El modesto mequí que tenía the eye of the tiger
Los otros sólo están equivocados
¡Vente p’a Medina, tío!
El Profeta desmiente las apuestas en Badr
Ohod
El Foso
La consolidación
Abu Bakr y los musulmanes catalanes
Osmán, el candidato del establishment
Al fin y a la postre, perro no come perro
¿Es que los hombres pueden arbitrar las decisiones de Dios?
La monarquía omeya
El martirio de Husein bin Alí
Los abásidas
De cómo el poder bagdadí se fue yendo a la mierda
Yo por aquí, tú por Alí
Suníes
Shiíes
Un califato y dos creencias bien diferenciadas
Las tribulaciones de ser un shií duodecimano
Los otros shiíes
Drusos y assasin
La mañana que Hulegu cambió la Historia; o no
El shiismo y la ijtihad
Sha Abbas, la cumbre safavid; y Nadir, el torpe mediador
Otomanos y mughales
Wahabismo
Musulmanes, pero no de la misma manera
La Gran Guerra deja el sudoku musulmán hecho unos zorros
Ibn Saud, el primo de Zumosol islámico
A los beatos se les ponen las cosas de cara
Iraq, Siria, Arabia
Jomeini y el jomeinismo
La guerra Irán-Iraq
Las aureolas de una revolución
El factor talibán
Iraq, ese caos
Presente, y futuro
La revolución de los Jóvenes Turcos, aunque en realidad trajo un régimen casi tan autoritario como aquél al que sustituyó, supuso un importante activo para el mundo musulmán a través de la generalización de la libertad de prensa en su territorio. Esto tuvo como consecuencia que las llamadas a la unidad de acción entre shiíes y suníes se multiplicasen y fuesen ampliamente conocidas. El enemigo no era el otro musulmán, sino Occidente. Aparecieron las llamadas a la yihad, en este caso defensiva; aunque este tema era más complicado para los shiíes, puesto que la declaración de la yihad era competencia del imán, que llevaba oculto desde la infancia de Jordi Hurtado.
Sin embargo, para entonces la
idea de que estas funciones podían delegarse en clérigos especialmente eruditos
había calado. Ya en 1805, cuando los wahabíes atacaron Nayaf, Sheik Jafar
Kashif al-Ghita había declarado una yihad contra ellos.
En diciembre de 1910, un grupo de mujtahid realizó una declaración en pro de la unidad del Islam y declaró una yihad contra las tropas rusas que ocupaban áreas en el norte de Irán. La llamada fue respondida muy positivamente por dirigentes suníes, en lo que claramente fue un paso importante para la unidad islámica. Cuando, poco después, Italia invadió Libia, que era territorio otomano, los shiíes iraquíes se unieron a los suníes en la llamada a las armas contra el pérfido Mussolini.
En realidad, los musulmanes
estaban en camino de tener muchas más disculpas, y de mucha más fuerza, para
avanzar en ese terreno. Con el estallido de la Gran Guerra, el Medio Oriente se
convirtió en un teatro bélico muy importante en el que las potencias en
conflicto no se pararon demasiado a la hora de respetar los deseos y
especificidades de los habitantes. Los británicos desembarcaron en la
desembocadura del Tigris y comenzaron a avanzar río arriba. En la batalla que
los turcos libraron contra ellos, en Shuayba (abril de 1915), pelearon tanto
suníes como shiíes.
Aquello, sin embargo, se
asemejaba un poco a ese fenómeno esquizofrénico que también se dio en nuestra
guerra contra el siempre pérfido francés, puesto que luchaban contra quien nos
estaba proveyendo de nuevas ideas. El tema de cómo reaccionar frente a la
dominación occidental mundial había sido ya planteado a mediados del siglo XIX
por un importante pensador islámico, Jamal Aladin al-Afgani. En sus
reflexiones, podría decirse que al-Afgani inventó el moderno islamismo. Era un
hombre radicalmente opuesto al imperialismo occidental, que construyó un
edificio teórico basado en dos premisas: por un lado, la idea de que Occidente
destruiría el Islam si los musulmanes no reformaban su creencia; la segunda,
el orgullo por los logros de la civilización islámica a lo largo de los siglos.
Entre los discípulos de al-Afgani
habría de destacar Mohamed Abduh quien, a finales del XIX, acabaría siendo el
líder de facto del importantísimo
Islam egipcio, sin el cual tantas cosas no se entienden. Abduh culpaba a los propios musulmanes de la inferioridad del
Islam frente a los poderes occidentales y, aunque podía entender los orgullos
nacionalistas en las áreas islamizadas, consideraba que los musulmanes deberían
unirse mediante la solidaridad social y la ayuda global, ayuda que incluso
debería incluir a los habitantes no musulmanes de sus territorios. El ejemplo
que admiraba era el de la formación de la nación alemana después de los
conflictos generados por la Reforma; una unidad que incluyó territorios casi completamente católicos.
