Un niño en el que nadie creyó
El ascenso de Godoy
La guerra en el mar
Trafalgar
A hostias con Godoy
El niño asustado y envidioso de Carlota
Escoiquiz el muñidor
La conspiración de El Escorial
Comienza el proceso
El juicio se cierra en falso y el problema francés se agudiza
Napoleón aprieta
Aranjuez
Los porqués de una revolución
C'est moi le patron
Francia apremia
La celada
El día que un vasco lloró por España delante de un rey putomierda
Bayona
Napoleón ya no se esconde
Padre e hijo, frente a frente
La carta del rey padre
La (presunta) carta de Fernando
La última etapa en la hoja de ruta de Napoleón
El 2 de mayo se cocina
Los madrileños no necesitamos que nos guarden las espaldas
De héroes, y de rocapollas
Murat se hace con todo, todo y todo
La chispa prende
Sevilla y Zaragoza
Violentos y guerrilleros
La Corte de Bayona
Las residencias del rey padre
Bailén
La "prisión" de Valençay
Dos cartas que dan bastante asco
Un ciruelo tras otro
El Tratado de Valençay
¡Vente p'a España, tío!
El rey, en España
El golpe de Estado
Recap: por qué este tío nos ha jodido
En
paralelo a la entrevista entre Napoleón y Escoiquiz en el castillo
de Marrac, se presentó en la residencia de Fernando, a eso de las
cinco y media de la tarde, Géraud Christophe Michel Ducoc, duque de
Frioul, a quien normalmente conocemos como el mariscal Duroc. Quería
invitar al Borbón a tomar un refrigerio juntos. Sin embargo, la
visita realmente importante fue la de Savary, quien se presentó en la
residencia e informó a Fernando, fríamente, sin explicaciones ni
subterfugios, de que Napoleón había decidido destronar a su dinastía
de la corona de España. Puesto que sabemos que Escoiquiz, en Marrac,
no fue invitado a compartir con Napoleón la mesa en la colación de
la tarde; y que sabemos también que, cuando Fernando recibió la
noticia de Savary no estaba en compañía de su principal asesor,
debemos concluir que debió de ser cuando Napoleón se separó de
Escoiquiz para ir a merendar que le comunicó a Savary su decisión
final.
Y es que
los españoles nos obstinamos en no querer entender lo que es un
francés con poder, y lo que vale su palabra.
Allí
estaba, casi al completo, la banda de tontos de la mata de habas que
llevaba ya años creyéndose sus propios delirios de poder y amistad:
Fernando; Escoiquiz; su hermano Carlos; los duques del Infantado, San
Carlos, Medinaceli, Frías e Híjar; los marqueses de Ayerbe,
Villariezo, Feria, Guadalcázar y Múquiz; los condes de Altamira,
Fernán Núñez y Orgaz; Pedro Cevallos; los consejeros Gómez
Labrador, Macanaz y Vallejo; los oficiales mayores de la Secretaría
de Estado Luis de Onís y Eusebio de Bardaxí y Azara; y los
mayordomos marqués de Cilleruelo y Francisco Palafox. A todos estos,
con la obvia unión de los reyes anteriores y del siempre sneaky
Manuel Godoy, con la adición, desde luego, de Caballero (pues la
historiografía hispana actual, siempre tan proclive al trazo gordo y
al titular, habla mucho de Godoy, pero muy poco de Caballero), son la
nómina casi completa de los españoles que tienen el dudoso mérito
de no haber estado, ni de lejos, a la altura de las circunstancias
históricas que les tocó vivir y gestionar. Hombres que, por lo
general, pusieron absolutamente por delante sus ambiciones personales (o las de la
familia a la que servían; porque, servir, servir, lo que se dice
servir, a España no la servían). Aunque también
es cierto que su actitud pacata, entreguista, egoísta, no nos vino
del todo mal, pues nos ayudó a despertar como pueblo soberano. A
hostias, pero despertar.
En la
reunión, sólo tres miembros del grupo: Escoiquiz, Vallejo y
Macanaz, votaron a favor de la aceptación del trueque de la corona de
España por la de Etruria. Carlos de Borbón, cuando escuchó el voto
de Escoiquiz, le dijo algo que, por lo menos, eleva un poco el nivel
histórico de aquella reunión de cobardes: “más vale no existir
que existir sin honor”. Aunque debo aclarar que Carlangas no se
refería a “existir” en el sentido de dar la vida, pues es
bastante raro que un rey dé la vida por su pueblo, como también es
raro que un Papa sobrepase el nivel de admiración pública hacia los
mártires aceptando él mismo algún tipo de sacrificio; se refería
a existir en el sentido de “tener una corona ceñida en las
sienes”.
Quien sí
que estuvo un tanto a la altura de las cosas fue Cevallos durante su
entrevista, en la mañana siguiente (21 de abril) con el ministro de
Asuntos Exteriores francés, Jean-Baptiste de Nompère de Champagny.
