo hombre, contra el poder colonial.
Dada la prodigalidad de tus textos, y a pesar de la calidad de los mismos, incluso quizá también por eso, ahora comprendo por qué no comentan mucho tus lectores. No es la red un vehículo para largas lecturas, la gente se aburre y/o nos asustamos cuando divisamos más de cuatro o cinco líneas -que además no son discontínuas como si fueran un poema- y si es algo cultural o de cierta complejidad intelectual nos termina por desanimar. Te felicito por ello, es significado de calidad y de criterio.
ResponderBorrarEspero seguir leyendo sin desánimo alguno.
Saludos.
Muchas gracias, Pitt. Aquí tratamos de dedicarle a los temas el tiempo que se merecen. El blog lo leen unas 600 personas diarias y yo, personalmente, prefiero eso a que se llenase de trolls sesquineuronales.
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