Papá, no quiero ser campesino
Un esclavo, un amigo, un servidor
“¡Es precioso, precioso!”
Jefe militar
La caída de Zhu De
Sólo las mujeres son capaces de amar en el odio
El ensayo pre maoísta de Jiangxi
Japón trae el Estado comunista chino
Ese cabronazo de Chou En Lai
Huida de Ruijin
Los verdaderos motivos de la Larga Marcha
Tucheng y Maotai (dos batallas de las que casi nadie te hablará)
Las mentiras del puente Dadu
La huida mentirosa
El Joven Mariscal
El peor enemigo del mundo
Entente comunista-nacionalista
El general Tres Zetas
Los peores momentos son, en el fondo, los mejores
Peng De Huai, ese cabrón
Xiang Ying, un problema menos
Que ataque tu puta madre, camarada
Tres muertos de mierda
Wang Ming
Poderoso y rico
Guerra civil
El amigo americano
La victoria de los topos
En el poder
Desperately seeking Stalin
De Viet Nam a Corea
El laberinto coreano
La guerra de la sopa de agujas de pino
Quiero La Bomba
A mamar marxismo, Gao Gang
El marxismo es así de duro
A mí la muerte me importa un cojón
La Campaña de los Cien Ñordos
El Gran Salto De Los Huevos
38 millones
La caída de Peng
¿Por qué no llevas la momia de Stalin, si tanto te gusta?
La argucia de Liu Shao Chi
Ni Khruschev, ni Mao
El fracaso internacional
El momento de Lin Biao
La revolución anticultural
El final de Liu Shao, y de Guang Mei
Consolidando un nuevo poder
Enemigos para siempre means you’ll always be my foe
La hora de la debilidad
El líder mundial olvidado
El año que negociamos peligrosamente
O lo paras, o lo paro
A modo de epílogo
La intervención china en la guerra de Corea salvó la dictadura de Corea del Norte en los minutos de descuento. Kim Il Sung estaba claramente perdiendo la guerra que había iniciado; pero unos meses después, las tropas del sur habían sido desalojadas del norte del paralelo 38. La consecuencia, sin embargo, fue una dependencia total de China. Kim todavía tenía 75.000 soldados; pero dependía totalmente de los 450.000 que Mao había puesto en juego. El 7 de diciembre, los chinos recuperaron Pyongyang, la capital de Corea del Norte. Kim, abrumado por los hechos, les cedió a los chinos la comandancia de la guerra. Eso convirtió a Peng De Huai en el general Mola de los comunistas.
Peng, sabiamente, era partidario
de hacerse el euskaldún y considerar que a los comunistas no se les había
perdido nada al sur del árbol Malato (el árbol Malato es un árbol entre
simbólico y fantasioso situado en los confines de Euskal Herria; y en cuyas
raíces los vascos, presuntamente, clavaban sus hachas antes de volver a casa,
porque se supone que nunca luchaban más allá de dicho árbol). El general, por
lo tanto, quería parar en el paralelo 38. Pero no Mao. Mao quería dominar el
mundo al sur del paralelo 38. Peng, de nuevo sabiamente, le retrucó a su jefe
político que en el norte la cosa era fácil porque las tropas estaban a salvo
del bombshelling estadounidense. Pero que al sur la historia era otra.
Mao le contestó que le importaba un huevo (y no mentía; es que le importaba un
huevo). En enero de 1951, la marabunta china, a base de empujar y empujar, tomó
Seúl. Los chinos estaban a 100 kilómetros del paralelo. Mao, las cosas como
son, había causado una gran angustia en los EEUU. Días antes, el 15 de diciembre,
el presidente Truman había declarado un estado de emergencia nacional; algo que
ni había pasado en toda la segunda guerra mundial, ni pasaría durante toda la guerra
de Viet Nam.
Suele pasar, como ya os he dicho
muchas veces, que cuando alguien o algo parece estar en el ápex de su éxito, en
realidad está en una situación bastante jodida. Para cuando Truman se acojonó,
muchas unidades chinas estaban muriendo, y no precisamente en manos enemigas;
morían de simple frío. Su situación era tan desesperada que algunos soldados se
quedaron ciegos por falta de proteínas. La respuesta del Estado Mayor fue
aconsejarles que recolectasen agujas de
pino e hiciesen sopas con ellas.
