Isidro Gomá tenía ya totalmente terminada la carta en la que le decía a Franco que era peor que la República y prácticamente estampillada para su envío. En ese momento, sin embargo, algo lo detuvo en el gesto: la recepción de una comunicación de Franco. La carta de Franco le produjo una impresión tan pobre que, finalmente, el primado remitió la carta que ya tenía redactada y, además, la hizo acompañó con otra en plan we gotta talk, esto es, solicitándole a Franco una entrevista larga y tendida.
¿Qué decía Franco en carta tan decepcionante? Bueno,
superficialmente decía cosas bastante acertadas; pero el diablo estaba, muchas
veces, en los detalles; pero, claro, esperar que un cura no se percate de algo
así, cuando todos sabemos que el inventor del doble lenguaje era sin duda
alguien ensotanado, hubiera sido estúpido.
Franco le garantizaba a Gomá, entre otras cosas, que “a
nadie se le permitirá cohibir, ni limitar, las actividades de la Iglesia para el logro de sus legítimos fines”
(las cursivas son mías).
Entrando en materia, Franco demostraba hasta qué punto había
dejado que cuando menos algunos párrafos de la carta fuesen redactados, o
iluminados, por mentes de inspiración falangista que no trataban otra cosa que
llevar al ámbito de las asociaciones estudiantiles el principio del partido
único y del sindicato único: “Si un día el espíritu moderno y ateo (…) pudo
justificar, en un régimen de pequeñas capillas, el que un grupo de estudiantes
se cobijase, con más celo que eficacia, bajo el apelativo de católico, no puede ser aceptado cuando
es orientación firme del nuevo Estado el que toda la enseñanza española
descanse bajo los dictados de nuestra Fe católica”.
Sobre las amenazas de Gomá de que estos conflictos pudiesen
llevar a vía muerta la negociación concordataria, Franco decía confiar en la
ecuanimidad del Papa, para pasar a quejarse, acto seguido, de que “algunos
miembros del Episcopado español, “con buenísima voluntad pero con daño a las
negociaciones, envían opiniones y sugerencias en que se desvirtúan los puntos
que España siempre ha sostenido y que el nuevo Estado mantiene”. En otras
palabras: chaval, más te vale que tus obispos dejen de decir por ahí que España
se está convirtiendo en una nación filonazi; no te conviene.
Por si a don Isidro no le había bastado el caldo, también le
servía Franco el cocido: “Yo quisiera prevenir a VE sobre un fenómeno que
registra el mundo al que no se hurta nuestra Patria; es el daño que a la
sociedad causa la supervivencia del espíritu liberal; que, no obstante ser la
Iglesia su primera y más firme detractora, de tanto vivir bajo su imperio
también se ve alcanzada y ofreciendo sus miembros campo favorable para que los
maliciosos y los enemigos exploten aquella desconfianza secular hacia el Estado”.
Una vez el toro en suerte, Franco calibraba la mira del
fusil: “En este orden no puedo ocultarle que, no obstante el elevado y noble
propósito que, sin duda, ha inspirado su última Pastoral, su lectura ha llenado
de inquietud a muchos españoles [¿tantos españoles leían el boletín del
Arzobispado de Toledo?], no por lo que de positivo encierre, sino por las dudas que en varios de sus
pasajes encierra.”
Y más: “Yo, que conozco a tiempo las maquinaciones que desde Francia mueven
separatistas vascos y catalanes en torpe contubernio con líderes marxistas,
grupos monárquicos, residuos de antiguos partidos y agentes de la torpe
política vaticana de El Debate, tenía
anunciado el progreso de sus intrigas en Pamplona y en Sevilla, explotando
hábilmente recelos y desconfianzas que sus propios agentes se habían ocupado de
sembrar”.
Como puede verse, la carta era
Franco en estado puro: la conspiración oculta que trata de segar el alma de la
nueva España, y de la que Su Eminencia el primado resulta ser inconsciente
cómplice.
