El nuncio Cicognani fue informado desde Roma de la entrevista que habían sostenido Yanguas y Pacelli, y se le ordenó matar el partido. Él ya se había visto con Jordana el 26 de enero, pero aun así redactó una nota en la que recogía buena parte de los argumentos que ya le había dicho al ministro, en la que afirmaba que los términos del acuerdo cultural con Alemania introducían gravísimos peligros para la Fe católica. La cúpula sacerdotal española, por otra parte, estaba entre ingratamente sorprendida y cabreada por lo que estaba pasando. El cardenal Gomá ya se había quejado varias veces desde el estallido de la guerra civil sobre determinadas acciones de los falangistas que no le gustaban; y siempre se le había dicho que la penetración nazi y esas cosas era una transitoriedad que se acabaría con la propia guerra. Ahora, la guerra estaba finiquitada en su práctica totalidad, y no sólo no se veía un detalle, sino que, en realidad, el nuevo Estado español parecía dispuesto a enquistar todos los apoyos al nacionalsocialismo.
Cicognani, además, atacaba por donde sabía que hacía daño:
la previsión convenial en el sentido de que no se podrían poner trabas a los
libros alemanes en España contravenía los artículos 2 y 3 del Concordato de
1851; la nota, pues, era el mundo al revés: un actor que no creía que ese
convenio estuviera ya vigente recordándole su contenido a otro actor que basaba
toda su teórica en que sí lo estaba.
Jordana contestó en un tono bastante poco amable. El
gobierno español afectó en esta respuesta sentirse malquisto con el Vaticano
por la interpretación que hacía de las cosas. Se extendía Jordana, y la verdad
tenía con qué extenderse, con todas las acciones que llevaba a cabo el gobierno
de Burgos en defensa de la Fe católica, como queriendo decirle a los curas que
veían fantasmas donde no los había. Todo eso lo contemplaba el gobierno español
con “asombro, no exento de tristeza”.
Gomá, ante esta situación, preparó para Franco un breve
informe de nueve páginas en el que repasaba todos los aspectos conflictivos del
convenio, y concluía que lo que España había firmado no era un acuerdo de
intercambio cultural, sino de apología ideológica. El cardenal, claramente, se
pasó de frenada con aquel texto. Tenía ya suficientes horas de vuelo con Franco
como para saber bien cuánto se podía cabrear al gato sin que sacase las uñas;
pero se pasó. Al general, aquellas nueve páginas le sentaron como si las
hubiesen metido en una plica y se las hubiesen introducido por el orto.
Cuando Franco se cabreaba, hacía una de dos cosas, según su nivel de ejecutividad: o
fusilar, o tratar con sequedad y displicencia. Era un hombre acostumbrado,
desde sus tiempos africanos, a que todo dios a su alrededor se cagase los
pantis si endurecía la mirada. A Gomá no lo podía fusilar, tampoco quería la
verdad. Así pues, le reservó, no el látigo de su indiferencia, sino el de su
frialdad. Y Franco podía ser muy, muy frío.
Para empezar, le dijo al primado que él asumía la respuesta
que le había dado Jordana a Cicognani; la del asombro no exento de tristeza.
Así pues, le arreó la primera en la frente, pues le dejó claro que si había
podido pensar que de su catolicismo iba a arrancar algún tipo de discrepancia
en el seno del gobierno español, mejor que se lo fuera quitando de la cabeza.
Y, de seguido, él, Francisco Franco, que tenía a gala decir mucho eso de “haga
usted como yo y no se meta en política”, tiró del manual básico del político,
que es tratar de convencerte de que no hay un elefante en la habitación, aunque
no pare de barritar y pisotear los muebles. En consecuencia, Franco le
escribió a Gomá, literalmente: “ni en la letra, ni en el espíritu, mucho menos
en la ejecución del convenio, hay ni habrá nada que pueda dar fundamento a sus
temores”.
Gomá, sin embargo, no se desanimó. O, más bien, deberíamos
decir que no tenía permiso de su jefe para desanimarse ni parar. Como la vía de
Jordana-Franco le pareció que se le cegaba, lo intentó con aquél que sabía era
el principal muñidor e impulsor del convenio: Ramón Serrano Súñer, el
Cuñadísimo. Serrano le contestó más contemporizador. Le dijo que si había que
cambiar algo en el convenio, se cambiaría; que se tomaba como labor personal
impedir las malas influencias del acuerdo que los obispos temían. Todo bastante
positivo, pero sin compromisos concretos; mucho frufrufrú, pero nada de
ñacañaca.
En otras palabras, el gobierno español argüía ante Gomá el
sempiterno “tú fíate de mí”. En Burgos se recordaba al episcopado que
probablemente no podía haber en el mundo un gobierno más decidida y activamente
procatólico como el que en muy pocas semanas iba a gobernar sobre toda España,
y que por lo tanto pensar que el convenio iba a ser aplicado o interpretado en
contra de los intereses de la Iglesia era una tontería. La Iglesia, en puridad,
no negaba eso; pero, echando mano de la que siempre ha sido su principal
ventaja sobre el resto de los diplomáticos del mundo: su capacidad de mirar a
muy largo plazo, consideraba que no existía ninguna garantía de que, algún día,
en España pudiera haber un ministro de Educación que se dedicase a enseñarle a
los niños que eso de poner la otra mejilla es signo de debilidad, que lo que
hay que hacer es exterminar a quien no te gusta; o que en un Ministerio de
Cultura no acabase habiendo un tipo que se dedicase a proyectar la filmografía
de Leni Riefenstahl a cascoporro. El gobierno español, sin embargo, no estaba
dispuesto a ceder, y de hecho instruyó a su embajador en el Vaticano para que
no se enzarzara en ninguna negociación allí sobre la materia.
El convenio, sin embargo, estaba sin ratificar (de hecho,
como ya he dicho, no se ratificaría nunca). Sin embargo, los alemanes no
estaban dispuestos a esperar. Por eso comenzaron a presionar al gobierno de
Burgos para que, a la espera de la ratificación, que para ellos no era nada más
que un acto formal, comenzasen a aplicarse algunas de las previsiones del
acuerdo y, sobre todo, la que más les importaba: el intercambio de estudiantes.
El Partido Nacionalsocialista alemán había decidido, en efecto, entrar en
España abriendo una grieta a través de su juventud. Décadas después, ya lo sé,
la condición de joven comenzó a quintaesenciarse como lo más de lo más; pero
los alemanes, lejos de esa creencia, tenían la intención de adoctrinar a
cuantos más jovencitos españoles, mejor, conscientes de que es mucho más fácil
llevarse al huerto a un adolescente que a un adulto que ya ni se acuerda de
cuándo le bajaron los testículos a la bolsa escrotal. Por eso, los de la
Wilhelmstrasse tenían prisa para que el Erasmus bilateral comenzase ya.
Sin embargo, en este punto la presión de Gomá y Cicognani
produjo sus primeros réditos. El gobierno de Franco, con todo ya casi pactado
del todo, se giñó y se echó atrás. Por decirlo de alguna manera, Franco debió
de juzgar que para él era más importante mantener viva la negociación
concordataria que atender a los alemanes en su demanda; y tenía la sensación de
que lo segundo podía embarrancar lo primero. Además, el general prefería
desplegar el convenio con los alemanes sólo cuando el tema del cardenal Vidal
estuviese ya completamente definido.
Un renuncio bastó. Ya en septiembre de aquel 1939, el entonces
ministro de Asuntos Exteriores, Beigbeder, le confesó al embajador Von Stohrer
que la cosa estaba chunga. Que había mucha oposición por parte de la Iglesia;
oposición que, le insinuó, había logrado arrastrar a los tradicionalistas, que
estarían dando problemas dentro del franquismo con la misma movida (los
tradicionalistas nunca soportaron a los falangistas, por cosas como éstas).
En fin. Regresando a la corriente central de este río, que
es la negociación concordataria, debemos recordar que, la verdad, Pío XI se
murió en el peor de los momentos posibles desde el punto de vista del gobierno
español. Cuando el Papa se fue a reunirse con sus jefes, ya había aprobado el
texto de un acuerdo con el gobierno español para regular
provisionalmente el tema de la designación de obispos, en tanto en cuanto la
negociación concordataria no se terminaba. De haber vivido algunos días más,
probablemente este acuerdo se había firmado y la negociación habría
transcurrido por otros derroteros.
Cuando se convocó el Cónclave para la elección del nuevo
pontífice, Burgos instruyó a Yanguas para que se fuese de cañas con los
cardenales españoles y los sondease sobre su actitud frente al Movimiento
Nacional y el Concordato. El principal elemento al que se trabajó el hábil
embajador fue Gomá. El primado de España le confesó que, de todas las ideas que
habían circulado sobre esa materia, a él la que más le parecía iluminada por el
Espíritu Santo era la que se había manejado en el otoño de 1938: declarar la
vigencia provisional del Concordato y darse el plazo de un año para negociar
las necesarias modificaciones en la legislación anticlerical de la República.
En materia de designación de obispos, seguía defendiendo la solución que se usó
durante la dictadura de Primo de Rivera, y que ya he apuntado: el gobierno
tendría derecho a designar candidatos, pero de entre una lista de cien a
doscientos candidatos muñida por los curas.
Por lo que se refiere al cardenal Segura, claramente, o por
lo menos claramente para mí, no se quiso meter en camisas de once varas con un
tipo que, al fin y al cabo, no dejaba de ser un servidor de Franco, al que
odiaba. Segura se limitó a decir que esperaba que el Vaticano le hiciese más
caso a España y, en materia de Patronato Real, se mostró convencido de que las
bulas que lo concedieron seguían vigentes. Hubo de callar, sin embargo, sobre
el tema de la vigencia del Concordato, pues la verdad es que, a consultas del
nuncio en otoño de 1938, le había contestado que en su opinión el acuerdo ya no
estaba vigente. Como digo, a mí me da toda la impresión de que no quiso meterse
en grandes honduras en sus conversaciones con el embajador.
Segura, en todo caso, operó como valedor de la causa
española, por así decirlo, ante otros cardenales. No es de extrañar que lo
hiciera. A pesar de que era un hombre, algo comentaremos sobre el tema, que
sentía poca simpatía por Franco, cuando no neta repugnancia por su figura, en
él podía más el hecho de haber sido el centro de un grave conflicto con la
República, conflicto en el que, más que probablemente, habría esperado una
actitud por parte de Pío XI bien distinta de la que tuvo. Segura, por eso,
tenía la sensación de que el Vaticano le debía esfuerzos a España, y
probablemente era de la opinión de que la evolución de la Santa Sede no iba
precisamente en esa dirección (él no votó a Pacelli). Por ello, colaboró
activamente a la hora de ganar cardenales para la causa española, como hizo con
Angelo María Dolci o Lorenzo Lauri.
Gomá, por su parte, con muchas más responsabilidades, trató
el asunto con el propio Pacelli, que ahora sería Papa, al igual que con
monseñor Domenico Tardini, que sería su secretario de Estado. Fue Pacelli quien
le dijo que su antecesor se había muerto con una fórmula transaccional ya
aprobada; incluso, cuando se vio con Tardini, comprobó cómo el nuevo secretario
de Estado, habitualmente muy frío con la causa nacional, se mostraba de acuerdo
con llegar a un acuerdo.
Gomá, pues, pasó el Cónclave y las jornadas posteriores convencido de que el Vaticano había cambiado de postura en el tema español. Lo cual no es sino la demostración de que los curas tienen tantas dobleces, y tripleces, que a veces hasta se tangan entre ellos.
"Cuando Franco se cabreaba, hacía una de dos cosas, según su nivel de ejecutividad: o fusilar, o tratar con sequedad y displicencia". ¡Qué nivel, Maribel!
ResponderBorrarCierto, por dios, queda la tercera opción, irse a Asturias a pescar salmones.O inaugurar un pantano.
BorrarEs normal que se dieran equívocos con Tardini, con ese nombre no debía ser muy partidario de resolver las cosas pronto.
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