Mao hizo como si el hambre y el
frío de sus tropas no pudiera afectar a su acometividad. Al fin y al cabo, se
alimentaban de marxismo. Pero la realidad es tozuda. El 25 de enero, las tropas
occidentales, mejor pertrechadas, abrigadas y con los bagres más razonablemente
lubricados, iniciaron una contraofensiva, y los chinos comenzaron a poner el
culo contra el paralelo.
El 21 de febrero, un desesperado
Peng voló a Pekín para entrevistarse personalmente con Mao. Quería decirle que
la guerra iba como el culo y que los chinos estaban sufriendo un montón de
bajas básicamente prescindibles. Se llegó por el complejo de Zhongnanhai, tan
sólo para descubrir que nadie se había molestado en informarle de que Mao no
estaba allí, sino en las colinas primaverales de jade. Cuando llegó le dijeron
que no podía ver al presidente porque estaba echándose una siesta. Pero Peng
empujó a los guardaespaldas y entró en el dormitorio a dar por culo. Mao le
escuchó con aparente atención y, cuando terminó, se limitó a decirle: “No
esperes una victoria rápida”.
Todo tenía una lógica. Pero una
lógica que, obviamente, Peng desconocía, pues de haberla conocido,
probablemente habría resignado el mando. El 1 de marzo, Mao le envió un
cablegrama a Stalin en el que, sustancialmente, le dijo que todo iba según lo
acordado: el enemigo, dijo, no abandonaría Corea sino tras haber sufrido
cuantiosísimas bajas. Toda la estrategia de Mao, venía a decir, era seguir
enviando chinos a oleadas para que muriesen en Corea, haciendo morir al enemigo
también. Reconocía haber tenido 100.000 bajas; pero también reconoció,
fríamente, que en el siguiente año o dos, tendría 300.000 más. Una carnicería,
sí. Pero, como diría Patxi López: “¿Qué más da?”
Mao llevaba desde el mismo inicio de la guerra intentando
cobrar su precio. Ya en octubre de 1950, es decir el mes en el que había
entrado en la guerra, Mao había enviado a Moscú a su jefe de la Marina para
reclamar la ayuda de los soviéticos. En diciembre envió a varios generales del
Aire para lo mismo. Como resultado, el 19 de febrero de 1951 la URSS firmó un
compromiso para construir varias factorías en China. Lo que se buscaba era
empezar a fabricar aviones en territorio chino. Así las cosas, al terminar la
guerra de Corea, China tenía la tercera fuerza aérea más grande del mundo, con
más de 3.000 aeronaves. Mao, para entonces, estaba exigiendo los planos y
especificaciones técnicas de todas las armas que los chinos estaban usando en
la guerra, para poder fabricarlas en su país. Todo esto, sin embargo, chocaba
con las cautelas de Stalin, que quería que China fuese su bully en el patio;
pero no que fuese una potencia por sí misma. En octubre de 1951, arrastrando el
escroto, los soviéticos cedieron las especificaciones de siete de armas pequeñas.
Un año después de haber comenzado la guerra de Corea, había
un hombre que estaba profundamente arrepentido de haberla comenzado: Kim Il
Sung. Los bombardeos estadounidenses estaban dejando su país que parecía
Valdemingómez, y el dictador comenzaba a barruntarse que, si conseguía mantener
su machito, lo mismo incluso era más pequeño incluso que cuando comenzó aquella
aventura. Así que ahora quería terminar la guerra lo antes posible, y el 3 de
junio visitó en absoluto secreto China, para plantear la posibilidad de abrir
algún tipo de negociación con los estadounidenses.
Mao no quería el fin de la guerra. Pero lo que sí quería era
un descansito para poder mejorar la planificación de las cosas. Así que envió a
algunos altos jefes junto a Kim a Moscú, para que se fueran a ver a Stalin para
discutir algún tipo de solución provisional. Stalin estuvo de acuerdo y,
además, se ocupó mucho de alimentar el pecho de Mao hablando, en sus
telegramas, de las conversaciones que había tenido “con tus representantes en
Manchuria y en Corea”. Es decir, le daba a Kim Il Sung el tratamiento de
chico de los recados del líder comunista chino. Stalin veía todo ventajas en
aparecer como deseando algún tipo de tregua; ello mejoraba la imagen
internacional del comunismo, que no dejaba de ser quien había atacado; y,
además, le permitía dejar ad calendas graecas el constante deseo de los
chinos de que les hiciese más transferencia de tecnología militar. Así que el
10 de julio comenzaron las negociaciones para una tregua coreana.