En un alarde de músculo, Franco
hizo que el otrora buque insignia de la opinión católica española, el diario Ya, publicase un comentario sobre el
tema de los estudiantes católicos, avalando el mismo argumento que en su propia carta: distinguir a los estudiantes católicos tuvo sentido en un
régimen laico y antirreligioso; pero ahora que Dios estaba en todas partes, ya
no hacía falta la distinción. Por esas fechas José Miguel Guitarte, el Jefe
Nacional del SEU, definía a la Falange como “católica, profundamente católica,
medularmente católica”.
A Gomá nunca se le aclaró bien
por qué se había prohibido su pastoral. Anastasio Granados, su biógrafo,
insinúa en su libro que Sánchez Mazas, probablemente el más furibundamente
antivaticanista de todos los falangistas del momento, leyó la pastoral y dio
por culo todo lo que pudo hasta que consiguió que fuese prohibida.
Franco, como siempre, jugaba al
despiste; recogía sedal, pero luego lo daba. Cuando Gomá y el general se
entrevistaron, el primado se encontró a un hombre mucho más proclive a
solucionar el tema de los estudiantes católicos. Gomá se entrevistó
posteriormente con Muñoz Grandes y llegó a un acuerdo con él. Ambas partes
acordaron mantener la personalidad de la Confederación de Estudiantes Católicos
pero, eso sí, a cambio de que los obispos se comprometiesen a fomentar entre
sus corderos el gesto de facilitar sus filiaciones al SEU, y admitir en su seno
a aquellos estudiantes del sindicato falangista que quisieran recibir formación
moral o religiosa. Los estudiantes católicos se abstendrían de intervenir en la
vida universitaria como tales.
A pesar de esta distensión, los
informes que escribió Gomá ya en la segunda parte del 39 a Roma están perlados
de desconfianza. El acuerdo alcanzado, al parecer, no terminó de convencer al
primado de otra cosa salvo que el nada secreto objetivo del nuevo gobierno era
acabar con el asociacionismo católico (lo era). Por lo tanto, Gomá recomendaba a sus
jefes que fuesen muy reservados en sus eventuales negociaciones con el Estado
español, en tanto en cuanto no recibiesen garantías ciertas e indubitables
sobre el respeto a sus libertades (concepto que, por cierto, incluía el de no
quedarse con su pasta, como de hecho
había hecho el SEU recepcionando algunos de los locales de la muchachada incensada).
Ya estaban las cosas jodidas.
Pero se pusieron peor. El Estado franquista demostró fehacientemente que, por
muy buenas palabras que diese en conversaciones y tertulias, no estaba por
permitirle ni media a la Iglesia católica.
Pío XII había anunciado a finales
de 1939 la edición de una nueva encíclica, Summi
Pontificatus. En todo el mundo católico, la Prensa libre se hizo lenguas
con que el sacerdote Ariel tenía la intención de hacer alusiones en su texto a
la invasión de Polonia por los alemanes. La cosa tenía su lógica: Polonia era y
es el país más rabiosamente católico de Europa y el Papa Tuit, la verdad, se lo
debía. Previendo la jugada, las autoridades del Ministerio de Gobernación se
apresuraron a dejarle claro a El Alcázar,
entonces un periódico de corte netamente tradicionalista, que ni se les
ocurriese informar de la encíclica. El periódico, de hecho, publicó un pequeño
resumen; gesto éste que supuso que el redactor jefe, el corresponsal en Roma y
hasta el pobre diablo que todo lo que había hecho había sido componer unos
sumarios destacando algunas frases fuesen fulminantemente enviados al paro. El departamento
de Prensa y Propaganda del Ministerio facilitó a todos los periódicos el texto
que podían publicar sobre la encíclica; texto en el que, por supuesto, no se
decía nada, ni de Alemania, ni de Polonia. Todo fue, al parecer, fruto de la
presión inmisericorde de la embajada alemana. Sin embargo, con posterioridad se dio la orden de que la encíclica se podía publicar; pero si se publicaba tenía
que ser íntegra, sin quitar ni una coma.