En Egipto, Abduh se convertiría
en un gran reformador del Islam suní, adaptando la sharia a las condiciones
del mundo moderno. Entre otras cosas, quebró el sello de uno de los grandes
dogmas de la moral islámica, que niega el agio. Según su opinión, es lícito dar
préstamos con interés si se conceden para el bien público. De todas formas, éste es un tema que muchos Estados islámicos todavía no han terminado de resolver del todo.
En suma, Abduh le aportó al
sunismo mecanismos para adaptarse y lo hizo, paradójicamente, abogando por un
regreso a las enseñanzas de los
ancestros, es decir al-salaf al-salih,
en contraposición a muchas de las interpretaciones adquiridas por el Islam a lo
largo de los siglos. Sin embargo, este pensamiento acabaría generando una
reacción conservadora, por así decirlo, de teóricos que hacían una
interpretación mucho más estricta que la suya de al-salaf al-salih. Si Abduh
incluía, por ejemplo, a grandes pensadores de la era abásida que había
estudiado con al-Afgani, esta reacción limitó ese perímetro a las tres primeras
generaciones de musulmanes; lo que, en la práctica, anclaba al sunismo en lugar
de permitirle evolucionar. Aquéllos que sostienen esta visión son los que
normalmente consideramos salafistas.
Al terminar la Gran Guerra, el
mundo islámico era una mera provincia de las potencias occidentales. La Liga de
las Naciones extendió generosos mandatos para Reino Unido y Francia a la hora
de tomar en su administración amplios territorios en el área. Francia se quedó
con Siria y Líbano, mientras que Londres se quedó Palestina, Jordania e Iraq,
además de una influencia fundamental en Irán.
Como también habían hecho en otras
zonas del mundo, las potencias occidentales no se pararon en entender sutilezas
a la hora de crear estas nuevas entidades nacionales; a menudo, las naciones
que se crearon portaban en su interior importantes diferencias religiosas.
Evidentemente, la administración
de Palestina fue, desde el primer momento, una gran fuente de conflicto. Aunque
ya no hemos referido a fondo a este tema en el blog (véase aquí; también os recomiendo este comentario de Tiburcio Samsa sobre Iraq), cabe recordar aquí que la
Palestina que “heredaron” los ingleses tenía una gran mayoría árabe suní, y minorías
shií y cristiana, más los hebreos, entonces claramente minoritarios. Sin
embargo, los británicos en la práctica concibieron a los palestinos simplemente
como “no hebreos”; lo cual no hizo sino colaborar para desdibujar sus
diferencias.
Un nuevo, e importante, episodio
de nacionalismo musulmán se dio en 1925, con la llamada Gran Revuelta Siria.
Aquella fue una rebelión indistinta para las diferentes creencias del Islam. Se
inició entre los drusos de la meseta de Hawran, quienes consiguieron echar a los
franceses de dicho enclave, con lo que se les unieron otros musulmanes y
cristianos. La revuelta se extendió hacia el área de Damasco, mayoritariamente
suní, así como el sur del Líbano, donde se temió que drusos y shiíes
duodecimanos, muy fuertes en áreas rurales, llegasen a aliarse. Los drusos, sin
embargo, realizaron una masacre de cristianos maronitas en Kawkaba, dado que los concebían como profranceses.
Aunque los franceses sofocaron la
rebelión, tuvieron que dar un paso en favor de las reivindicaciones de los
musulmanes permitiendo la formación de una república parlamentaria bajo su
control. Esta república sería independiente tras la segunda guerra mundial y,
en ese momento, recibió el apoyo de shiíes, alauitas, drusos e ismailíes.
Los franceses habían tomado la
decisión, bastante discutible desde muchos puntos de vista, de separar Líbano
de Siria y convertirlo en un Estado independiente. Lo hicieron,
fundamentalmente, para colmar el deseo de independencia de los maronitas, que
eran, desde luego, el grupo religioso más cercano a ellos. Cometieron dos
grandes errores: por un lado, crear un país que tenía muy difícil ser viable
como tal; y, segundo, tratar de crear un régimen dominado por los maronitas.
Crearon un cóctel formado por éstos, duodecimanos, suníes, drusos, etc.; muchos de
ellos con un deseo neto de reunificación con Siria.
