Con la llegada de la paz, Franco y, sobre todo, los franquistas, se quitaron la careta. Esto no quiere decir que España dejase de ser el país radical y apolilladamente católico (incluso para esos tiempos) que había sido durante la guerra; pero sí quiere decir que el Episcopado fue notando, crecientemente, que determinadas cosas que tal vez en algún momento hubiera podido dar por ciertas (la comunión con la Falange y, sobre todo, el respeto, en pie de igualdad, a las organizaciones religiosas en la Prensa, en el campo, en las fábricas y en las universidades) no se iban a producir.
Mi opinión particular es que la cúpula del sacerdocio
español, esto quiere decir, fundamentalmente, Gomá, no se dio cuenta a tiempo
de que el régimen avanzaba hacia un sistema casi bicéfalo, de cabeza y media,
en el que Ramón Serrano Súñer estaba llamado a ocupar un nivel inesperado. No
cabe reprocharles tal falta de presciencia, puesto que Franco, mientras hubo una
guerra que ganar, lo tapaba todo con su condición de generalísmo. Cuando el
generalísimo pasó a ser Caudillo, sin embargo, comenzó a aflorar La Mano del
Rey, y entonces las cosas se pusieron mucho más de canto para los obispos de lo
que se trasluce en el perfil básicamente nacionalcatólico del nuevo Estado.
Franco, además, había sido muy hábil a la hora de darse
cuenta de que una cosa eran los obispos y otra muy distinta sus soldados. En primer
lugar, se ocupó muy mucho de que la Compañía de Jesús recuperase su identidad
jurídica en unas condiciones extraordinarias (detrás de la fidelidad de un tonsurado,
no me cansaré de escribíroslo, siempre está la
pasta); ganándose a los soldados de Cristo, dejó al Episcopado sin una
parte muy importante de sus tropas. Asimismo, también contaba con que el bajo
clero, el curita de pueblo que tal vez había temido por su vida o que había
tenido que leer las postales en las que alguien le comunicaba que aquel viejo
amigo del seminario había sido arrastrado vivo por las calles antes de que lo
matasen a hostias; ese cura de la más baja estofa era franquista hasta las
cachas. Paradójicamente, muchos de esos sacerdotes eran los que menos sufrían
la ausencia del presupuesto de culto y clero, pues en los pueblos pequeños no
es Dios ni el Estado, sino la gente, el que provee por ti.
El gran problema de Franco con los sacerdotes era,
lógicamente, el País Vasco, puesto que los curas, cada vez más, eran
nacionalistas antes que sacerdotes. Asimismo, le surgió otro foco importantísimo
de resistencia en el sur de España, donde el ocupante de la sede Sevilla, el
cardenal Segura, secreto hater del
generalito que había ganado la guerra, dio pábulo a todo movimiento
antifascista que se pudo levantar sin quebrar las rígidas formas del nuevo
régimen.
En todo caso, como ya he traslucido antes en estas notas, el
principal enemigo percibido por los obispos españoles, y por la Santa Sede, no
era tanto Franco, como los alemanes. El Reich estaba en guerra, España ya no;
España tenía una gran deuda moral con el Reich, y todo el mundo esperaba que
ahora se la cobrase en forma de nazificación de un país que, las cosas como
son, tampoco le hacía ningunos ascos a ser nazificado (yo ya sé que a mucha
gente le gusta imaginar una España donde todos menos tres o cuatro eran
antifranquistas reprimidos que esperaban su oportunidad; pero esa España no es
más real que el País de las Maravillas). Para esta lucha no estaban solos,
puesto que el tema preocupaba mucho en Londres, como preocupó mucho en París
hasta que dejó de preocupar por razones obvias.
Inglaterra, de hecho, trató de poner en marcha un
miniconvenio cultural no firmado, fomentando los intercambios de estudiantes,
el intercambio de libros, y los programas de la BBC sobre España; todo ello,
claro, sólo desde el momento en que reconocieron diplomáticamente al régimen de
Burgos. Londres tenía la sensación, cierta, de que la mayor parte de las clases
altas españolas, sobre todo los que ya eran ricos antes de estallar la guerra
civil, era bastante más sensible al mensaje del conservadurismo parlamentario
británico que a las machadas nacionalsocialistas. Con los años se han hecho muy
conocidos los movimientos económicos en la oscuridad realizados por Churchill
entre muchos generales españoles, a los que se untó para ganarlos a la causa de
la no beligerancia. Porque ése era el primer punto de interés para los
ingleses: conseguir que Franco, todo lo más, modificase su neutralidad por una
no beligerancia.
La segunda cosa que hizo Inglaterra, estrategia que
ahondaría Estados Unidos más adelante, fue hacer ver a las autoridades económicas
y comerciales de Franco que Alemania no podía proveer a España de todo lo que
necesitaba. De hecho, el petróleo estadounidense acabó por hacer mucho a la
hora de convencer a Franco de que no debía ser tan pronazi.
Pero lo realmente importante de la acción británica, en
relación con lo que aquí contamos, es que uno de sus elementos de acción fue
actuar en aquellos puntos en los que la tradición alemana, transmitida a través
de la propaganda nazi, se apartaba de los usos e ideologías españolas. Y, en
este proceso, la cuestión religiosa era fundamental.
Frente a todo esto, sin embargo, la Iglesia española, y la
universal, se encontraban con una figura creciente: Serrano Súñer. El cuñado de
Franco, durante su estancia en Roma, se había visto con el Papa, pero también se
había visto con Mussolini. Muy probablemente, el Duce lo convenció de que lo
que había que hacer con la Iglesia era lo que más o menos estaba haciendo él:
darles todo el carrete que quisieran en temas litúrgicos, pero no darles ni una
sola ventaja en los temas realmente importantes.