Lo que había pasado para este
cambio de opinión era que Gamero, muy encabronado por el extracto de El Alcázar y por otros publicados por
algunos periódicos procedentes de agencias francesas (que, la verdad, entendían
que la noticia era la que era y, por ello, metían el dedo en la llaga) se había
reunido con los directores de los periódicos y les había echado una bronca, como
dicen en algunos sitios, de la pitri mitri. Los directores, claro, se evacuaron los
intestinos espasmódicamente, lo que provocó que la encíclica quedase ignota,
como si el Papa nunca la hubiera escrito. Pero entonces Cicognani visitó a
Serrano y lo convenció de que, haciendo como que no existía, España estaba
quedando como la rana.
En todo caso, el principal
problema que se le presentaba al gobierno de Franco era la honda crisis económica
y social que se había presentado con la posguerra; una situación que si era
jodida para el conjunto de la población, era desesperada para muchos sacerdotes
en muchos rincones de España; sacerdotes que, además, en muchos casos tenían que reiniciar los
servicios religiosos en iglesias arrasadas. La situación era tan deplorable, y
tan anómala, que Franco tuvo que resignarse a tirar el mejor de los triunfos
que tenía en la mano: el presupuesto de culto y clero.
En efecto, en el choque de trenes
entre una España que exigía un Concordato antes de pagar a los sacerdotes y un
Vaticano que exigía pagar a los sacerdotes antes de negociar el Concordato, el
primero que se salió de la vía fue el general. Trató, eso sí, el régimen de
airear a través de su Prensa el altruismo de su gesto, cosa que conseguiría
sólo a medias y que le daría más de un problema.
En este ambiente, es decir una vez que habían recuperado la pasta, que es una cosa que los curas siempre te dirán que es accesoria pero que es, en realidad, todo, y todo es todo, lo que importa; en este ambiente, digo, los obispos
españoles se reunieron en una conferencia de metropolitanos a principios de
noviembre. Sabido es, lo he escrito antes, que entre los gobernadores de la
Iglesia española había muchos que profesaban una sincera admiración hacia el
general Franco y que eran un báculo sin restricciones para el nuevo régimen.
Tal vez, entonces, el gobierno civil pudo pensar que en aquella conferencia se
oirían voces a su favor; pero, para su desgracia, no fue así; o, bueno, sí fue así; pero lo cierto es que esas voces no lograron imponerse. Los obispos
españoles, que efectivamente eran extremadamente variopintos, se unieron en
apretada falange (ejem…) a la hora de defender la oposición tonsurada al
derecho de Patronato exigido por el gobierno de Franco. La conferencia, además,
sirvió de caja de resonancia para los prelados más distanciados del franquismo:
el cardenal Segura, sin duda; pero también el titular de la sede vallisoletana,
Antonio García, bestia negra del fuertemente enraizado falangismo de origen
jonsista pucelano pisuerguero.
A los obispos más cercanos al
franquismo lo que les preocupaba más era la eventualidad de una ruptura de
relaciones entre España y el Vaticano, y todo lo fiaban a la figura personal
del Caudillo, de cuyas sólidas convicciones católicas no dudaban. Obviamente,
estos obispos consideraban que aquél no era momento para otra cosa que no fuese
apoyar al gobierno y al nuevo Estado. Sin embargo, Gomá impuso su idea de que
era mejor ser muy cautos, y no mojarse. Los más que probables líderes de la
fracción profranquista fueron Leopoldo Eijo y Garay, el interminable obispo de
Madrid; y Manuel de Castro, titular de la sede burgalesa.
Una de las consecuencias de
aquella conferencia de metropolitanos es que muchos obispos tenues o blandos
comenzaran a confiar en la propaganda francesa e inglesa en sus publicaciones y
acciones. Ambos países, sobre todo Inglaterra, supieron, de hecho, aprovechar
con mucha eficacia las notables contradicciones en las que en ese momento
estaba cayendo el Reich, mostrándose rabiosamente anticomunista pero pactando
con los soviéticos; y afirmando su respeto por los católicos mientras no
ahorraba hostilidad hacia el Papa.
Ambas partes, nuevo Estado y vieja Iglesia, sabían que las cosas no iban bien. Y ninguno de los dos se equivocaba.
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