Las conversaciones fueron bastante bien. Sin embargo, Stalin
y Mao las congelaron en un punto, que era la repatriación de los prisioneros de
guerra. Los estadounidenses eran de la opinión de que, de sus prisiones
militares, volvería quien quisiera volver. Mao, sin embargo, quería que le
fuesen entregados todos, en paquete. Como podéis imaginaros con las cosas que
ya os he dicho, para entonces Naciones Unidas era bastante consciente de que la
mayoría de los 20.000 prisioneros de guerra que tenía a su disposición no
quería volver al continente; querían ir a Taiwan. La exigencia de Mao de que le
devolviesen unos chinos que, en realidad, le sobraban completamente, y a los
que había enviado a la muerte, prolongó la guerra durante año y medio, lo que
supuso segar la vida de centenares de miles de personas, sobre todo chinos y
coreanos.
Principiando el año 1952, Kim Il Sung estaba plenamente
dispuesto a terminar la puta guerra de los cojones. En julio de 1952,
presidiendo un país donde apenas quedaban un par de ceniceros y un afilaminas
de mesa en su integridad, le envió un telegrama a Mao pidiéndole poco menos que
de rodillas que llegase a algún tipo de acuerdo con los estadounidenses. Un
tercio de los hombres adultos del país había muerto y, en palabras de Dean
Rusk, entonces asistente del Secretario de Estado, “allí ya no nos queda nada
que bombardear”. Como Mao le contestó al
coreano que se fuese a la mierda, éste trató de buscar la solidaridad de
Stalin. El 17 de julio, sin embargo, Stalin dejó claro en un telegrama que
consideraba que la posición de Mao frente a un armisticio (o se devolvían todos
los POW, o nada) como totalmente correcta. Ahora, la URSS y China estaban
jugando a la guerra en contra de los intereses de Corea del Norte; pero esto es
algo que, por supuesto, la familia Kim ha olvidado hace mucho. De hecho, la famiglia
tuvo suerte de sobrevivir, porque en aquel entonces tanto chinos como
soviéticos, que apreciaban enormes ventajas en una guerra larga de tres años
más o así, estaban pensando que Kim era un problema para eso, y coqueteando con
la idea de emasculárselo.
En el verano de 1952, Mao y Stalin estaban de acuerdo: la
guerra estaba rompiendo los nervios de los Estados Unidos. Sin embargo, ahí
terminaban sus acuerdos. Mao seguía esperando que la URSS diese los pasos para
permitir que China se convirtiese en una potencia militar por sí misma; pero
Stalin, como el vasco del chiste, no era partidario.
Lo cierto, sin embargo, es que la estrategia de Mao estaba
dando sus frutos. Estados Unidos estaba teniendo unas pérdidas aéreas
considerablemente por encima de su tasa de reposición, y las bajas, unas
37.000, eran excesivas para la opinión pública interior. En 1952 hubo campaña
electoral presidencial; y se desarrolló en un país en el cual el apoyo a la
guerra de Corea era tan sólo del 33%. Uno de los eslóganes del candidato
republicano, general Dwight D. Eisenhower, fue I will go to Korea;
eslógan que todo el mundo consideraba que terminaba: to make peace.
En esas condiciones, China se consideró en condiciones de
presionar a Moscú. Chou En Lai transmitió una petición en la que se hablaba de
la construcción de 147 factorías en China, para producir cazas, barcos,
tanques. Stalin hizo varias declaraciones destacando lo importante que
resultaba que China mejorase su poder militar; pero jamás plantó su firma en la
lista de Chou.
El problema de Stalin era que China, sin llegar a ser una
potencia militar, ya estaba expandiéndose con mucha rapidez como líder marxista
asiático. Coincidiendo con la guerra de Corea, estaba en combinación con el
Partido Comunista Japonés para dar por culo en el país. También había extendido
sus terminales en Filipinas, y en Malasia, donde había usado a la numerosa
minoría china para montar una rebelión antibritánica. Asimismo, tenía
terminales en Birmania y, por supuesto, el Viet Nam de Ho Chi Minh cada vez
dependía más de él.