La Constitución libanesa
garantizó puestos en el parlamento a todas las comunidades religiosas, pero
reservando una mayoría efectiva para los diputados cristianos. En 1931 se
realizó un primer, y único, censo en el Líbano. Los cristianos resultaron ser
el 52% de la población, por un 22,5% de suníes, más un 20% de duodecimanos,
entre los principales grupos. En 1943 se alcanzó el llamado Pacto por el
Líbano, diseñado para permitir la evolución del país hacia la independencia, y
que estableció que el presidente de la nación debía ser un maronita gobernando
con un primer ministro suní, mientras que la presidencia del parlamento se
otorgaba a los duodecimanos.
Por lo que se refiere a lo que
hoy conocemos como Iraq, el país, en realidad llamado así desde hace muchos
siglos, comprende básicamente las viejas provincias otomanas de Bagdad, Basora
y Mosul. Sin embargo, sus fronteras, creadas por el mandato francés sobre
Siria, fueron totalmente arbitrarias. En 1919, los shiíes suponían el 53% de la
población iraquí. La mayoría del resto eran suníes, bien árabes, bien kurdos.
Había también judíos, cristianos, yazidíes, y minorías étnicas como los turcomanos.
En el país, por lo general, suníes y shiíes se habían acostumbrado a colaborar.
Esta colaboración se articuló a principios del siglo XX a través de una sociedad
secreta llamada al-Ahd, creada en 1913 por nacionalistas árabes que querían sacudirse
el yugo otomano. Cuando, en 1916, Husein bin Alí al-Hashimi lideró una rebelión
antiturca en La Meca, esta sociedad puso en contacto a sus miembros suníes con
los mujtahid shiíes en Irán. Los shiíes, convencidos de su mayoría en Iraq,
concibieron la idea de que el país debía ser estructurado bajo el gobierno de
algún hijo de Sharif Husein, como normalmente se conoce al rebelde mequí.
Sharif era descendiente, en trigésimo cuarta generación, de Hasán, el hijo de
Alí y consecuentemente nieto de El Profeta; aunque era suní. Por eso, los
shiíes reclamaron en un manifiesto la existencia de una asamblea nacional y un
sistema que colocase los actos del rey bajo el escrutinio y el control de los
mujtahid; esto, de nuevo, separó a suníes y shiíes, pues un sistema como éste
difícilmente habría sido aceptado por los primeros de ellos.
En lo que sí que estaban juntos
ambos era en la demanda de una monarquía sharifí. Mirza Mohamed Taqi Shirazi,
en ese momento el mujtahid más influyente de Iraq y gran impulsor del
manifiesto antes citado, fue el gran catalizador de este movimiento de opinión
pública. Conforme fue avanzando la definición posbélica de la zona sobre la
base del dominio sobre todo británico, los movimientos de oposición se fueron
haciendo más densos. Esto cristalizó en una rebelión parcial en el país en
junio de 1920. Dicha rebelión fue sofocada, pero llevó a los despachos del
Foreign Office la idea clara de que dominar Iraq iba a ser un proyecto muy
laborioso, quizá demasiado. Hacía falta que elementos locales les ayudasen.
Para eso estaba el príncipe
Faisal bin Husein bin Alí al-Hashimi, normalmente conocido como el príncipe
Faisal a secas. Los intentos de Faisal de llegar a algún tipo de acuerdo con
los franceses de Siria habían terminado por provocar que su proyecto de ser
allí el rey acabase en nada. En agosto de 1921, los ingleses decidieron
colocarlo en el trono iraquí. En ese momento, el país estaba en una situación
tan indefinida que ni siquiera se habían acordado aún sus fronteras con Turquía.
Turquía, que ambicionaba controlar Mosul, utilizó contra Faisal la propaganda
panárabe y nacionalista; algo que le funcionó bastante bien, pues consiguió que
la resistencia social a Faisal fuese en aumento.
El 12 de abril de 1923, los
mujtahid clavaron el texto de una fetua en las puertas del santuario de
Kazimain en Bagdad, en la que prohibían a los musulmanes resistirse al avance
turco. Tres meses después, un grupo numeroso de clérigos rogó públicamente al
gobierno de Estambul que echase a los poderes extranjeros del país.
La crisis, sin embargo, acabó
pasando. Faisal fue aceptado, sin demasiadas alharacas eso sí, como rey de
Iraq. Su gran apoyo eran sus fuerzas armadas, donde los mandos eran
fundamentalmente antiguos mandos turcos, de convicciones sharifianas, suníes en su práctica totalidad. Ahí, pues,
empezó el merdé iraquí; un país shií gobernado por suníes.
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