En los primeros días de febrero de 1939, mientras la República daba sus últimas boqueadas, Carmelo Blay, sacerdote administrador del Colegio Español de Roma, una persona muy influyente en el mundo sacerdotal y también ante la España franquista, llegó a la cartuja de Lucca con una misión: entrevistarse con un residente de la dicha cartuja: el cardenal Vidal i Barraquer; y explicarle en dicha entrevista los puntos de vista de su jefe: el Papa Pío XI.
Lo que Blay le dijo al cardenal, obviamente, no le gustó. El
general Franco había dictado su ostracismo vitalicio, y el Papa, ahora, lo sancionaba
de palabra, obra u omisión. Vidal le dijo a Blay que no lo entendía. Extendió
como una alfombra por el suelo de la conversación todas las cosas que había
hecho por la España nacional, desde exaltar el alistamiento de muchos jóvenes (entre otros, un sobrino suyo) hasta, sobre todo,
ayudar a los sacerdotes perseguidos. Por encima de todo, Vidal consideraba que Franco
no era capaz de valorar que él siempre se había negado a ser timbre de
propaganda para los republicanos, y esto es algo en lo que yo creo que tenía
razón. Vidal no se quiso ir a Francia, donde su identificación con los
catalanes nacionalistas exiliados sería muy sencilla; como no había querido
escuchar los cantos de sirena de la República, que le habían insinuado que
regresase a su sede tarraconense. Dicho esto de que entiendo que tenía sus
argumentos, la verdad es que el buen cardenal estaba bastante ciego cuando le
decía a Blay que, si Franco lo conociese bien,
seguro que cambiaría de opinión sobre él. No hace falta ser franquista
para entender que eso no podía pasar. Que una persona que, objetivamente, había
trabajado para ponerle palos en las ruedas a la pastoral colectiva, un
documento muy importante que le llegó a Franco en el momento en que lo
necesitaba, pensase que podía haber otros méritos que sobrepujasen ese
pecado, es como decirle a una mujer
violada que su violador, mujer, después de haberla violado le ofreció un vaso de agua para que no se atragantase.
Independientemente de eso, otra cosa que dijo Vidal,
ejerciendo sus derechos (pero, claro, ignorando que, en la organización de la
Iglesia, los derechos son algo muy teórico) de ser objeto de un proceso. Un
proceso, claro, en el que fuese acusado. Pero, también, un proceso en el que se
pudiera defender. Blay, sin embargo, le vino a decir que los procesos se hacen
cuando hay que tomar una decisión; pero que éste no era el caso, puesto que la
decisión estaba ya tomada. Le venía a decir, pues, un poco eso de “yo no estoy
negociando contigo, te estoy informando”; en buena medida, también le estaba diciendo eso tan mafioso de "no es nada personal, son negocios". Vidal todavía creía que el Vaticano
estaría de su parte en la defensa de sus derechos. Pero es de suponer que,
conforme la conversación cogió momento, se fue dando cuenta de que no sería
así.
Blay le dijo que, efectivamente, la Santa Sede le había
expresado al gobierno español todo lo que tenía decir en defensa de los
derechos del cardenal; pero que el gobierno de Burgos no había movido ni
siquiera una de las cejas de Sobera. Que, por lo tanto, la única solución que
había encontrado al problema, porque era la única que admitía el no es no de Franco, era el nombramiento
de un administrador apostólico ad nutum
Sanctae Sedis, expresión que se puede traducir como según le pete al Papa.
En ese punto, probablemente tras ver perdida la pelea por la
formación de proceso, Vidal trató de mostrarse colaborador con el nombramiento
del administrador apostólico. Lo hizo para tratar de fibrilar la idea de que algunas
de las personas de su entorno, que ya había utilizado en nombramientos como
sabemos, podría servirle al Papa de coña para dicho nombramiento. Blay también
tuvo que bajarlo de ese guindo, y le
informó de que el general Franco antes bailaría el Cacao Maravillao en trikini
por las calles de Ulan-Bator que aceptar que la administración de la sede
tarraconense (o de cualquier otra) recayese en manos de algún piernas amigo del
cardenal.
Con este orden de cosas, como vemos bajando un escalón tras
otro, Vidal pasó ya a los temas crematísticos particulares (os lo he dicho
siempre; cuando se habla con un cura de temas importantes, es sólo cuestión de
tiempo que saque el tema de la pasta). La situación que se dibujaba, le dijo a
Blay, lo dejaba en situación de arzobispo sin arzobispado, viviendo en una
cartuja y sin un mango. Como quiera que su interlocutor no le pudo dar razón de
alguna solución a ese problema, la entrevista terminó con la promesa por parte
del arzobispo de escribirle él directamente a Pacelli.