Lo digo porque hay que reconocer que en dicha entrevista Cevallos
estuvo, como poco, hábil. El francés le dijo primero que la
abdicación de Carlos IV no la consideraban los franceses legal, ante
lo que el español retrucó preguntando cómo, entonces, se le exigía
a Fernando la renuncia de una corona que, tal y como el ministro
acababa de decir, no era suya. La segunda razón esgrimida por el
francés fue que París temía que España no se uniese a Francia en
la guerra si los Borbones estaban en el trono; a lo que Cevallos le
respondió que no eran los españoles los que habían incumplido el
tratado de Fontainebleau sino, precisamente, los franceses.
Según
el relato de Cevallos, Napoleón estaba en una estancia cercana,
escuchando el coloquio. La cosa, como hemos visto, no iba bien para
los franceses, por lo que el emperador debió de decidir que al fuego
había que meterle algunos grados más. Así pues, hizo llamar a los
dos ministros a su despacho, donde, siempre según Cevallos, apeló
directamente al ministro español de traidor, por haber sido ministro
de Carlos IV y seguir siéndolo de su hijo. Y concluyó: “yo tengo
mi política. Vuecencia debe adoptar ideas más liberales, ser menos
delicado en puntos de honor y no sacrificar la prosperidad de España
al interés de la familia Borbón”.
La
consecuencia más directa de aquella entrevista es que los franceses
ya no quisieron volver a coloquiar con Cevallos, un señor que podía
ser un cobarde y un egoísta como todos los de su camarilla; pero su
oficio lo conocía muy bien. Retornaron los franceses, pues, a
tratarlo todo con Escoiquiz, al que seguro encontraron más
tontopollas y sobre todo, cómo decirlo, más impresionable.
Yo no puedo dar por incierto que incluso estuviesen informados de que
había sido uno de los tres lilas que había propugnado en el Consejo
Real la aceptación por parte de Fernando del caramelito de Napoleón.
Los
contactos con el canónigo, sin embargo, tampoco fueron bien,
probablemente porque el curita era un tipo que podía perorar durante
horas sobre cuestiones morales y teológicas; pero a la hora de
descender a lo concreto, no era el mejor contertulio de la tierra.
Así pues, se nombró plenipotenciario a Pedro Gómez de Labrador,
que había sido ministro en la Toscana y era consejero honorario de
Estado. De las instrucciones que recibió de Cevallos saco este
párrafo: “el Rey está resuelto a no condescender a las
solicitudes del Emperador; ni su reputación, ni lo que debe a sus
vasallos se lo permiten; no puede obligar a éstos a que reconozcan
la dinastía de Napoleón; ni menos privarles del derecho que tienen
a elegir otra familia soberana cuando se extinga la que actualmente
reina”.
El error
cometido por Napoleón en los últimos días de abril, allí en
Bayona, fue sobrepujar su popularidad en España. Hay que decir que
es un error fácil de cometer, pues en ese momento, en los primeros
años del siglo XIX, Napoleón era un fenómeno mundial, por así
decirlo, que tenía partidarios, más o menos visibles, en todas
partes. Era, con mucho, el hombre más poderoso del mundo; pero
también era el epítome de unas ideas que mesmerizaban a muchas
personas en muchas partes. Tengo por mí, además, que habría sido
una gran temeridad por parte de Murat haber exagerado todas las
cosas que dice en sus cartas sobre el recibimiento que tuvieron las
tropas francesas cuando llegaron a España; hemos de dar dichas
afirmaciones por ciertas y concluir, aunque eso no cuadre con lo que
pronto pasó (aunque en realidad cuadra muchísimo, pues es muy
humano eso de pasar del fuego al hielo), que en España Napoleón
creía tener un partido propio que lo apoyaría en su acoso y derribo
a la familia Borbón.
Como ya
he dicho en otro punto de las notas, Napoleón, tan inteligente para
otras cosas, no fue capaz de valorar el intenso amor que los
españoles tenían por su dinastía reinante y, sobre todo, lo que
verdaderamente significaba dicho amor. Un error en el que le
acompaña, todo hay que decirlo, buena parte de nuestra propia
historiografía que, al fin y al cabo, no deja de ser hija del mismo
proceso ilustrado que parió al emperador de Francia. A mucha gente,
en efecto, le cuesta mucho entender que el amor de los españoles por
sus reyes es, en realidad, amor por sus leyes y sus instituciones;
pues los reyes, es algo que queda bastante bien insinuado en el
párrafo de las instrucciones de Cevallos que he reproducido, no
dejan de ser el resultado de un proceso; y lo que se ama no es
el resultado, sino el proceso.