El único paso claro de Stalin en la dirección deseada por
Mao era el tema de Tibet. Ahí, el líder soviético reconocía que se trataba de
una parte de China y que, por lo tanto, en Tibet Mao podía hacer lo que le
pareciese. Pero en el resto del sudeste de Asia, venía a decir, haría mejor en
ser cauto. Mao, sin embargo, ambicionaba convertirse en el líder comunista de
Asia, mediante la celebración de un congreso por la paz mundial en Pekín; uno
de ésos que, en aquel entonces, se consideran congresos no alineados, aunque
estaban más alineados que una encimera de cocina.
Todos aquellos movimientos, y muchos más, acabaron por
despertar las suspicacias de una persona extremadamente suspicaz como Stalin; el
resultado fue que el líder soviético comenzó a contemplar al chino como una
amenaza. En septiembre de 1952, cuando Peng De Huai llegó a Moscú acompañando a
Kim Il Sung, comenzó a trabajarse al general. Cuando Chou reportó a Pekín que
Stalin había preferido reunirse con Peng a solas, es decir, sin el
propio Chou, Mao se puso como el puma de Baracoa. En octubre, Liu Shao Chi llegó
a Moscú para el congreso del PCUS, y Stalin le dio también un tratamiento muy
especial. El 9 de octubre, dio un enorme paso adelante: Pravda se ocupó
de las felicitaciones chinas respecto del congreso. En su crónica, Liu Shao Chi
era denominado secretario general del PCC (cosa que no era, porque el PCC no
tenía secretario general). Nada más leer la crónica, el propio Liu le escribió
una nota a Malenkov dejándole claro que el periódico la había cagado; pero,
claro, no la había cagado. Tras mucho pensárselo, Liu decidió quedarse en
Moscú. Una vez terminado el congreso, se reunió con Ho Chi Minh y con Stalin;
juntos, hablaron no sólo de Viet Nam, sino también de Japón, y de las
perspectivas en Indonesia. Stalin, de hecho, mantuvo a Liu en Moscú hasta enero
de 1953, y le dio acceso a las personas por las que Mao suspiraba más, y él lo
sabía: los comunistas indonesios. Liu pudo entrevistarse con Audit y Njoto, los
dos grandes líderes en ese momento del marxismo indonesio. Los dos indonesios
estaban iniciando un camino, el del patrocinio chino, que les llevaría a ellos,
y a otros miles de comunistas, a ser masacrados. De alguna manera, esos días
Liu Shao comenzó a sellar su propio destino.
Mao, por lo demás, seguía con la matraca de que se le
permitiese ser una potencia militar. Mientras tanto, intensificó sus esfuerzos
por convertirse en algo así como el dueño oculto de Corea del Norte,
ofreciéndole a Kim Il Sung créditos para financiar su existencia. Moscú también
estaba arbitrando préstamos para el coreano; pero los préstamos chinos tenían
la ventaja, indudable, de que eran a cero interés y de que, además, Mao nunca
tenía prisa por cobrar. En enero de 1953, Stalin, no muy convencido, le autorizó
a Mao para que Marina participase en sus primeros ejercicios navales; sin
embargo, siguió sin dar su brazo a torcer en lo de la creación de nuevas
factorías.
La guerra, a principios de 1953, había continuado con su
altísima factura de bajas en ambas partes. El 2 de febrero, en su discurso
sobre el estado de la Unión, el presidente Eisenhower insinuó que estaba un
poco hasta los huevos de todo aquello, y que si el tema no se apañaba lo mismo
volvía a soltar otra bomba atómica. La insinuación fue oro molido para Mao:
ahora tenía razones para exigirle a Stalin no sólo apoyo a la hora de fabricar
armas; es que le podía pedir que le diese acceso a la tecnología atómica.
Mao deseaba la bomba atómica desde el lanzamiento de la
primera en Hiroshima. Nada más producirse el discurso de Eisenhower, Mao
despachó a su mayor experto nuclear, Qian San Qiang, a Moscú. La oferta era
tentadora: dame a mí la puta bomba, que yo la lanzaré. Así tú no aparecerás
como culpable.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario