viernes, septiembre 18, 2020

Franco y Dios (10: la tarde que el cardenal Pacelli se quedó sin palabras)

Como quiera que el tema de España, la República y la Iglesia ha sido tratado varias veces en este blog, aquí tienes algunos enlaces para que no te pierdas.

El episodio de la senda recorrida por el general Franco hacia el poder que se refiere a la Pastoral Colectiva

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Y ahora vamos con las tomas de esta serie. Ya sabes: los enlaces irán apareciendo conforme se publiquen.
O el cardenal no sabe tomar notas, o el general miente como una perra
Monseñor Cicognani saca petróleo de las dudas del general Franco
La nación ultracatólica que no quería ver a un cardenal ni en pintura
No es no; y, además, es no
¿Qué estás haciendo: cosas nazis?
Franco decide ser nazi sólo con la puntita
Como me toquéis mucho las pelotas, me llevo el Scatergories
Los amigos peor avenidos de la Historia
Hacia la divinización del señor bajito
Paco, eres peor que la República
¿A que no sabías que Franco censuró la pastoral de un cardenal primado?
Y el Generalísimo dijo: a tomar por culo todo
Pío toma el mando
Una propuesta con freno y marcha atrás
El cardenal mea fuera del plato
Quiero a este cura un paso más allá de la frontera; y lo quiero ya
Serrano Súñer pasa del sacerdote Ariel
El ministro que se agarró a los cataplines de un Papa
El obispo que dijo: si el Papa quiere que sea primado de España, que me lo diga
Y Serrano Súñer se dio, por fin, cuenta de que había cosas de las que no tenía ni puta idea
Cuando Franco decidió mutar en Franco

En el consejo de ministros de agosto os dije que el conde de Jordana se había destacado del resto de sus compañeros, y del propio Franco, al sostener que el Concordato de 1851 no estaba vigente. Esto es así porque el ministro de Asuntos Exteriores había creído uno de los argumentos que le habían soltado al embajador español durante sus encuentros con los Francisquitos, y que ya he recogido párrafos arriba: la noticia de que la Santa Sede había denunciado el Concordato en tiempos de la República; esto es, que el Vaticano había realizado un acto jurídico inequívoco a la hora de decirle al Estado español: éstas ya no son las reglas que rigen nuestras relaciones.

Lo cierto es que esa denuncia no estaba tan clara. Once días después del consejo de ministros del 5 de agosto, Jordana, en una gestión que tal vez hubiera debido hacer antes, le mandó un telegrama a Yanguas ordenándole que averiguase en qué circunstancias y con qué instrumentos jurídicos se había producido la denuncia. Yanguas le contestó que en los archivos de la Embajada no figuraba ni un solo antecedente del tema; así pues, si la denuncia se había producido, tuvo que ser realizada, en su totalidad, por el nuncio en Madrid, y nunca remitida a la embajada ante el Vaticano (algo, de por sí, bastante irregular).

En todo caso, y éste es el elemento fundamental de la teórica estratégica asumida por el gobierno de Burgos, al no existir acuerdo concordatario vigente o, como poco, al existir dudas sobre su vigencia, cualquier acto unilateral por parte del gobierno español no podía verse seguido de la demanda de contrapartidas por parte de la Iglesia; puesto que dicho quid pro quo estaría ligado a que ambas partes viniesen comprometidas por un pacto que ahora no existía.

Yanguas fue llamado a Burgos a finales de agosto y, en conferencia con su jefe el ministro, para ambos les quedó claro que, si el Estado español impulsaba el acto unilateral de considerarse, por ejemplo, con derecho a nombrar obispos, ello provocaría una negativa del Vaticano de la que éste ya nunca se movería. Al parecer se llegó a hablar, como mera hipótesis, de la posibilidad de una ruptura de relaciones con el Vaticano; pero los hombres de Franco juzgaron, sabiamente, que una noticia así supondría un rejón de muerte para la España nacional en la  opinión internacional.

Yanguas, por lo demás, estaba en contra de la línea dura que se había enseñoreado del Gobierno. Yo creo que tenía claro un elemento de cajón, un elemento que les quedaría claro a los ministros de Franco si verdaderamente quisieran aprender algo de la experiencia de la República: la única forma de ponerte de pico a pico con la Iglesia católica, apostólica y romana es que te la sude completamente que te excomulgue, que te cierre las iglesias y que se pueda llevar a las monjas y a los curas de tu país. Ésa fue la postura de la República cuando estuvo gobernada por las izquierdas y, la verdad, le fue muy bien; tan bien que se acabó pasando de frenada y cagándola hasta el fondo. Pero ésa es otra historia. El caso es que cuando tú eres católico a marchamartillo; estás intentando ganar una guerra en la que el componente de lucha por la religión es fundamental; y no estás dispuesto a renunciar a leerle un discursito cada julio al apóstol Santiago en presencia del arzobispo local; si ésas son tus circunstancias, tu capacidad de torcer la mano del Espíritu Santo es muy baja. Tienes que negociar. Por eso Yanguas apostaba por elaborar un memorando para Pacelli, mientras toda novedad legislativa religiosa o eclesial se dejaba en salmuera. Compás de espera, pues, y defensa a ultranza de la continuidad del Concordato pues, sin ésta, todo estaba perdido.

Esta estrategia, sin embargo, tenía sus detractores dentro del dédalo de ideologías que formaban el franquismo. El conde de Rodezno, ministro carlista, informó la propuesta de Yanguas con un feroz ataque a la inactividad legislativa voluntaria del gobierno de Burgos en asuntos religiosos, pues consideraba que las cosas que estaban pendientes de legislar eran derechos inalienables de la Iglesia. Más radical todavía fue el jefe de Asuntos Eclesiásticos de la Administración sublevada, Mariano Puigdollers, él mismo un acérrimo carlista en aquellos tiempos, quien vino a decir que los problemas que estaban experimentando los carlistas en el nuevo Estado, cada vez más arrinconados por los falangistas, sólo podrían resolverse mediante un adecuado desarrollo de la Iglesia. Recordaba Puigdollers, en septiembre de aquel 1938, que desde el 3 de mayo, reinstauración de la Compañía de Jesús, la legislación religiosa no había movido un dedo, y que la situación de los sacerdotes era “peor que en la época de Azaña”. Los carlistas incluso parece que llegaron a considerar la idea de abandonar el gobierno si no se avanzaba, cuando menos, en leyes como la del divorcio y la de confesiones y congregaciones.

Monseñor Cicognani pudo percibir claramente este ambiente en el cual los partidarios de otorgarle a la Iglesia sus, por así decirlo, reivindicaciones espirituales, eran minoría franca dentro del franquismo; mientras que se formaba en éste una mayoría, de inspiración falangista, cada vez más partidaria de tratar el tema con mano dura. Por ello, yo creo que pensó, simple y claramente, en la idea de ceder ante el gobierno de Burgos y concederle el Patronato Real. Le escribió una carta al cardenal Gomá solicitándole que le expusiese su opinión sobre una medida de tal calibre. Gomá le mandó una contestación claramente diseñada para quitarle la idea de la cabeza. Edulcoradamente, le vino a decir que no mamase. Le decía el primado que incluso en la monarquía el uso laico del Patronato Real había causado algún que otro problema; pero, sobre todo, le dijo que el Estado sublevado, claramente, avanzaba hacia un esquema totalitario, en el marco del cual las tentaciones para nombrar obispos de la cuerda sería muy fuerte. La Iglesia, simplemente, no podía ceder a las pretensiones de Franco. Si hubiera tenido la constancia de que era el propio Franco quien iba a ejercer el derecho de Patronato Real, tal vez se pudiera llegar a un acuerdo. Franco, la verdad, y a pesar de que el tiempo le ha otorgado una bien ganada fama de inamovible en sus planteamientos, era persona no exenta de cintura, sobre todo en los asuntos religiosos, que abordaba con una extraña mezcla de pragmatismo de gobernante y la esclerosis propia del creyente temeroso de Dios. Con Franco, los Papas podían  aspirar a encontrar a alguien con quien discutir y hacer entender ciertas cosas; pero con sus segundos y terceros escalones, ya, la historia era otra historia. Y eso es lo que estaba en el temor de los purpurados.

Gomá pensaba, eso sí, que algo tenía el Vaticano que hacer para darle sedal a la España nacional. El prelado, queda bastante claro de las cosas que escribió, no era tan idiota como para considerar que el franquismo estaría siempre dispuesto a otorgarle a la Iglesia la capacidad de penetración e influencia social que ésta quería tener. Para la Iglesia, sin embargo, obtener esa capacidad de influencia, manteniendo al mismo tiempo su independencia de criterio y de actuación, resultaba fundamental. El temor venía a ser, más o menos, de que, tras haber realizado el gasto de la pastoral colectiva y de la relativa tibieza vaticana hacia el fascismo español, el resultado fuese una España en la que un falangismo irredento incluyese a la grey tonsurada dentro del esquema totalitario del Sindicato Único, y le obligase a cantar el Montañas nevadas después de cada homilía; y que, en consecuencia, también estableciese un sistema totalitario en la educación, con mucho crucifijo y mucha clase de Religión, pero sin la posibilidad de tener colegios gestionados independientemente.

¿Cómo resolver el sudoku? La fórmula de Gomá era un tanto voluntariosa, pero no estaba exenta de inteligencia. Según él, lo que se podía hacer era reconocer la vigencia del Concodato, pero sólo de forma provisional en el marco de un proceso en el que ambas partes se comprometerían a revisar todos los términos del acuerdo y de su relación en un plazo necesariamente breve, que Gomá fijaba en un año.

Sobre la polémica central, que era la presentación de obispos, el cardenal Gomá había perpetrado el siguiente esquema:
  1.  El Vaticano solicitaría al poder civil la designación.
  2. El Vaticano dispondría de una lista de nombres episcopales suministrados por las diócesis o las provincias eclesiásticas, a los que el Papa podría añadir otros. Fuera de esta lista no sería posible hacer presentación alguna.
  3. Para cada sede, el Vaticano propondría una lista de nombres, dentro de la cual  escogería el que le pareciese más conveniente.

Esta propuesta, como puede verse, buscaba un equilibrio de fuerzas, en el marco del cual el franquismo no podría presentar a un candidato fascista (las diócesis no lo propondrían y, en cualquier caso, el Papa no lo pondría en la lista de candidatos finales); pero el Vaticano tampoco podría garantizarse que la dignidad eclesial fuese a ser ocupada por quien él quisiese. En todo caso, el sistema cargaba ligeramente del lado de la Iglesia, ya que, si bien ésta podía llegar a poner en las listas a un Vidal i Barraquer, por poner un ejemplo, Franco nunca tendría la posibilidad de hacer candidato a un sacerdote que pensase que los pedos de Hitler no olían.

La propuesta de Gomá, sin embargo, cabeceaba por un flanco importante. Una vez llegado al primer acuerdo de esta oferta, ¿qué incentivos podría tener el franquismo para cumplir ese plazo de un año para negociar un Concordato moderno? Una vez reconocida la vigencia del Concordato de 1851, lo normal es que la actitud de Franco fuese echarse en la tumbona y empezar a poner mil problemas a la negociación concordataria. Tal vez por eso, pasadas las semanas Gomá rebajó en sus cartas el año a tres meses, un plazo, la verdad, bastante irreal, incluso para quienes negocian con la ayuda de Dios.
Cicognani, ante estos dimes y diretes, trató de convencer a Jordana de que el gobierno español se estaba mosqueando por nada, y que todo es negociable en esta vida y en la siguiente.  Cuando se vio con el ministro, sin embargo, se encontró con un hombre que tenía detrás, ya, una estrategia plenamente consolidada: continuidad del Concordato; disposición española a cumplir todas sus obligaciones en el mismo (enseñanza, moral…) si la otra parte cumplía con las suyas (Patronato Real); rechazo de un modus vivendi provisional, pues ya no queremos meternos mano, queremos el polvo completo; y, finalmente, parón de la labor legislativa religiosa para que te lo pienses; y tú mismo con tu mecanismo.

A comienzos de noviembre de 1938, cuando el cardenal Pacelli regresó de sus vacaciones otoñales, el embajador Yanguas le planteó al Vaticano esta plataforma de diálogo. En su primera entrevista, el Secretario de Estado le anunció al embajador español que la cuestión de la continuidad del Concordato había pasado a la Congregación de Asuntos Extraordinarios del Vaticano; lo cual era como anunciar que la Santa Sede se iba a posicionar en contra.

Ante esta noticia, Yanguas realizó varias visitas a los cardenales de dicha congregación que se reputaban cercanos a la causa nacional; gentes como Enrico Sibilia, Francesco Marmaggi o Nicola Canali. Fue por ellos que supo que el asunto no había llegado todavía a la Congregación, lo que le daba todavía la oportunidad a los franquistas de evitar este trámite. Por ello, Yanguas se apresuró a preparar un índice para el Secretario de Estado.

En dicho índice, además de las posturas que conocemos bien, el embajador tuvo la inteligencia de incluir un fino argumento jurídico aportado, durante el proceso de decisión de la estrategia gubernamental sublevada, por el conde de Rodezno. Dentro de sus muchas argumentaciones jurídicas, el ministro carlista de Justicia había aportado ésta: si no estaba vigente el Concordato, ¿cuál sería la base jurídica para la legislación pendiente restitutiva de los derechos de la Iglesia? En otras palabras, si la legislación pendiente tenía como función fundamental devolver a la Iglesia elementos jurídicos a los que tenía derecho por virtud de un acuerdo (el Concordato), ¿cómo hacer eso si el Concordato había decaído? ¿Cómo devolverle a alguien algo a cuya devolución ha renunciado?

Este argumento dejó a Pacelli en TKO. Bajo esta argumentación, ni la pasta para los curas, ni la penetración de los Francisquitos en la enseñanza, ni el reconocimiento de la personalidad jurídica de los obispos eran posibles, pues todas estas acciones se apoyarían en la restitución de unos derechos negados en la legislación laica de la República.

El argumento Rodezno, por así decirlo, destruía el argumento Benedicto XV. Como acertadamente le dijo Yanguas a Pacelli en su audiencia, el caso de los concordatos acordados después de la Gran Guerra era diferente, pues se trataba de concordatos negociados sin existir uno en vigor.

Mira que es difícil dejar a un cura sin palabras. Pero, de alguna manera, Yanguas y Rodezno (éste paradójicamente, pues era claramente del partido clerical), lo consiguieron.

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