Todos
los españoles se caracterizan por ser enormemente celosos de las
leyes y el Derecho que se han dado. Todos, incluso los que no se
sienten españoles, pues, ¿acaso los soberanismos vasco y catalán
no se basan en la hípervaloración de fueros y sistemas jurídicos
propios? Lo primero que hay que entender cuando uno se asoma por la
ventana del presente a los primeros años del siglo XIX es que eso
que llamamos Antiguo Régimen es un sistema muchísimo más complejo
y rico de lo que normalmente se transmite. Un sistema que se basaba
en la entrega de la soberanía en manos de una familia, pero entrega
al fin y al cabo, surgida de un pacto, el viejo pacto entre un
pueblo, unos nobles y un clero que decidieron subir un escalón más
a quien, hasta entonces, había sido básicamente, un primus inter
pares.
Es, yo
lo entiendo, un elemento muy jodido; porque, de aceptarlo, ello
llevaría a tener que admitir, de consuno, que la nación española,
entendida no, o no sólo, como elemento identitario, sino como
sistema jurídico propio y defendido como tal, data de mucho antes
que el momento en que los diputados de Cádiz escribieron en un papel
que España es del pueblo español y bla. Es teoría muy de moda la
que sitúa el nacimiento de España en el 1812, sobre todo porque es
teoría muy cómoda que evita despejar muchas incógnitas de la
ecuación porque, simplemente, las borra de la misma. Eppur si
muove. Quienes tal idea defienden cometen, en el 2020, el mismo
error que cometía Napoleón en abril de 1808: pensar que el pueblo
español era un agente pasivo que estaba acostumbrado a ver cómo
fuerzas telúricas más allá de su comprensión ponían y quitaban
dinastías a su mando y, consiguientemente, no tendrían problema en
colocarse bajo el ala de la familia más poderosa del mundo.
Precisamente
porque pensaba así, Napoleón no tuvo problema en tomar la decisión
que, a la larga, lo perdería: enjaretar a Fernando en Bayona,
incomunicarlo respecto de la Junta de había quedado en Madrid al
cargo de los negocios diarios. No tuvo, pues, empacho en dejar que
los españoles supiesen que su rey estaba preso en Bayona. Pensando
que lo tenía todo atado y bien atado, se sentó tranquilamente a
esperar a que llegase a Bayona Carlos IV, para que resignase la
corona en favor de su familia.
El 29 de
abril, de hecho, Napoleón hace llamar a Escoiquiz por última vez,
como éste sabría pronto. Le dijo que los franceses cesaban toda
relación con Fernando, pues el emperador, a partir de aquel punto,
ya sólo trataría con su padre, el legítimo rey Carlos según su
visión. La noticia cayó como un jarro de agua helada sobre la
camarilla del Borbón que, de hecho, suspendió las reuniones del
Consejo, por reputarlas ya inútiles. En ese tiempo e incluso en los
días anteriores, en todo caso, Fernando de Borbón habría de
cometer otro error, o más bien habría que decir que tuvo un
comportamiento consciente que fue notablemente lesivo para los
intereses de España. En efecto: todavía quedaba un bala en la
recámara. Si Fernando lograse comunicar a su padre, que todavía no
estaba en Bayona, cuáles eran las intenciones reales de Napoleón,
tal vez Carlos habría decidido no llegarse a la ciudad francesa.
Porque una cosa es que Carlos IV estuviese encabronado con su hijo
por lo mal que lo había tratado, y otra muy distinta que estuviese
dispuesto a convertirse en el rey de España que resignó la corona
en las manos de un emperador de Francia. Así pues, de conocer el
padre de Fernando las intenciones ya imparables de Napoleón, tal vez
tuviese el gesto de no colaborar con ellas, generando con ello una
legitimidad en España que pudiera oponerse a la del francés.
No
existe, sin embargo, ningún indicio de que Fernando intentase cosa
tal. De hecho, le escribió varias cartas a su padre durante esos
días; pero son cartas meramente informativas de esto y de aquello,
pero sin chicha. Puede ser que la correspondencia de Fernando
estuviese censurada por los franceses; es difícil de creer, pues
siempre hay criados y soldados que pueden escabullirse en medio de la
noche con mensajes, siquiera verbales. Yo, sinceramente, encuentro
mucho más lógico creer que Fernando no advirtió a su padre porque
no le salió de los cojones Borbones. Porque, para él, una solución
al tema que pasase por reconstruir la legitimidad de su padre no era
solución, puesto que él, mejor que nadie, tenía que saber que, si
algún día Carlos IV volvía a tener el control sobre España, se
las arreglaría para arrebatarle a él el principado de Asturias.
Si
Fernando, pues, no jugó el último comodín de su mano, fue porque
no era consistente con sus intereses. El mismo tipo que no
estaba dispuesto a ceder ante Napoleón por respeto a los derechos de
su pueblo.
O eso
decía.
22 artículos más. Madre mía, va a faltar cuarentena y todo para acabar la serie.
ResponderBorrarPor otra parte, muchas gracias.