Es evidente que la entrevista dejó a mosén Françesc bastante
más que preocupado, porque el hecho es que lo movió a hacer algo que no había
intentado hasta entonces: irse a Roma. Eso hizo junto con su inseparable Joan
Viladrich. Éste fue recibido por Pacelli el 5 de febrero pero, la verdad, la
entrevista no sirvió sino para escuchar los argumentos de Blay con otra
entonación. Por ello, Vidal decidió elaborar un memorando en su defensa. En dicho
papel, el cardenal especificaba las razones por las cuales había decidido no
firmar la pastoral colectiva, y desmentía algunas de las cosas de las que le
acusaban los franquistas, como haber mantenido relaciones con los nacionalistas
vascos.
Todo fue bastante rápido. El día 8, apenas tres jornadas
después, Pacelli recibía al propio Vidal. La situación en el Vaticano no era la
mejor del mundo: el Papa guardaba cama, bastante estropeado. Vidal le propuso
al secretario de Estado la posibilidad de visitar al embajador de España ante
la Santa Sede, asunto que le pareció una gran idea a Pacelli, quien se ofreció
a hacer de trotaconventos de la entrevista. Pacelli llamó a Yanguas y le intimó un
encuentro rápido; el embajador, probablemente sintiéndose en deuda con el
secretario de Estado por muchas cosas, y tal vez calculando que no le quedaba
mucho para ser Papa, le dijo que sí, que la entrevista se celebraría esa misma
tarde. Un par de horas después, sin embargo, la desconvocó hasta recibir
instrucciones de su gobierno. O sea, se lo pensó dos veces, como, por otra
parte, es lógico.
Quienes sí se vieron aquel 8 de febrero fueron Pacelli y
Yanguas. Pero en ese momento el embajador estaba ya en otro plan: había
recibido el cablegrama solicitado desde España con algunas instrucciones. Ante Pacelli, desplegó una
plétora de argumentos sobre la labor realizada por la España roja en Cataluña
(labor que, la verdad, por mucho que los franquistas la exagerasen, no era como para estar orgulloso, la verdad);
así como el estado de las iglesias, buena parte de ellas destruidas y
profanadas. El gobierno español, ya dueño de la región, tenía la obvia
intención de reconstruir todo aquello y ponerlo en su sitio adecuado; pero para
ello su propuesta era encargar la archidiócesis tarraconense al obispo de
Salamanca y la de Barcelona al de Cartagena. En otras palabras, pretendía
hacer, en el campo espiritual, lo que también hizo en el civil: que los
catalanes no fuesen gobernados por catalanes.
Ciertamente, atribuirle indirectamente a Vidal, como yo creo
que pretendió hacer un poco Yanguas, las atrocidades cometidas en la Cataluña
republicana, era un pasote de cojones. Pero lo que también es cierto es que el
gobierno de Franco sabía qué clavo estaba golpeando, y que lo hacía con
eficiencia. El cardenal Vidal i Barraquer, cuando menos mi opinión, es un ejemplo más, de muchos de los que nos
da la Historia, de que la equidistancia no es sinónimo de equilibrio. Su
actitud, tratando de situarse en un punto medio entre la lógica demanda de un
sacerdote en contra de una España rabiosamente anticlerical y la de un catalán
que desea que los deseos de su pueblo se entiendan, hizo que, al fin y a la
postre, al Vaticano, por muy progre que quisiera ser (que tampoco lo era) le
resultase cada vez más difícil defender a aquel cardenal que no consiguió
maridar suficientemente su condición de sacerdote y de catalán en medio de un
conflicto en el que, o eras una cosa, o eras la otra; y todo ello por mor, lo
he escrito ya varias veces, de la enorme, insondable, inexplicable estupidez de
la República.
Yo creo, de hecho, que eran estos elementos connotados en la
conversación los que resultaban más importantes para Yanguas en su audiencia
con el secretario, pues el embajador tenía que saber que las propuestas
concretas para la provisión de las sedes barcelonesa y tarraconense ya las
había transmitido Cicognani, así pues Pacelli, para entonces, las conocía de
sobra. Pacelli, en todo caso, le refirió a Yanguas todos los pasos dados por la
Santa Sede, muy especialmente la entrevista de Lucca y el memorando de Vidal, y
le argumentó que al Papa le resultaba muy difícil apartar a un arzobispo de su
sede sin existir un motivo canónico para ello. Yanguas, es de suponer que con
una media sonrisa, pidió el comodín del cardenal Segura; ese cardenal que había
tenido que salir de España absolutamente contra su voluntad; tan, tan en contra
que incluso se había negado a firmar el memorial que le presentó el nuncio
Tedeschini. Por ahí los argumentos de Pacelli, la verdad, tenían poco
recorrido. La Iglesia había optado por
la cobardía y la contemporización en su momento, y ahora le resultaba muy
complicado ponerse brava, máxime cuando su contrincante era ultracatólico.
En ese punto de la conversación, Pacelli sacó varios puntos
del memorando de Vidal, que Yanguas fue apostillando uno tras otro. Supongo que
ya al borde de la paciencia, el secretario de Estado acabó por decirle a
Yanguas que Vidal tenía el deseo de poder explicarle personalmente aquéllos y
otros extremos. Yanguas reiteró que él no se reunía ni con su mano izquierda sin el
conocimiento y la autorización de Burgos. Pero añadió una morcilla, signo de
que las instrucciones que llevaba encima eran claras al exigirle que dejase
claro el no es no: si el tema se
hacía rápido, no pasaría nada. Pero si se dilataba en el tiempo, el gobierno
español le abriría al cardenal de la iglesia católica Françesc Vidal i
Barraquer proceso por alta traición. Este tema a Pacelli no le gustó mucho, la
verdad.
Al día siguiente, Vidal visitó al secretario de Estado.
Había pasado horas madurando las cosas, y traía una propuesta: escribirle un
telegrama público a Franco. Esta iniciativa, barruntaba el cardenal, serviría
para dar publicidad al tema y, al tiempo, aventar sus explicaciones. Asimismo,
insistió en pedirle audiencia a Yanguas para explicar mejor las cosas y
deshacer lo que él consideraba eran malentendidos sobre su actuación. Pacelli
le refirió que dos días más tarde, y a causa del aniversario de los pactos
lateranenses, Pío XI daría un discurso ante el episcopado italiano. El rumor
era que el Papa iba a aprovechar el discurso para condenar el fascismo. Pero
también, refirió Pacelli, incluiría en su espich la reincorporación de Vidal a
su sede. La publicidad de estas palabras serían el mejor apoyo del Vaticano a
las reivindicaciones del cardenal.
Esto, para ser más exactos, lo cuenta Ramón Muntanyola,
biógrafo de Vidal. Yo no lo creo. Lo del fascismo sí, desde luego; pero lo de
Vidal, ni de coña. No cuadra con casi nada de lo que sabemos de la actitud
anterior de Pacelli ni de Pío XI. En esos días, el prepósito general de la
Compañía de Jesús, quien como sabemos actuaba cerca del Papa en auxilio de las
posiciones del gobierno de Burgos, le dijo a Yanguas que el Padre Santo había decidido
atender las intenciones de los españoles. Y, además, hay otro factor
importante.
En 1933, cuando Isidro Gomá tomó posesión de la sede
toledana, el nuncio Tedeschini, uno de los personajes más maniobreros de esta
historia como sólo puede serlo un curita resabiado, le dijo (se lo dijo, de
hecho, el mismo día que tomaba posesión, el 2 de julio) que el cardenal Vidal
le había pedido que se reconociesen en el Estado español dos primacías: la
toledana y la de Tarragona, ésta última, claro, en su
persona. Gomá, por supuesto, se negó; en primer lugar, es obvio, no quería
soltar el control sobre la pasta que supondría aquella decisión; y, en segundo,
aquello era, como quien dice, romper España por vía eclesiástica. Los
movimientos de Tedeschini a favor de esta propuesta fueron tantos y tan
taimados que, en 1936, Gomá tuvo que ir personalmente a Roma a poner las cosas
en su sitio. El 23 de abril de aquel año, la secretaría de Estado le dio por
escrito todos los derechos a la sede toledana, sin conocimiento ni de
Tedeschini ni de Vidal. Éste último reaccionó iniciando los trabajos de
convocatoria de conferencias de metropolitanos, trabajos que eran competencia del
primado y así se lo hizo saber Gomá. En ese tira y afloja estaban cuando
estalló la guerra.
En consecuencia, dentro del Vaticano había, desde el inicio
de la guerra, toda una actitud notablemente hostil a las Iglesias regionales y
esas cosas. De posicionarse el Papa indefectiblemente a favor de Vidal, es más
que posible que hubiera causado una rebelión de estas fuerzas, de gran fuerza
en el Vaticano.
Pero, bueno, en todo caso, el asunto lo resolvió la Paloma Muda: al día siguiente de aquella entrevista, en las vísperas del discurso pues, el Papa la roscó.
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