Serrano, sin embargo, se encontró con un problema
inesperado: el pacto nazi-soviético. Se habla mucho del gran problema que dicho
pacto supuso para los comunistas, que ahora tenían que hablar bien del tipo que
los había vencido en la guerra civil; pero el problema para Franco no era
menor. El general, que todavía años después hasta tendría problemas para
presidir un puto partido de fútbol en el que jugase la URSS, ahora hizo, a
través de sus terminales en la censura y en la Prensa, auténticos juegos
malabares para casar el hecho de que Hitler y Stalin hubiesen pactado y que
Molotov y Ribentropp se hicieran fotos como si fueran los Estopa en un bautizo
(por cierto: ¿soy el único al que Molotov le recuerda a El Risitas?). También
creo que la Historia del franquismo, cuando menos hasta donde llegan mis
lecturas, no se ha ocupado suficientemente de los terremotos que provocó dentro
del régimen aquella historia. Los más apasionados, probablemente, fueron los
carlistas: el pacto nazi-soviético era un pacto para repartirse Polonia, país
más católico que José de Arimatea; y eso los carlistas lo aguantaron mal. Se
negaban a hacer el saludo fascista e, incluso, parece que quisieron ocupar la
embajada alemana en Madrid, que seguía vacía. Pero no fueron los únicos. Entre la
Falange mussoliniana, en los círculos católicos y en muchísimos casinos
militares, aquel pacto soliviantó muchas bocas.
La doble invasión de Polonia hizo que la Iglesia entrase en
primer plano del enfrentamiento. Para muchas personas de la jerarquía española,
y vaticana, lo que estaba pasando era una confirmación de que el
nacionalsocialismo no tenía ningún respeto hacia el catolicismo, y que sus
pretendidas simpatías eran de cartón. Se llegó al punto bíblico en el que o
estás con alguien, o estás contra él. Franco eligió contra, probablemente
porque no podía elegir otra cosa. No podía ponerse del lado de los obispos
frente a un Hitler que le acababa de ayudar a hacerse con España.
Como primera providencia, el régimen decretó la absorción de
las organizaciones estudiantiles católicas. Gomá se había cuidado mucho durante
la guerra de que los consiliarios se batiesen el cobre para conservar la
entidad jurídica de las asociaciones de estudiantes cristianos, que
probablemente quería absorber, una vez que llegase la paz, en una especie de
Jóvenes Generaciones de Acción Católica. Pedro Sainz Rodríguez, yo creo que de
boquilla, es decir, plenamente consciente de que no tenía entidad para
garantizar algo así, le aseguró a Gomá que no se tomaría ninguna decisión sobre
esas organizaciones sin antes consultar al altar. Sobre todo eso, el propio
conde de Rodezno le aseguró los mismos extremos ya en junio de 1939.
Con fecha 20 y 21 de septiembre, el canónigo Hernán Cortés,
que además de tener un nombre bastante imperial era el delegado del primado,
presidió una reunión confederal de organizaciones estudiantiles de las que no
le gustan a Rita Maestre. Allí hablaron de lo que harían o dejarían de hacer;
pero es que no sabían que ya estaban condenados: dos días después de terminado
el embroque, un decreto los disolvió en el SEU.
Es probable que aquello fuese obra de Pedro Gamero del
Castillo, entonces vicesecretario general de FET y de las JONS, ministro sin
cartera y, lo que es más importante, persona que en esos momentos gozaba del
respeto de Franco para sus opiniones. Gamero era uno de esos falangistas, mucho
más raros de lo que se cree, proalemanes. Por lo tanto, estaba por la formación
de una vanguardia nacionalsindicalista que lo dirigiese todo; y todo era todo.
El cardenal Gomá protestó en cero coma, con un escrito,
desde mi punto de vista, demasiado comedido. Era poco político Gomá; no
entendía que, en política, a veces el único lenguaje que se entiende es la
amenaza. El primado hablaba en su protesta de “al menos la extrañeza y el
recelo” de los elementos más católicos de la sociedad. Pero decidme a mí quién
coño, jamás en la Historia, ha doblegado la voluntad de un gobernante a base de
decirle: estoy extrañado y receloso.
El 9 de octubre, las cosas fueron a peor. Ese día, Gomá hizo
un viaje Madrid. Allí, los jóvenes católicos, que editaban un periódico llamado
Signo, le enseñaron las pruebas de
imprenta del número en el que iban a reproducir la pastoral que el propio Gomá
había publicado en el boletín de la diócesis toledana en agosto; estaba
totalmente censurado.
¿Era un error? No, no era un error. Los editores de la
revista tenían un telegrama de Carlos Sáez, de la Jefatura de Prensa del
Ministerio de la Gobernación, que textualmente disponía: “De orden de la
Superioridad tengo el honor de comunicar a usted que queda rigurosa y
totalmente prohibida la publicación de la pastoral hecha pública por el
cardenal Gomá últimamente”. Obsérvese la gañanería del telegrama: ¿quién coño
es La Superioridad? Y, ¿qué es eso de no ser ni siquiera capaz de citar el
texto que se censura, y sustituir la cita por la referencia etérea a una
pastoral hecha pública últimamente?
Gomá protestó con sendas cartas al ministro de la
Gobernación y al propio Franco. En la que más se gastó fue en la del general: “en
el aspecto jurídico, se ha conculcado un derecho incuestionable de la Iglesia,
en forma tan flagrante que no se encontraría igual en los tiempos más duros de
la República en que, personalmente al menos, pude exponer con libertad
amplísima todos los aspectos de la doctrina cristiana en sus formas más vivas
de orden social y político”.
No hay mucha gente que le dijera a Franco, además por escrito, que su régimen era peor que la República.
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